Las aulas, con tantas horas gastadas en ellas, fueron la principal fuente de anécdotas, traumas, historias y recuerdos, aunque éstos no siempre fueran los más agradables. Constituían, asimismo, el “humus” esencial abonado para la germinación de desigualdades, discriminaciones y, posiblemente, injusticias. Reales y supuestas. Menores, se podría decir, pero que en el ánimo de los perjudicados han perdurado como pequeñas afrentas que, a modo de crismas y unciones, han impreso carácter indeleble. Obviamente, las preferencias de algunos profesores por ciertos alumnos y viceversa no era, ni mucho menos, un asunto exclusivo del internado, ni de aquellos tiempos pretéritos.
Cualquiera que se haya dedicado a la enseñanza admitirá que en las relaciones entre alumnos y profesores, las alambicadas químicas de preferencias y aborrecimientos surgen y desaparecen envueltos en razones poco razonadas. Ese halo, entre misterioso y envidiado, que velaba las relaciones entre algunos preferentes y ciertos preferidos, se magnificaba ante nuestros sorprendidos ojos infantiles. Era el signo de los tiempos, acaso ni siquiera podría haber sido de otra manera. En aquel microcosmos diminuto, hermético que conformaba el devenir cotidiano, mes a mes, año a año de la Escuela Apostólica, las únicas relaciones sociales con los adultos se registraban, casi exclusivamente, en el apartado académico.
Los adultos eran adultos y los alumnos niños, así que la manipulación de caracteres, sentimientos y afectos, no siempre en sentido descendente, eran el pan nuestro de cada día, perdóneseme el uso descontextualizado de la expresión. Desahuciados del cariño presencial del hogar desde que cogimos el autobús de línea a la capital -algunos, por cierto, jamás volvimos a recuperarlo- se supone que en algún alguien tendríamos que depositar nuestros quereres huérfanos. Vengan D. Sigmund y todos sus discípulos para analizarlo. Las clases eran el laboratorio experimental donde aquellas alianzas entre profesores y alumnos (algunos), entre estudiantes y profesores (algunos) y entre alumnos y alumnos (muchos) se cimentaban y destejían sin que la mayoría de las veces supiéramos los porqués.
Si acaso, en base a ciertas empatías personales, procedencias geográficas y, ¿por qué negarlo, aunque no fuera lo habitual?, un cierto tufillo clasista recíproco de algunos padres (dominicos) hacia ciertos alumnos con padres (biológicos) privilegiados, que ciertamente eran los menos. La mayoría de internos procedían de la gleba, llanuras y montañas de Castilla la Vieja y regiones limítrofes, con progenitores donde abundaban oficios como labradores, pastores, herreros, carpinteros, mineros, algún funcionario de bajo rango y un largo etcétera de gremios a quienes la posguerra les invitaba a propiciar la educación de sus retoños pero para la cual no tenían los medios. “No pagáis ni el agua”, aseveraba, sobre todo cuando tenía que reñirnos con ánimo exaltado, nuestro querido Prefecto de Disciplina. Seguramente, no le faltaba razón. Como nuestros profesores tenían la misma procedencia, incluso peor, puesto que su vocación al ministerio apostólico, sociológica o real, había florecido veinte años antes, la fascinación que algunos de ellos tenían por los alumnos de padres pudientes era innegable. Lo que indudablemente generaba una cierta ambivalencia. Para esos pocos camaradas elegidos, algún profesor que para la inmensa mayoría era duro de roer, para ellos era el buque insignia de toda la superestructura pedagógica del aspirantado.
Estoy hablando, pues, de esa especie, categoría o grupo de ungidos sobre el que se podría escribir una tesis doctoral: los enchufados. Ni siquiera merece la pena entrecomillar el vocablo. El ámbito de las clases generó tres vocablos en nuestro expansivo conocimiento de la lengua española que quedaron grabados para siempre en nuestro diccionario mental. Uno fué enchufados y los otros dos: abusón y chispear. Para la segunda, los garrulos filoingleses lo han sustituido por “bullying”, cualquiera sabe por qué. El concepto de chispear ha desaparecido completamente del uso diario escolar.
Este concepto de “chispear” solía ser la base principal donde fructificaba la categoría de los enchufados. Aclarar, aunque parezca obvio, que dados los principios pedagógicos de la época, lo de “chispear” referenciaba los conocimientos escolares adquiridos en base a la pura memoria. Desde lo de “viento en popa a toda vela” hasta la altura del Aneto y el Mulhacén. La iniciativa, el razonamiento, la argumentación eran inexistentes en las enseñanzas de la época, salvo las pizcas, a cuentagotas, que nos insuflaban en las matemáticas. Así que el chispeo era terreno exclusivo de los memorizadores, también conocidos como empollones. Como las gallinas cluecas, dábamos calorcico a todas las batallas de la Reconquista para recitarlas de memoria. “Durántez, chispea”. Ergo es un enchufado del profesor de historia.
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