Aunque en muchas otras ocasiones, dejadas a un lado las razones clasistas, los orígenes de paisanaje o las capacidades memorizadoras, los caminos del enchufe nos resultaban inescrutables. Como los caminos del Señor. Y desde luego, en nuestra reducida capacidad infantil de analizar las circunstancias, más allá de las meramente obvias, todo un enigma. Reconocíamos con facilidad a los enchufados y al enchufador, sin que nuestra perspicacia preadolescente nos indicara los entresijos para saber como se había llegado a esa situación, o cómo se podía alcanzar semejante nirvana de supuestos o reales privilegios, tan envidiados por la mayoría de nosotros. ¡Ay, el enchufado!. Lo advertíamos por la forma de tratarle en clase, de plantearle las preguntas en los exámenes orales, incluso los más aviesos aseguraban que a tal o cual le corregían los exámenes con más generosidad. Imposible, sin embargo, adivinar –para intentar repetirlos o imitarlos- los mecanismos del enchufe y alcanzar aquel estatus de regalía, deseado estado donde el profesor tal o cual nos podría otorgar reales o supuestas prebendas.
Muchos no cejaban en su intento por resultar enchufados, por muy ininteligibles que fueran los vericuetos para llegar a disfrutar de tan anhelados honores. El caso más recurrente y, a la vez, tan mal visto, era el del chivato. Chivatillo, más bien. Después de todo, los asuntos a revelar eran más bien minucias, casi imposibles de recordar después de tantos lustros. Muchas veces, incluso, sin que el enchufador lo requiriera del acusica: “Padre, Sixto tenía toda la primera declinación, la de rosa rosae, en un papelito, escondido bajo la pulsera del reloj”. El P. Félix Salvador, de un carácter volcánico como pocos, podía tomar aquella revelación como un indicio de la improbable nota con la que había calificado a Sixto en el examen de latín, o como nunca se sabía por donde iba a salir, ordenar al delator que diera cinco vueltas al campo de fútbol, todavía desperezándose de la espesa niebla del Pisuerga.
El asunto de copiar, memoria o no memoria por medio, era un artificio al que recurríamos con frecuencia. Posiblemente los beneficios académicos del trapicheo eran insignificantes, eso, dejando aparte los morales. Sin embargo, era tanto un juego como un desafío, al que una buena parte del alumnado se entregaba con un cierto fragor y notable emoción. Quizá convendría decir más bien jolgorio. Constituía un admirable reto poder engañar al profesor, no tanto por tomarle el pelo, quizá incluso vengarse por pretendidas injusticias académicas, cuanto por aparecer como más avispado ante el resto de camaradas. De hecho, nos faltaba tiempo en los recreos para presumir de nuestras audacias y sagacidades, de haber salido ilesos tras haber cuchicheado al compañero sentado delante, mientras alguno distraía al P. Pinto con alguna pregunta inocua, las diversas clases de moscas. A saber: la de la carne, la tsé-tsé, el tábano, la moscarda azul, la borriquera… Para ello, las argucias eran tan incontables como los granos de arena de la playa o las estrellas del firmamento. Algunas extremadamente ingeniosas, otras claramente simplonas. Lo mismo que los motes a los profesores, muchas de las artimañas para el plagio también procedían de nuestros compañeros mayores. Algunos trucos se transmitían de curso en curso, por tradición oral, tal las genealogías davídicas en el Libro de los Reyes.
Había modalidades obvias, como pasar un papelito arrebujado al pupitre de atrás o mirar de reojo al compañero de la izquierda. A partir de ahí la sofisticación iba en aumento. Algunos compañeros de fatigas llegaron a desarrollar técnicas verdaderamente hábiles, lindando con el género artístico. Los más mañosos eran capaces de enrollar en trocitos de folio, con medio dedo de anchura y unos 20 centímetros de largo, cuidadosamente escritos por ambos lados, las clasificaciones, divisiones y subdivisiones del reino de los invertebrados. El rulo manuscrito y perfectamente enroscado, era introducido dentro de la carcasa transparente del bic, envolviendo el receptáculo de la tinta. Prácticamente imposible de apercibir por el examinador, en cuanto éste se colocaba en el estrado o se iba a vigilar a los de la última fila, el copista artesano lo extraía con disimulo, lo desliaba en sentido inverso al de un cigarrillo de hebra, para transcribir impertérrito, nervios de acero, los diversos grupos de rumiantes (bóvidos, cérvidos, jiráfidos, camélidos).
