Saturday, December 11, 2010

Septiembre 1967 (2 de 3)


En el tren, camino de Valladolid, la primera vez que veía y montaba en artilugio semejante, admiraba los paisajes del Cerrato, tan diferentes de los verdeantes robledales y pinares del norte de la provincia. Estábamos a 100 kilómetros, pero para mí era como si descubriera otro continente. El curso del Pisuerga –el que lleva la fama aunque otros lleven el agua- se me antojaba, comparado con mi modesto Valdavia, lo más parecido al Amazonas o al Nilo. De éstos, sí que nos había hablado D. Constantino Mazuelas en la escuela. A medida que el pueblo se alejaba en la distancia, una existencia, completamente nueva y desconocida, se entreabría ante mi mirada infantil.

En la llegada a Valladolid se producían los primeros encuentros, al menos entre los cursos más veteranos. Porque para los nuevos, como yo, el inmenso reloj que ya marcaba las 13.30 era la única referencia en el grandioso hall. Como muchos alumnos llegábamos a la misma hora, la camioneta de los buenos padres, conducida por el hermano cooperador, lego, les llamábamos entonces, sin que el vocablo desmereciera para nada su insobornable servicialidad, venía a recogernos para transportarnos sanos y salvos por el camino del Pinar de Antequera. En los años posteriores nos las teníamos que arreglar para, entre varios, compartir un taxi, cuyo costo, incluso a escote, representaba una verdadera fortuna para nuestros magros viáticos.

Asustados, atemorizados incluso, llegábamos al patio de las Arcas con su campana vietnamita, en aquel entonces yo creía que era china, sus elegantes techumbres onduladas, el apabullante ladrillo rojo del edificio de los padres y su diminuto campanario que, para sorpresa mía, era notablemente pequeño comparado con el de la torre de mi pueblo. Los buenos padres aguerridos en lances similares durante los años precedentes, todos de inmaculado blanco, nos daban ánimos, mientras no pocos de entre nosotros rompían (¿rompíamos?) a llorar.

Pisar el suelo y convertirse en magdalenas no era excepcional. Al lado del sauce llorón tomábamos conciencia, por muy infantil que ésta fuera, de que una etapa nueva acababa de iniciarse. Tampoco era raro que más de uno, tras pisar tierra, en lugar de besarla, volviera a cargar el equipaje en el coche y se marchara, huyera aspaventado, más bien, por donde había venido. Ni siquiera se dieron el tiempo, añorantes de prados y secarrales, para deleitarse con las mieles de aquella nueva tierra prometida. Disciplina y rigor, sí, pero también campos de fútbol reglamentarios, piscina casi olímpica y asuetos en los pinares de Simancas. Vocaciones diluidas en la añoranza de barbechos y pastoreos.

Tampoco resultaba extraordinario encontrar a los más llorones, al menos aquella primera tarde, en las esquinas de los pabellones, a lo largo de los pasillos o en algún rincón de los dormitorios. Íbamos camino de hombres pero desparramábamos nuestras lágrimas como niños. Como lo que éramos. A los que habitaban más cerca o a los más pudientes, sus padres les acompañaban en coche. Una ligera envidia me corroía. ¿Por qué a mí no me habían acompañado? Supongo que hubiera sido difícil recorrer los 125 kilómetros en un carro de vacas.

Algunos hasta tenían la suerte de que sus madres vinieran a colocarles sus pertenencias en los aparadores blancos de los dormitorios corridos. Aquellos armarios, muy parecidos en tamaño a un frigorífico, guardarían durante todo el año nuestras escasas propiedades. Para la lavandería, en ese primer día, se nos entregaba una bolsa y se nos asignaba un número. El 309 para un servidor. Tan imborrable como el nombre del prefecto de disciplina o el día de mi primera comunión.

Poco a poco, mientras caía la tarde y llegaban los más rezagados, se iban conformando grupitos, primeros rasgos de camaradería, entre los nuevos. En gran medida basados en paisanaje regional, o autonómico, como podríamos decir ahora. Los asturianos, hasta de adultos hechos y derechos me ha sorprendido su exacerbado sentido clánico, creaban sus pequeñas tribus inexpugnables para los, pongamos por caso, zamoranos o abulenses. ¡Cómo serían, para que paletos y pobres como nosotros éramos, a algunos de entre ellos, nosotros, castellanos viejos, les tildáramos de pueblerinos!. Los leoneses no les iban a la zaga en su concepto de la tribalidad.
 
 

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