Friday, December 16, 2016

LOS AÑOS PASADOS CON MIS COMPAÑEROS DOMINICOS (II), Ángel Gutiérrez Sanz

A SANTA MARÍA DE NIEVA LLEGAMOS YA CURTIDOS


Pasados los dos cursos de la Mejorada [ENLACE A LA PRIMERA PARTE DEL RELATO] nos esperaba Sta. María de Nieva, aquí ya era otra cosa, ibas entrenado, te habías sacudido en parte el pelo de la dehesa, habías aprendido todo lo necesario para poder convivir sin mayores complicaciones, conocías a los compañeros y sabías de antemano más o menos con lo que te ibas a encontrar. Todo hacía pronosticar que lo peor había pasado; pero mira tú por donde la cosa se nos complicó. Estando ya en La Mejorada se venía rumoreando de que en Sta. María de Nieva estaban pasando o habían pasado cosas.

Sta. María de Nieva en la actualidad
En los internados a veces pasan cosas, y ello debió ser el motivo por el que el Provincial decidiera cambiar la dirección del centro y poner en marcha un proceso regeneracionista, como se dice ahora. Comenzamos el curso y al menos por lo que hace referencia al aspecto instructivo parecía que cada cual hacía lo que buenamente podía y además con la mejor intención; otra cosa era el aspecto disciplinar que desde el punto de vista pedagógico resultaba cuando menos cuestionable.  Al frente del régimen casi cuartelario que se nos trataba de imponer, estaba un Sargento de Hierro que se las traía. Las chufas, como entonces se decía, andaban a la orden del día y podían tocarle a cualquiera en el momento más inesperado, chufas que eran bastante más violentas que un pellizco de monja, por lo menos más peligrosas porque podía dejarte sordo, tuerto o romperte una muela y lo peor del caso es que nos fuimos acostumbrando a esto hasta llegar a dar como natural algo que no lo era.

Ciertamente eran otros tiempos y no se les puede juzgar con los parámetros de los actuales, por eso yo no quiero inculpar a nadie; pero tampoco eximirles de toda responsabilidad porque ya por aquel entonces la pedagogía había superado el lema de que “la letra con la sangre entra” y se comenzaba a pensar que mejor que el palo había que hacer uso de la zanahoria. En definitiva, se comenzaba a poner en marcha unas prácticas educativas que tenían en cuenta la motivación y la comprensión del alumno con unos excelentes resultados, como no podía ser por menos, si tenemos en cuenta que con el temor lo único que consigue es disuadir para que algo no se haga; mientras que la motivación estimula a hacer las cosas bien, que es precisamente el objetivo de toda buena educación.  Sinceramente pienso que se nos podía haber tratado de otra manera, de ello no me cabe la menor duda. También es verdad que había padres por nosotros queridos, como el P. Gil, Tejedor, Cándido G., Felipe y seguro que me olvido de alguno que nos trataban con bastante consideración.

En medio de este ambiente disciplinario que nos tenía acongojados, el ejemplo nos lo vino a dar uno de los compañeros. Gregorio Buena. Lo recuerdo perfectamente. Sucedió en el Salón de Estudios de Sta. María de Nieva, cuando empezábamos a ser unos hombrecitos. Era por la noche antes de cenar, nos encontrábamos preparando los deberes   para el día siguiente, cuando de pronto una voz grave y amenazadora le manda que se levante y fuera allí donde se encontraba la autoridad amenazante. Expectación, algo terrible va a pasar, las circunstancias las conocíamos todos sobradamente y en nuestro interior decíamos ¡ojo Buena!, vete preparado, cúbrete bien que la cosa va en serio.

La sorpresa fue cuando con pie firme y a cara descubierta le ofreció el rostro que fue golpeado a placer contorsionándosele ligeramente la cabeza, al tiempo que le ofrecía la otra mejilla para que probara de la misma medicina, vimos cómo se comía las lágrimas, más por la humillación, pienso y, que por el dolor físico. Fue la noche inolvidable en que nuestro compañero con su resistencia pasiva nos acababa de dar una lección conmovedora y ponía al Sargento de Hierro en el lugar que se merecía.  Lo malo fue que el mensaje no fue interpretado debidamente y las cosas prácticamente siguieron igual, el Sargento de Hierro volvió a las andadas y haciendo de las suyas.

