Saturday, December 18, 2010

Pupila nichi

El P. Alfonso, apellido desmemoriado casi medio siglo después, era un duro entre los duros. Férreo, severo. Su renombre de exigente, fuera en las aulas o en los recreos, debía de habérselo labrado con merecimiento durante los cursos anteriores. Su fama le precedía. Cuando empezamos primero de bachillerato en 1967 su reputación de estricto era “vox populi” entre los acoquinados alumnos. Algunos le empezamos a temer incluso desde la primera tarde, cuando los colegas de los cursos mayores, experimentados en tildar con apodos y calificar con adjetivos, a veces jocosos, ocasionalmente despiadados, a los profesores, ya nos lo anunciaron.

 “Veréis cómo se aprenden en su clase de geografía cúales son las principales regiones cerealistas de la península ibérica”, comentaban los más atrevidos de segundo entre susurros y con no poco aire reverencial. Transformado, en los ojos de algunos otros que habían pasado por sus clases, en fundado temor, fronterizo con el pánico. No teníamos ninguna opción para sortearlo. Al menos en las clases. El apellido nos jugaba malas pasadas. Dependiendo si empezaba por la “C” o la “Ye”, el P. Alfonso te podía tocar, o no tocar, en sus temidas clases de geografía. Ponerte firme, para ser precisos, a golpe de capón desabrido, guantazo raudo y tentetieso.

Bastante joven, a mediados de los sesenta no debía de haber alcanzado todavía la cuarentena, de estatura más bien baja, tenía el rostro adusto y reseco de los castellanos viejos. Como si durante años se hubiera dedicado a las labores del campo. No exactamente curtido porque el P. Alfonso cuidaba con esmero su aspecto exterior. La mirada concentrada y alerta, en perpetua vigía, bajo sus gafas de concha, no hacía sino acrecentar su apariencia de celoso oteador de nuestras candorosas conductas infantiles, puntualmente convulsas, a veces tan dislocadas, en aquel primer año de internado. Peinado, incluso repeinado hacia atrás, siempre impoluto, de punta en blanco, la expresión en su más pura literalidad, puesto que su hábito permanecía semana tras semana impecable e inmaculado. Eso  sí, excesivamente atrincherado bajo el cinturón del que pendía el rosario de cuentas negras. Hasta el punto de que cuando se recogía el escapulario entre el cinto y la saya para jugar con nosotros, aquel ceñidor de cuero tenía toda la apariencia de haber sido ajustado un agujero de más. Como excesivo nos parecía el brillo de los zapatos, ni una mota, ni una rozadura mate, en el calzado de punteras negras y alargadas, cordones ajustados milimétricamente a la simetría del charol. Su aspecto pulcro, irreprochable, hasta el punto de ser relamido, aumentaba, si cabe, las distancias que guardaba con la casi totalidad de los alumnos. Que ejerciera de prefecto de disciplina y entrenador deportivo amalgamaba en él todo el peso de las normas y reglamentos existentes en el Pabellón de Menores. Unas cuantas, por cierto.

Algunos profesores nos caían mal por concomitancia con una asignatura que nos resultara intratable, otros porque nos habían castigado al sorprendernos en alguna trastada, pero el P. Alfonso nos caía mal porque sí. Porque nos precavían sobre él, antes, incluso, de habérnoslo topado, azarosos, en la escalera de subida al dormitorio. La cabeza gacha: “Buenas tardes, padre”. Recién caídos de páramos y barbechos, de prados y montañas en aquellos campos de deporte inmensos, en aquellas aulas con tan amplias cristaleras, no podía decirse que tuviéramos, ni siquiera una sóla razón lógica, en el incomodo que nos causaba. Salvo, claro está, en el prestigio acumulado a través de los cursos pasados. 

En las aulas los pupilos tienden a magnificar cualquier acontecimiento, resaltar los rasgos de un profesor hasta caricaturizarlo con gracia o desdén. La caricatura, fiel reflejo de la realidad, era que el P. Alfonso,  por menos que cantaba un gallo, solía soltar sopapos o coscorrones con la celeridad del rayo. Eran tiempos donde el castigo físico no estaba mal visto. Al contrario. Hasta nuestros padres aleccionaban a profesores y prefectos de disciplina a fin de que no se inhibieran en ponernos de rodillas, darnos con la regla en los nudillos o dar quince vueltas al campo de fútbol envuelto en la niebla espesa. Los fundamentos pedagógicos del P. Alfonso, cualesquiera que fueran –aunque sospecho que como los de tantos otros, posiblemente ninguno, había pasado, directamente, de estudiar Dios uno y trino a enseñarnos el censo de la ganadería hispana en aquel año de gracia, por ejemplo, 45 millones de gallinas, según el libro de texto de S.M. para 1º- se reducían a un sencillo e inquietante dilema. O sabías la lección de carrerilla o guantazo al canto. No había términos medios. Y, efectivamente, como nos habían anunciado nuestros amilanados predecesores, las bofetadas que soltaba eran frecuentes, por minucias tan trascendentales como ignorar que las cabezas de ganado cabrío superaban los dos millones y medio desde las columnas de Hércules al Cabo de Gata. Así que mientras no fuera absolutamente necesario, lo mejor era mantenerse alejado de su radio de acción. Esto es, de la de su palma abierta con tanta agilidad.

Las únicas ocasiones en las que resultaba comedido, hasta cercano, era cuando jugaba con nosotros a fútbol, eso sí, siempre, con el hábito. Ni él, ni nadie, osaba quitárselo cualesquiera fueran las circustancias. Hasta el punto de que durante años siempre pensé que el hábito era tan inherente al monje que hasta dormían con él. Se lo levantaba lo justo, el extremo inferior de la saya, para entrelezarlo con el cinturón, pudiendo así correr con más comodidad. Allí estábamos una veintena corriendo detrás del balón y del P. Alfonso, levantando una polvareda considerable. No era malo con el esférico entre los piés, incluso hasta nos gastaba la broma de esconder la pelota en los pliegues de la saya y el escapulario. Ocasión que algunos, aprovechaban para darle patadas, sabedores que en el barullo resultaba improbable que fueran  identificados en su alevosía. Darle puntapiés a diestro y siniestro resultaba una insignificante venganza, inocente resarcimiento como devolución de los sopapos encajados por no saberse de memoria en que provincia están, estaban, las Lagunas de Ruidera.

Usaba una curiosa expresión, a medias amenazadora, a medias cautelar, para incitarnos a estar vigilantes en nuestras actitudes de comportamiento, en nuestro aprendizaje académico. Tras explicar una lección, digamos, el perfil del río Segura, o asignarnos un ejercicio con alguna truculencia en medio, su exposición siempre terminaba con la expresión: “Pupila, nichi”. Un modo de decir que no bajáramos la guardia y que permaneciéramos ojo avizor para recordar que las dos poblaciones principales de Guinea Ecuatorial, que recientemente había obtenido su independencia, eran Rio Muni y Fernando Poo. La expresión se hizo extremadamente popular. Al poco, nosotros la repetíamos con nuestros compañeros, a veces, con el mismo tono amenazante, antes de llegar a las manos con algún compañero, a veces en tono festivo, para denotar que habíamos pasado por alto alguna anotación banal: el conteo en una partida de pingpong, por ejemplo. Es más, reforzábamos la locución con redundancias: “Ojo, pupila, nichi”. La superfluidad del todo, el ojo, y la pupila, como parte del continente servía para resaltar la alerta que, bajo ningún concepto, debíamos ignorar. En realidad, la expresión es “Pupila, ninchi”. Por alguna razón la “n” intermedia la perdimos al asimilarla a nuestro lenguaje infantil. Quizá la ignoramos presos del temor que el emitente nos inspiraba, quizá el propio emisor la pronunciaba de forma errónea.

La procedencia de semejante expresión es de difícil localización. Según el murciano Pancracio Celdrán, experto en insultos, en ámbitos achulados, entre personas que conocen el argot de los bajos fondos, equivale a punto filipino; pájaro de cuentas; sujeto informal y carente de sentido común; mequetrefe que a pesar de ser un mierda puede hacer daño. Parece que procede del caló, lengua en la que significa "chico, muchacho", no entendiéndose lo negativo de su semántica a partir de un sustantivo poco sospechoso de tan extremas maldades. Sea lo anterior cierto o incierto, el caso es que no está mal, encaja con el tono achulado del P. Alfonso y las exigencias que nos insuflaba. Se me escapa lo de “punto filipino”. Efectivamente, éramos unos mequetrefes, incapaces de hacer daño.

Hasta lo de pupila entona perfectamente con otra de las recomendaciones, dado su carácter convendría hablar de instrucciones, a las que reiteradamente nos conminaba el P. Alfonso: a comer mucha zanahoria para preservar la vista, según me recuerda mi compañero Valentín, de insondable memoria. La paradoja, que no moraleja, de este magisterio nutritivo, es que retornando en cierta ocasión de asueto con él, desde Puente Duero, cuando todavía el camino desde las riberas hasta Arcas se hacía sin apenas impedimento, por sendas de campo a través y pinares, bordeando la Fasa y Laguna, la noche nos cayó encima. Con once años, en un lugar completamente desconocido para nosotros, terminamos por desorientarnos y meternos en un maizal. Un gigantesco laberinto de mazorcas y cañas del que a duras penas pudimos salir desperdigados por las cuatro esquinas del sembrado. Descarriados del buen camino atinamos, saltando por acequias, senderos ignotos y pinares idénticos a divisar, cuando nuestro pavor era tan denso como la oscuridad, las curvas blancas de la casa de las dominicas francesas -¿o eran irlandesas?-, como un faro salvador en la noche cerrada. En aquella infausta ocasión lo de pupila nichi no había surtido demasiado efecto, o quizá es que no habíamos comido suficiente zanahoria. Todavía.

