Tuesday, July 20, 2010

Prefecto de disciplina

La palabra representaba una novedad absoluta para nosotros. Nunca la habíamos oido y, sin embargo, a partir de aquel 23 de septiembre de 1967, el vocablo “prefecto”, que además se adjetivaba con aquello de “disciplina”, por si quedaba alguna duda, se convertiría a lo largo de los siguientes cuatro años en la referencia jerárquica esencial de la cual dependían, pendían, quizá sea una definición más exacta, nuestra vida y nuestras haciendas. No, no se trata de una exageración. Los padres de los alumnos procedentes de los pueblos más cercanos -por lo general también los más pudientes porque podían (evidente juego de palabras) transportarles en turismo hasta el internado, una rareza para los más pobretones, esto es, la gran mayoría- abandonaban el patio central, de retorno a sus hogares. Entonces, todos, incluidos los que habíamos descendido del tren o del coche de línea, nos guarecíamos bajo el omnipresente amparo del padre prefecto de disciplina.

Esa primera tarde, al menos para los que llegábamos a primero, era más bien una tarde de llanto y crujir de dientes. Si cabía, disimulados. Tras ordenar con mimo y nostalgia, (¡no habían transcurrido ni doce horas desde que habíamos dicho adiós a prados, eras y rastrojos!) nuestras escasas pertenencias en el aparador, ocultábamos nuestra inherente tristeza dando patadas a un raído balón de cuero. Siempre había un hueco para buscar un recoveco entre la cama y el armario, perderse con subterfugios en el pinar que había camino de la monjas francesas, aunque a veces bastaba el vano debajo de la escalera, para dar rienda suelta a nuestras emociones infantiles. Aunque no fuese raro encontrar quien lloraba a lágrima viva en medio de la galería. Otros, los menos, exultantes, dándoselas de falsos veteranos mantenían la mirada alta. Su rostro serio y adusto traicionaba que la procesión iba por dentro, mientras inspeccionaban las aulas, los dormitorios, el salón de estudios y los campos de deporte. Vuelta tras vuelta, circuito interminable que servía para ahuyentar el paso de las primeras horas sin poder tirar cantos a las ranas del río, ni jugar al Tole, Catole, Cuneta bajo la olma centenaria de la plaza en la aldea.

En nueve meses de curso, hasta el 21 de junio –y eso durante cuatro años- esas horas eran el único respiro que el Padre Prefecto tenía a bien otorgar. La tarde de la llegada constituía la única rendija en aquel imperio, aparentemente sereno y tranquilo de nuestra niñez, que, no obstante, ocultaba nuestros pequeños y grandes dramas. Durante un breve puñado de horas, milagrosamente, no existían horarios, obligaciones, filas o rezos. El limbo entre los campos abiertos de Castilla y las vueltas de tuerca que se entreveían. Era el único día cuando el Padre Prefecto de Disciplina no podía abarcar tantas actividades a la vez, por ubicuo que apareciera ante nuestras desconfiadas miradas infantiles. Por un lado, los padres que a toda costa querían conversar con él –factótum de nuestras tiernas existencias- para reasegurarse que a sus vástagos se les iba a tratar con dureza. Sí, por increíble que parezca, en aquellos tiempos los padres pedían más severidad para sus hijos. Nada les impedía, además, pedirla a gritos, al lado del sauce llorón, en el patio central, mientras subían a sus vehículos y decían adiós. “Padre, no le deje pasar ni una, que Jesusito es muy cabezota con los números”, afirmaba uno. La madre se enjugaba las lágrimas con el moquero mientras el progenitor aclaraba que “Jesusito, se sabe todas las capitales de provincia de memoria, pero con los números, ay padre, con los números… “. “Padre, Berto es espabilao, pero más vago que siete suelas, si hay que castigarle, castíguele usted”, exhortaba otro. Como si el Padre Prefecto necesitara ser incitado para mantener incólume su inquebrantable disciplina. 

