Sunday, March 31, 2019

LA MEJORADA: APRENDIENDO A SOBREVIVIR, por Faustino Martínez (IX)


Imagen: Ángel Gutiérrez Sanz
Lo que me cogió por sorpresa en aquellos recreos después de comer, después de rezo del Rosario por la tarde y después de cenar, fue descubrir la crueldad de un chico de un pueblo de León, mayor que nosotros y veterano, de segundo curso. En Llastres, ya había conocido a algún tipejo parecido a este chico con una personalidad faltosa como la de aquel que arremetía cruelmente contra el disminuido psíquico de nuestra escuela de Llastres, Alfonsín “Gullidero”. Aquel chico que era de un pueblo de León, no tenía amigos, no le conocíamos pandilla. Parecía que andaba solo. Pero no, siempre estaba en “compañía” de algún chico más pequeño que él, del curso inferior, con quienes siempre le descubrí intentando meterse con aquellas víctimas menores, que él creía asequibles para sus provocaciones y palizas.

Este impresentable y amargado chaval, cuyas razones de su actuar agresivo quizás fuesen el resentimiento vital o existencial o sabe Dios qué frustraciones personales podría tener, escogía como víctimas de sus palizas a chicos tímidos, “amurriados”, que todavía no habían superado aquel primer impacto de la morriña que todavía nos tenia sobrecogidos.
Es fácil imaginar metidos en una galería de cuarenta metros de largo por diez de ancho a trescientos chicos, después de horas de silencio. El griterío y los empujones eran constantes. Algunos jugaban a cogerse y pocos a charlar. Los nuevos lamíamos nuestras heridas emocionales hablando de nuestros padres, de sus profesiones, de nuestros pueblos. Y a este grupo de novatos todavía “amorriñados” se aproximaba este “pájaro” del curso mayor. Escogía a uno cualquiera de los nuevos y timoratos chicos y les comenzaba a empujar con sus manos sin razón alguna. Las víctimas se dejaban acoquinar, pues era físicamente mayor que ellos y se sentían psicológicamente débiles ante la “falsa valentía” de aquel estúpido.  Después de varios empujones, los demás chicos “amorriñados” se separaban de él, lo que aprovechaba para arrear a la víctima escogida una serie de bofetadas. El fraile que vigilaba nuestros recreos solía estar en la otra esquina de la galería, por lo que no se enteraba de lo que se cocía en el otro extremo entre los trescientos chicos que allí pululábamos.

Yo le observé, le estudié y me preparé por si pretendía tomarla también conmigo, pues yo era uno de tantos de los que estaban con la moral baja en aquel segundo día de mi estancia. Personalmente siempre me había caracterizado por ser respetuoso con todos los que me trataban y nunca me metía con nadie, ni en Llastres ni estaba dispuesto a cambiar en el Colegio. Aquel respeto producía en mis compañeros la misma reciprocidad. Me gustaba ser educado y comprensivo con quienes me tocaba convivir y creo que lo captaban y apreciaban quienes me iban conociendo. Pero siempre me encontré con algún imbécil que confundiría la educación, el trato respetuoso, las buenas formas sociales, la delicadeza del trato con una “debilidad” de carácter. ¡Estaban confundidos y terminaban descubriéndolo tarde!. 

Aquel chaval leonés, en el recreo de la noche, una vez rotas las filas al grito del ¡Ave María Purísima”….sin pecado concebida…!, le vi salir disparado en búsqueda de las víctimas de los críos recién llegados el día anterior.

Allí, casi en un rincón, nos arremolinábamos en silencio un pequeño grupo de “amorriñados” con la moral baja. Ni corto ni perezoso comenzaba a empujarnos sin razón alguna. Uno de los empujones provocadores fue sobre mi cuerpo. Los demás chicos, como corderos que se dejan degollar y ser llevados al matadero no reaccionaban y casi rodaban por el suelo. Yo me mantuve erguido después del primer empujón. Algo que no soporto y me subleva es la injusticia y sobre todo que alguien se quiera cebar sobre una persona inferior, inocente o que sea percibida como débil. En mi interior se desencadena un volcán al que a veces tengo miedo de su salida hacia el exterior. 

