Fueron nuestros primeros héroes reales, de carne y hueso, de la infancia temprana. Teníamos
otros, claro, algunos personajes históricos, los protagonistas de los tebeos,
ocasionalmente los de alguna novela juvenil, incluso ciertos futbolistas más populares
del Barcelona o el Madrid, y los camaradas asturianos hasta del Gijón. O quizá
eran los del Oviedo, cualesquiera que en determinado año no hubiera bajado a la
Segunda. Pero todos ellos eran producto del imaginario de nuestras lecturas o
se nos aparecían en la diminuta pantalla de televisión en blanco y negro,
envueltos en la molesta neblina de las transmisiones deportivas de TVE a
mediados de los sesenta . Sin embargo, estos eran nuestros ídolos de verdad
porque les teníamos cerca, a nuestro lado, aunque no exactamente estuviéramos
revueltos, a decir verdad, ni siquiera convivíamos con ellos.
La línea divisoria, tan virtual
como infranqueable, que separaba el Pabellón de Menores del de Mayores, impedía
que nos codeáramos con nuestros campeones. So pena de grave falta de disciplina
y alguna más que misteriosa infracción moral leve que, al decir de algunos,
podía incluso alcanzar la categoría de mortal. “Padre, me confieso de haber
recurrido a las chuletas en el examen de geografía del P. Varela, de haberme
peleado con Sixto en el recreo de las 11 (¡cuán importantes eran estas
precisiones en nuestro dolor de contrición, aunque su validez para el propósito
de la enmienda nos resultaba más que dudoso!), y de haber traspasado –vocabulario
de frontera- al Pabellón de Mayores por la gravera”. La gravera, al borde del
pinar, justamente detrás de la piscina, era una especie de Gehena local, donde
a similitud de la jerosomilitana, se arrojaban basuras, bártulos, deshechos
(estamos varias décadas antes de que nos amilanaran con el reciclaje en
contenedores verdes, amarillos, azules, rosas, etc.) que de forma regular eran
incinerados hasta que sólo se divisaban restos de latas de conserva
ennegrecidas.
Allí, al resguardo de la
generosa mole del teatro, gracias D. Miguel, nos jugábamos nuestra integridad
moral, sin tener plena conciencia de en qué consistía ésta, salvo que, si el
prefecto de disciplina o cualquier otro padre ocioso o vigilante nos pillaba
“in fraganti”, corríamos el severo riesgo de terminar de puntillas en el
confesionario, antes del rosario vespertino, o, peor aún, en caso de
reincidencia o alevosía (mal expediente académico, salir respondón al profesor
de religión, hablar en el comedor durante la lectura común, por poner algunos ejemplos)
vernos obligados a deshacer la cama, recoger la manta. Y carretera. O
ferrocarril, dependiendo de donde habitaran tus, indudablemente, humillados
progenitores. Pero nuestros “in fraganti” eran tan inocuos como inocentes
éramos nosotros. Más si cabe. Intercambio verbal sobre las últimas noticias de
la aldea con los paisanos, entrega de la última carta maternal entre hermanos
(una forma tan buena como otra cualquiera para las mermadas alcancías de
nuestros padres de ahorrarse un sello de peseta de Franco); los más osados, muy
pocos, cierto, ofensa de lesa majestad, se las arreglaban para encender un
Bisonte cuya procedencia resultaba siempre enigmática.
“He visto a Arranz, en la
gravera”, le digo a mi compañero de pupitre Candanedo, poco antes de que
empiece el estudio de la tarde. Con el mismo tono, entre incrédulo y exultante,
que si me hubiera topado con Serena, el héroe de la sexta en Belgrado, o con el
mismísimo, e inexistente, Jabato de nuestros tebeos infantiles. Arranz, Javier,
elegido “el mejor atleta de la Federación Vallisoletana”, según dice “Cumbre”,
la publicación escolar, es nuestro héroe de lanzamiento de disco, una
disciplina deportiva que a los de
primero, por compleja, girar dos veces y media y no hacer nulo, rondaba lo
esotérico. Desde nuestros once diminutos años, este héroe que al decir del eufórico
cronista deportivo “es fuerte, apuesto, con paso lento y sencillo, apacible,
sosegado y concentrado en todo momento como dispuesto para el lanzamiento de
disco que es su especialidad”, no puede sino evocar al Discóbolo de Mirón, cuya
estampa imperecedera acabamos de vislumbrar hace unas semanas entre los tres
órdenes del arte helénico y las guerras del Peloponeso. Si tiene algún defecto
es que, atribuido a la mala suerte, en el Campeonato Juvenil celebrado en
Bilbao, hizo nulo cuando había superado los 45 metros .