Por el otro, el Prefecto tenía que estar pendiente de que los recién llegados usaran la cama y el aparador que tenían asignado en el listado y no se aposentaran en la primera que encontraran al entrar por cualquiera de las dos puertas del amplio dormitorio corrido. “Gómez, ¿cuántas veces tengo que decirle que ponga la manta encima del aparador?”, amonestaba a un abulense pelirrojo y larguirucho. Por la forma de doblar la manta, era obvio que las mantas de Gómez habían sido siempre dobladas por su madre. Imposible parear las cuatro esquinas. Esa tarde de encuentros y despedidas, el Padre Prefecto se multiplicaba. Consolaba a los llorones, reprendía a los casquivanos, azuzaba a los atolondrados, una y otra vez cumplía con su papel de jefe de estudios con los padres (¡no se preocupen, ya verán como para navidades, Francisco Javier ha mejorado en historia!). Si le quedaba un minuto, incluso se remangaba el hábito por un lateral, los faldones entrelazados con el cinturón, y se animaba a dar unas patadas al balón ajado en medio de la polvareda que levantábamos  cuarenta “de los nuevos” en el campo más cercano a las clases. Para algarabía de nuestros once años. Una cosa era admirar las carpas doradas en el estanque del patio central, otra sorprendernos con la iglesia desnuda de imágenes. Pero ver el revoltijo que formaba su hábito enredado con el cuero, mientras tintineaba el rosario en la nube de polvo, era pura estupefacción. Todos corríamos en pos de él mientras gritábamos: “Trampa, padre, trampa”. Se ve que era un juego al que estaba acostumbrado, de repente el balón desaparecía entre los manteos, mientras todos buscábamos en derredor asombrados de que la pelota se hubiera esfumado. Era el único momento, durante nueve meses, que podíamos permitirnos el lujo de llamar tramposo al Padre Prefecto. O de que él nos gastara la mínima broma. Su ceñudo cargo le exigía que fuera taciturno, a veces desabrido. Al menos, así lo percibimos y así quedó grabado “in aeternum” en nuestras cándidas memorias infantiles.

La familiaridad tan escasa y momentánea se acababa a la hora de la cena. Era el momento del recuento. Los de segundo, más avezados en la práctica de formar filas para acceder al comedor conformaban las suyas en un santiamén. Para los de primero, en aquellas primeras jornadas, lo de formar filas constituía siempre un ejercicio completamente deslavazado. En la aldea nunca habíamos practicado semejante adiestramiento. Al menos no con ciento veinte compañeros al unísono. Así que en la gran galería que daba acceso al comedor, una maniobra tan elemental se convertía en un minueto de errores, falsos desplazamientos y equívocos. Las filas siempre terminaban por ser exageradamente onduladas. Teníamos la guía de las grandes baldosas de la galería que servían de marcas, las columnas dobles de referencias. Pese a todo, en esta tarea tan aparentemente fácil las hileras terminaban por convertirse en meandros sinuosos. La dificultad se acrecentaba porque teníamos que formar en riguroso orden alfabético. Aparte de desconocer el apellido de casi todos nuestros compañeros, también ignorábamos el orden del abecedario. Quizá lo habíamos aprendido de carrerilla en la escuela mixta del pueblo, pero no nos entraba en la cabeza que porque alguien se apellidara Montes tenía que situarse detrás de otro que llevaba el apellido Mata. A la ignorancia se sumaba la timidez, así que al primer “Pónganse en fila por estricto –lo de estricto resultaba obvio- orden alfabético”, tendíamos a arrimarnos al que conocíamos, cualesquiera que fuera su apellido. Al del pueblo vecino o al incipiente amigo que habíamos encontrado por primera vez en la cancha de baloncesto apenas hacía tres horas. Así que los primeros intentos terminaban de la misma manera, todos arremolinados -como los corderillos que se aprestan a entrar en la tinada para ser cebados en la canal- sobre las primeras baldosas que señalaban donde se tenían que colocar los primeros de primero, pero no todos los de primero. Aquello  se asemejaba bien poco a una fila, más bien nada.