Tras cuarenta y tres años, me pregunto que habrá sido del P. Alfonso. El libro de geografía sigue intacto en mi estantería, lo abro al azar por la página 137 y allí están esos mapas por regiones que tanto me gustaban. Con sus pequeños dibujitos, según las zonas de producción, ovejas, espigas, guisantes, mantas, racimos de uva, cerdos, naranjas (en la Huerta de Murcia). Hasta la torre de una mina pegadita a Barruelo de Santullán. Cuarenta años y tantas cosas han desaparecido. En Barruelo hace siglos que cerraron las minas, las mantas de Palencia son las importadas de China, y, apuesto, que de la huerta murciana no quedan más de unos centenares de tahúllas.  En algún rescoldo de la memoria, la severidad extrema del P. Alfonso permanece inmutable. Pupila nichi.

Saturday, December 11, 2010

Septiembre 1967 (2 de 3)


En el tren, camino de Valladolid, la primera vez que veía y montaba en artilugio semejante, admiraba los paisajes del Cerrato, tan diferentes de los verdeantes robledales y pinares del norte de la provincia. Estábamos a 100 kilómetros, pero para mí era como si descubriera otro continente. El curso del Pisuerga –el que lleva la fama aunque otros lleven el agua- se me antojaba, comparado con mi modesto Valdavia, lo más parecido al Amazonas o al Nilo. De éstos, sí que nos había hablado D. Constantino Mazuelas en la escuela. A medida que el pueblo se alejaba en la distancia, una existencia, completamente nueva y desconocida, se entreabría ante mi mirada infantil.

En la llegada a Valladolid se producían los primeros encuentros, al menos entre los cursos más veteranos. Porque para los nuevos, como yo, el inmenso reloj que ya marcaba las 13.30 era la única referencia en el grandioso hall. Como muchos alumnos llegábamos a la misma hora, la camioneta de los buenos padres, conducida por el hermano cooperador, lego, les llamábamos entonces, sin que el vocablo desmereciera para nada su insobornable servicialidad, venía a recogernos para transportarnos sanos y salvos por el camino del Pinar de Antequera. En los años posteriores nos las teníamos que arreglar para, entre varios, compartir un taxi, cuyo costo, incluso a escote, representaba una verdadera fortuna para nuestros magros viáticos.

Asustados, atemorizados incluso, llegábamos al patio de las Arcas con su campana vietnamita, en aquel entonces yo creía que era china, sus elegantes techumbres onduladas, el apabullante ladrillo rojo del edificio de los padres y su diminuto campanario que, para sorpresa mía, era notablemente pequeño comparado con el de la torre de mi pueblo. Los buenos padres aguerridos en lances similares durante los años precedentes, todos de inmaculado blanco, nos daban ánimos, mientras no pocos de entre nosotros rompían (¿rompíamos?) a llorar.

Pisar el suelo y convertirse en magdalenas no era excepcional. Al lado del sauce llorón tomábamos conciencia, por muy infantil que ésta fuera, de que una etapa nueva acababa de iniciarse. Tampoco era raro que más de uno, tras pisar tierra, en lugar de besarla, volviera a cargar el equipaje en el coche y se marchara, huyera aspaventado, más bien, por donde había venido. Ni siquiera se dieron el tiempo, añorantes de prados y secarrales, para deleitarse con las mieles de aquella nueva tierra prometida. Disciplina y rigor, sí, pero también campos de fútbol reglamentarios, piscina casi olímpica y asuetos en los pinares de Simancas. Vocaciones diluidas en la añoranza de barbechos y pastoreos.

Tampoco resultaba extraordinario encontrar a los más llorones, al menos aquella primera tarde, en las esquinas de los pabellones, a lo largo de los pasillos o en algún rincón de los dormitorios. Íbamos camino de hombres pero desparramábamos nuestras lágrimas como niños. Como lo que éramos. A los que habitaban más cerca o a los más pudientes, sus padres les acompañaban en coche. Una ligera envidia me corroía. ¿Por qué a mí no me habían acompañado? Supongo que hubiera sido difícil recorrer los 125 kilómetros en un carro de vacas.

Algunos hasta tenían la suerte de que sus madres vinieran a colocarles sus pertenencias en los aparadores blancos de los dormitorios corridos. Aquellos armarios, muy parecidos en tamaño a un frigorífico, guardarían durante todo el año nuestras escasas propiedades. Para la lavandería, en ese primer día, se nos entregaba una bolsa y se nos asignaba un número. El 309 para un servidor. Tan imborrable como el nombre del prefecto de disciplina o el día de mi primera comunión.

Poco a poco, mientras caía la tarde y llegaban los más rezagados, se iban conformando grupitos, primeros rasgos de camaradería, entre los nuevos. En gran medida basados en paisanaje regional, o autonómico, como podríamos decir ahora. Los asturianos, hasta de adultos hechos y derechos me ha sorprendido su exacerbado sentido clánico, creaban sus pequeñas tribus inexpugnables para los, pongamos por caso, zamoranos o abulenses. ¡Cómo serían, para que paletos y pobres como nosotros éramos, a algunos de entre ellos, nosotros, castellanos viejos, les tildáramos de pueblerinos!. Los leoneses no les iban a la zaga en su concepto de la tribalidad.
 
 

Saturday, December 4, 2010

Septiembre 1967 (1 de 3)

Desde las eras todavía se desprendía el olor a centeno, mientras en el aire flotaba, con suavidad, el tamo de la paja cargada a gariadas en los carros. Las primeras escarchas del otoño recién estrenado se mezclaban con el polvo que desprendía la paja molida al asentarse en la caja del carro. Durante años, el mismo perfume de despedida hasta las navidades tan lejanas, esperando el autobús de línea de los Herreros para trasladarme a Palencia. A las 8.10 pasaba por el pueblo. El bolsillo del pantalón corto, para que no se perdieran, una vez introducidas las 580 pesetas de la pensión mensual, mi madre lo había cosido concienzudamente.

Quinientas ochenta pesetas que habían sudado, literalmente, desde la sementera del año pasado, extraídas azada por azada en el riego de las patatas tempranas y si ningún hado maligno (para ellos la voluntad del Señor) había revoloteado en la cuadra, en ellas estaba también alguna parte del ternero vendido en la feria de Saldaña. Quinientas ochenta pesetas que, según nos decía el prefecto de disciplina, no pagaban ni el agua. Quizá no le faltara razón. Pero con 11 años de aldea perdida en el mapa, nuestros conocimientos de economía eran más bien nulos. Algunos años más adelante supimos, o quizá fantaseamos, con que el déficit lo cubrían misteriosas minas en Filipinas o participaciones en la cervecería S. Miguel. Gracias a esta supuesta capitalización bursátil (¡oh, maligno capitalismo!), entre otros muchos factores, dei padri domenicani, ahora estamos donde estamos y somos lo que somos.

La historia había comenzado un año y medio antes, cuando el P. Santiago a bordo de su flamante dos caballos, había pasado por la escuela única de niños y niñas para despertar nuestro fervor misionero, incitarnos desde su desbordante bonhomía a convertir los paganos en buenos cristianos, allá en el Lejano Oriente. Nuestros padres, que compartían nuestro fervor religioso, probablemente incluso lo superaban, y habían experimentado las penurias de la posguerra, eran plenamente conscientes de la dualidad: las Arcas Reales o el barbecho. Nosotros, ciertamente, vivíamos en la ignorancia de tan excruciante dilema. Después de todo, el internado nos inspiraba no poco temor con sus reglas, sus disciplinas y sus potenciales castigos. En el pueblo, como mucho, algún escobazo de madre desobedecida o que el cura párroco te hiciera pasar la vergüenza de todas las vergüenzas poniéndote con los brazos en cruz, delante de la pila de agua bendita, los feligreses acudiendo a misa de 10, por no saberte de carrerilla las tres virtudes cardinales. ¿O eran, son, quiero decir, cuatro?.

La vida del pequeño salvaje, Rousseau en la Castilla la Vieja, la de los hidalgos y conquistadores tiempo ha evaporados. Sí, sufriendo mientras se arreaba la mula en la noria para regar el huerto o se apacentaban las vacas en la ribera del río. El resto del tiempo era puro y permanente recreo, salva sea la docencia de primaria. Consistía en recorrer el monte a la búsqueda de los nidos de las palomas torcaces, escondidos en los troncos de los robles; perderse en los trigales tras las huidizas codornices y en verano pasar mañanas y tardes en el río, salvo en la época de la trilla, pescando barbos y cangrejos. Antes de que la peste los extinguiera.

Así que las exhortaciones del P. Santiago González habían cundido efecto. Las exhortaciones o la inevitabilidad de las circunstancias geográficas. Incluso sin su aerodinámico Citroen, conmigo lo hubiera tenido fácil para reclutarme para la avanzadilla misionera de la Iglesia, el internado de Eton, o la legión extranjera. Me hubiera resultado igual. Como primo y paisano, ungido en las aguas crismales del bautismo por su propia diestra, que yo terminara en las Arcas Reales no era casualidad del destino, más bien la consecuencia insoslayable de la lógica. O lo dicho: surcos o libros. Así que allí estaba, delante del “Bar Abundio”, junto con mi compañero de infancia y juegos salvajes, Jesús Montes, temeroso e intrigado a la vez por el devenir histórico, oyendo como los pitidos del renqueante autobús, y con él mi futuro, se acercaban por la carretera bacheada, ineludibles, desde la curva de Polvorosa de Valdavia. Mis pertenencias, aparte de las existentes en el pantalón recosido, cabían más que de sobra en la maleta de cartón pluma (¡ojo, que no se moje!) que portaba. Un par de mudas. Sí, en aquella época, nos cambiábamos una vez por semana, no más manito. Algún jersey para los gélidos inviernos pucelanos, unas zapatillas de deporte (marca John Smith, décadas antes de que se pusieran de moda entre los adolescentes), un par de pantalones, camisas y pare Ud. de contar. El aro con la lanzadera, el artilugio que empujaba la rueda de metal, hecho con un agarradero de herrada quedaba escondido en algún rincón de la portada a fin de que mi hermano no aprovechara mi ausencia para apropiarse de uno de los pocos y, seguramente, mi bién más preciado.