En realidad, el tiempo que dedicábamos a tan elaboradas ocupaciones, como por ejemplo, dilucidar si la tinta invisible era más o menos visible si usábamos mandarinas o naranjas naveles, lo hubiéramos empleado en memorizar las características de los mamíferos, seguro que nos hubiera ido mejor. Además de evitar el sonrojo en la capilla, cuando delante del confesor nos acusábamos, pecado leve siempre, de trampear en clase. Pero como aquellas tretas eran consustanciales, más que nada una diversión en la rutina interminable de los días escolares, una y otra vez volvíamos a las andadas. Al menos, con aquellos profesores que, a nuestro entender, eran más laxos en la vigilancia o en aquellas materias donde la memorización era el componente esencial.
Delante de otros profesores, sobre todo de los más jóvenes, quizá porque eran más enérgicos, quizá porque para ellos era un desafío pillar “in fraganti” a los pecadores (me imagino cómo sacarían pecho en la Sala de Comunidad de los padres, a la hora del café, cómo habían cazado a tal o cual alumno), resultaba problemático, hasta peligroso por las temibles consecuencias, el arriesgar tanto por tan poco. El mal menor podía ser que en el comedor te tuvieras que sentar en la mesa del oprobio, la de los castigados, un pequeño círculo de variopintos infractores. Desde luego el cero patatero no te lo quitaba nadie, el cine de los domingos impensable. En casos extremos y reincidentes, se ve que aunque para nosotros era un juego, para los profesores no lo era, podía terminar en expulsión o de forma más ladina, que al terminar el curso recomendaran a tus padres que no marcaran la ropa para septiembre.
Pese a todo, las ingeniosidades o nuestra ingenuidad no tenía límites. Siempre había ardides, inventores que proclamaban en susurros que habían dado con la piedra filosofal de todos los copiotas que en el mundo han sido. Por supuesto, artilugios indetectables, incluso para los profesores más aguerridos. Ya en aquella lejana época, cuando ni Apple, ni Nokia, ni Motorola estaban ni siquiera en ciernes, algunos de nosotros, lástima de patente que nos hubiera transportado hasta Silicon Valley, ideábamos, ni más ni menos, sistemas inalámbricos, o casi, para copiar en los exámenes.
Divagábamos con artefactos ultra novedosos, de alta tecnología, al menos para aquellos tiempos. El más rocambolesco, sino cómico, aunque no fue más allá de la fase de ensayos, consistía en enganchar dos rulos de cartoncillo, los que se usan como soporte para enrollar de papel de wáter. Un extremo del cartoncillo cilíndrico se obturaba con un pedazo de folio en blanco. De su centro pendía un hilo de coser, de mayor o menor largura. En el otro extremo, idéntico mecanismo. Hablando en murmullos, a modo de micrófono por uno de los extremos, el compañero nos escuchaba como si estuviéramos pegados a su oreja al final del otro rulo que funcionaba como auricular. Para resolver el problema añadido de que todos teníamos horarios idénticos, fantaseábamos con que alguien debería aducir, al levantarse, tosiendo fuerte, que tenía la omnipresente gripe. Ya sólo quedaba que el enfermo imaginario, durante la hora del examen, se escondiera entre los chopos que separaban el campo de fútbol de las aulas. Desde allí, podría dictar las respuestas a su interlocutor, el examinado, que disimulado entre la calefacción y las cortinas, delante de los grandes ventanales, podía transmitir las preguntas hacia el exterior. Sin embargo, el sistema era tan rudimentario que la necesidad de disponer de un hilo tan largo, lo convertía en irrealizable.
Así que mirábamos lánguidos a través de esos mismos ventanales, dando vueltas a nuestra corta memoria, devanándonos los sesos con las fórmulas matemáticas, desaprovechadas las horas de estudio de la tarde anterior, mientras en las profundidades del cerebelo rebuscábamos la definición de sinartrosis. ¡Mira! El inefable P. Julio Ibáñez, en su extraña motocicleta, mitad pedales, mitad gasolina, que petardea mientras atraviesa el campo de fútbol, camino del pinar. En el portamaletas lleva el caballete, una tela sin enmarcar y pinceles en un cuidado desorden, metidos en un bote de conserva. Se aleja en medio de una polvareda, mientras lo de la sinartrosis me trae a mal traer. ¡Cuando sea mayor quiero una motocicleta que a ratos ande sóla y a ratos pueda pedalear!.
No comments:
Post a Comment