El prefecto de disciplina, leonés de origen, era un hombre arisco, serio, más bien bajo, de mirada recia. En parte, había acarreado hasta la Escuela Apostólica, sin que los estudios filosóficos o teológicos hubieran infundido excesivas sofisticaciones a su porte, una buena dosis de las agrestes montaña de los Picos de Europa, o quizá la áspera permanencia de los páramos que bordean el Esla. Nunca le vimos sin el hábito que le acompañaba a todas partes, lo mismo que sus gafas de montura dorada. Aunque lo que más destacaba de su aspecto eran una voz más bien hosca y su mano, portentosamente rápida. Supongo que por ello le apodábamos Bonanza. Era la época dorada de esta serie en televisión y alguien de los cursos mayores había tenido la ocurrencia, sino osadía, de equiparar la rapidez con la que Lorne Greene e hijos tiraban de pistola en el lejano Oeste, con la celeridad con la que el Padre Prefecto desenfundaba la mano para arrear guantazos. ¡Por Júpiter que la soltaba con celeridad!. Bastaba cualquier falta disciplinar, real o supuesta, por nimia que aquella fuera, para que el Prefecto te sacudiera con la palma abierta. “Si hay que zurrarle, zúrrele usted”, le había arengado el padre de Jose Miguel, “que a Miguelito lo que le hace falta es disciplina”. Sugerencia, por lo demás, absolutamente innecesaria para el P. Bonanza, perdón, para el Padre Prefecto, siempre dispuesto al tortazo raudo. Seguro que Jose Miguel se lo pensaría dos veces antes de destrozar la raqueta de ping-pong por querer dar un mate ganador. Incluso aunque la equivalencia entre padre prefecto y el patriarca de la Ponderosa no tuviera sus orígenes en gozar ambos de una derecha tan ligera, uno con el colt y el otro en arrear bofetones, “se non è vero, è ben trovato”. Si en aquel lejano entonces hubiera habido estadísticas fiables, seguro que de los ciento veinte alumnos de primero, antes de junio siguiente, un porcentaje muy escaso se libraría de cachetes y los retortijones de orejas (¡esta era la variedad más amable!), agarrando aquellas entre el índice y el corazón, ítem de suplicio adicional, en el entresijo que aderezaba con el poblado llavero que siempre portaba. Aparte del guardián de nuestras vidas, era el guardián de decenas de puertas en nuestra existencia presente y futura, puertas metafóricas. Pero también las reales. La de su celda, localizada en un lateral del dormitorio corrido, la del cuarto de deportes, la de la sala de manualidades, la del otro cuarto de deportes, la de acceso al campo de tenis, la de salida a la cancha de baloncesto por el pasillo de las clases, la de acceso al pabellón de los padres….

Así que allí estamos, nuestra primera noche de “pónganse en filas”, arremolinados y bien revueltos, sin saber a ciencia cierta si Gamarra va antes de Sáiz o después de Valero. No le queda otro remedio ante aquella crasa falta de disciplina que retomar el listado mecanografiado con nombres y apellidos paternos y maternos de los ciento veinte nuevos aspirantes. Cuidado, aquí y allá se notan algunas tachaduras. Echo de menos alguna cara popular del cursillo preaspirantado veraniego, también observo, las menos, alguna nueva. Se ve que algunos se han rendido en las semanas previas, antes de iniciarse en esta épica hilera, temerosos de que la vida, estricta pero amable, del cursillo veraniego se repitiera a lo largo de todo un año. Erraron, esto es bastante peor. “Calle”, grita sin dirigirse a nadie en particular. Nadie se mueve. “Félix Calle”, grita más fuerte. Un muchacho sale con parsimonia de entre el remolino. Rubio, ligeramente regordete y mofletudo, con un curioso flequillo al biés. “Póngase aquí, aquí, le he dicho”, mientras señala la raya recta de una de las losetas del suelo. “¿Están sordos en Casas del Castañar”. Félix Calle se alínea sobre la recta marcada por la losa. Como es el primer día, el padre prefecto se ha contenido, pero su gesto de mover el brazo derecho, en la mano izquierda mantiene el listado, no anunciaba nada bueno. “Catón”, grita el padre prefecto. Aparece un muchachito pecoso con unas gafas de pasta a través de las cuales se entrevén unos ojos saltones. “Presente”, susurra el nuevo legionario. “Dígalo más fuerte, no le he oído bien”, indica el Padre Prefecto. Catón, qué remedio, eleva la vocecita. Va desgranando los nombres: Candanedo, Gamarra, Durántez hasta que finalmente, aún sin ser la fila perfecta, terminamos por pasar nuestro primer test de orden y disciplina. Al menos tres, de los apellidos después de la “O”, han comprendido que resulta muy fácil identificar los vocablos de Padre Prefecto y sopapo.