Los Herreros llegaban a Palencia a las 9.30 y hasta las doce y pico no salía el tren para Campogrande. Las maletas las dejábamos en el cuartelillo de la guardia civil, en la estación de tren, donde un capitán, nada menos, del pueblo, nos las guardaba amablemente. No se puede decir que no estuvieran perfectamente custodiadas. Teníamos tiempo para recorrer la Calle Mayor, arriba y abajo, una docena de veces. Otra cosa, ni mejor ni peor, a falta de medios económicos, no podíamos hacer. Ni una perrilla para un preciado chupachups que echarnos al paladar. En cada ida y venida, me detenía ante la Librería Merino, extasiado ante las novelas que acababa de sacar la Espasa Calpe. No menos de una docena de libros, yo nunca había visto tantos juntos, decoraban el escaparate. Si en las Arcas Reales devenía en un hombre de provecho, pensaba yo, algún día podría comprarme alguno de aquellos atractivos tomos. Libros de los que por lo demás no había oido hablar en la vida. Valle Inclán, Machado, Juan Ramón Jiménez. El maestro del pueblo, D. Tino, jamás había ido más allá de El Parvulito y la Enciclopedia Alvarez de 2º Grado. Más de cuarenta años después la Calle Mayor todavía conserva esa atmósfera de capital de provincia marginal. La Librería Merino sigue firme en su puesto, con su escaparate en cristal biselado, encajado en un marco de madera marrón oscuro, rimbombante y barroco. ¡Que sea por muchos años!.

Friday, November 26, 2010

Día de las Familias (2 de 2)

Gran festejo el Día de las Familias, especialmente los primeros años cuando el primer semestre del año se hacía todo de un tirón, sin volver a casa para las vacaciones de Semana Santa. ¿No habíamos dicho que Arcas Reales era un internado?. El Día de las Familias era una jornada festiva, desde el desayuno especial con galletas María hasta el fatídico momento en que despedíamos a nuestros familiares en el patio central. Esperábamos con ansiedad que los nuestros llegaran a principios de la mañana y, aunque la breve estancia en el colegio ya había servido para desmadrarnos, no soltábamos a nuestros progenitores ni a sol ni a sombra. Más bien lo último, ya que el mes de marzo en Pucela solía estar cubierto día sí y día también de la imperturbable niebla del Pisuerga. ¡Con qué orgullo les hacíamos recorrer las instalaciones! “Mama, éste es mi pupitre”. 

En la misma clase había otros diez compañeros gesticulando a sus progenitores hacia aquel reducido mobiliario donde ellos estaban plenamente convencidos de que nos estábamos haciendo hombres de provecho. ¡No les faltaba razón! Aunque en nuestra mente infantil, lo esencial era hacerles admirar los amplios campos de fútbol, las canchas de baloncesto (¡de cemento y con las líneas verdes perfectamente marcadas!) y el no va más, las líneas elípticas de la pista de atletismo, dibujadas con cal y no con paja como en el pueblo, bordeando el campo de fútbol de los mayores, donde al mediodía íbamos a exhibir nuestras habilidades atléticas. Nuestros padres eran de pueblo tanto, qué digo, más que nosotros, así que la sorpresa de contemplar el imponente altar mayor de la iglesia de Fisac, sin un solo S. Isidro Labrador con sus espigas resecas, que echarse a los ojos, resultaba incluso más enigmática para ellos. 

Acabada la visita guiada a las instalaciones, perdón, se me olvidaba que nuestras madres, ¿cómo podían sobreseir ese aspecto tan fundamental para ellas?, nos habían obligado a enseñarles el aparador del dormitorio donde los calzocillos se mezclaban, insensibles ellos, con camisas, zapatillas de deporte, lindando con el instrumental del aseo. “Pero hijo, ¿cúantas veces tengo que decirte que el cepillo de dientes tienes que dejarlo siempre en la bolsa de aseo que te compré en la tienda de la Calle Mayor?” Admonición cuando menos curiosa porque ellos en el pueblo ni usaban, ni nadie les había enseñado a usar el cepillo de dientes. Afortunadamente, los consejos maternales sobre el orden que debía de reinar en el aparador venían acompañados del paquete, ¡ay el paquete!, que edulcoraba las exigencias maternales con su promesa de chorizo casero, lonchas del jamón curado al son de las heladas del pueblo en el desván y la inevitable reposición del bote de Cola Cao.

Yo aparezco extrañamente encorbatado lo que me da qué pensar. La siguiente corbata que recuerdo es una, muchos años después, en 1990, el día de mi boda, cuando el P. Ildefonso González me enseñó a hacerme el nudo del invento. Deduzco, pues que nunca aprendí a hacerlo, así que mi corbata de adolescente es de las que nunca quitábamos el nudo, simplemente nos limitábamos a apretarlo y a soltarlo, como si de una simple soga se tratara. Tan aferrado estaba el nudo a la corbata y, viceversa, que así sigue en algún baúl de la buhardilla, innombrable metáfora de una infancia a un internado anclada. Aunque no había uniforme escolar, la corbata y la chaqueta –siempre demasiado corta o demasiado larga, consecuencia de haberla heredada de hermanos mayores o de que nuestras madres las compraban “para que te valga hasta la Reválida, hijo”- es lo más parecido a un atuendo escolar. De hecho, en las fotos de la época, especialmente los días de fiesta o para ocasiones celebratorias, sea en grupos o fotos individuales, el signo de distinción viene marcado por la imprescindible corbata y la sempiterna americana.

Los dos, hermano pequeño y hermano mayor, aparecemos con el mismo peinado a raya, enseñado, casi con toda seguridad, en unas clases inolvidables llamadas de “Normas de Urbanidad”, donde aprendíamos un poco de todo, desde como asearnos hasta la manera de coger el cuchillo para cortar el filete de carne. Bastante salvajes como éramos, de donde veníamos, sólo sabíamos usar la navaja, y eso más bien para hacer silbatos con las ramas de los fresnos. La carne, si la había, la solíamos cortar con el único “cuchillo gordo” existente en nuestras cocinas pueblerinas.

Las americanas, reservadas para los días de fiesta como éste, nos otorgan un aire de improbable elegancia, y eso que los “Almacenes Olmedo” de Palencia en donde fueron compradas no debían representar el último grito de la moda. En todo caso, comparados con los jerséys perennes tejidos por nuestras madres, heredados a veces de generación en generación, la chaqueta constituía el elemento de modernidad indefectible que, añadido a la elegante curvatura de las fuentes diseñadas por Fisac en las que nos apoyamos, parece transportarnos a una veintena de años después.

En el fondo los familiares observan atentamente alguna de las actividades que conformaban el siempre atractivo programa deportivo de la jornada. A continuación venía la misa. No se puede decir que al amparo de la admirable arquitectura de D. Miguel, la celebración no fuera un cúmulo, una montaña, una eternidad de fe. Religiosa y laica. Todo revuelto. Obviamente, los concelebrantes, no era raro que entre ellos se encontrara el cura de pueblo de algunos de nosotros, hasta allí llegaba su perseverancia en nuestra educación cristiana, tenían esa fe por obligación y devoción. Nuestros padres y familiares, por costumbre y porque estaban más que convencidos que a través de sus plegarias, nuestras conductas, nuestras notas en matemáticas y latines terminarían por convertirse en insuperables. Nosotros un poco de todo. Alborotados, como estábamos, por aquella irrupción familiar en nuestra rutina y cotidaniedad, orábamos por nuestras notas, claro, por nuestros profesores. Pero sobre todo, poníamos nuestro empeño en pedir que nuestros padres siguieran bien de salud. La misa, nunca mejor dicho, era una eucaristía real, auténtica, de creencias ciegas en el auxilio divino, de buenos deseos para nuestro porvenir. Una comunión.

El Día de las Familias continuaría con el almuerzo campero, conocidos y familiares del mismo pueblo se solían agrupar, como si de una romería se tratara, en las mismas mesas de piedra o en los bancos dispersos por las instalaciones. El punto final lo ponía la velada de la tarde. Casi todos participábamos de una forma u otra. La afamada Coral de la Virgen del Rosario era siempre uno de los momentos estelares de la velada, apreciadísima por todos los asistentes que aplaudían a rabiar sus interpretaciones de cantos religiosos y populares. Otro tanto pasaba con la obra de teatro representada por los cursos mayores. Según los años las obras elegidas, consciente o inconscientemente, hacían caso omiso de las barreras ideológicas. Un año tocaba una comedia, aparentemente inocua, de Mihura, y acaso al año siguiente se descolgaban con una obra de amarga crítica social de Sastre. No que nosotros percibiéramos que el abertzale en ciernes intentara colarnos, a nosotros, alumnos de colegio religioso de pago, una ideología prerrevolucionaria. En todo caso, para muchos de nuestros padres y familiares, cuyo acceso a la cultura se restringía a los feriantes que vagaban ocasionalmente por las aldeas de Castilla, caso de “Barbaché y el Hombre Foca”, aquellas “comedias”, como ellos siempre las llamaban, aunque fueran dramas durísimos como ‘Escuadra hacia la muerte’, siempre causaban una impresión extraordinaria.