No recuerdo lo que nuestro
discóbolo particular hacía en la gravera. Supongo que contar a sus paisanos más
pequeños de Langayo, perdido entre oteros y rastrojos, allende el padre Duero,
los últimos acontecimientos acaecidos en su pueblo. Nuestros héroes, casi siempre eran los
de los cursos mayores, los de quinto y sexto, capaces de hacer proezas
deportivas que de haber vivido un par de décadas más tarde, con toda certeza,
algunos, bastantes de entre ellos, se habrían convertido en auténticas
estrellas del atletismo o millonarias figuras del mundo del balónpie. No que no
estuvieran bien entrenados, ni que no dedicaran horas a preparar la
competición. El P. Pablo Sánchez, tan riguroso y austero profesor de matemáticas,
era, aún más concienzudo y escrupuloso para optimizar las condiciones atléticas de los que
por sus cualidades innatas destacaban en alguna especialidad deportiva. Lo de
innatas no es un calificativo huero. Originarios de villorrios y pedanías, a
cual más remoto, la inmensa mayoría de nosotros sólo había practicado un
deporte, el fútbol, en las eras, el rectángulo marcado, líneas levemente onduladas, con la paja de la trilla. Así que mientras algunos éramos
incapaces, pese a los repetidos exhortos del P. Pablo y su “alter ego”, el P.
Isidro Rubio, de doblar nuestra indómita cerviz, no digo ya, en el dichoso
plinton, ni siquiera en la modesta colchoneta tirada en el suelo del salón con
espalderas que hacía las veces de gimnasio, otros se superaban en el salto de
altura con rodillo ventral (faltaban apenas unos meses para que llegara
Fosbury a Méjico '68).
Razón de más para que cuando
observábamos a Julio Recio elevarse por encima del listón de los 3 metros en el salto con
pértiga, una disciplina aún más enigmática que el lanzamiento de jabalina,
aplaudiéramos enfebrecidos, a medio camino entre la admiración y la envidia.
Sana, por supuesto. Había en las Arcas Reales, mucho antes de las becas olímpicas y los
patrocinios generosos, lustros antes de que se oyera hablar en España de la
obsesión de los institutos norteamericanos por el deporte como atributo de loa,
una senda abierta, claramente pioneros, a nivel regional, incluso nacional, en el
camino de la gloria deportiva. Desafortunadamente, en aquella época el deporte
no era un negocio y tanto la gran mayoría de profesores, como los padres de
aquellos más destacados, nunca incentivaron aquella “maría” de asignatura como
una carrera que debiera tener continuidad tras la reválida. Si acaso, resultaba
legítima como componente moralizante, ya se sabe “mens sana in corpore sano”.
Mas la ducha fría y todo eso a fin de evitar las tentaciones del Maligno. Y
poco más. Arranz, Recio, Liborio, Luis Ángel, Julio Manuel, Cristóbal (adviértase
que les conocíamos por un solo nombre, fuera propio o apellido) y tantos otros,
en lugar de perseguir los laureles deportivos, terminaron en el Cuerpo
(Nacional de Policía o la Guardia Civil), en la Normal de su provincia de
origen, incluso, tan digno destino como cualquier otro, a bordo del John Deere
paternal. ¡Lástima!
Aunque para nosotros, en
nuestra memoria infantil, siempre permanecerán como paladines que defendían con
uñas y dientes el prestigio de la camiseta inmaculadamente blanca del Club DAR
-los menos dotados éramos meros miembros honorarios en cuanto acérrimos
seguidores- por las pistas embarradas de los pinares en los campeonatos de
campo a través, derrotando a los memos de San Agustín en el campeonato juvenil
de fútbol pucelano, y haciendo frente a una horda de competidores, de toda
calaña, en el Campo del Frente de Juventudes, en los 3.000 metros
obstáculos. Así que no es de extrañar que en las exhibiciones atléticas del Día
de la Familias, con motivo de la fiesta de Tomás de Aquino, héroe por otras
razones en Rocaseca, cada siete de marzo, tiráramos de la manga de la americana
de fiesta, que excepcionalmente vestían nuestros padres, para encomiar las
hazañas deportivas de nuestros adalides. “Papa, papa, ven a ver los cien
metros, verás como Dámaso les gana a todos”.
Y efectivamente, el castromochino Dámaso, más próximo que el resto, pues era de nuestro mismo curso, no tenía rival que se le resistiera en el hectómetro, menos aún en los sesenta metros libres. O Manuel Fernández, como dicen ahora, un excepcional extremo con el centro de gravedad bajo, que aparece, sin falta, en todas las fotos de los equipos de fútbol de la época. El recuerdo de muchos compañeros de clase, cuarenta años después, se ciñe, desvaríos de la memoria, a pocos rasgos, cada vez más diluídos en el tiempo y el espacio. A algunos se les recuerda por cualidades físicas raras, para nosotros, como que alguien fuera pelirrojo, a otros por su cualidades académicas sobresalientes (“Durántez chispeaba”), pero casi todos recordamos a los deportistas que nos convertían en “hooligans” (sólo por el moderado griterío de “árbitro, fuera”, faltaría más) cuando el trencilla no pitaba un evidentísimo penalty, en el último minuto, cometido contra Almarza, otro extremo excepcional, del partido contra los granujas de la SAFA.