Aquel estúpido chaval se había confundido de víctima. No caí al suelo de puro milagro por los repetidos empujones que me propiciaba provocadoramente sobre mi pecho. 

Yo ni nadie de mis compañeros “amorriñados” le habíamos hecho nada para que nos agrediera de aquella manera tan provocadora y agresiva. Ellos se dejaban empujar, pero yo recuperé el equilibrio que estuve a punto de perder y caer al suelo de la galería.
Me planté frente a él:

-          ¡Tú… que ye lo que quies…. chaval…!  -le dije en “asturianu”-

Me pareció que esa respuesta y ver que alguien le hacía frente le alegraba y le excitaba para darle más alas y cebarse sobre mi.

Se paró mirándome fijamente sacando su lengua mordiéndola entre sus dientes. Aquel rictus me recordaba el de aquel otro chico de Llastres cuando se concentraba mordiendo la lengua para pegarle una paliza al pobre Alfonsín.

Yo le miré de frente. Se paró por un momento sorprendido. Los demás chicos que estaban alrededor vieron la escena y se apartaron sumergidos en su “morriña” y temiendo les pudiera salpicar a ellos lo que estaba a punto de desencadenarse. Me puse nervioso, encorajinado. La rabia me salía por los poros ante aquel imbécil que se había confundido conmigo creyéndome que me iba a dejar pegar como lo había hecho con otros chicos pequeños de los recién llegados en menos de veinticuatro horas.

-          ¡Espera un momento….! - le dije con mi puños dispuestos para responder en caso de ataque. – 

Se quedó sorprendido por mi respuesta, que seguramente no contaba y me miró cómo esperando qué podría yo hacerle. Por lo visto no estaba acostumbrado a que sus fáciles víctimas le plantaran cara.

Me acordé dé lo que mi padre me había dicho: 

-          “¡No te metas con nadie, pero si alguien se mete contigo…, el que da primero…. da dos veces….!”.

Allí, en aquella galería donde todo el mundo gritaba, no estaba ni mi padre ni mi hermano a los que yo pudiera recurrir y refugiarme para que fueran disuasores de que alguien se metiera conmigo. Tenía que arreglármelas yo solo, sobrevivir y no sucumbir, pues si me dejaba pegar continuarían los abusos y el miedo durante mi estancia allí. No estaba dispuesto a dejarme amedrentar por nadie y ser una víctima del temor ante aquel tonto por mucho mayor que fuera y de un curso superior al mío. También recordé lo que tantas veces, jugando los amigos de Llastres, nos decíamos unos a otros sobre mañas y llaves de lucha libre que veíamos en las películas del cine “Roge”. Solíamos teorizar sobre ciertas mañas que podrían dejar fulminado a un rival. Eran cosas de niños pero era lo que decíamos jugando aunque nunca las habíamos puesto en práctica.

¡Había llegado el momento de utilizar alguna en la práctica de alguno de aquellos golpes! Y me preparé mentalmente para ello. Iba a probar una de aquellas mañas de combate.

Ante su sorpresa y expectación, a la vista de mi determinación de hacerle frente, me abrí paso con mis brazos entre el pequeño grupo de “amorriñados” que nos observaban. Me dirigí a pocos metros de distancia hacia el grueso muro en cuyo suelo estaban mis alpargatas de gruesa suela de goma. Las cogí, cada una en una mano y me presenté rápido delante de aquel imbécil.

Me miró nuevamente con sorpresa, sacó la lengua mordiéndola entre sus dientes anunciando con ese rictus el inminente y furioso ataque sobre mi persona con menos estatura que él. Continuó unos segundo mordiéndose la lengua, mirándome con agresividad y rabia,  preparado para propiciarme una paliza mucho mayor que las que les dio en menos de veinticuatro horas a otros críos.

-          ¿… Qué te pasa…. “cazurru”… qué ye lo que quies…? – le volví a espetar tal como me decían que había que llamar a los castellanos.

