Saturday, September 1, 2012

Preguntas de un nuevo amanecer

Estrictamente hablando, esto es, escribiendo, no es una historia de las Arcas Reales. Hacía ya siete años que habíamos dejado el internado y recorrido un largo camino de latines y reválidas, caminábamos ya encauzados en la aparente –y ciertamente aburrida- buena senda de la metafísica tomista, bendito P. Turiel, tras haber dejado atrás algunas escaramuzas filosóficas con Heidegger, Husserl y algún que otro encontronazo -mas que nada, escolar- con el mismísimo Marx, Karl. Verano de 1978.

Que me dispensen los protagonistas reales de la historia puesto que yo era, literalmente, un mero espectador. Como no podía ser de otra manera. Mi acercamiento a la música, como infante y adolescente, había sido calamitoso. Bastaba que el P. Gregorio Buena nos mandara solfear, en grupo, a toda la sección A, para que a las primeras de cambio un servidor quedara descartado: “Mantecón, -retronaba su voz cavernosa contra el techo ondulado del aula de música- tiene Ud. una pared por oido”. Nada que alegar ante la evidencia vocal. Inevitablemente, yo caía, curso tras curso, entre la primera media docena de los declarados inútiles para acceder a la preselección de tiples que conformarían la afamada y exitosa, mutipremiada,  Coral Virgen del Rosario, estandarte musical del internado en concursos, actos devocionales, villancicos en la radio, y hasta en viajes a Roma y Santiago de Compostela. Pueri Cantores.

Hubo una lejana época en la que achacaba esta impericia musical a que Don Tino, el añorado maestroescuela de la aldea, siempre estuviese más preocupado porque aprendiéramos de memoria la altura exacta del Mont Blanc y el lugar preciso del nacimiento del Ebro, Fontibre, que las notas volátiles de los pentagramas. Con el paso del tiempo comprendí que era una insuficiencia congénita, incluso un defecto genético. Y eso que en el noviciado de Ocaña, cuatro años antes de que la anécdota aquí narrada ocurriera, había hecho un denodado esfuerzo para teclear en el armonio de la capilla, nada más y nada menos, que el Ave María de Shubert. Eso sí, marcando las teclas con números. Así que me consolaba, o quizá suplía mis deficiencias musicales, convirtiéndome en envidioso admirador de todos los compañeros, había algunos magníficos, eso que procedían de escuelas pueblerinas similares a la mía, poseedores de un don innato por la música, fuera cantar o tocar algún instrumento musical. Limitados, por lo general, a los de cuerda, posiblemente por ser más fáciles de transportar y más baratos. No estaba la época de penurias para costosos trombones o voluminosos chelos.

Muchos años después, recuerdo todavía el lugar exacto, al lado de una arqueta del campo de fútbol en el Pabellón de Menores, donde se me pusieron, literalmente, los pelos de punta –cursillo de verano de 1967- cuando mi colega Hilario Vicario, una voz irrepetible, entonaba, con voz angelical y pura, “Madrecita María del Carmen, madre de mi corazóooon…”. La educación musical de Arcas, dejando aparte la falta de cualidades de algunos de nosotros, era un auténtico lujo. El P. Buena, el P. Llanos, el P. Rubio, el P. Gil y tantos otros conformaron una educación musical que en aquellos años plomizos y tristones resultaba sobresaliente. Por la cantidad y por la calidad. Baste decir que hasta teníamos libro de texto (para la teoría) y una abundante práctica académica, a lo que se sumaba para los elegidos interminables ensayos, en vísperas de concursos y festivales, horas extraordinarias, restando tiempo al sueño o al recreo. Que algunos resultáramos irrecuperables, desde luego, no es achacable al empeño que ponían los profesores en domar nuestros desahuciados tímpanos infantiles.

Fuera consecuencia de esos traumas infantiles o de la cercanía geográfica al lugar de los acontecimientos, este verano del ’78, con la veintena iniciada, una noche inenarrable, allí me encuentro yo en el gallinero del Teatro Principal de Reinosa, Santander, provincia denominada en la actualidad por el vulgo Cantabria, aplaudiendo a rabiar y gritando como un auténtico “hooligan” musical (¡Vais a ganar, vais a ganar¡) tras la actuación, incomparable, he de añadir, de mi compañero de viaje, o yo de él, Dámaso Hierro y de Javier Celada. Dámaso ha pasado el curso, como un servidor, peleándose con la iniciación a las teorías literarias de composición de los protoevangelios (Bendito padre Borragán) en el estudiantado de San Pedro Mártir, conocido popularmente por el vulgo, como el teologado de Alcobendas. Su voz relativamente bronca, pero exquisitamente modulada en su gravedad, ha constituido en el curso de la interpretación un perfecto contraste para la de Javier (o viceversa), cuya voz todavía de preadolescente, con trece o catorce años, ha resonado cristalina y transparente en el florido escenario de Reinosa. Estamos en la segunda edición del Festival de la Canción del Ebro y la canción compuesta por el P. Isidro Rubio Intauxti, navarro de pura cepa, tiene todas las papeletas para llevarse el primer premio del certamen. Hasta el director de orquesta, un conocido músico bilbaíno cuyo nombre no recuerdo, parece que ha dirigido los violines con más entusiasmo y garbo que para el resto de participantes.

