Saturday, February 12, 2011

Las oraciones perifrásticas (2 de 5)

Tan férrea era la disciplina, tan restringido el control pedagógico ejercido sobre los internos, las veinticuatro horas, con sus días y sus noches, que seguramente por temor a insospechadas desviaciones morales, por increíble que hoy resulte y pese a que era un colegio de pago (aunque poco pagáramos), sólo disponíamos, en el Pabellón de Menores, de una insignificante biblioteca. Sin mucho orden y con poco concierto. Encauzados como estábamos para convertirnos en la élite de la Santa Madre Iglesia, aunque fuera a largo plazo, al menos los que se mantuvieran fieles a su carisma vocacional, se evitaba, como se solía decir, caer en el pecado, eliminando la tentación. Con la inmejorable intención de evitar el peligro de las supuestamente perniciosas lecturas, parecía claro que lo mejor era no disponer ni de las buenas. Alguna aventurilla de Julio Verne, una decena de tomitos de Enid Blyton y la ocasional enciclopedia escolar constituían todo nuestro fondo de librería.

Que en aquella época tan cohibida no tuviéramos prensa, ni siquiera la del Movimiento, parecía hasta comprensible, evitar la disipación de nuestro rústico candor vía las ondas de la televisión franquista, razonable. Pero ¿con qué recovecos de indecencia podríamos toparnos en el primer volumen de El Ingenioso Hidalgo D. Quijote de la Mancha?, ¿En qué disolución ética podría anegarnos el Hamlet de Guillermo Shakespeare? ¿O quizás sí? Ni un clásico, en el supuesto de que los hubiéramos soportado, que echarnos a los ojos. Mucho menos textos de republicanos, exiliados y otras gentes de mal vivir. ¿Quién podría haberse pervertido con el tierno burrito de Juan Ramón Jiménez, o las olmas carcomidas de Antonio Machado, tan cercanas por lo demás a nosotros en las plazas de nuestros pueblos?.

Las pocas lecturas que se nos permitían eran las que nos arrastraban a la pura evasión. Lo paradójico de la situación es que mientras en las proyecciones cinematográficas de los domingos por la tarde nos torturaban con películas nada devocionales, incluso perturbadoras y atrozmente nihilistas, como Harakiri (ilustración); ítem más, representábamos impertérritos piezas absolutamente revolucionarias de Alfonso Sastre, como “Escuadra hacia la muerte”, en la función para el Día de las Familias, la lectura a libro descubierto, como si la tinta manchara, no sólo estaba fuera de nuestro alcance, ni siquiera era una de las actividades a la que se nos incitara.

Aquel colegio que nos propulsaba hacia la flor y nata de la intelectualidad o, por lo menos a no acabar prisioneros de pastos y barbechos, no nos obsequiaba ni una sóla estantería de clásicos polvorientos, ni el más minúsculo tomo de la ubicua colección Austral de Espasa Calpe. Lisa y llanamente no había una biblioteca, al menos no una que pudiera calificarse como tal, si hacemos salvedad del hatillo de volúmenes depositados en un aula, al final del pasillo de las clases de primero.

Que nuestros únicos libros fueran los de texto, resultaba más bien chocante. El aislamiento del siglo era omnímodo. Más allá de la carretera del Pinar de Antequera, para nosotros, el mundo era categóricamente inexistente. La reclusión era tan rígida que hasta en la aldea remota de Castilla de donde yo provenía llegaban las grandes noticias que en la rutina cotidiana de Arcas Reales pasaban completamente desapercibidas. Mi tío Lucio, no sé si por ilustrado o pudiente, quizá más bien lo segundo, estaba suscrito al Diario Palentino.  Sí, llegaba con un día de retraso en la furgoneta que transportaba el correo desde Osorno, pero al menos te podías enterar que durante la Guerra de los Seis Días, Israel se había apoderado de la Ciudad Santa en un despliegue digno del mismo Senaquerib o que La Higuera era un pueblo de Bolivia donde habían fusilado a Ernesto “Che” Guevara. Algún mes reciente de aquel 1967 que ahora estaba llegando a su fin.