Y efectivamente, el castromochino Dámaso, más próximo que el resto, pues era de nuestro mismo curso, no tenía rival que se le resistiera en el hectómetro, menos aún en los sesenta metros libres. O Manuel Fernández, como dicen ahora, un excepcional extremo con el centro de gravedad bajo, que aparece, sin falta, en todas las fotos de los equipos de fútbol de la época. El recuerdo de muchos compañeros de clase, cuarenta años después, se ciñe, desvaríos de la memoria, a pocos rasgos, cada vez más diluídos en el tiempo y el espacio. A algunos se les recuerda por cualidades físicas raras, para nosotros, como que alguien fuera pelirrojo, a otros por su cualidades académicas sobresalientes (“Durántez chispeaba”), pero casi todos recordamos a los deportistas que nos convertían en “hooligans” (sólo por el moderado griterío de “árbitro, fuera”, faltaría más) cuando el trencilla no pitaba un evidentísimo penalty, en el último minuto, cometido contra Almarza, otro extremo excepcional, del partido contra los granujas de la SAFA.
Como se suele decir, todos los
héroes tienen los pies de barro. También los nuestros. Como no podía ser de
otra manera, la falta de disciplina fue lo que derribó el pedestal de los que,
de alguna forma, nos pertenecían. Año de gracia de 1968. Joan Serrat, de quien
jamás habíamos oído hablar los de primero, se niega a participar en Eurovisión
si no es cantando en catalán. En aquella época, el festival tenía una enorme
popularidad, incluso en las aldeas perdidas de Castilla, donde la plebe lo
percibía como un referéndum patriótico, lo mismito que el gol de Marcelino
contra Rusia en la final del Europeo 1964. Y sí, aislados del siglo, del mundo
y sus ignominiosas tentaciones, hasta los de primero sabíamos que Massiel, a
modo de sustituta españolizante, iba a representar a la madre patria en el
Royal Albert Hall de Londres. ¡Cuánto más nuestros colegas de quinto y sexto!
Obviamente, un festival de música en la pérfida Albión no era un espectáculo,
salieran o no los temidos rombos al comienzo del programa, que pudieran
visionar los alumnos de un internado religioso en 1968. Con once o con
dieciséis años. Nosotros, los del pabellón de menores nos enteramos al día
siguiente que María Félix de los Ángeles Santamaría Espinosa
había batido, para más inri, a Cliff
Richard a domicilio, como si dijéramos.
Un
grupito de alumnos de sexto, entre ellos muchos de nuestros héroes deportivos
del Club DAR, tuvo la osadía de verlo “live” en un bar del Pinar de Antequera.
Amparados en la nocturnidad de aquel 6 de abril y, previsiblemente, en alguna
otra triquiñuela, consiguieron eludir la vigilancia del prefecto de disciplina
del Pabellón de Mayores, el P. Félix Rodríguez O. P. O eso pensaron ellos.
Imaginar que en 1968, un grupo de alumnos de un internado, con cara de alumnos
de un internado, no van a ser detectados a media docena de kilómetros del
mismo, era puro espejismo.
El caso
es que a la mañana siguiente todos nuestros héroes, la alineación del equipo
emblemático de fútbol al completo, incluidos los reservas, seguramente sin
muchos miramientos, fue puesto de patitas en el patio central camino de sus
casas. Tragedia hogareña, seguramente. Pero, sobre todo, para nosotros, con
apenas seis meses transcurridos desde nuestro aterrizaje en el internado, un
drama que rondaba la desdicha familiar. En aquel escaso semestre nos habían
fascinado aquellos extraordinarios lanzadores de disco, peso, jabalina, los
magníficos saltadores de pértiga, altura, los espléndidos corredores de cross y
los velocistas. De repente, como por arte de magia, todos ellos pasaron al limbo.
Cierto, algunos fueron recuperados algún año más tarde, para el prenoviciado de Ávila, incluso el saltador de
pértiga, a la vez guardameta de la selección, se reencontró con su vocación
dominicana. Pero ya nunca fue lo mismo.
Miro una foto de la época, granulada, casi hasta enternecedora en su color desvaído por el paso de los años. Los dos guajes de primero levantan encandilados, pero también con temor
reverencial, casi con estupor, una de las copas que alguno de sus afamados héroes,
que tienen las manos llenas, han tenido la benevolencia de dejarles palpar por
un instante fugaz. Indago la imagen, píxel a píxel. Me creo reconocer en uno
de ellos, en el corte redondeado del flequillo, la especialidad de Antonio, el
barbero de mi pueblo. Pero no, no soy yo. Aunque sí. Lo soy.
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