El Prefecto de Disciplina se aposenta en nuestras vidas, a partir de esa primera hilera, las venticuatro horas del día. Durante esos cuatro años estuvimos más a su lado, cuarenta meses para ser exactos, que los ocho de las vacaciones de verano disfrutadas en compañía de nuestros padres. Así que es fácil deducir como su sóla presencia, con el añadido de las  retribuciones, expiaciones, desorientaciones y recompensas, nos tuvo que moldear, para bien y para mal. De hecho, aparte de prefecto de disciplina se convirtió en padre, madre, tío, abuelo y, por si fuera poco, profesor de Lengua Española. Aunque en tercero y cuarto el Padre Prefecto fue un fraile diferente, las generalidades y muchas de las especificaciones se pueden aplicar a ambos como si fueran el mismo. ¿Devenimos lo que somos por lo que fuimos entre los once y los catorce años, ambas edades incluidas? Si así ha sido, lo cual no carece de lógica, un buen porcentaje de los méritos y deméritos a él le son debidos. ¡Que en gloria esté!

El timbre, aparatoso, de las siete inicia la jornada. Por la escalerilla que da acceso a su habitación, en un extremo del dormitorio corrido, aparece el Padre Prefecto. Afeitado y ya instalado en su inmaculado hábito blanco, que jamás de los jamases le abandona. Y viceversa. Toda la jornada con nosotros, hora tras hora, salvo las clases impartidas por otros profesores. Ominipresente, omnisciente (gracias a los chivatillos, que los había para ganarse sus favores), todopoderoso, supremo, soberano, absoluto. Nos corrige sobre cómo hacer las camas, nos da instrucciones sobre cómo peinarnos, baja con nosotros la escalera, vigila que tomemos correctamente las prescritas cucharadas del Colacao con la leche, que acudamos a clase puntualmente, que salgamos de las aulas con diligencia, que nos comportemos en los recreos, no dejemos las lentejas de la comida en el plato… En los deportes, en las horas de estudio, en la misa, en el rosario, en la cena, mientras nos acostábamos. Día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año. Ubicuo.

Todo pasaba por él. Así que parecía natural que él fuera quien nos impusiera la nota, tan temida como, en cierto modo inocua, dada nuestra edad, en “Conducta”. Con nuestros pocos años, salvajes como veníamos de los pueblos, era hasta inevitable que ocasionalmente hiciéramos alguna que otra barrabasada, fruto más de la ingenuidad que de la malicia. Había poca comprensión hacia ellas. Si en el momento del descubrimiento o la delación era el tortazo, la reincidencia podía constituir un suspenso en “Conducta” lo que con facilidad presagiaba una expulsión, quizá para Navidades o fin de curso. Tragedia en el hogar paternal, donde podían transigir mal que bien con un suspenso en inglés -¿para qué quieres hablar otra lengua, hijo?- pero donde se era intolerante con las deficiencias en conducta. Podían pasar por alto la confusión entre “to do” y “to make”, pero nunca que te hubieran pillado copiando los afluentes del Sil. Una mala nota en conducta equivalía a que eras un mal alumno, un mal hijo y vete a saber de qué depravadas acciones más podrías ser artífice. Una contestación en clase, cuchichear –se comía en silencio- en el comedor, entrevistarte con tu hermano mayor a escondidas en la gravera, por detrás de la piscina, era causa segura de amonestación. Una reincidencia, el acabóse. 

La calificación en conducta era una sociedad unipersonal, la del Prefecto de Disciplina. En su persona se resumía el consejo asesor educativo, el comité de coordinación escolar, el claustro de la recta moral y la APA. Como mucho, se supone, que consultaba, como solía decir, con la almohada. Desgraciadamente para él, así como para nosotros, era una víctima, tanto o más que los alumnos de las circunstancias y de su tiempo. Desconozco su curriculum vitae, pero dudo mucho de que tuviera alguna, ni siquiera la mínima, formación pedagógica para tratar con la panda de montaraces que todos nosotros éramos. Tiempos gloriosos aquellos donde el padre prior provincial ordenaba y mandaba inspirado por la tercera persona de la Santísima Trinidad, o al menos eso creía él. Según las capacidades intelectuales mostradas en el estudio de la teología, inexistente la pedagogía, se decretaba que un tal fuera a misiones, a estudiar a Roma o de profesor a las Arcas. Daba lo mismo, si tenías vocación de historiador de la orden o se te daba bien el mandarín. El Espíritu Santo siempre respondía mejor a las urgencias que a las habilidades. Te abrumaba el designio divino para transformarte de la noche a la mañana en prefecto de disciplina en el pabellón de menores de la escuela apostólica y allí te encontrabas, lista en mano, porfiando para que aquellos diminutos cafres conformaran filas aproximadamente rectas. Adiós a la lógica kantiana, la exégesis del Pentateuco o a tus ardientes deseos de convertir paganos en Fukiang. Bonjour Dominique, nique, nique, el gran predicador entre albigenses transformado en sargento mayor de guajes asilvestrados.