Y en los días de invierno, cuando mi tío Lucio usaba el “papel”, como él denominaba a la prensa de forma genérica, “Fili, dále al chico el papel”,  para encender los troncos de roble en la gloria, antes de que pudiera enterarme de que el sudafricano Christian Barnard había transplantado el primer corazón, siempre me quedaba el consuelo de ir a la casa del señor Pablo, que había empapelado el cuarto de estar con las páginas dobles del diario “Ya”. No se puede decir que las noticias fueran frescas, de hecho, muchas estaban ahumadas por la lumbre de la cocina, pero mal que bien, se podía seguir, a caballo entre el humero y los azulejos de la trébede, la apasionante crisis de los misiles cubanos, con ¡tres años de retraso!

En las Arcas Reales, ni eso. Muy de vez en cuando, el P. Prefecto de Disciplina sustituía la lectura piadosa del santoral durante la cena, realizada a turnos por los alumnos, en la más pura tradición dominicana, por algún pequeño recorte del “Diario de Valladolid”, principalmente cuando había algún acontecimiento importante que atañera al Vaticano o, excepcionalmente, algún suceso luctuoso de la tan próxima y tan distante Vallisoletum. Por lo demás, silencio radio. En el Pabellón de Menores, el mismo año que asesinaron a Martin Luther King o los estudiantes apedreaban a la policía en los bulevares parisinos, nosotros aprendíamos de memoria la heroica vida de Tomás de Aquino y como en Roccasecca, con una tea en la mano, dirimió sus cuitas con la ramera que sus aviesos hermanos le habían puesto a huevo (no pun intended).

Pese a todo, como en otras áreas del saber, para saciar nuestra avidez de lectura, nos las ingeniábamos razonablemente bien. No traficábamos a escondidas con las obras completas de Calderón de la Barca, pero las ediciones en vistoso colorín de El Capitán Trueno, Roberto Alcázar y Pedrín o Hazañas Bélicas, pasaban de mano en mano, tras las acequias de riego o a la sombra de la chopera. Difícilmente podría calificarse de refinada literatura las hazañas de Crispín en las misteriosas tierras perpetuamente cubiertas de nieve. Ni de rigurosa historia las planchas, en riguroso negro, como correspondía a la época y a la temática, de la Wehrmacht, donde los valerosos aliados, recurriendo a lanzallamas y bombas de mano aniquilaban los búnkeres germanos. Y sin embargo, Ingrid y Goliat fueron inseparables compañeros de nuestra iletrada preadolescencia, a falta de Quevedo o el Romancero. O quizá justamente por eso. (Continuará…)

Sunday, February 6, 2011

Habla, que tu siervo escucha

Las Arcas Reales eran un internado de los de verdad, de los de antes. De los de aquella época. Su denominación como internado no era un vocablo tomado en vano. La entrada en el patio central constituía para todos nosotros sumergirnos en un diminuto universo absolutamente diferente del que habíamos habitado en nuestras aldeas y pueblecitos. Cuando desde lejos, al enfilar la carretera del Pinar de Antequera, divisábamos la peculiar arquitectura de la iglesia levantándose sobre pabellones y campos de deportes, era como acercarnos al faro de una isla perdida en la inmensidad del océano. Agua por todas partes, sin tierra a la vista, excepto la campana que nosotros habitábamos, al margen de las perniciosas influencias y las dañinas distracciones que dejábamos atrás al traspasar la verja de la entrada.

Allí nos exiliábamos, nos exiliaban, para ser exactos, bajo una bóveda casi perfecta –aunque hacia finales de la década de los sesenta y sobre todo con la llegada de externos, en 1971, el enclaustramiento comenzaba a resquebrajarse- cimentada sobre un sentido riguroso de la disciplina, no pocas veces adobada con algún que otro castigo físico menor, donde el contacto con el mundo exterior nos estaba vedado de forma inapelable. Salvo por algunas migajas dominicales reservadas para ciertos avezados deportistas que se desplazaban para competir en las pistas del Frente de Juventudes o los afamados miembros de la Coral Virgen del Rosario, participantes asiduos en procesiones y concursos radiofónicos de la vecina Pucela.