Concluida la representación teatral –fueron sin duda la pequeña y muy apreciable semilla que sirvió para plantar numerosas inquietudes culturales en los años venideros- llegaba la hora desoladora de las despedidas. En el patio central los taxis y vehículos desfilaban para volver a sus hogares, mientras muchos, más que menos, lloraban abiertamente; los más tímidos procuraban esconder sus lágrimas por los rincones de los pabellones ahora silenciosos y desiertos. Para aligerar la carga emocional, se nos dispensaba del estudio nocturno. El griterío habitual del comedor durante la cena se convertía en un silencio sepulcral. A la hora de acostarse más de uno, volvía a soñar con los nidos en los salces de la ribera del río, agarrado con desesperación a la pastilla de chocolate que le habían regalado sus padres. Al sonar el timbre, siete de la mañana del día siguiente, las sábanas eran puro cacao.

Friday, November 19, 2010

Día de las Familias (1 de 2)


Para preadolescentes tan arraigados como nosotros a nuestras familias, a nuestros pueblecitos, al campar a nuestras anchas por monte y barbecho, asumir la disciplina del colegio, sobre todo las primeras semanas no era tarea nada fácil. De ahí que no pocos aprovecharan las Navidades para retornar a su terruño. Para el Prefecto de Disciplina era una ocasión pintiparada para decirles a los más díscolos o a los más torpes que se llevaran las mantas –sí, en el ajuar del internado era uno de los elementos esenciales que arrastrábamos para atrás y para adelante cada junio y cada septiembre- al pueblo, signo inequívoco de que ya no volverían en enero.

Así que los que llegaban al Día de las Familias, a punto de pasar el ecuador del año escolar, salvo catástrofe tenían grandes posibilidades de llegar a junio y, por consiguiente, “más lejos en la vida, hijo mío”. En los primeros años, el Día de las Familias coincidía con la fiesta de Santo Tomás de Aquino, cuando ésta todavía se celebraba el 7 de marzo. Posteriormente, supongo que en razón de la climatología, se cambió a mayo. La imagen adjunta parece confirmar que la primavera todavía no había llegado a orillas del Pisuerga. Pese a todo parece un buen día, soleado, los asistentes van abrigados, pero no en exceso, incluso algún alumno corre en pantalón corto. Los chopos desnudos del Pabellón de Mayores no dejan lugar a dudas de que la intensa niebla de los pinares pucelanos ha dado hoy un respiro. Posiblemente sea marzo del 69, quizá del 70.

Estamos en el Pabellón de Mayores, un lugar mítico para los alumnos del de Menores, donde debe estar todavía Pepe, mi hermano, con su chaquetilla a cuadros y su jersey de cuello de cisne. Era de los pocos días al año, eso que estaban separados por apenas 20 metros, donde los de primero y segundo se juntaban con los de tercero y cuarto. De hecho la prohibición era absoluta. Posiblemente por algún malentendido prejuicio de carácter moral, tipo: los mayores pueden corromper a los pequeños. Corrupción relacionada con temas absolutamente tabú como la sexualidad en general o la homosexualidad en particular. O quizá fuera para que los más veteranos no enseñaran a los recién llegados al internado las artimañas para copiar en los exámenes. Porque aislados de los peligros del siglo y sus atractivos pecaminosos, lo estaban tanto los de primero como los de cuarto.

Pese a esta estricta prohibición o, quizá, a causa de ella, nosotros discurríamos trucos sibilinos para pasarnos los mensajes familiares (“mama me ha escrito”, “se ha muerto la Eudovigis”). Algunas veces violábamos estas restricciones –para encontrarnos con nuestros hermanos, insisto, tal era la rigurosidad de las normas disciplinares- viéndonos, a escondidas, por supuesto, en la gravera, por detrás del teatro y la piscina, después de la comida. Quizá el P. Prefecto se había entretenido jugando a pingpong con algún camarada en la galería. O acaso, la visita de algún familiar le retenía en la portería. Ocasión pintiparada para simulando que algo se nos había extraviado entre el seto que bordeaba la piscina, avanzar unos pasos hasta la tierra de nadie, ocultos por la inmensa mole del teatro. Allí intercambiábamos, sin dilación, tampoco era cuestión de jugarse la película del domingo por la tarde o el próximo partido de los pimentoneros con los merengues, las últimas novedades familiares y si la ocasión se terciaba, cambiar algún cromo de la colección del álbum “Animales de la naturaleza”.

En casos de urgente necesidad, me pregunto qué apremio puede tenerse en la vida cuando se llega a los 12 años, recurríamos a una treta más arriesgada para la que se requería una notable sutilidad, amén de un habilidoso juego d emanos, aprovechándo los rezos vespertinos. Al acudir a la iglesia para el rosario de la tarde, los pequeños que entraban más tarde, pasaban al lado de los mayores que ya estábamos sentados. Al adentrarse en la iglesia y llegar a la altura del banco donde yo o alguien de confianza se encontraba, en un abrir y cerrar de ojos, nos intercambiábamos mensajes escritos, las cartas de mi madre o, en casos más osados, la mitad de la pastilla de chocolate que nos había llegado en un ansiado y esperado paquete postal desde el pueblo.

Pero el Día de las Familias, no había que jugar a los espías ni confiar –lo de confiar no es banal, ya que algunos aprovechaban para ganar puntos chivándose de nuestros ardides al Prefecto- en los compañeros de banco. Ese día, todos estábamos revueltos en medio de un notable jolgorio. En el campo de fútbol, la tabla de gimnasia o el partido de fútbol está a punto de comenzar, los padres, amigos y familiares esperan la actividad deportiva que nosotros hemos preparado durante semanas bajo un intenso frío del invierno pucelano. El P. Pablo Fuentes, gran aficionado al deporte, exigente profesor de matemáticas, que por la mañana se esforzaba con denuedo –al menos con algunos, entre los que me contaba- en hacernos comprender las ecuaciones de segundo grado, por la tarde se dedicaba en cuerpo y alma a hacernos repetir incansablemente las tablas de gimnasia colectiva. Los movimientos en grupo, conformando figuras geométricas, incluso las letras DAR (por lo de Dominicos Arcas Reales) eran siempre uno de los platos fuertes de la fiesta familiar. Como mucho, nuestros padres habían visto en el bar del pueblo, los padres ya que las madres no iban a “Casa Abundio”, las exhibiciones gimnásticas del Día del Trabajo en el Bernabéu. Y de repente, bajo el enneblinado, pero radiante, sol de marzo, allí tenían a sus propios retoños, con más modestia, sí, pero con no menos ímpetu, haciendo las mismas diagonales, círculos y estiramientos de brazos que las gloriosas huestes trabajadores del Caudillo.

Friday, November 12, 2010

Clases (4 de 4)

Aunque en muchas otras ocasiones, dejadas a un lado las razones clasistas, los orígenes de paisanaje o las capacidades memorizadoras, los caminos del enchufe nos resultaban inescrutables. Como los caminos del Señor. Y desde luego, en nuestra reducida capacidad infantil de analizar las circunstancias, más allá de las meramente obvias, todo un enigma. Reconocíamos con facilidad a los enchufados y al enchufador, sin que nuestra perspicacia preadolescente nos indicara los entresijos para saber como se había llegado a esa situación, o cómo se podía alcanzar semejante nirvana de supuestos o reales privilegios,  tan envidiados por la mayoría de nosotros. ¡Ay, el enchufado!. Lo advertíamos por la forma de tratarle en clase, de plantearle las preguntas en los exámenes orales, incluso los más aviesos aseguraban que a tal o cual le corregían los exámenes con más generosidad. Imposible, sin embargo, adivinar –para intentar repetirlos o imitarlos- los mecanismos del enchufe y alcanzar aquel estatus de regalía, deseado estado donde el profesor tal o cual nos podría otorgar reales o supuestas prebendas.

Muchos no cejaban en su intento por resultar enchufados, por muy ininteligibles que fueran los vericuetos para llegar a disfrutar de tan anhelados honores. El caso más recurrente y, a la vez, tan mal visto, era el del chivato. Chivatillo, más bien. Después de todo, los asuntos a revelar eran más bien minucias, casi imposibles de recordar después de tantos lustros. Muchas veces, incluso, sin que el enchufador lo requiriera del acusica: “Padre, Sixto tenía toda la primera declinación, la de rosa rosae, en un papelito, escondido bajo la pulsera del reloj”. El P. Félix Salvador, de un carácter volcánico como pocos, podía tomar aquella revelación como un indicio de la improbable nota con la que había calificado a Sixto en el examen de latín, o como nunca se sabía por donde iba a salir, ordenar al delator que diera cinco vueltas al campo de fútbol, todavía desperezándose de la espesa niebla del Pisuerga.

El asunto de copiar, memoria o no memoria por medio, era un artificio al que recurríamos con frecuencia. Posiblemente los beneficios académicos del trapicheo eran insignificantes, eso, dejando aparte los morales. Sin embargo, era tanto un juego como un desafío, al que una buena parte del alumnado se entregaba con un cierto fragor y notable emoción. Quizá convendría decir más bien jolgorio. Constituía un admirable reto poder engañar al profesor, no tanto por tomarle el pelo, quizá incluso vengarse por pretendidas injusticias académicas, cuanto por aparecer como más avispado ante el resto de camaradas. De hecho, nos faltaba tiempo en los recreos para presumir de nuestras audacias y sagacidades, de haber salido ilesos tras haber cuchicheado al compañero sentado delante, mientras alguno distraía al P. Pinto con alguna pregunta inocua, las diversas clases de moscas. A saber: la de la carne, la tsé-tsé, el tábano, la moscarda azul, la borriquera… Para ello, las argucias eran tan incontables como los granos de arena de la playa o las estrellas del firmamento. Algunas extremadamente ingeniosas, otras claramente simplonas. Lo mismo que los motes a los profesores, muchas de las artimañas para el plagio también procedían de nuestros compañeros mayores. Algunos trucos se transmitían de curso en curso, por tradición oral, tal las genealogías davídicas en el Libro de los Reyes.