Como un rayo, le pegué en su mejilla izquierda un fuerte y sonoro “alpargatazo” con toda la fuerza que era capaz con la suela de mi alpargata. Aquel primer “alpargatazo” restalló y sonó alrededor. Los chavales que estaban por allí se percataron de incidente e hicieron un pequeño corro expectante en silencio. La contundencia del limpio “alpargatazo” en su mejilla debió “quemarle” la piel. Inmediatamente después del primer “alpargatazo”, que le pilló por sorpresa, le dí otro con la otra mano. Todos en su cara. Debió dolerle mucho pues se echó sus manos al rostro para protegerse sin poder reaccionar ni pegarme, lo que yo aproveché  - conforme a la teoría que hablábamos los amiguinos de Llastres y que nunca había practicado -  para meter mi rodilla con fuerza en su entrepierna “frayándole” los testículos. Se encogió para cogerse los “güevos” y mientras se retorcía hacia mi le di otro rodillazo en la cara con la misma rodilla. Con una mano en los “güevos” y la otra en su boca, comenzó a sangrar por las narices. No hubo más. Se retiró retorciéndose. Y hasta hoy.

Me sentí culpable y no tenía por qué, después de aquel incidente en que me vi obligado a defenderme de una provocación injusta de un abusón de mis compañeros “amorriñados” e indefensos como yo.

Mis compañeros “amorriñados” me animaron y creo que se dieron cuenta que conmigo había que tener cuidado. Algunos de ellos, en los días siguientes buscaban mi compañía como si pudiera protegerles sin saber que yo estaba tan indefenso y bajo de moral como ellos. 

En los días siguientes y durante todo el curso las peleas eran frecuentes, pero nadie nunca más se atrevió a meterse conmigo. Mi “imagen” de “buen chico” iba acompañado de “geniudo” y que era un “peligro”, con el que había que tener cuidado de no confundirse.

Aquella noche todavía seguía en mi interior la tensión y el nerviosismo de la agresión que habíamos tenido. En los días siguientes aquel chaval nunca más se atrevió a meterse conmigo ni con nadie más. Me miraba de soslayo y me rehuía si pasaba cerca de él.

Exceptuando a los que estaban en aquel rincón de la galería nadie más se percató del incidente pues los trescientos chicos restantes estaban a su bola y el fraile que vigilaba tampoco tuvo conocimiento de la pelea.

Aquel segundo día, sin meter nada en mi boca, terminó sorprendiéndome en mi camina tapado totalmente y llorando otra vez acordándome de los míos. Reflexioné y repasé todas las novedades y normas que nos habían dado y me reafirmé de adaptarme a todo cuanto viera dejándome llevar. Pero me preocupé por aquella “engarra” que había tenido pues yo no quería pelearme con nadie y me entró miedo de que pudieran expulsarme del Colegio por aquella pelea. Temí que pudiera llegar a oídos de los frailes y que no supieran el motivo de mi defensa y me echaran para casa, con lo que yo frustraría todo el esfuerzo de mi familia para llevarme hasta el Colegio.

También me di cuenta de la dinámica de la formación de grupos, pandillas en las que los chicos se refugiaban para así mejor protegerse unos de otros. Había tensiones en medio de todos especialmente entre los nuevos que habíamos llegado. Así lo iría comprobando según avanzarían los días. Aquello no era como yo me había imaginado que era un colegido. Había más agresividad de lo esperado. Es verdad que los adolescentes solemos ser un poco trastos, revoltosos y dispuestos a hacer travesuras. Creo que gran parte de aquella agresividad verbal, psicológica y física debería ser expresión indirecta del malestar interior de muchos de los adolescentes que allí estábamos, quizás con muchas carencias, especialmente de la presencia de los padres, tan necesarios en esos momentos de la adolescencia.