Para el resto de alumnos, del lunes, en la madrugada, al domingo por la noche, semana a semana, mes a mes, nuestro hábitat, como se dice ahora, estaba estrictamente contenido en aquel maravilloso envoltorio ideado por D. Miguel Fisac. Incluso dentro de aquel espacio físico, también había confines geográficos que bajo ninguna excusa podíamos atravesar so pena de quebrantar, infracción grave, alguna de las múltiples normas. Prohibido ir al Pabellón de Mayores, mucho menos transitar por el de los Padres.  Viaje de cercanías, pero tan exótico, al que por si algún extraordinario y puntual motivo acudíamos, después contábamos con admiración a nuestros compañeros. Los mosaicos que habíamos avistado en su comedor desde la portería o que en su Sala de Comunidad había una ¡televisión!. Así que estudios, yantares, rezos y juegos transcurrían en el reducido espacio de no más de tres campos de fútbol, incluyendo los dos terrenos de juego en los que, durante el recreo, perseguíamos con denuedo el esférico.

Arcas Reales no constituía una excepción. Castilla la Vieja estaba poblada de instituciones similares. En las capitales de provincia, por decenas, en pueblos grandes unos cuantos, incluso en aldeas que habían pasado por tiempos mejores todavía quedaban murallas de huertas conventuales, iglesias de tamaños catedralicios que acogían numerosos internados de monjas y frailes de adscripciones tradicionales y, algunas, congregaciones y asociaciones de nuevo cuño, a cual con denominación más pintoresca que su vecino: montfortianos, espiritados, reparadores. La gran mayoría de estos internados religiosos, nacidos al calor, si se puede decir, de las tragedias de la posguerra se basaban en el concepto, parcialmente equivocado, más ilusorio que previsor y, ciertamente corto de miras, de que el mundo era inmutable, perenne y las penurias de nuestros progenitores y abuelos constituirían “in aeternum” un semillero inagotable de vocaciones religiosas. Arcas Reales era, según creían a pies juntillas muchos de nuestros profesores, el vivero germinal de futuros evangelizadores en los arrozales vietnamitas, manantial de intrépidos misioneros capaces de franquear el, momentáneamente inexpugnable, telón de bambú del tío Mao.

En aquel momento y en aquella época la noción de vocación sociológica era impensable, incluso inaceptable y, sin embargo, muchos de los que por allí pasamos, la inmensa mayoría, sin duda, llegamos allí como consecuencia de un razonable y legítimo deseo de nuestros progenitores para que ascendiéramos por la escala social hacia más abundantes pastos y fértiles barbechos, vía los banzos del estudio y la excelencia académica.  Resumido en aquello de "para que te conviertas e un hombre de provecho". A un costo asequible para ellos, todo hay que decirlo. Tenían meridianamente claro que, de una manera u otra, lo mejor para sus vástagos era que abandonáramos, costara lo que costase, los páramos y rastrojos donde ellos se estaban dejando la vida. 

No cabe duda que su profunda fe religiosa, cualesquiera que fueran sus simples e ingenuas fundaciones, fue un acicate adicional para empujarnos a abandonar el villorrio de la mano del reclutador, denominado, con dulce eufemismo, promotor de vocaciones. Para ellos, representaba un respiro y un alivio que el P. Santiago diera por bueno que su hijo podía emprender la carrera eclesiástica por el mero hecho de saber que el Duero nace en los Picos de Urbión o que las tres virtudes teologales no son cuatro.

Muchos de ellos, sobre todo nuestras madres, siempre nuestras madres, inspiradas por su acendrado sentido de la voluntad divina, no dudaban ni un ápice en creer que Dios nos había llamado al sacerdocio. Seguro que hasta algunas pensaron hasta en la mitra episcopal. A la tierna edad de 11 años. Si la Santa Madre Iglesia había decidido que el uso de razón, curioso concepto psicoreligioso, nos había atrapado con la primera comunión, ¿cómo no pensar que éramos dignos herederos de tantos santos, vírgenes y mártires como poblaban las barrocas paredes de nuestras iglesias y ermitas?.