Había modalidades obvias, como pasar un papelito arrebujado al pupitre de atrás o mirar de reojo al compañero de la izquierda. A partir de ahí la sofisticación iba en aumento. Algunos compañeros de fatigas llegaron a desarrollar técnicas verdaderamente hábiles, lindando con el género artístico. Los más mañosos eran capaces de enrollar en trocitos de folio, con medio dedo de anchura y unos 20 centímetros de largo, cuidadosamente escritos por ambos lados, las clasificaciones, divisiones y subdivisiones del reino de los invertebrados. El rulo manuscrito y perfectamente enroscado, era introducido dentro de la carcasa transparente del bic, envolviendo el receptáculo de la tinta. Prácticamente imposible de apercibir por el examinador, en cuanto éste se colocaba en el estrado o se iba a vigilar a los de la última fila, el copista artesano lo extraía con disimulo, lo desliaba en sentido inverso al de un cigarrillo de hebra, para transcribir impertérrito, nervios de acero, los diversos grupos de rumiantes (bóvidos, cérvidos, jiráfidos, camélidos).

En realidad, el tiempo que dedicábamos a tan elaboradas ocupaciones, como por ejemplo, dilucidar si la tinta invisible era más o menos visible si usábamos mandarinas o naranjas naveles,  lo hubiéramos empleado en memorizar las características de los mamíferos, seguro que nos hubiera ido mejor. Además de evitar el sonrojo en la capilla, cuando delante del confesor nos acusábamos, pecado leve siempre, de trampear en clase. Pero como aquellas tretas eran consustanciales, más que nada una diversión en la rutina interminable de los días escolares, una y otra vez volvíamos a las andadas. Al menos, con aquellos profesores que, a nuestro entender, eran más laxos en la vigilancia o en aquellas materias donde la memorización era el componente esencial.

Delante de otros profesores, sobre todo de los más jóvenes, quizá porque eran más enérgicos, quizá porque para ellos era un desafío pillar “in fraganti” a los pecadores (me imagino cómo sacarían pecho en la Sala de Comunidad de los padres, a la hora del café, cómo habían cazado a tal o cual alumno), resultaba problemático, hasta peligroso por las temibles consecuencias, el arriesgar tanto por tan poco. El mal menor podía ser que en el comedor te tuvieras que sentar en la mesa del oprobio, la de los castigados, un pequeño círculo de variopintos infractores. Desde luego el cero patatero no te lo quitaba nadie, el cine de los domingos impensable. En casos extremos y reincidentes, se ve que aunque para nosotros era un juego, para los profesores no lo era, podía terminar en expulsión o de forma más ladina, que al terminar el curso recomendaran a tus padres que no marcaran la ropa para septiembre.

Pese a todo, las ingeniosidades o nuestra ingenuidad no tenía límites. Siempre había ardides, inventores que proclamaban en susurros que habían dado con la piedra filosofal de todos los copiotas que en el mundo han sido. Por supuesto, artilugios indetectables, incluso para los profesores más aguerridos. Ya en aquella lejana época, cuando ni Apple, ni Nokia, ni Motorola estaban ni siquiera en ciernes, algunos de nosotros, lástima de patente que nos hubiera transportado hasta Silicon Valley, ideábamos, ni más ni menos, sistemas inalámbricos, o casi, para copiar en los exámenes.

Divagábamos con artefactos ultra novedosos, de alta tecnología, al menos para aquellos tiempos. El más rocambolesco, sino cómico, aunque no fue más allá de la fase de ensayos, consistía en enganchar dos rulos de cartoncillo, los que se usan  como soporte para enrollar de papel de wáter. Un extremo del cartoncillo cilíndrico se obturaba con un pedazo de folio en blanco. De su centro pendía un hilo de coser, de mayor o menor largura. En el otro extremo, idéntico mecanismo. Hablando en murmullos, a modo de micrófono por uno de los extremos, el compañero nos escuchaba como si estuviéramos pegados a su oreja al final del otro rulo que funcionaba como auricular. Para resolver el problema añadido de que todos teníamos horarios idénticos, fantaseábamos con que alguien debería aducir, al levantarse, tosiendo fuerte, que tenía la omnipresente gripe. Ya sólo quedaba que el enfermo imaginario, durante la hora del examen, se escondiera entre los chopos que separaban el campo de fútbol de las aulas. Desde allí, podría dictar las respuestas a su interlocutor, el examinado, que disimulado entre la calefacción y las cortinas, delante de los grandes ventanales, podía transmitir las preguntas hacia el exterior. Sin embargo, el sistema era tan rudimentario que la necesidad de disponer de un hilo tan largo, lo convertía en irrealizable.

 Así que mirábamos lánguidos a través de esos mismos ventanales, dando vueltas a nuestra corta memoria, devanándonos los sesos con las fórmulas matemáticas, desaprovechadas las horas de estudio de la tarde anterior, mientras en las profundidades del cerebelo rebuscábamos la definición de sinartrosis. ¡Mira! El inefable P. Julio Ibáñez, en su extraña motocicleta, mitad pedales, mitad gasolina, que petardea mientras atraviesa el campo de fútbol, camino del pinar. En el portamaletas lleva el caballete, una tela sin enmarcar y pinceles en un cuidado desorden, metidos en un bote de conserva. Se aleja en medio de una polvareda, mientras lo de la sinartrosis me trae a mal traer. ¡Cuando sea mayor quiero una motocicleta que a ratos ande sóla y a ratos pueda pedalear!.

Friday, November 5, 2010

Clases (3 de 4)

Las aulas, con tantas horas gastadas en ellas, fueron la principal fuente de anécdotas, traumas, historias y recuerdos, aunque éstos no siempre fueran los más agradables. Constituían, asimismo, el “humus” esencial abonado para la germinación de desigualdades, discriminaciones y, posiblemente, injusticias. Reales y supuestas. Menores, se podría decir, pero que en el ánimo de los perjudicados han perdurado como pequeñas afrentas que, a modo de crismas y unciones, han impreso carácter indeleble. Obviamente, las preferencias de algunos profesores por ciertos alumnos y viceversa no era, ni mucho menos, un asunto exclusivo del internado, ni de aquellos tiempos pretéritos.

Cualquiera que se haya dedicado a la enseñanza admitirá que en las relaciones entre alumnos y profesores, las alambicadas químicas de preferencias y aborrecimientos surgen y desaparecen envueltos en razones poco razonadas. Ese halo, entre misterioso y envidiado, que velaba las relaciones entre algunos preferentes y ciertos preferidos, se magnificaba ante nuestros sorprendidos ojos infantiles. Era el signo de los tiempos, acaso ni siquiera podría haber sido de otra manera. En aquel microcosmos diminuto, hermético que conformaba el devenir cotidiano, mes a mes, año a año de la Escuela Apostólica, las únicas relaciones sociales con los adultos se registraban, casi exclusivamente, en el apartado académico.

Los adultos eran adultos y los alumnos niños, así que la manipulación de caracteres, sentimientos y afectos, no siempre en sentido descendente, eran el pan nuestro de cada día, perdóneseme el uso descontextualizado de la expresión. Desahuciados del cariño presencial del hogar desde que cogimos el autobús de línea a la capital -algunos, por cierto, jamás volvimos a recuperarlo- se supone que en algún alguien tendríamos que depositar nuestros quereres huérfanos. Vengan D. Sigmund y todos sus discípulos para analizarlo. Las clases eran el laboratorio experimental donde aquellas alianzas entre profesores y alumnos (algunos), entre estudiantes y profesores (algunos) y entre alumnos y alumnos (muchos) se cimentaban y destejían sin que la mayoría de las veces supiéramos los porqués.

Si acaso, en base a ciertas empatías personales, procedencias geográficas y, ¿por qué negarlo, aunque no fuera lo habitual?, un cierto tufillo clasista recíproco de algunos padres (dominicos) hacia ciertos alumnos con padres (biológicos) privilegiados, que ciertamente eran los menos. La mayoría de internos procedían de la gleba, llanuras y montañas de Castilla la Vieja y regiones limítrofes, con progenitores donde abundaban oficios como labradores, pastores, herreros, carpinteros, mineros, algún funcionario de bajo rango y un largo etcétera de gremios a quienes la posguerra les invitaba a propiciar la educación de sus retoños pero para la cual no tenían los medios. “No pagáis ni el agua”, aseveraba, sobre todo cuando tenía que reñirnos con ánimo exaltado, nuestro querido Prefecto de Disciplina. Seguramente, no le faltaba razón. Como nuestros profesores tenían la misma procedencia, incluso peor, puesto que su vocación al ministerio apostólico, sociológica o real, había florecido veinte años antes, la fascinación que algunos de ellos tenían por los alumnos de padres pudientes era innegable. Lo que indudablemente generaba una cierta ambivalencia. Para esos pocos camaradas elegidos, algún profesor que para la inmensa mayoría era duro de roer, para ellos era el buque insignia de toda la superestructura pedagógica del aspirantado.

