Sunday, March 18, 2012

Clase de dibujo

Sección A, Curso de 1967 (Cortesía de Pedro Álvaro)
La sala, al fondo de los pasillos de las clases de primero y segundo, en el Pabellón de Menores se denominaba, en el lenguaje familiar de los alumnos, la “nevera”. Apelación que tenía su razón de ser en el intenso frío que pasábamos en ella durante los meses de invierno. Que en tierras pucelanas, empapadas por la neblina del Duero, que nace en los Picos de Urbión, provincia de Soria, pasa por… etc. etc., discurría desde octubre hasta bien entrado abril. Es decir, una buena parte del curso. Allí pasábamos las clases ateridos de frío, algunos –siempre resultó un misterio el por qué unos sufrían más que otros- con los dedos henchidos por los temidos sabañones, se las veían y deseaban para agarrar el plumín de tinta china con el cual, una vez trazado el diseño sobre el papel de estraza, nos deleitábamos a marcarlo en intenso negro.

¡Cómo nos regodeábamos engordando las finas líneas del lapicero, apretando la punta del plumín contra la superficie del papel, a fin de que sobre la línea, a medida que avanzábamos, con extremo cuidado, siguiendo las pautas marcadas con la mina de carbón, el chorro de tinta se ensanchara. Algunos querían apurar tanto que a fuerza de apretar, el plumín terminaba por desmocharse (usábamos el lenguaje de la aldea, la metáfora de la vaca rompiendo sus cuernos contra los robles del monte). Pero allí estaba el P. Cándido Pérez, arquetipo de la paciencia y la bondad infinita, nunca una palabra más alta que la otra, corrigiendo con delicadeza nuestros desmanes artísticos.

Muchos de los profesores, aunque pluridisciplinares en las materias que impartían en las aulas, estaban más especializados en unas que en otras. Los que habían estado en misiones, caso del padre Felices o el padre Hospital, contaban entre sus asignaturas docentes el inglés, otros, como el P. Llanos, se centraban en la lengua, el español, como entonces se denominaba -no podía ser de otra manera- en aquella Castilla tan preautonómica. O el P. Varela, mediados de los sesenta, en geografía. Española, naturalmente. Excelente formación filosófica y teológica como todos tenían, en cualquier caso, claramente superior a la de los maestros de escuela que habíamos tenido en nuestras aldeas, muchos, aunque no todos, carecían de la formación específica para las materias concretas de nuestro aprendizaje preadolescente.

Con el agravante de que su docencia, salvando sus más que buenas intenciones, no estaba adaptada a la tipología estudiantil en la que nosotros podíamos encajar o, mejor dicho, de la cual proveníamos. A saber,  montaraces y supervivientes de escuelas franquistas perdidas en cualquier lugar del mapa donde un solo maestro, separados los niños de las niñas, si la población escolar del villorrio lo permitía, enseñaba de “tó”. Como decían los escasos alumnos procedentes de Madrid para abajo. En Palencia y regiones vaceas limítrofes, como era menester, por asilvestrados que fuéramos, pronunciábamos con todas las letras. Vamos, que si por el aquí y ahora fuese, nos adscribirían a algún aula de las llamadas de “educación especial”.

Así pues, resulta un misterio saber los vericuetos seguidos por las decisiones, presumiblemente caprichosas, del padre superior de la época o, depende como se mire, el descubrimiento de la vocación docente insuflada por el Altísimo en muchos de nuestros profesores, la gran mayoría excelentes, todo hay que decirlo, por las cuales el P. Pablo terminó enseñándonos matemáticas –cualquier día de éstos se lo pregunto- o el P. Alberto, más recordado por sus coscorrones que por su instrucción, ¿también matemáticas?. O en el caso del P. Cándido, pocas veces habremos tenido un maestro donde su patronímico haga tanto honor a su carácter, que educaba en dibujo y en… física. Es posible que se pueda encontrar algún tipo de nexo entre dos materias tan dispares aunque a mí me resulta difícil de hallar. Quizá tenía cualidades innatas para ambas. O acaso la superioridad jerárquica tuvo que recurrir a él por alguna emergencia de personal.

En todo caso, las tenía para el dibujo. No sé si para el dibujo en sí mismo, pero sí para enseñarlo. Con los que se nos daban mal ambas cosas, su paciencia era perenne e ilimitada. “Mantecón, mire, mire bien, ¿no ve que el vaso, si lo observa desde esta altura, tiene una forma ovalada en la boca?”. Evidentemente, al tal Mantecón, acostumbrado únicamente  a observar las vacas en el prado de Ambuena, le resultaba imposible comprender que un vaso, perfectamente redondo, pudiera transformarse, sobre el papel, a una forma ovalada.  Y cuando llegaban las sofisticaciones de los sombreados difuminados era el acabóse, con sus contraluces y las sutilezas de los claroscuros, perfectamente impenetrables. Pero el padre Cándido, bondadoso hasta en la forma de hablar, no cejaba en su intento: “Mantecón, observe, observe como la sombra se hace alargada”. Pero para Mantecón, por más que se esmerara en dibujar las gotas de agua en el tallo de la rosa con sus espinas y “tó”, para felicitar a su hacedora en el Día de la Madre, no había manera de hacerlas transparentes. Ni ovaladas.

Al padre Cándido, muchos le recordamos por su figura paternal, su andar pausado, su tono de voz ligeramente monocorde, pero siempre atento y cariñoso. Y su hábito impoluto. Muy raramente con algún lamparón. Formaba, como buen burgalés, parte del pequeño grupo aficionado a las labores agrícolas en la huerta donde cultivábamos cardos y lechugas tardías. Dirigiéndose a la clase de física, a lo largo del pasillo con las paredes pintadas con aquel verde brillante, casi fluorescente, inolvidable, con un par de libros bajo el brazo: la viva estampa del profesor de internado. Apreciado por todos debido a su afabilidad y, sí, lo digo, ya nadie nos va a castigar, porque hacía la vista gorda si te pillaba copiando en los exámenes.