En Santa María tuvieron lugar otros muchos sucesos, difícil de relatarlos todos por lo que haré mención sólo de alguno de ellos. Recuerdo que estando disfrutando de tiempo libre se desencadenó una tormenta y un rayo vino a impactar en la parte superior de la fachada de la galería destinada a recreo, cuando no se podía salir al exterior, llevándose por delante un esquinazo importante del edificio que como puede verse en la foto fue debidamente reconstruido.
    
Fue dañada también la instalación eléctrica quedando afectada esta de forma generalizada por la que nos quedamos a oscuras y aunque no hubo que lamentar desgracias personales, el estruendo que produjo fue tan descomunal que todos quedamos aterrorizados. El P. Ramón, (así creo que se llamaba), que estaba ciego, razón por la cual casi todos nos confesábamos con él, llegó a pensar según comentaría después que había sido la bomba atómica.

Otro suceso reseñable de nuestro paso por Sta. María de Nieva fue la incorporación prematura en un año de sequía pertinaz que acortó considerablemente las vacaciones en casa e hizo que pasáramos en el colegio buena parte de un verano caluroso. Naturalmente esto no fue de nuestro agrado si bien venía compensado y bien compensado por unas vacaciones en la Sierra de Madrid durante unas semanas en que estuvimos de campamento a las órdenes de un experto cuadro de mandos del Frente Juventudes teniendo como capellán   al P. Gil.   Los postulantes dominicos agrupados en tiendas de campaña de seis en seis con nuestra camisa azul en las que se podía ver bordado el yugo y las flechas formamos una colonia numerosa ubicada en las estribaciones del Alto de los Leones para que allí en medio de la naturaleza salvaje pudiéramos aprender a compaginar los ideales apostólicos dominicanos con los ideales nacionales.

No creo que esto fuera una imposición del Régimen, como alguien pudiera pensar y no lo creo fundamentalmente por dos razones.  Primera porque nuestro querido Provincial P. Silvestre Sancho era un hombre que hacía lo que creía que tenía que hacer sin dejarse presionar por nadie. Segunda razón porque no hacía falta presionar a quien seguramente era favorable a este tipo de cosas a tenor de algunos datos históricos que conviene recordar.

El padre Silvestre Sancho desde el año 1936 al año 1941 desempeñó el cargo de   Rector de la Universidad de Sto. Tomás de Manila llegando a ser muy amigo no sólo del fundador del Opus Dei D. José Mª Escrivá de la Balaguer sino también del ministro Ibáñez Martín y seguramente de algún otro ministro. Las relaciones con la Administración de Franco eran excelentes. Desde el principio él junto con el arzobispo de Manila Mons. Michael O`Dherty y en general toda la Iglesia Católica Filipina se había puesto de su lado, por otra parte, la labor realizada como defensor de la Hispanidad en unos tiempos en que España más lo necesitaba era digna de todo elogio y así fue reconocido hasta el punto de que el Sr. Suñer le ponía como referencia en las relaciones con Asia.   

Aprovechando esta buena sintonía el P. Sancho viaja a España en 1939 con la intención de solicitar del Generalísimo la convalidación de los estudios cursados en la Universidad de Sto. Tomás de Manila, petición que fue concedida sin más y que todos los que nos beneficiamos de ella debiéramos estar enormemente agradecidos por ello.  En compensación el P. Sancho declaró al Jefe del Estado Español Rector Magnífico Honoris Causa de una de las universidades más prestigiosa de Oriente con la entrega de un diploma lujosamente ilustrado donde se podía ver el escudo imperial de España y los emblemas de la falange entre otras ilustraciones. A su vez, y en mutua correspondencia, Franco otorgaba al P. Sancho la Gran Cruz de Alfonso X el sabio el día 30 de noviembre de 1950 por sus altos merecimientos, con la asistencia de los rectores de todas las universidades españolas.