Su presencia fue tan total en ese periodo de preadolescente, que cuarenta y tres años después, loor y gloria a Sigmund Freud, algunas noches todavía se me aparece en sueños el bueno de Bonanza. O al menos eso creo. La mano izquierdo en la correa del cinto que ciñe la saya de su hábito, por debajo del escapulario, hace que todo su cuerpo se incline ligeramente hacia ese lado; la otra hace tintinear las llaves. Me lo acabo de encontrar en la escalera que lleva a los dormitorios. “Cóbreces, ¿cuántas veces le he dicho que no corra por la galería?”. 

Ni que decir tiene que, pese a todo, el padre prefecto era una hombre esencialmente bueno. Fuera de su tiempo, como nosotros del nuestro. Un mundo periclitado, el de las vocaciones sociológicas de la posguerra, o quizá el de la acuciante necesidad de huir de páramos y barbechos a toda costa, depende cómo se mire, llegaba a su fin. Pero a nosotros nadie nos avisó y sólo terminamos por saberlo muchos años después. El Vaticano II que, cronológicamente estaba terminado, tardaría años en alcanzar aquellos pagos. Para mayor gloria de D. Miguel Fisac y su iglesia desnuda de santos, tan inquietante para nosotros y tan precursora en su tiempo.

Una quincena de los de las torcidas las filas, nos reencontramos con él varios años después. Para entonces, el Padre Prefecto de Disciplina se había mutado en prior del convento de Ocaña, de nuevo por obra y gracia de la tercera persona de la Santísima Trinidad. El padre Gumersindo Mendoza era un dechado de amabilidad para los jóvenes novicios, desprendido para con todos los religiosos y autor de una labor social única e inigualable con los gitanos de la Villa del Comendador.  Obra que muchos años después ellos recuerdan con cariño y aprecio. Los payos, como nosotros, también. Eso sí, por entonces ya no portaba el dichoso llavero.

Thursday, July 15, 2010

Cinematógrafo

Posiblemente no fuera la primera película que ví en mi vida, debió de haber antes otras más fugaces y menos duraderas pero, desde luego, es la primera de la que tengo clara memoria. Como los perfumes y los sonidos asociados de por vida a un espacio físico concreto, “King-Kong”, la clásica, la de 1933, quedó indefectiblemente asociada a las duras butacas de madera del teatro de Arcas y los 400 niños aspaventados de ver a Fay Wray en las garras del aterrador gorila. El cine de los domingos constituía, circa 1968, al menos una vez al mes, para alguien que como mucho había disfrutado únicamente de precarias exhibiciones cinematográficas ambulantes en una sábana ondulante colgada de la pared de adobe del ayuntamiento de mi pueblo, la entrada en un mundo fantástico, irreal y, sobre todo, rebosante de placer y novedades.

La televisión apenas existía para nosotros en el internado, salvo algunos programas pedagógicos (“Cesta y Puntos”) y el partido de los domingos a las 8 de la tarde. Siempre en el mismo teatro, una diminuta pantalla en blanco y negro apenas visible colocada sobre el escenario, cuanto menos las imágenes. Así que los alaridos de los salvajes indígenas delante de la empalizada de Skull Island y King Kong encaramado al Empire State, en una pantalla gigantesca, resultaron un descubrimiento sorprendente e inolvidable. Con toda nitidez, recuerdo las explicaciones técnicas del P. Isidro Rubio intentando hacernos comprender a 400 preadolescentes recién desertados de siegas y sementeras los trucos que el director Merian C. Cooper –cuyo nombre por lo demás no aparece en los créditos- había utilizado para asustarnos: que si una transparencia por aquí, que si una maqueta por allá. Creo que no entendí ni palota, como solía decir nuestro bondadoso profesor de matemáticas, el P. Regino. Fuera como fuese, hubiera o hubiese un antes o un después, “King-Kong” en las apabullantes imágenes en blanco y negro fui mi bautizo cinematográfico cuasi sacramental. De los que imprimen carácter.