Estoy hablando, pues, de esa especie, categoría o grupo de ungidos sobre el que se podría escribir una tesis doctoral: los enchufados. Ni siquiera merece la pena entrecomillar el vocablo. El ámbito de las clases generó tres vocablos en nuestro expansivo conocimiento de la lengua española que quedaron grabados para siempre en nuestro diccionario mental. Uno fué enchufados y los otros dos: abusón y chispear. Para la segunda, los garrulos filoingleses lo han sustituido por “bullying”, cualquiera sabe por qué. El concepto de chispear ha desaparecido completamente del uso diario escolar.

Este concepto de “chispear” solía ser la base principal donde fructificaba la categoría de los enchufados. Aclarar, aunque parezca obvio, que dados los principios pedagógicos de la época, lo de “chispear”  referenciaba los conocimientos escolares adquiridos en base a la pura memoria. Desde lo de “viento en popa a toda vela” hasta la altura del Aneto y el Mulhacén. La iniciativa, el razonamiento, la argumentación eran inexistentes en las enseñanzas de la época, salvo las pizcas, a cuentagotas, que nos insuflaban en las matemáticas. Así que el chispeo era terreno exclusivo de los memorizadores, también conocidos como empollones. Como las gallinas cluecas, dábamos calorcico a todas las batallas de la Reconquista para recitarlas de memoria. “Durántez, chispea”. Ergo es un enchufado del profesor de historia.

Saturday, October 30, 2010

Clases (2 de 4)

Las primeras jornadas escolares eran siempre una lucha denodada por la supervivencia y la adaptación. Montaraces como éramos –por ejemplo, en el pueblecito huíamos por la ventana mientras Don Constantino se adormilaba con el Diario Palentino encima la mesa, para ir a jugar a fútbol en las eras- la novedosa y exigente disciplina de horarios resultaba insuperable para muchos. Algunos ya habíamos gustado de aquellas mieles del rigor horario en el cursillo de verano. Pero muchos, aspirantes recién aterrizados, carentes del rodaje del estío, sin comerlo ni beberlo, creyendo con soberbia ingenuidad que lo más importante del internado eran los campos de deportes, se topaban con el inmisericorde ritmo marcado por el estridente silbato del prefecto de disciplina. A las 11 en punto, menos un minuto, allí estábamos bien sentaditos y no poco atemorizados ante el P. Alfonso, considerado uno de los "malos", un hueso duro de roer, memorizando que el Duero nace en los picos de Urbión, provincia de Soria. ¡Ay de los desventurados –llanto y crujir de dientes- que pensaban en comenzar la tercera hora de clase a las once y un minuto!.

En aquella disciplina férrea no cabía el término medio. Se estaba o no se estaba. No valía aquello de decir, hoy me castigan por esta insolencia insignificante, mañana por la otra minucia y pasado por una trastada menor. Los castigos intermedios de prevención ni formaban parte de los invisibles principios metodológicos, ni estaban valorados como acicate a una mejora de la conducta. En menos que canta un gallo, más de uno se encontró rehaciendo la maleta de cartón apenas deshecha, camino de Campogrande. Como consecuencia, por temor, pavor, pánico, terror o un precoz sentido del deber, la gran mayoría acatábamos las reglas, sin el menor desliz, con toda la naturalidad del mundo. Para mediados de octubre, como si la mitad de nuestra corta vida hubiera transcurrido entre aquellos inmensos ventanales, detrás de aquellas puertas con aspecto de corcho y que el diseñador había adornado con aquellas curiosas mirillas en forma de trapecio ovalado, nosotros nos aplicábamos en descifrar cuáles eran los complementos circunstanciales de lugar en las oraciones con las que el P. Llanos nos instruía.

La primera semana era fundamental para conocer nuestra templanza académica y nuestras habilidades de adaptación, como ahora se diría, a un entorno tan ignoto como hostil. Capacidad de adaptación, mucho más amplia de la que jamás hubiéramos imaginado. Sí, nos abrumaba la nostalgia cuando con la maleta de cartón subíamos pesarosos al dormitorio corrido. Nos embargaba la pena cuando tiritando de frío nos dormíamos rememorando el calorcillo del cuartón de estar en el hogar paterno.  Sin embargo, allí aguantamos, contra heladas y nieblas, los cuatro años de lo que para muchos constituyeron los cimientos de –bastante imperfecta, sí, para lo que podía haber sido- una muy buena educación. Ítem más, el andamio sobre el que se forjaron muchas ilusiones, deseos y esperanzas, más o menos, convertidos en realidad muchos años después.

¿Los mejores años de nuestra vida? Aserción excesiva, éramos demasiado jóvenes para así considerarlos. Previsiblemente, hemos tenido unos cuantos más por delante, hasta llegar a la cincuentena, como para no encontrar algunos igual de buenos o mejores. Pese a todo, no cabe duda, el internado fue una auténtica escuela, quizá no tan apostólica como pretendían nuestros buenos padres dominicos, pero, sin llegar a excelente, notable, al fin y al cabo. En aquellos cuatro años, entre los once y los catorce, muchos de nosotros –que con toda certeza no hubiéramos disfrutado de aquellas oportunidades- comenzamos a deleitarnos con el cine, disfrutar con las representaciones teatrales (las obras, que decíamos nosotros), hacer amigos con el deje bable, oímos, por primera vez, hablar de Calderón de la Barca y La vida es sueño, nos aprendimos los afluentes del Ebro (Gállego, Mantecón, Gállego, con acento en la “o”, ¿cuántas veces se lo tengo que decir?). Y sí. Sufrimos con las matemáticas. Algunos.

¿Cómo, con once años, descepados de nuestra infancia y nuestro medio natural, éramos capaces de aclimatarnos en menos de una semana –salvo raras excepciones- a los rigores de la disciplina extrema, castrense, casi prebélica, donde todas las jornadas se presentía una aguerrida batalla por no caer en las tan numerosas tentaciones que podían soliviantar el implacable ritmo a que éramos sometidos? Silencios por aquí, filas por allá, estudios por acullá y rezos por doquier. Sólo caben dos explicaciones. Ingenuidad de los once años, cuando la inconsciencia era total, pese al supuesto usufructo del uso de razón a los siete años que proclamaba, tan gloriosamente, el catecismo. Es decir, todo lo que nos entraba por un oido, no nos salía por el otro. Justamente, lo contrario de lo que algún padre dominico repetía machaconamente. Esta versión del acatamiento disciplinar si hubiera acontecido en otros tiempos más contemporáneos se habría calificado de lavado de cerebro. En aquella época, tales conceptos ni se nos ocurrían y, en cualquier caso, demasiado afortunados, y jóvenes, éramos –en comparación con otros compañeros de fatigas del pueblo que ni siquiera tuvieron la oportunidad de que se lo lavaran- como para hacer disquisiciones sobre si la educación impartida era puramente ideológica o refinadamente académica. ¿Suponemos que en la mezcla está la virtud?.


La segunda explicación: en alguna parte de nuestro inconsciente, tan inconsciente por lo demás que ni sabíamos que existía, ¡toma ya, Freud!, nos llevaba a presentir, inconscientemente, claro está, que por duro que fuera levantarse a golpe de corneta, perdón, de atronador timbre, infinitamente pero era el desperezarse con el canto del gallo como infernal preludio al ungimiento de la pareja de mulas camino del acarreo.

Así que allí estábamos, contra viento y marea, mejor, contra heladas y friuras (¡cómo olvidar los penosos sabañones de la niebla del Pisuerga!) a las once en punto. Al mes, los profesores nos tenían catalogados entre torpes, listos y del montón. Aunque en esto íbamos a la par. Aunque nunca abiertamente, también a ellos les calificábamos en nuestros corrillos, durante los recreos, en las conversaciones, ida y vuelta por la galería en los días de lluvia. Nosotros de su inteligencia no teníamos ninguna percepción pero sí de los que eran “buenos” y “malos”. Pese a nuestros pocos años, o acaso por ello, no se puede decir que careciéramos de principios maniqueístas. La línea divisoria era clara. Con el agravante de que se heredaba de curso en curso. Los del curso de arriba ya nos prevenían de que el P. Cándido Pérez era un cacho de pan. Por lo tanto, era muy complicado que un profesor calificado de “hueso”, en algún momento de su carrera académica se tornara bueno. Así que el P. Cándido, curso tras curso, año tras año, fue uno de los “buenos”.

Muchos años después, no es el caso del P. Cándido Pérez, salva sea su honra, algunos hemos recordado que ciertos profesores “huesos” eran, eso, buenos profesores. Y al revés. Pero a los once años, otorgábamos primacía a la bondad sobre los principios metodológicos de la enseñanza. De la misma manera que heredábamos de los cursos mayores la adscripción de un determinado profesor a la categoría de buenos/malos, recibíamos el legado, entre cómico y malintencionado de los motes. Raro era el profesor que no tenía uno. Algunos hasta dos o tres. Se ve que la transmisión oral de un curso al siguiente se había solapado. Estos apodos eran susurrados en murmullos. Creíamos, quizá no nos faltaba razón, que si a un buen padre le llegaba el sobrenombre con el que le conocíamos, a él o a un compañero de enseñanza, las consecuencias eran funestas. Constituía un delito de lesa majestad, el preludio para meter la manta en la maleta de cartón y camino de Campogrande. Pese a la gravedad en la que podíamos incurrir, los soniquetes de los diferentes profesores eran “vox populi”. Como con muchos padres el principal contacto se producía en el aula, los alias tenían –supuestamente- su origen en aspectos académicos. Algunos poseían una clara vena humorística, otros abundaban en la malicia y, los menos, rayaban la crueldad. Por cierto, apenas me acuerdo de un par de ellos. Cosas de niños.