La mayoría, salvo algunos camaradas, excepcionalmente capitalinos, éramos nativos de pueblecitos donde la luz, me refiero a la eléctrica, había llegado a principios de los sesenta. Así que hacia 1967, con toda seguridad, algunos de los compañeros no tenían interruptores en sus hogares. No es que Mantecón se pueda vanagloriar de lo contrario, pero al menos Industrial de León había colocado un transformador a la entrada del pueblo y, sí, había interruptor, a su manera, ¡ hasta en la cuadra de las vacas!.  Mi madre se podía permitir el lujo, aunque no todos los días, de ordeñar sin recurrir a una vela. Aunque baste decir que la intensidad y permanencia de la corriente –tantas veces discontinua- dejaba mucho que desear. Por si ofrece alguna pista baste mencionar que el “potentado” que la gestionaba en todo el valle, le llamaban el “tío Candiles”. Viene todo esto a cuento de que la electricidad, los jóvenes y jóvenas de ahora ni se lo plantean, era un gran misterio para nuestras mentes obtusas que, por añadidura, creaba un pavor considerable. Más aún, si como había pasado en mi pueblo, el señor Felicio había fallecido recientemente de, como decíamos entonces, un “calambrazo”. El P. Cándido lo sabía y sistemáticamente, curso tras curso, en sus clases de física, nos hacía pasar por la misma broma “maliciosa”, si es que al “padresito” se le pudiera atribuir tal malicia. Nos hacía coger en el laboratorio -otro signo de que aquel colegio de pago era de élite, ya que teníamos un laboratorio muy apañado- los extremos de la máquina de corriente continua, que generaba, mediante una manivela, los doce voltios que nos hacían temblar. Sobre todo por anticipación. Los primeros, atemorizados de quedarse pajaritos, como era previsible no querían coger los cables, pero a partir del tercero y cuarto, hasta que llegaban al final, era un jolgorio incomparable de desafíos, yo ni lo noto, gallina, con la luz del tío Candiles ni ésto.

Pero donde el padre Lektura –nos burlábamos de él a escondidas por su exagerada pronunciación en la introducción de la lectura evangélica durante la misa- estaba más a gusto era en la clase de dibujo. Especialmente aquellos días gloriosos de la primavera vallisoletana, finales de abril, principios de mayo, donde nos solía llevar, la clase entera, al pinar vecino para que dibujáramos las amapolas del campo. Si difícil era dibujar un vaso quietecito y estático, no te digo nada de los matices rojos de las opiáceas ondulándose con la brisa. Nuestra insignificante vena artística se veía reducida a cero cuando, con frecuencia, en aquellas salidas nos adelantaba en su velocípedo el P. Ibáñez, un personaje misterioso con su caballete y sus pinceles, de los de verdad, que no nos daba clase, pese a que se había corrido entre los alumnos que era un genio de la pintura, equiparable a algunos de los autores que el P. Reyero nos describía con el libro de historia. Mirábamos anonadados como el P. Ibáñez, en el otro extremo del campo plantaba su instrumental, en medio del trigal y, más misterios, observaba el paisaje en derredor, haciendo un marco con los pulgares e índices de ambas manos invertidas.

Como en deportes, matemáticas, lengua (española, claro), también en dibujo, ciertamente de forma innata, había compañeros que mostraban extraordinarias cualidades.  Sin duda ninguna, si hubieran tenido la oportunidad –muchas de nuestras vocaciones iniciales fueron descarriladas por las necesidades materiales surgidas de la España desarrollista de finales de los setenta- se habrían convertido en deportistas de élite, matemáticos de primer rango, lingüistas de primer orden.  De hecho, algunos lo lograron y tienen un merecido cartel que, no cabe duda, deben en parte al abnegado e indulgente padre Cándido. Pero para el común de los alumnos, aquellas clases, tan recordadas por el olor a corteza de pino y a los trigales que nos transportaban a los campos de nuestra infancia, resultaban un pequeño martirio que el P. Cándido, invariablemente, terminaba por convertir casi en una tarde asueto. “Mantecón, mire, mire como la piña tiene una cierta forma oval”. Pero la ovalidad del mundo le estaba negada a Mantecón.

Así que la clase terminaba con otra de las grandes aficiones del P. Cándido, la fotografía. Aprovechaba un cierto desnivel del terreno para intentar ponernos en cuatro filas a toda la sección A, que se nos viera a todos, orgullosos, algunos más que otros, de nuestros cuadernos con sus modestos intentos de dibujo al natural. Con una portentosa Leika, él mismo revelaba, no siempre con éxito, sus negativos, nos retrataba para la eternidad. Como muchos de nosotros le tenemos presentes a él. “Padre Cándido, yo de mayor quiero ser fotógrafo”.  En su magnánima bondad me dejaba acariciar la Leika diminuta, compacta y de color negro refulgente, como si se tratara de un fetiche que me fuera a otorgar la vocación indeleble de fotógrafo. Desgraciadamente no la otorgó, pero sí germinó en una sencilla afición que tantos buenos recuerdos me ha dado.  Aunque siga sin entender la ovalidad de los objetos que veo a través de la lente. Me pregunto a dónde habrá ido a parar la Leika del bueno del padre Cándido que nos grabó (y reveló) para siempre en el pinar de Antequera. Lek-tura del santo evanggelio según San Luk-kas.