Aquella agresividad verbal, psicológica y algunas veces hasta física de unos contra otros me pareció que siempre tenía la característica de alguien que se consideraba más fuerte que su potencial víctima, bien en su físico o porque tenía una pandilla más numerosa que apoyara la agresión. Pasados los días percibí que mi respuesta ante aquel chaval leonés mayor que yo se corrió entre los alumnos, lo que me aportó un imagen de ser un chaval con el que había que tener cuidado de no meterse conmigo. Hubo alguno de los mayores e incluso de mi curso, que quiso doblegarme moralmente apelando a mi apariencia de “buen chico”, respetuoso y educado, que parecía no matar una mosca y que todo ello era incompatible con que yo “arreara” leña como la que le metí aquel chaval faltoso. De ello querían concluir que si era “buen chico” como parecía…. tenía que “dejarme comer” y no responder a sus agresiones. Estaban equivocados conmigo, lo que me acarreó algunas enemistades manifiestas de estos faltosos que siempre hay en ciertas pandillas.

El cambio que comenzaba a vivir en menos de dos días era total y radical. De la libertad del pueblo de Llastres que había dejado, que era mi terreno conocido, ahora tenía que apañármelas yo solo y ajustarme a unas rigurosas normas. Mis padres me habían encarecido que obedeciera a todo cuanto me dijeran. Y estaba dispuesto a hacerlo. Pero aquello parecía duro para un adolescente de once años. Tenía que habérmelas con chicos nuevos de todo tipo y pelaje. Cada uno de nosotros traíamos nuestras propias circunstancias en aquella edad de la adolescencia donde la personalidad todavía no está fraguada. Tenía que hacer nuevas amistades y las necesitaba pues me consideré siempre muy afectivo y buen amigo de mis amigos. Pero el silencio absoluto a que nos sometían no facilitaba la comunicación para conocernos. A lo largo de los días todo fue facilitándose poco a poco, pero con el “cuidado” que nos habían recomendado de las “amistades particulares”.

Sobre las diez y media de la noche, nuevamente me acunó el silbido lastimero del tren que pasaba por el Puente de Hierro, Medina-Segovia. Aquel tren era puntual y me encariñé con su pitido que esperaba cada noche antes de dormir. Seguí yendo al baño antes de acostarme y a la vuelta, solo en medio de aquel pasillo solitario, me quedaba con la mirada perdida en los ventanales que daban al norte añorando a mis padres y hermanos que estaban más allá de la noche.