El dúo formado por Dámaso y Javier ha sobrevivido a una dura preselección entre más de 300 aspirantes y allí están los dos entre asustados y orgullosos, pasadas las tensiones del momento, saludando con timidez a la platea. Han pasado la semifinal del concurso y su actuación en la final ha sido portentosa. No soy yo el más adecuado para emitir un juicio crítico, acaso me esté dejando llevar por el entusiasmo y el corporativismo, pero estoy convencido que van a arrasar en la votación final. Yo y toda la “clac” congregada en el gallinero del teatro para exultar ante lo que consideramos una interpretación imbatible. Y vaya “groupies” que nos hemos arrejuntado. Salvo los padres de los artistas que han tenido derecho a un asiento en el patio de butacas, allí están los miembros del grupo de pop religioso, por denominarlo de alguna manera, Bismuto 77, del cual Dámaso es vocalista, un ilustre cántabro de Sarón, nuestro compadre Emilio y sus padres, un servidor, mi tío Luis y hasta Don Juan, el cura párroco de mi pueblo. Ni la más remota idea de lo que hace aquí el cura de la aldea. Sábado por la noche, debería estar preparando el sermón dominical. El caso es que, con diferencia, resulta el más enfervorizado y quien más escandalera arma. El bueno de Don Juan, que en su momento me había empujado para que fuera a las Arcas, convencido de mi incipiente vocación dominicana, y que en el camino de regreso de un pueblo de la montaña para que monseñor Souto Vizoso me confirmara –en las Arcas Reales no se podía entrar sin haber recibido el sacramento- nos encontramos con el epíscopo al borde la cuneta, haciendo de menores (otra expresión inconfundible del internado) con el manteo levantado hasta la cintura. La única vez que he visto a un obispo hacer sus necesidades. Pero ésta es otra historia…

Volviendo al evento musical, conviene señalar que aunque hoy la letra de la canción pueda parecer “demodé”, en aquel momento y en aquella época reflejaba muy bien el contexto en el que discurría nuestra existencia. Básicamente, en el fin de la adolescencia y primera juventud, nuestro discernimiento sobre el futuro era un gigantesco interrogante (“si no veo nada, si no veo nada”). El mundo, de puertas afuera, vivíamos ya en el claustro, tampoco ayudaba mucho. Madrid era un hervidero de opciones y posibilidades, acrecentadas por todo el “maremágnum” de dilemas y disyuntivas, a cual más novedosa y radical, que se despeñaban todos los días desde las televisiones y los periódicos (“es mi amanecer que trepa por las ramas, espacios abiertos, caminos del alba”), incluso por boca de nuestros profesores de hermenéutica bíblica (“espacios abiertos / caminos del alba/ recuerdos dormidos / que ahora te llaman”). Aunque no menos destacadas resultaban las incertidumbres. No éramos conscientes, sólo lo percibimos “a posteriori”, pero con cerca de veinte años, el mundo a nuestro alrededor, estaba dando un vuelco que, por ende, terminaría por transformarnos a nosotros por completo, incluso a mi cura párraco.

El día a día lo vivíamos  bañados en una pócima de existencialismo, la libertad reciente a espuertas (“es mi amanecer / que trepa por las ramas / que abre sus ventanas / son voces de un querer”) rozando a veces con un pesimismo desmesurado. Incluso un nihilismo que rozaba lo absurdo y que no se correspondía con la nueva época que aventurábamos (“para qué cantar / para qué reir / para qué mirar / hacia el mañana”). El texto ideado por el P. Rubio se debatía entre una cierta moralización del presente, faltaría más, nuestro porvenir será sólo fruto de nuestro esfuerzo y nuestro empeño (“es aquí donde está / donde hay que escalar / la montaña alta”), enfrentado a una imposibilidad de llegar al futuro (“para qué estudiar / para qué vivir / para qué esperar /el hada  blanca / si no veo nada / si no veo nada”). O del que futuro llegara a nosotros. La dialéctica de la canción terminaba en empate, sin que el autor se decidiese claramente por una u otra opción. Lo cual tiene su mérito. Porque considerando la situación y la época, lo más lógico es que nuestro navarro, excelente profesor de literatura, se hubiera decantado por un canto exultante a la bondad divina, los éxitos inmediatos de nuestros esfuerzos, la vida en un puño fruto de la providencia divina.  Somos los mejores. Pero no, ahí, al final, nos deja plantados en la duda: “palomas perdidas / que un niño encarcela /trabajos que hacemos / tu y yo en la arena”. Vuelta al estribillo.