Tan inocentes éramos, candorosos, que hasta el mismísimo Samuel, (“Habla, que tu siervo escucha”) se quedaba corto, en comparación con nosotros, esperando, duro de oído él, hasta la tercera llamada de Yahvé. Ni necesitamos las recomendaciones de un Elí, ni que el Señor pronunciara nuestro nombre de pila. Nosotros, desertores del arado, respondimos a la primera: Aquí estoy. Bueno, casi todos, pues los que evitaban el cursillo veraniego y aparecían en septiembre, aparentemente, no parece que estuvieran tan prestos a escuchar la voz de lo alto de buenas a primeras.

Arcas Reales no era sino uno más en el extensísimo entramado de internados religiosos y congregaciones varias, eso sin contar los seminarios diocesanos, que poblaban por doquier el suelo patrio, nacional católico, nunca mejor dicho, de la España del incipiente desarrollismo. Sin embargo, la zona sur de Vallisoletum debía acoger una de las densidades más alta de internados religiosos de toda la península ibérica y, ciertamente del extranjero, salvo la Ciudad Eterna. Dominicos, agustinos, redentoristas, recoletos, Sagrada Familia, hospitalarios, maristas y un largo etcétera de sus “yang” femeninos. De tal modo y manera que en aquella época todo el área colindante era conocido con el sobrenombre, no se sabe si anticlerical o cómico, del Barrio de la Hostia (supongo que con hache).

Así que cada primavera, los zahoríes de vocaciones de los diferentes internados, cual radiestesistas en feroz competición, a la búsqueda de impúberes que destellaran el mínimo rasgo de llamada divina, recorrían incansablemente pueblos y aldeas de Castilla la Vieja, Asturias, Cantabria, cuando se llamaba Santander, y las zonas limítrofes. Como fruto de esta búsqueda y captura, allí estábamos nosotros en el arquitectónicamente extraordinario internado, Colegio Apostólico Nuestra Señora del Rosario. Pero si el P. Santiago hubiera ido a Carrión de los Condes por la carretera de Frómista en lugar de por la de Palencia, o se hubiera retrasado con el almuerzo en casa de un antiguo alumno Belorado, cualquiera de sus correligionarios se le habría adelantado en la llegada a la escuela mixta del pueblo y azar de la vida, providencia, destino, cualquiera sabe, alguno de nosotros hubiéramos descubierto que nuestra temprana vocación religiosa, por algo el colegio se llamaba escuela apostólica, no hubiera sido dominicana, sino de San Viator, javeriana, comboniana, oratoriana o incluso jesuítica. Aunque éstos siempre tuvieron la fama de tirar por lo alto. Por edad y clase social. Ninguno de nosotros cumplía el primer requisito, raramente, alguno, el segundo.

Sea como fuere, allí estábamos en segundo curso, año de gracia de 1968, ajenos a nuestra propia vocación, ignorantes al emplazamiento divino, sobreviviendo, generalmente más bien que mal, a ciertas penurias alimenticias y pedagógicas.  En todo caso, muchas menos de las que estaban pasando los compañeros de juegos de la plaza del pueblo. Ni una ni otra achacable a los buenos padres dominicos, cuya perseverante buena voluntad nadie puede negar, incluso bajo el prisma, mirado cuarenta y tres años después, de que ellos mismos eran víctimas de una férrea disciplina ideológica, extraña a un mundo que en menos de diez años iba a sufrir o gozar, depende como se mire, un vuelco radical. Una hoguera de transformaciones y cambios en una sociedad que en aquellos meses nos era tan foránea, pero en la que iban a perecer, con más o menos demoras y sobresaltos, una gran parte de nuestras ilusiones e ideales. También nuestra pretendida vocación.