Sunday, October 24, 2010

Clases (1 de 4)

Las choperas del pueblo comenzaban a amarillear. El coche de línea de los Herreros había pasado puntual como siempre a las 8 menos veinte. Apenas roto el día, nos había recogido delante del bar de Abundio. Por primera vez habíamos divisado Vallisoletum en el camino que desde la estación de Campogrande, pasando por el, para nosotros pueblerinos de poca monta, grandioso Arco de Ladrillo, llegaba a los arrabales y enfilaba el pinar de Antequera. Nos habían asignado cama y  aparador en los dormitorios corridos. Y a media tarde, pegados con celofán a los ladrillos rojizos de cara vista de la galería, habíamos descifrado los primeros listados del curso de 1967. Veintitrés de septiembre. Clases A, B, C y D. Con nuestros nombres y apellidos. Éstos los primeros, en las cuartillas impresas por el carboncillo de la máquina de escribir. Listados que en un par de días serían carne de las punzadas que con bolígrafos, navajitas, incluso el meñique, nos atrevíamos a perforar entre los huecos  conformados por la disposición de los ladrillos.

En el pueblo, los apellidos apenas eran usados, incluso la pertenencia a las familias más que tomar como referencia el apellido paternal, se nos reconocía siempre por los nombres de pila, aderezados con algún diminutivo para distinguirnos del padre y abuelo que, inevitablemente, también se llamaban Jesús. Es decir, que el tercero en el pedigrí de los Santos González era, ni más ni menos,  Chuchito. Chus el padre y Jesús el abuelo. Eso sí, siempre con el artículo determinado como entrometido heraldo. Esto es: el Chuchito. Si menester había de distinciones; no era raro que hubiera varios Chuchitos de diferentes familias, entonces sí: el Chuchito de Jesusón. Aunque no habitual, no era raro que ocasionalmente para evitar confusiones se terminara por hacer referencia a algún apodo. De los abuelos o bisabuelos, a quien ni siquiera habíamos llegado a conocer, pero  de quien heredábamos –como algún día no muy lejano haríamos con la yunta de bueyes y la grada- el remoquete. El de Jesusón era aceptable –aludía a la estatura- otros a profesiones recibidas de generación en generación. Finalmente, los menos, insinuaban aviesas intenciones refiriéndose a eventos del pasado o, maldad aldeana, defectos físicos. Jesusón el carpintero. Jesusón el rojo. Jesusón el chepilla.

Sin embargo, aquella tarde del 23 de septiembre, los listados mecanografiados nos pasaban a todos por el mismo rasero de apellidos, coma y nombre de pila. Solíamos llevar cuando menos dos. Juan Antonio; Pedro José; Ramón Luis; Jesús María, claro. El orden alfabético no hacía distingos por el físico, la procedencia o la profesión paternal. Así que allí estaba yo en la clase A que, como es lógico, abarcaba desde la primera letra del abecedario hasta la sexta o la séptima. Antolínez, Catón, Durántez, Gamarra, Gil, Hierro. Presentes. De repente, en los listados de la Escuela Apostólica, la cercanía de las letras en el abecedario constituían una referencia esencial. En muchos casos, la pura casualidad de las letras iba a convertir a desconocidos en amigos, a extraños en íntimos, a los clánicos asturianos hacerles salir de su tribu montaraz y emparejarles con alguien de Tierra de Campos, a abulenses ariscos de la sierra de Gredos, compañeros de juegos de gallegos con marcado acento, a quienes apenas entendíamos. Las amistades infantiles nos llegaban por el abecedario, las complicidades que se creaban con el vecino de pupitre tenían como origen aquellos listados escritos a máquina que cada finales de septiembre encontrábamos sobre los ladrillos de la galería. Cuarenta y pico años después, cualesquiera hayan sido los hados del destino, la Providencia, dirán algunos, que nos hayan guiado por las rutas de la vida, aquel primer listado constituyó la piedra angular de relaciones amistosas que todavía perduran para muchos de aquellos asilvestrados preadolescentes a quien el abecedario colocó como vecinos.

De los seis espacios esenciales que conformaban nuestra reducida geografía infantil: iglesia, comedor, galería, dormitorio, campos de deportes y aulas, esta última, sin duda ninguna fué la que más mellas, para lo bueno y para lo malo, hendió en nuestras agrestes pero virginales mentes. Es posible que se debieran a las interminables horas que allí pasamos entre clases y horas de estudios. Ciertamente, por muchos rosarios que recitáramos o misas que nos embutieran, el tiempo transcurrido al lado de las cristaleras por las que divisábamos los campos de deportes, fueron bastantes más –y ya fueron muchas- que las pasadas en la deslumbrante iglesia del admirado D. Miguel.

Con tiempos más reducidos, los deportes, el recreo, las comidas y el sueño han terminado por contar mucho menos. En la escuela de la aldea, la mixta, tanto en edades como en géneros, Don Constantino se esforzaba –Enciclopedia Álvarez y El Parvulito mediante- por saltar de grupito en grupito entre la tabla de multiplicar y las raíces cuadradas, de allí a la geografía patria y, a última hora de la tarde, D. Juan Santos, el párroco de la mano suelta, repasaba el Catecismo. Un auténtico “tohu babohu” de la escolarización española a mediados de los sesenta. En las Arcas Reales la primera sorpresa, aparte de que los pupitres no eran dobles, y carecían de hueco para el tintero, consistía en que cada asignatura era impartida por un padre, dominico, obviamente. Sólo de refilón, en primero, creo nos tocó alguna buena monja que el año siguiente desapareció de nuestra vida estudiantil, aunque durante muchos años siguieron desempeñando una impagable labor de apoyo en la cocina y la lavandería. No sólo un profesor por cada asignatura, también un libro para cada una. Así que en lugar de la espesa Enciclopedia Álvarez teníamos casi una decena de libros. La mayoría de la editorial SM, Edelvives o Santiago Rodríguez. De repente, los cocientes en la división venían explicados en más de una docena de páginas del texto llamado “Matemática Moderna”. Y como dicen los autores en el prólogo: “hemos orientado el libro según el método eurístico. A toda regla precede un ejemplo concreto sobre el cual el escolar debe discurrir”.

Pues ni por esas. Lo mío con las matemáticas es un defecto genético, una desgracia como otra cualquiera. El caso es que de todos los profesores de la materia que tuve en Arcas no me acuerdo de ninguno. No dudo de que Don Sigmund tendría algo que decir al respecto. Bueno, de niguno no. Me acuerdo del inefable P. Regino Borregón. Tan inmenso en su bondad, como pequeño era en estatura, que me aprobó en cuarto (¿o era en segundo?) porque tenía la excelente costumbre de avalar incluso a los más obtusos, los que éramos incapaces de discernir entre un ángulo recto y triángulo isósceles. Más Freud al canto. (Continuará...)

Thursday, October 14, 2010

Correspondencia (4 de 4)

El P. Juvencio, que en gloria esté, insinuó que algunos paseos, durante el recreo posterior a la comida, que hacía con un par de amigos por la chopera que separaba las aulas del pabellón de mayores de la carretera del Pinar de Antequera, eran merecedores de ser calificados como poco convenientes, ítem más, nuestra noble e ingenua camaradería adolescente tenían todos los tintes –aquí no cabía la apelación- de ser “amistades peligrosas”. No que entonces tuviera yo la mínima idea de lo que la expresión pudiera significar, mis conocimientos sobre aspectos sensuales o sexuales se reducían a la fertilización de estambres, pistilos y abejas. Nada, en absoluto, que pudiera relacionarse con cualquier afecto encubierto o confuso hacia mis camaradas. Desconozco como llegó el bueno, aunque malpensado, del P. Juvencio a tan esotérica conclusión. Nuestros temas de conversación eran Julio Verne, la película del domingo y, en época de exámenes, preguntarnos las fechas del Tratado de Antequera o en qué año se retiró Carlos V a Yuste. Por lo demás, la rala chopera distaba muchos troncos de albergar un bosque espeso donde pudiéramos ocultar nuestras inexistentes cuitas.

Cualesquiera fueran las razones, ante el temor de que el asunto pasara a mayores, sin apenas entender nada de lo que claramente insinuaba, los paseos, más inocentes que los de un grupo de jóvenes novicias en un claustro renacentista, quedaron, para evitar lo peor, inmediatamente suspendidos. Por orden, mejor, insinuaciones, de la autoridad competente. Ni que decir tiene que en mi carta quincenal obvié tantas explicaciones. Pero que me acuerde de aquello curenta años después, salvo que lo haya soñado, significa que algún hondo rasguño me causó aquella supuesta y, ante todo, presunta, mala conducta. Bastó con aquello de “me han dado un aprobado en Conducta”. Y un aprobado pelón  en aquella magna asignatura del comportamiento humano en un internado religioso barruntaba alguna desgracia en el porvenir. Aciago mes de abril de 1971. Cuando las candorosas conversaciones en torno a “20.000 leguas de viaje submarino” se confundían con inconfesables apetitos inexistentes.

La carta solía incluir algún acontecimiento extraordinario, aparentemente menor, pero que en nuestra vida de persistente rutina tomaba proporciones desmesuradas bajo el color de nuestras miradas preadolescentes. Verbigracia, si pertenecías a la élite de deportistas destacados, “el domingo me seleccionaron para el equipo de alevines que ganó la final de baloncesto en Valladolid”. Mi madre desconocía las particularidades y las generalidades de tan elitista deporte, pero seguro que aquello de formar parte del DAR de baloncesto, le llenaba de orgullo maternal. Eso sí, me cuidaba bien de mencionar que sólo me sacaron del banquillo en el último minuto, cuando ganábamos por más de 15 puntos. Las notas finales en las misivas eran una mención de la buena salud de los compañeros paisanos. “Gerardo, el de Polvorosa (como si fuera necesario la especificación sobre los gerardos del pueblo vecino en el internado) se cayó jugando a futbol y ha estado dos días en la cama sin bajar a clase”. Todo terminaba con las despedidas, tan austeras como las suyas, y los saludos. “Espero que hayáis cogido las manzanas de la huerta, un abrazo muy fuerte de vuestros hijo que tanto os quiere y jamás os olvida”.