Santa María de Nieva, vista general (ambas imágenes del autor del artículo)
Cuando en 1951 el p. Silvestre Sancho es elegido provincial se hace cargo del destino del presente y del futuro de la Provincia del Santísimo Rosario. Dio muestras de tener las ideas muy claras y de no asustarse por que los postulantes se empaparan de espíritu patriótico de José Antonio en memoria del cual celebró más de una misa. Después de todo el P. Sancho como  seguidor que era de Sto. Tomás, sabía muy bien que  el patriotismo es una de las virtudes principales que es preciso inculcar en los ciudadanos, algo  que el tiempo ha venido a darle la razón; después de haber comprobado que cuando el sentimiento nacional desciende hasta situarse bajo mínimos se puede esperar lo peor;  pero no es de temas políticos de lo que yo pretendo hablar  aquí, mi intención es mucho más modesta, se trata simplemente de traer aquí algunos  recuerdos  del pasado.

A decir verdad, creo que en estos días nos lo pasamos muy bien, cierto que estaba muy presente el espíritu joseantoniano; pero eso de que hacían un lavado de cerebro no es cierto. Allí había respeto para todos y jamás se apreció muestras del menor rencor contra nadie de lo que se trataba de exaltar unos ideales, inculcar el espíritu de cooperación de sana competitividad, de hacernos ver la necesidad de echar una mano en la reconstrucción de España y para eso teníamos que armarnos de generosidad, altura de miras y espíritu de sacrificios, se nos inculcaba espíritu de equipo.

Éramos camaradas que teníamos que aprender a ser los unos para los otros, hacíamos deportes y largas marchas llenando los caminos de juventud y de canciones, algunas muy trascendentales, pero otras eran muy jocosas: no puedo olvidarme de nuestros ratos de ocio que eran muy divertidos, sobre todo el fuego de campamento con chistes, bromas, sorpresas, escenificaciones. ¡Cómo nos los pasábamos alrededor de la hoguera!...  En fin, yo sinceramente no ví que los campamentos del Frente de Juventudes fueran una forma de pervertir las mentes de los muchachos. Pasados estos días de campamento volvimos a lo nuestro con los sentimientos patrióticos avivados; pero por lo demás sin grandes cambios, simplemente que nos lo habíamos pasado muy bien.       

Sunday, December 4, 2016

¡LA MEJORADA A LA VISTA!. PRIMERAS IMPRESIONES Y SENTIMIENTOS, por Faustino Martínez (IV)

Pasados unos diez minutos de viaje encima del remolque que avanzaba lentamente por aquel camino polvoriento [ENLACE A CAPITULOS PREVIOS EN LA PARTE INFERIOR], alguien señaló:  

- ¡Ya se ve…ya se ve…. allí está La Mejorada!.

Todos miramos hacia delante intentando ver el mítico Colegio. A lo lejos se divisaba el edificio en un paraje solitario y aislado. Sobre su tejado podía leerse pintado con grandes letras: “La Mejorada. PP. Dominicos”.


Inicio de la cerca del recinto de La Mejorada, por su lado sur  (Foto del autor)
Poco a poco ante mí se iba imponiendo y agrandando la silueta de un alto edificio.

Una larga cerca ocultaba unas tierras que pertenecían al Colegio. Yo escudriñaba desde el remolque esperando ver los verdes campos de futbol. Pero tan solo me percaté de unas porterías de madera, sin red. El campo de futbol verde, como yo me lo imaginaba, no existía. Era llano, pero lleno de guijarros.
         
El tractor con su remolque cargado de gente paró ante una vistosa puerta de piedra. Allí nos bajamos y esperamos durante unos minutos al lado de nuestras maletas. Yo seguía mirando, cogido a mi padre, la larga cerca y los alrededores a ver si veía a alguno de mis amigos de Llastres. Pero no los encontré en aquel momento.