Después vinieron, por ejemplo, “Los héroes de Telemark”, una historia de sabotaje anti nazi en algún país nórdico, que al verla recientemente en algún canal de películas añejas produce ese curioso efecto de una memoria infantil completamente obliterada que de repente, como cuando se ve una foto de la infancia, surge de la niebla espesa de la memoria y comienzas a recordar cada detalle como si estuvieras allí de por vida, gracias a la foto, aunque en realidad no recuerdas absolutamente nada. ¿Por qué misterioso misterio algunas películas, entre las decenas de ellas, quedaron grabadas para siempre –como la del montón recién citada- en nuestra nebulosa adolescencia, mientras otras pasaron delante de nuestros ojos sin dejar ni una sóla huella?

El cuadro de exhibiciones, obviamente, dada la época, lugar y circustancias donde estábamos se limitaba a proyecciones, no necesaria o solamente piadosas, que también, como “Fray Escoba” o “Marcelino pan y vino”, con un supuesto valor ético (¿moralizante?) y, sobre todo, ejemplarizante. No tengo ni idea quién era el selector (¿quizá el P. Rubio?),, ni a que criterios se atenía, pero el elemento pedagógico era ominpresente y el cine, después de todo se supone que los dominicos eran abanderados en la vanguardia intelectual de la Iglesia, era el no va más como modernísimo método de adoctrinamiento. No podían, pues, faltar “El séptimo sello” de Ingmar Bergman, las diversas variantes de Juanas de Arco que en los anales cinematográficos han sido, o alguna osada proyección de Pasolini (no exageremos: “El Evangelio según S. Mateo”). Que Anne Darrow la protagonista de “King Kong” destilara –incluso, o quizá por eso- en blanco y negro una sensualidad exuberante o que nuestro amigo Pier Paolo llevara una vida poco evangélica mientras se encaminaba al matadero de Ostia, escapaba a toda nuestra comprensión infantil adobada en el posbarbecho castellano. Para muchos, justicia geográfica sea hecha, pospradera verdeante asturiana, leonesa o gallega.

Tal era el atractivo de las proyecciones dominicales, a eso de las 4 de la tarde, que el mayor castigo, al menos para mí, que durante la semana pudiera aniquilarte del temido inspector de estudios o del mismísimo prefecto de disciplina (esto si que es una denominación nítida de las responsabilidades jerárquicas y nada de las zarandajas actuales como “coordinador de derechos ciudadanos escolares”, por ejemplo) era la de desheredarte sin la película los domingos. Sin recreo a media mañana, pasable, dar tres vueltas en pleno enero al campo de fútbol con los sabañones a punto de reventar, vale, pero sin cine… Padre Félix, padre Félix que yo no he sido. El P. Félix, el P. Pablo y el P. Llanos y todos sus austeros colegas sabían perfectamente lo que representaba para nosotros disfrutar cuando rugía el león de la Metro o la antena de radio de la RKO resplandecían en la pantalla del nostálgico teatro de las Arcas Reales.

Así que las advertencias “que te quedas sin cine el domingo”, eran el recurso definitivo para que agacháramos la cerviz y nos concentráramos en recordar los nombres de los arquitectos de Santa Sofía en Constantinopla. Isidoro de Mileto y Artemio de Tralles. Esos eran los dos arquitectos de Santa Sofía. Imborrables en la memoria, hasta el punto que me acuerdo del lugar, hora y sitio exacto cuando me salvé “in extremis” del castigo del P. Reyero. Sería por el temor a quedarme sin ver “Harakiri”, aquí los buenos padres –posiblemente porque venía avalada por algún premio en el pecaminoso Cannes- hicieron la vista gorda y el ritual del suicidio quedó grabado tan hondamente como Richard Widmark esquiando airosamente por los fiordos nórdicos para sabotear el agua pesada nazi. Algo que tampoco es de extrañar dado que una vez vendida la katana para sostener a su familia inmersa en la más extrema pobreza, el samurai protagonista se ve obligado a rajarse la tripa con una rama de bambú afilada. Todo ello arrodillado, vestido de inmaculado blanco, inmenso contraste en el marco del fondo negro de las imágenes. 