Supongo que el P. Rubio, como es natural, la escribió en un contexto puramente vocacional, o quizá más bien, como una descripción de la desorientación en la que muchos de nosotros (¿también él?) habitábamos, no sólo en el marco religioso, sino en el ámbito de la cotidianeidad. Desde luego, a Dámaso y un servidor, que estábamos viviendo, casi de primera mano, incluso en el teologado, la ebullición de Madrid de mediados de los setenta, a lo que se juntaba la empanada mental de nuestras aspiraciones a sacerdotes dominicos por la gracia del Altísimo (el cura párroco había acertado momentáneamente), cada palabra de la canción nos venía como anillo al dedo. Quizá hoy pueda parecer relativamente kitsch, pero aquella formulación era perfecta para la época. Seguramente Javier, tan jovencito, no asumía su letra, era un mero repetidor, pero para nosotros que no sabíamos muy bien de dónde veníamos y, menos aún, a donde diablos íbamos, nos parecía la perfecta hoja de ruta. De las características musicales, francamente, prefiero no meterme en camisas de once varas. Si bien, mis modestos conocimientos musicales parecen indicar que en aquella nutrida época de cantautores y cantantes protesta, Aute, Llach, Adolfo Celdrán, Pastor, incluso Serrat, al padre Rubio se le había pegado algo de su paisana Ostiz, tan popular en aquellos años. Quizás.

Así que cuando el fatídico, amañado, para nosotros, fallo del jurado se produjo y les otorgaron un más que honorable, pero para nosotros absolutamente injusto, tercer puesto estallamos a voz en grito “Tongo, tongo, tongo”. Armamos tal alboroto que los organizadores subieron a todo correr desde la planta baja para  amenazarnos con la expulsión del teatro. Y hasta Don Juan se subió, a horcajadas entre el respaldo de dos butacas, para que se le divisara mejor desde el escenario. Apuntaba con un dedo amenazador hacia el portavoz del mismo, al ignoto maestro bilbaíno, y como nunca hacía en el sermón de la fiesta del santo patrón, donde era más bien comedido y recatado, a voz en grito retomó, con más énfasis, si cabe, lo de “Tongo, tongo, tongo”. Esta vez no nos quedó más remedio, para evitar males mayores, que abandonar la sala. Los acomodadores, preocupados para que la emperifollada burguesía local no pensara que se había infiltrado un grupito de anarquistas en medio de su modoso festival, amenazó con llamar a la fuerzas del orden. Y en 1978 las fuerzas del orden, más aún en Reinosa donde recientemente habían tenido lugar unas durísimas huelgas de la industria, no estaban para ser tomadas a la ligera.

Con todo y con eso, no nos libramos de pasar la noche entre rejas. Aunque fuera por nuestra propia voluntad y para calmar nuestro aparente ánimo revolucionario. Como no teníamos alojamiento previsto, ni ciertamente dinero para pagárnoslo, terminamos rompiendo la puerta metálica del vestuario del club de fútbol local, ya en la carretera de camino a la meseta, y pasando la noche tras las ventanas enrejadas. Lo de vestuario era un eufemismo, allí no había ni bancos, sólo unos colgadores en la pared, una ducha y apestaba a lineamento. Y aunque no recuerde el nombre del director de orquesta, venal, a nuestros ojos, y presidente del jurado, que nos escamoteó, qué digo, que nos robó, el primer premio, me acuerdo, véte a saber por qué de la dominación del club de fútbol, el Matamorosa. Allí sobre el duro cemento del vestuario del Matamorosa “nuestro corazón buscaba otra enramada, que atizaba rojas brasas porque empezaba a crecer”. Reconozco que no tiene mucho sentido, pero de alguna forma, con aquella canción – convertida en un himno a la perplejidad de la época que nos envolvía y al azoramiento de nuestros ignorados destinos- nuestra época del internado, con su candor e ingenuidad,  pasó a mejor vida: “es mi corazón / que busca otra enramada / que atiza rojas brasas / porque empieza a crecer”.

No es de extrañar, pues, que cuando, ocasionalmente, escucho la grabación, como con “Madrecita María del Carmen, madre de mi corazóooon…” se me pongan, de nuevo, los pelos de punta y camino de los sesenta mire, todavía, al futuro. Eso sí, con bastante menos ingenuidad que entonces. "¿Para qué esperar el hada blanca?"