El Colegio estaba dentro de una cerca que le rodeaba por todos los flancos. Observé unas enormes paredes elevadas. Eran los frontones. Me parecieron estupendos para jugar a la “manotada”, como decimos en Asturias. A mí se me daba bien el frontón cuando jugaba contra la rugosa pared en el pórtico de la Iglesia de Llastres. Pero aquellos parecían mucho mejores y estupendos. Sin embargo, me resultaba difícil comprender cómo podría botar bien una pelota en aquel suelo de guijarros.

De mis observaciones y pensamientos me sacó la llegada de un Padre Dominico vestido de blanco impoluto. Se dirigió a aquel primer grupo de la mañana que esperaba con sus maletas delante de la entrada en el recinto del Colegio. Era el Rector del Colegio. Me llamó la atención la forma especial un tanto afectada que tenía de tocar las palmas de las manos como inicio de una orden. Luego supe que era el P. Andrés Villarroel. Todos escuchamos sus palabras de bienvenida y las indicaciones para ir al comedor del colegio a tomar un poco de desayuno y subir a los dormitorios para asignarnos nuestras camas.

Aquella primera orden me hizo experimentar que ya entraba dentro de unas normas y disciplina que limitaría mi libertad durante muchos años. Me dio la impresión de que comenzaba a depender de aquellos buenos frailes más que de mi familia. Y de nuevo aquel sentimiento desconocido para mi hasta entonces  comenzó a acrecentarse en mi interior. Era lo que los “veteranos” llamaban “murria”, y los asturianos denominábamos “morriña”.

Aquel viaje físico había terminado. Comenzaba para mi otro viaje mucho más largo y apasionante del que creo fuimos unos “privilegiados” en aquel momento de nuestras vidas.

La “murria” se fue acrecentando y se apoderó de mi. Aquel estado de ánimo nunca experimentado por mi me fue embargando conforme pasaban las horas. Era un sentimiento inédito en mi alma que me quitó las ganas de comer. Mi padre se dio cuenta de mi tristeza.

¡Bueno… ya estás en el Colegio y ahora tienes que quedarte y aprovechar bien el tiempo…!. – Me dijo mi padre como queriendo que asumiera valientemente la realidad en la que ya estaba sumergido.

Me di cuenta que aquel viaje no era una simple excursión, sino que me tenía que quedar allí. Al oír a mi padre que me tenía que quedar aumentó más en mi el sentimiento de “morriña”. Todavía no se había ido de vuelta para Llastres y yo ya no quería separarme de él y quedarme allí solo durante un año.

Creo que en el fondo de mi subconsciente siempre se mantendría un eco de aquel sentimiento mientras estuve alejado de mi familia y de mi tierrina. La evidencia de la separación de mi padre, su marcha, la lejanía de mi gente, la perspectiva de tener que quedarme allí durante todo un curso sin verlos, fue calando en mi según avanzaban las horas.

A mi amigo Andrés y a Ángel Lleral (“Yondrín”), por mucho que miraba a ver si los veía, no logré divisarlos. Eran del curso mayor que los recién llegados y deberían estar en algún salón. Nosotros éramos los recién llegados y tenían que situarnos en nuestros dormitorios y transmitirnos las primeras instrucciones sobre el funcionamiento del Colegio.

¡Ya estaba en La Mejorada!. ¡Aquel era el Colegio al que yo quería venir!. Pero no todo era como mi imaginación adolescente, casi infantil, se lo había imaginado.

Mientras me adentraba con mi padre y los demás por las estancias de aquel edificio atravesamos un claustro interior ajardinado y presidido en su centro por una fuente con cuatro caños.

Entrada del antiguo Monasterio de La Mejorada (Foto del autor)
Una galería bastante destartalada, al menos en su techumbre, nos acogió con un olor a cocina y a wateres poco ventilados. Entramos expectantes en un largo comedor donde nos sirvieron un poco de leche con un buen mendrugo de pan. Intenté beber un poco de leche por indicación de mi padre. Pero mi estómago no lo aceptó. No desayuné.