Sólo 10 años después, todas las mañanas, durante muchos meses seguidos, esta imagen recurrente no dejaba de venirme a la mente cuando camino de mi escuela de japonés bordeaba el Cuartel General de la Fuerzas Armadas niponas, en el mismísimo centro de la capital nipona, donde más o menos por las fechas en que asistíamos horrorizados al ritual suicida y ficiticio de Hanshiro Tsugumo en la película en Arcas, Yukio Mishima se había destripado, pero esta vez de manera real. ¿Qué extraña asociación de imágenes me trasladaba, desde el centro de Tokio, día tras día, a los ásperos butacones de madera chapada del teatro en Arcas? ¿Se trata del mismo mecanismo mental que me hace recordar que la batalla de las Navas de Tolosa acaeció en 1212, sin cuya fácil memorización quizá habría tardado años en sobresaltarme con los cuervos acosadores de Tippi Hedren en “Los pájaros” de Hitchcock?

Sunday, July 4, 2010

Día de las Familias


Para preadolescentes tan arraigados como nosotros a nuestras familias, a nuestros pueblecitos, al campar a nuestras anchas por monte y barbecho, asumir la disciplina del colegio, sobre todo las primeras semanas no era tarea nada fácil. De ahí que no pocos aprovecharan las Navidades para retornar a su terruño. Para el Prefecto de Disciplina era una ocasión pintiparada para decirles a los más díscolos o a los más torpes que se llevaran las mantas –sí, el ajuar del internado incluía- al pueblo, signo inequívoco de que ya no volverían en enero.

Así que los que llegaban al Día de las Familias, a punto de pasar el ecuador del año escolar, salvo catástrofe tenían grandes posibilidades de llegar a junio y, por consiguiente, “más lejos en la vida, hijo mío”. En los primeros años, el Día de las Familias coincidía con la fiesta de Santo Tomás de Aquino, cuando ésta todavía se celebraba el 7 de marzo. Posteriormente, supongo que en razón de la climatología, se cambió a mayo. La imagen adjunta parece confirmar que la primavera todavía no había llegado a orillas del Pisuerga. Pese a todo parece un buen día, soleado, los asistentes van abrigados, pero no en exceso, incluso algún alumno corre en pantalón corto. Los chopos desnudos del Pabellón de Mayores no dejan lugar a dudas de que la intensa niebla de los pinares pucelanos ha dado hoy un respiro. Posiblemente sea marzo del 69, quizá del 70.

Estamos en el Pabellón de Mayores, un lugar mítico para los alumnos del de Menores, donde debe estar todavía Pepe, mi hermano, con su chaquetilla a cuadros y su jersey de cuello de cisne. Era de los pocos días al año, eso que estaban separados por apenas 20 metros, donde los de primero y segundo se juntaban con los de tercero y cuarto. De hecho la prohibición era absoluta. Posiblemente por algún malentendido prejuicio de tipo moral, tipo: los mayores pueden corromper a los pequeños. Corrupción relacionada con temas absolutamente tabú como la sexualidad en general o la homosexualidad en particular.

No obstante, nosotros discurráimos nuestros trucos para pasarnos los mensajes familiares (“mama me ha escrito”, “se ha muerto la Eudovigis”). Bien nos veíamos, a escondidas, por supuesto, a la hora del recreo en la gravera, no muy lejos de donde está tomada la foto o bien, lo que requería una notable sutilidad, aprovechábamos los rezos vespertinos. Al entrar en la iglesia para el rosario de la tarde, los pequeños que entraban más tarde, pasaban al lado de los mayores que ya estábamos sentados. Al adentrarse en la iglesia y llegar a la altura del banco donde yo o alguien de confianza se encontraba, en un abrir y cerrar de ojos, nos intercambiábamos mensajes escritos, las cartas de mi madre o, en casos más osados, la mitad de la pastilla de chocolate que nos había llegado en un ansiado y esperado paquete postal desde Renedo.

