El P. Juvencio, que en gloria esté, insinuó que algunos paseos, durante el recreo posterior a la comida, que hacía con un par de amigos por la chopera que separaba las aulas del pabellón de mayores de la carretera del Pinar de Antequera, eran merecedores de ser calificados como poco convenientes, ítem más, nuestra noble e ingenua camaradería adolescente tenían todos los tintes –aquí no cabía la apelación- de ser “amistades peligrosas”. No que entonces tuviera yo la mínima idea de lo que la expresión pudiera significar, mis conocimientos sobre aspectos sensuales o sexuales se reducían a la fertilización de estambres, pistilos y abejas. Nada, en absoluto, que pudiera relacionarse con cualquier afecto encubierto o confuso hacia mis camaradas. Desconozco como llegó el bueno, aunque malpensado, del P. Juvencio a tan esotérica conclusión. Nuestros temas de conversación eran Julio Verne, la película del domingo y, en época de exámenes, preguntarnos las fechas del Tratado de Antequera o en qué año se retiró Carlos V a Yuste. Por lo demás, la rala chopera distaba muchos troncos de albergar un bosque espeso donde pudiéramos ocultar nuestras inexistentes cuitas.
Cualesquiera fueran las razones, ante el temor de que el asunto pasara a mayores, sin apenas entender nada de lo que claramente insinuaba, los paseos, más inocentes que los de un grupo de jóvenes novicias en un claustro renacentista, quedaron, para evitar lo peor, inmediatamente suspendidos. Por orden, mejor, insinuaciones, de la autoridad competente. Ni que decir tiene que en mi carta quincenal obvié tantas explicaciones. Pero que me acuerde de aquello curenta años después, salvo que lo haya soñado, significa que algún hondo rasguño me causó aquella supuesta y, ante todo, presunta, mala conducta. Bastó con aquello de “me han dado un aprobado en Conducta”. Y un aprobado pelón en aquella magna asignatura del comportamiento humano en un internado religioso barruntaba alguna desgracia en el porvenir. Aciago mes de abril de 1971. Cuando las candorosas conversaciones en torno a “20.000 leguas de viaje submarino” se confundían con inconfesables apetitos inexistentes.
La carta solía incluir algún acontecimiento extraordinario, aparentemente menor, pero que en nuestra vida de persistente rutina tomaba proporciones desmesuradas bajo el color de nuestras miradas preadolescentes. Verbigracia, si pertenecías a la élite de deportistas destacados, “el domingo me seleccionaron para el equipo de alevines que ganó la final de baloncesto en Valladolid”. Mi madre desconocía las particularidades y las generalidades de tan elitista deporte, pero seguro que aquello de formar parte del DAR de baloncesto, le llenaba de orgullo maternal. Eso sí, me cuidaba bien de mencionar que sólo me sacaron del banquillo en el último minuto, cuando ganábamos por más de 15 puntos. Las notas finales en las misivas eran una mención de la buena salud de los compañeros paisanos. “Gerardo, el de Polvorosa (como si fuera necesario la especificación sobre los gerardos del pueblo vecino en el internado) se cayó jugando a futbol y ha estado dos días en la cama sin bajar a clase”. Todo terminaba con las despedidas, tan austeras como las suyas, y los saludos. “Espero que hayáis cogido las manzanas de la huerta, un abrazo muy fuerte de vuestros hijo que tanto os quiere y jamás os olvida”.
En aquella época no había El Corte Inglés que promocionara el Día de la Madre o la colonia del del Padre. O quizá sí, pero en aquella Pucela predemocrática eran mucho más conocidos otros comercios como Galerías Preciados o Simago. Este último de infausto recuerdo para algunos de mi curso, a quienes pillaron con las manos en la masa, en la masa del hurto se entiende, los guardias de seguridad. Tras una admonición grave “face to face” con el padre Prefecto de Disciplina, por un quítame allá unas gafas de sol o un disco de 45 r.p.m. (véte a saber para qué pensaban que podría servir, excepto por acelerar la arritmia con la adrenalina de la ratería, pues no teníamos tocadiscos), otro grupito terminó en la estación de Campogrande, para montar en el expreso de madrugada, camino de Gijón, Zamora o Barco de Valdeorras, de dondequiera procedían aquel grupito de ingenuos colegas cacos. Todo esto viene a cuento, porque la tercera calle en el retablo de nuestra correspondencia, tras la ansiada misiva, el añorado paquete, partía, sí, de nuestra propia iniciativa, con motivo del Día de la Madre y, como queda dicho, pese a que jamás en nuestra vida habíamos oído hablar de la popularización que de tan cariñoso evento realizó la cadena de grandes almacenes.
¿De dónde vino aquella idea? ¿Quién y cuando se propagó entre los internos? Estoy seguro que nació entonces. No recuerdo que en la escuela del villorrio hiciéramos manualidades para felicitar a nuestras progenitoras. Quiero pensar que fue el P. Cándido Pérez, en clase de dibujo, el que nos instaba a colorear una rosa con sus pétalos ondulados, quizá una amapola en las salidas que hacíamos –dibujo al natural- por el pinar de Antequera. Los más hábiles, vive Dios que los había, con los escasos medios que teníamos, lapicero de carboncillo afeitado a punta de navaja y escasas pero bien usadas pinturas, pinturines era el vocablo de entonces, acertaban con maestría - el que esto suscribe era un absoluto inútil en tales menesteres, de ahí la persistente envidia, cuarenta años después al rememorarlo- a colorear la rosa con sus sombras, los trazos de dolorosas espinas en el tallo y el no va más, diseminadas gota de rocío destilando del exterior del cáliz.
Los menos dotados debíamos contentarnos con una rosa tan tiesa como una coliflor, los pétalos asemejaban más a los de un repollo de brócoli y, claro está, imposible pergeñar las deliciosas gotas de rocío. Si acaso, nos las arreglábamos, en clase de manualidades para decorar el marco de la cartulina con lo que llamábamos papel charol. Un socorrido barroquismo que, más que nada, terminaba por arrebujar nuestra más que modesta obra de arte en un maremágnum de puntitos, estrellas y tiritas de variopintos colores. En cualquier caso, atractivos en nuestro limitadísimo sentido de la estética.
De todos modos, lo importante era el mensaje, que aunque breve, no era menos enardecido, exaltado y cariñoso: “En el Día de la Madre, tu hijo queridísimo no te olvida y reza a la Virgen del Rosario por ti”. Como no podía ser de otra manera.
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