Friday, November 19, 2010

Día de las Familias (1 de 2)


Para preadolescentes tan arraigados como nosotros a nuestras familias, a nuestros pueblecitos, al campar a nuestras anchas por monte y barbecho, asumir la disciplina del colegio, sobre todo las primeras semanas no era tarea nada fácil. De ahí que no pocos aprovecharan las Navidades para retornar a su terruño. Para el Prefecto de Disciplina era una ocasión pintiparada para decirles a los más díscolos o a los más torpes que se llevaran las mantas –sí, en el ajuar del internado era uno de los elementos esenciales que arrastrábamos para atrás y para adelante cada junio y cada septiembre- al pueblo, signo inequívoco de que ya no volverían en enero.

Así que los que llegaban al Día de las Familias, a punto de pasar el ecuador del año escolar, salvo catástrofe tenían grandes posibilidades de llegar a junio y, por consiguiente, “más lejos en la vida, hijo mío”. En los primeros años, el Día de las Familias coincidía con la fiesta de Santo Tomás de Aquino, cuando ésta todavía se celebraba el 7 de marzo. Posteriormente, supongo que en razón de la climatología, se cambió a mayo. La imagen adjunta parece confirmar que la primavera todavía no había llegado a orillas del Pisuerga. Pese a todo parece un buen día, soleado, los asistentes van abrigados, pero no en exceso, incluso algún alumno corre en pantalón corto. Los chopos desnudos del Pabellón de Mayores no dejan lugar a dudas de que la intensa niebla de los pinares pucelanos ha dado hoy un respiro. Posiblemente sea marzo del 69, quizá del 70.

Estamos en el Pabellón de Mayores, un lugar mítico para los alumnos del de Menores, donde debe estar todavía Pepe, mi hermano, con su chaquetilla a cuadros y su jersey de cuello de cisne. Era de los pocos días al año, eso que estaban separados por apenas 20 metros, donde los de primero y segundo se juntaban con los de tercero y cuarto. De hecho la prohibición era absoluta. Posiblemente por algún malentendido prejuicio de carácter moral, tipo: los mayores pueden corromper a los pequeños. Corrupción relacionada con temas absolutamente tabú como la sexualidad en general o la homosexualidad en particular. O quizá fuera para que los más veteranos no enseñaran a los recién llegados al internado las artimañas para copiar en los exámenes. Porque aislados de los peligros del siglo y sus atractivos pecaminosos, lo estaban tanto los de primero como los de cuarto.

Pese a esta estricta prohibición o, quizá, a causa de ella, nosotros discurríamos trucos sibilinos para pasarnos los mensajes familiares (“mama me ha escrito”, “se ha muerto la Eudovigis”). Algunas veces violábamos estas restricciones –para encontrarnos con nuestros hermanos, insisto, tal era la rigurosidad de las normas disciplinares- viéndonos, a escondidas, por supuesto, en la gravera, por detrás del teatro y la piscina, después de la comida. Quizá el P. Prefecto se había entretenido jugando a pingpong con algún camarada en la galería. O acaso, la visita de algún familiar le retenía en la portería. Ocasión pintiparada para simulando que algo se nos había extraviado entre el seto que bordeaba la piscina, avanzar unos pasos hasta la tierra de nadie, ocultos por la inmensa mole del teatro. Allí intercambiábamos, sin dilación, tampoco era cuestión de jugarse la película del domingo por la tarde o el próximo partido de los pimentoneros con los merengues, las últimas novedades familiares y si la ocasión se terciaba, cambiar algún cromo de la colección del álbum “Animales de la naturaleza”.

En casos de urgente necesidad, me pregunto qué apremio puede tenerse en la vida cuando se llega a los 12 años, recurríamos a una treta más arriesgada para la que se requería una notable sutilidad, amén de un habilidoso juego d emanos, aprovechándo los rezos vespertinos. Al acudir a la iglesia para el rosario de la tarde, los pequeños que entraban más tarde, pasaban al lado de los mayores que ya estábamos sentados. Al adentrarse en la iglesia y llegar a la altura del banco donde yo o alguien de confianza se encontraba, en un abrir y cerrar de ojos, nos intercambiábamos mensajes escritos, las cartas de mi madre o, en casos más osados, la mitad de la pastilla de chocolate que nos había llegado en un ansiado y esperado paquete postal desde el pueblo.

Pero el Día de las Familias, no había que jugar a los espías ni confiar –lo de confiar no es banal, ya que algunos aprovechaban para ganar puntos chivándose de nuestros ardides al Prefecto- en los compañeros de banco. Ese día, todos estábamos revueltos en medio de un notable jolgorio. En el campo de fútbol, la tabla de gimnasia o el partido de fútbol está a punto de comenzar, los padres, amigos y familiares esperan la actividad deportiva que nosotros hemos preparado durante semanas bajo un intenso frío del invierno pucelano. El P. Pablo Fuentes, gran aficionado al deporte, exigente profesor de matemáticas, que por la mañana se esforzaba con denuedo –al menos con algunos, entre los que me contaba- en hacernos comprender las ecuaciones de segundo grado, por la tarde se dedicaba en cuerpo y alma a hacernos repetir incansablemente las tablas de gimnasia colectiva. Los movimientos en grupo, conformando figuras geométricas, incluso las letras DAR (por lo de Dominicos Arcas Reales) eran siempre uno de los platos fuertes de la fiesta familiar. Como mucho, nuestros padres habían visto en el bar del pueblo, los padres ya que las madres no iban a “Casa Abundio”, las exhibiciones gimnásticas del Día del Trabajo en el Bernabéu. Y de repente, bajo el enneblinado, pero radiante, sol de marzo, allí tenían a sus propios retoños, con más modestia, sí, pero con no menos ímpetu, haciendo las mismas diagonales, círculos y estiramientos de brazos que las gloriosas huestes trabajadores del Caudillo.

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