En aquella época no había El Corte Inglés que promocionara el Día de la Madre o la colonia del del Padre. O quizá sí, pero en aquella Pucela predemocrática eran mucho más conocidos otros comercios como Galerías Preciados o Simago. Este último de infausto recuerdo para algunos de mi curso, a quienes pillaron con las manos en la masa, en la masa del hurto se entiende, los guardias de seguridad. Tras una admonición grave “face to face” con el padre Prefecto de Disciplina, por un quítame allá unas gafas de sol o un disco de 45 r.p.m. (véte a saber para qué pensaban que podría servir, excepto por acelerar la arritmia con la adrenalina de la ratería, pues no teníamos tocadiscos), otro grupito terminó en la estación de Campogrande, para montar en el expreso de madrugada, camino de Gijón, Zamora o Barco de Valdeorras, de dondequiera procedían aquel grupito de ingenuos colegas cacos. Todo esto viene a cuento, porque la tercera calle en el retablo de nuestra correspondencia, tras la ansiada misiva, el añorado paquete, partía, sí, de nuestra propia iniciativa, con motivo del Día de la Madre y, como queda dicho, pese a que jamás en nuestra vida habíamos oído hablar de la popularización que de tan cariñoso evento realizó la cadena de grandes almacenes.

¿De dónde vino aquella idea? ¿Quién y cuando se propagó entre los internos? Estoy seguro que nació entonces. No recuerdo que en la escuela del villorrio hiciéramos manualidades para felicitar a nuestras progenitoras. Quiero pensar que fue el P. Cándido Pérez, en clase de dibujo, el que nos instaba a colorear una rosa con sus pétalos ondulados, quizá una amapola en las salidas que hacíamos –dibujo al natural- por el pinar de Antequera. Los más hábiles, vive Dios que los había, con los escasos medios que teníamos, lapicero de carboncillo afeitado a punta de navaja y escasas pero bien usadas pinturas, pinturines era el vocablo de entonces, acertaban con maestría - el que esto suscribe era un absoluto inútil en tales menesteres, de ahí la persistente envidia, cuarenta años después al rememorarlo- a colorear la rosa con sus sombras, los trazos de dolorosas espinas en el tallo y el no va más, diseminadas gota de rocío destilando del exterior del cáliz.

Los menos dotados debíamos contentarnos con una rosa tan tiesa como una coliflor, los pétalos asemejaban más a los de un repollo de brócoli y, claro está, imposible pergeñar las deliciosas gotas de rocío. Si acaso, nos las arreglábamos, en clase de manualidades para decorar el marco de la cartulina con lo que llamábamos papel charol. Un socorrido barroquismo que, más que nada, terminaba por arrebujar nuestra más que modesta obra de arte en un maremágnum de puntitos, estrellas y tiritas de variopintos colores. En cualquier caso, atractivos en nuestro limitadísimo sentido de la estética.

De todos modos, lo importante era el mensaje, que aunque breve, no era menos enardecido, exaltado y cariñoso: “En el Día de la Madre, tu hijo queridísimo no te olvida y reza a la Virgen del Rosario por ti”. Como no podía ser de otra manera.

Sunday, October 10, 2010

Correspondencia (3 de 4)

A diferencia de las cartas, una vez la preciada posesión de la caja de zapatos en nuestras manos, teníamos permiso para subirla al dormitorio. Allí comenzaba una pequeña ceremonia de orden y degustación. Como si de una excavación arqueológica se tratara, quitábamos el papel y la cuerda que, cuidadosamente, colocábamos encima de la cama. Ungidos por el olor a las viandas familiares destapábamos la caja, temerosos, quizá, de que la longaniza o las peladillas echaran a correr. 

Con los ojos bien abiertos contemplábamos absortos, sin desviar por un momento la vista, puro éxtasis, cada alimento colocado en el interior, temerosos de que si los tocábamos se evaporaran. Sólo tras los cinco primeros minutos de unción, nos atrevíamos a sacar las piezas, una a una, para observarlas con cuidado, pensando en el cariño con que habían sido depositadas. No era nada raro que, pastilla de chocolate en la mano, nos echáramos a llorar a lágrima viva. Satisfechos porque íbamos a degustar el sabor infantil e imperecedero del chocolate de la aldea, nostálgicos porque nos faltaría, aparte del cariño de nuestros padres, la hogaza del panadero de Buenavista con qué degustarlo.

Examinados con precisión entomológica todos y cada uno de los objetos, íbamos colocándolos con precisión milimétrica en las diferentes espacios del aparador. Cuidadosos de esconder la pastilla de chocolate entre el jerséi de los domingos y la muda del lunes, supongo que para que nadie –aunque realmente era impensable que ocurriera- cayera en la tentación de compartirla sin pedirnos permiso. El chorizo se quedaba en la caja. Dentro de unos días, cuando se acabara y guardáramos la caja como mero souvenir, su continente evaporado rodaja a rodaja, el fondo restaría completamente empapado con el olor a aceite y pimentón.

Sólo una vez colocado cada manjar en su lugar adecuado, calculadas cuantas meriendas nos iba a durar y con que dimensión lo cortaríamos, sacábamos la navajita, algunos compañeros -los asturianos, siempre los asturianos- no se andaban con tapujos y no era raro ver algunas chairas más útiles para un bandido de Sierra Morena que para un interno de colegio de pago religioso- y con generosidad, pero sin excesos, disponíamos una pequeña parte de las vituallas para nuestros allegados o amigos más íntimos. Los dos o tres de nuestro círculo más entrañable habían contemplado, todo hay que decirlo, con encomiable paciencia, no poca envida y la boca hecha agua, nuestra minuciosa operación de desembalaje y ordenamiento. 

Como los perfumes que se quedan para siempre grabados en la memoria, incluso aunque no les hayamos vuelto a sentir en décadas. Por ejemplo, el polvillo de la paja en la bielda, la hierba de los prados cortada a mediados de junio,  o las cerezas de la huerta del tío Justo, antes de que nos persiguiera entre juramentos e invectivas a nuestra escasa moralidad, no me resulta para nada excepcional, el rememorar la textura endurecida del trocito de chocolate con el que cada noche, antes de dormir, perdón por la blasfemia, comulgaba con mis padres y mi infancia a tan pocos kilómetros de distancia y a la vez tan infinitamente lejos. Recuerdo la marca, Chocolates Mata (Herrera de Pisuerga) y, por supuesto, su sabor a cacao poco refinado, a chocolate del bueno, al que había que hincar el diente, una vez que el P. Prefecto apagaba las luces del dormitorio y el corazón se me encogía bajo las sábanas. Me río yo de las emociones y efluvios, puro marketing, que emanan de Ferrero Rocher, Suchard, Willy Wonka y compañía.

Las misivas de respuesta a nuestros padres eran tan frecuentes como las suyas. Responder a vuelta de correo no era una estricta obligación, pero casi. Tenían las limitaciones de nuestra insuperable rutina diaria, así que una carta se parecía a la siguiente como dos castañas peladas. Inevitablemente se repetía lo de “queridos padres, espero que al recibo de ésta, os encontréis bien como yo lo estoy”. Después venía una breve reseña sobre las actividades académicas, con mención de las notas, si la carta venía en la semana posterior al domingo donde el prefecto de disciplina, en voz alta y delante de todos los compañeros, en el mismo aula, leía las notas de todos y cada uno de nosotros. 

¿Quién habló de vergüenza torera? ¿Existía el concepto del derecho a la privacidad? Previsiblemente la base pedagógica de aquellos actos públicos, aunque muy lejos de las autocríticas revolucionarias, después de todo a nosotros no nos dejaban abrir la boca, ni siquiera para hablar en contra de nosotros, debía de ser el estímulo, a los torpes para que se espabilaran y a los que “chispeaban”, por usar la terminología de la época, “para que no te duermas en los laureles” (otra expresión muy común de aquel entonces). Para muchos, aquellas sesiones vespertinas mensuales de los domingos constituían un episodio, repetido una y otra vez, de pura humillación.

El caso es que a nuestros padres les llegaba cumplida reseña, quizá menos cuando las notas no llegaban al aprobado raspado, de nuestras peripecias académicas. “El P. Hospital nos ha leído las notas el domingo, en el estudio de la noche. He aprobado todas, gracias a Dios, pero las matemáticas, más bien por la bondad del P. Regino”. De aquellas lecturas en el ágora pública guardo un recuerdo horripilante, inolvidable, en cierto modo. La nota en conducta era, tanto para los padres reales como para los putativos, el vértice sobre el cual giraba el resto de materias, fuera la física, la historia, incluso el dibujo artístico. Podías ser un genio del álgebra, que si te habían pillado copiando en clase del P. Pablo S.-Fuentes, los logros intelectuales quedaba reducidos a ceniza por la tragedia del suspenso en conducta. 

Pero lo mío no fue por haberme pillado copiando, fue peor, por lo que se suponía, al menos entonces, que era un acto moralmente deleznable, degradante y, por supuesto, razón segura para que la furgoneta del hermano lego te llevara a la estación de Campogrande, etapa previa a la empuñadura del arado y la yunta de mulas en la próxima sementera.