Como tantas veces he dicho, de niño siempre había sido un mal comedor  dándole muchos disgustos en este aspecto a mi madre. Pero aquello, aquel líquido blanquecino que se nos ofrecía en un vaso metálico no me sabía a leche. Estaba acostumbrado al sabor de la leche asturiana recién ordeñada de las vacas de mi tío Benigno, en la aldea de Lluces. Sin embargo la principal causa de aquel rechazo inicial no era tanto por el sabor de aquellos nuevos alimentos. Era la “morriña” quien me impedía tomar nada y me había quitado las ganas de comer. Mi padre se dio cuenta de que no probaba bocado.
¡Tienes que comer…. manín…! ¿Qué le digo a to madre…. si no comes…?.

Yo no decía nada pues estaba embargado por mi sentimiento de morriña. No podía, ni me atrevía, ni quería decirle a mi padre que me llevara otra vez de vuelta para Llastres. Parecerá increible, pero asumía las consecuencias de aquel viaje y todo cuanto implicaba de tener que quedarme allí. Otros niños lloraban a moco tendido sin consuelo al lado de sus padres. A mi me querían saltar las lágrimas, pero estaba dispuesto a resistir. ¡No podía decirle a mi padre que me llevara de vuelta”!. ¡Aunque lo deseaba con toda mi alma, no quería pedirle tal cosa después de tanto sacrificios, gastos e ilusión!. Mi padre se daba cuenta perfectamente de mi estado de ánimo y trataba de animarme diciéndome que en pocos días iba a hacer nuevos amigos, y que allí estaban Andres Cuevas y  Ángel Llera (el “Yondrin”) y que no me quedaba solo.

Salimos del comedor. Yo sin desayunar absolutamente nada por la morriña. Esperamos en una galería cuyo olor dominante que siempre detecté en ella desde aquel momento, era una mezcla de olor a cocina, a pescado frito y olor de water mal limpiado.

Pasado un tiempo, desde la galería subimos las maletas con la ayuda de nuestros padres hasta el dormitorio. La ascensión me pareció interminable hasta el piso más alto del edificio. Las escaleras estaban muy desgastadas de tanto subir y bajar generaciones de alumnos que allí habían estudiado – por lo que luego supe -  desde el año 1912.

El Padre Dominico que nos acompañó nos fue asignando una cama en el dormitorio corrido del piso superior. Entre cama y cama tan solo había cuarta y media de separación. En aquel dormitorio corrido habría unas cien camas. Eran metálicas, con un buen colchón de borra y muy limpias. En uno de los extremos del dormitorio se ofrecían adosados a la pared unos diez lavabos con sus correspondientes grifos de agua y espejos que tendríamos que compartir cada mañana. Mi cama estaba al lado de la última ventana de aquel dormitorio y cerca de una de las puertas de entrada al mismo. A la derecha de mi cama situaron a un chico de Burgos. Lloraba desconsolado al lado de su padre. A mi izquierda colocaron a otro chico de Villa de Cavia, (Burgos) llamado José García. Adosado y separado por una pared de nuestro dormitorio que estaba abarrotado y apretujado de camas, había otro pequeño dormitorio donde colocaron a muchos chicos de la Cuenca Minera.

Debajo de nuestras camas colocamos las pequeñas maletas. Eran el único rincón íntimo personal y familiar que me quedaría. En la maleta estaba toda la ternura de mi madre que la había llenado con lo mejor de sí misma y con lo que buenamente había podido meter en ellas. Cada vez que la abriría me daba la sensación de que allí me encontraba con ella.


Con ayuda de mi padre saqué de la maleta los primeros objetos y ropas personales y me familiaricé con aquel único espacio vital privado en el que me encontraría cada noche antes de acostarme. Conforme desplegaba la maleta y tomaba posesión de aquel reducido espacio vital, de aquella pequeña y limpia cama, la morriña continuaba tomando posesión “in crescendo” de mi estado de ánimo. La cabecera de mi cama daba al sur y desde aquella amplia ventana divisaba Olmedo y el interior del Claustro-jardín del Colegio.

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