Pero el Día de las Familias, no había que jugar a los espías ni confiar –lo de confiar no es banal, ya que algunos aprovechaban para ganar puntos chivándose de nuestro ardid al Prefecto- en los compañeros de banco. Ese día, todos estábamos revueltos en medio de un notable jolgorio. En el campo de fútbol, la tabla de gimnasia o el partido de fútbol está a punto de comenzar, los padres, amigos y familiares esperan la actividad deportiva que nosotros hemos preparado durante semanas bajo un intenso frío. El P. Pablo Fuentes, temido profesor de matemáticas, popularmente conocido entre los alumnos como “El Chopo”, de rostro adusto y larguirucho, era el organizador de aquellas pequeñas olimpiadas, seguidas con notable atención por visitantes y alumnos.

Yo aparezco extrañamente encorbatado lo que me da qué pensar. La siguiente corbata que recuerdo es una muchos años después, en 1990, el día de mi boda, cuando el P. Fonso me enseñó a hacerme el nudo del invento. Deduzco, pues que nunca aprendí a hacerlo, así que mi corbata de adolescente es de las que nunca quitábamos el nudo, simplemente nos limitábamos a apretarlo y a soltarlo, como si de una simple soga se tratara.

Los dos aparecemos con el mismo peinado a raya, aprendido, casi con toda seguridad, en unas clases inolvidables llamadas de “Normas de Urbanidad”, donde aprendíamos un poco de todo, desde como asearnos hasta la manera de coger el cuchillo para cortar el filete de carne. Bastante salvajes como éramos, de donde veníamos, sólo sabíamos usar la navaja, y eso más bien para hacer silbatos con las ramas de los fresnos, la carne, si la había, la solíamos cortar con el único “cuchillo gordo” existente en nuestras cocinas pueblerinas.

Las americanas, reservadas para los días de fiesta como éste, nos otorgan un aire de improbable elegancia, y eso que los “Almacenes Olmedo” de Palencia donde fueron compradas no debían estar a la última moda. En todo caso, comparados con los jerseys sempiternos tejidos por nuestras madres, heredados casi de generación en generación, la chaqueta era un elemento de modernidad que añadido a la elegante curvatura de las fuentes diseñadas por Fisac en las que nos apoyamos parece transportarnos a una veintena de años después.

El Día de las Familias continuaría con el almuerzo campero, conocidos y familiares del mismo pueblo se solían agrupar, como si de una romería se tratara, en las mismas mesas de piedra o en los bancos dispersos por las instalaciones. El punto final lo ponía la velada de la tarde. Casi todos participábamos de una forma u otra. La afamada Coral del Rosario era siempre uno de los momentos estelares de la velada, apreciadísima por todos los asistentes que aplaudían a rabiar sus interpretaciones de cantos religiosos y populares. Otro tanto pasaba con la obra de teatro representada por los cursos mayores. Según los años las obras elegidas, consciente o inconscientemente, hacían caso omiso de las barreras ideológicas. Un año tocaba una comedia, aparentemente inocua, de Mihura, y acaso al año siguiente se descolgaban con una obra de amarga crítica social de Sastre. En todo caso, para muchos de nuestros padres y familiares, cuyo acceso a la cultura se restringía a los feriantes que vagaban ocasionalmente por las aldeas de Castilla, caso de “Barbaché y el Hombre Foca”, aquellas “comedias”, como ellos siempre las llamaban, aunque fueran dramas durísimos como ‘Escuadra hacia la muerte’, siempre causaban una impresión extraordinaria.

Concluida la representación teatral –fueron sin duda la pequeña y muy apreciable semilla que sirvió para plantar numerosas inquietudes culturales en los años venideros- llegaba la hora desoladora de las despedidas. En el patio central los taxis y vehículos desfilaban para volver a sus hogares, mientras muchos más que menos lloraban abiertamente; los más tímidos procuraban esconder sus lágrimas por los rincones de los pabellones ahora silenciosos y desiertos. Para aligerar la carga emocional, se nos dispensaba del estudio nocturno. El griterío habitual del comedor durante la cena se convertía en un silencio sepulcral. A la hora de acostarse más de uno, volvía a soñar con los nidos en los salces de la ribera del río, agarrado con desesperación a la pastilla de chocolate que le habían regalado sus padres. Al sonar el timbre, siete de la mañana del día siguiente, las sábanas eran puro cacao.