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Wednesday, March 27, 2019

DESMEMORIADAS MEMORIAS DOMINICANAS: DORMITORIOS (III), por Rufino García Álvarez



Los dormitorios de los alumnos eran grandes salas rectangulares que tenían en el centro una pared medianera que unían las columnas centrales y servían de división para albergar los armarios empotrados de cada alumno junto a su respectiva cama. Cada cierto espacio había un pequeño pasillo para poder pasar de un lado a otro de la sala y poder acceder a los servicios que estaban ubicados en los laterales de la sala. Se disponía de tres servicios en cada lado con múltiples lavamanos, duchas y baños.
Al final y al principio de cada sala de dormitorios había una celda para el fraile encargado de nuestra vigilancia y control. Tenía un amplio despacho con un ventanal que le permitía ver casi todo el dormitorio común de los alumnos, un baño completo y su habitación para dormir.
Cada curso tenía asignada una sala y dentro de ella la colocación de las camas y sus respectivos ocupantes se llevaba por riguroso orden alfabético, salvo algunas excepciones que escogía el Padre Prefecto de Disciplina, del que más adelante hablaré. Ambos dormitorios se comunicaban por una escalera en los dos extremos de la sala hacia el otro piso y hasta la galería inferior que llevaba al exterior, a las clases y al refectorio.
El dormitorio puedo decir que era una de las piezas claves de nuestra vida escolar. En nuestro armario se guardaba todas nuestras posesiones, desde el vestuario y calzado hasta los paquetes de alimentos que nos enviaban nuestros familiares. Algunos, como yo, no teníamos excesivos paquetes. Recuerdo muy pocas recepciones. De vez en cuando algún bote de leche condensada y algunos chorizos de la matanza. Desde luego en mi casa no nadaban en la abundancia y por tanto no podían distraer alimentos cuando había tantas bocas en el hogar para alimentar.
La cama, además de servir para nuestro descanso nocturno, era nuestro cuarto de plancha. Me explico. Entre el colchón y el somier solíamos colocar los pantalones, cuidadosamente doblados, para que se fuesen planchando con el peso del colchón y del que dormía en la cama. Aquí tuvimos fracasos estrepitosos hasta que conseguíamos conocer todos los trucos. A veces nos salían los pantalones trufados de cuadritos del somier porque no habíamos colocado una manta para evitar las marcas del mismo. Otras, con el movimiento de las camas, las rayas de los pantalones eran todo menos dos líneas paralelas.
Pero a mí lo que más me ha marcado del tema de la cama era la competición sobre las camas mejor hechas. Se hacían verdaderas florituras para conseguir una cama totalmente lisa, semejante a una mesa de mármol. La colcha perfectamente alineada y sin una arruga. Se pasaba revista varias veces al mes y sin previo aviso, quien mejor tenía y cumplía estas técnicas de hechura de cama recibía como premio una tableta entera de chocolate.
Algunos alumnos para conseguir que la cama pareciese una plancha habían quitado todos los cordones del colchón de lana para evitar cualquier depresión en el mismo. Después repartían la lana equitativamente y planchaban todo como si fuera un mar de cristal. Tengo que reconocer que nunca logré premio alguno, es más, algunas veces sufrí algún castigo por considerar la superioridad mi negligencia en la hechura del lecho.
Desde entonces me acompaña una aversión atroz a hacer la cama que me dura hasta hoy en día. Es una de las tareas domésticas que más odio. No soporto tener que hacer la cama. Prefiero cualquiera otra actividad. Cuando tengo que hacerla me supone un esfuerzo tremendo y siempre me retrotraigo a los tiempos de colegial. Desde luego que me marcó.
En el dormitorio se han generado las acciones más divertidas, las más lúdicas y también algunas muy dramáticas. A través de los cursos y en función de la madurez las anécdotas han ido variando para adaptarse a la edad, pero siempre teníamos un campo propicio para la iniciativa y creatividad tanto para jugar como para evitar la vigilancia del fraile en su celda.
Las diabluras más habituales era el hacer la petaca en la cama de la víctima elegida. Se le hacía un dobladillo por la mitad de la sábana de arriba que imitaba a las dos sábanas y cuando se intentaba introducir en la misma, con prisa, porque se apagaba la luz, no lograba entrar en su habitáculo y después de patalear mucho o rompía la sábana o tenía que deshacer la cama y acostarse rápidamente para no ser pillado “in fraganti” por el Prefecto de Disciplina sin haberse acostado.
Las risas sofocadas del resto del entorno de su cama parecían una jauría de hienas. Pero había que dejar de hipar cuando se acercaba el fraile vigilante. Esta jugarreta se repetía entre muchos alumnos, sobre todo cuando había que hacer alguna venganza o castigo por haberse chivado o por ser un enchufado.
Más desafortunada era la acción de mojarle la cama a alguien. No se hacía muy a menudo, pero era muy desagradable y aquí sí se tenía en cuenta la gravedad del castigo a infligir a nuestra víctima. No se hacía porque sí, sino para castigar algo muy deleznable realizado por el infractor.
De vez en cuando se hacían algunas novatadas, mejor dicho, inocentadas, como poner algo de leche condensada en los zapatos o botas de alguien. Parecía que iba esquiando cuando caminaba hacia la fila para la siguiente actividad escolar. No digamos si tenía que jugar un partido de fútbol.
Otra jugarreta que se usaba era el untar con betún la cara de alguno de los alumnos, sobre todo de los que roncaban. Se les echaba unos chorretes de betún en la cara y después se les ponía en la cara algo fino como un hilo o cenizas de papel quemado. Al notar el durmiente esa sensación en la cara se frotaba para quitar esa brizna y lo que conseguía era repartirse el betún por toda la cara. A la cara le acompañaban en su coloración tanto la almohada como la sábana.
Estas jugarretas solían acarrear sanciones para todo el grupo de alrededor porque el escándalo montado al descubrirse el desaguisado llevaba la presencia del Padre Prefecto o del Mayor del curso que denunciaba el hecho y tenía las mismas consecuencias.
En nuestro curso teníamos un compañero muy roncador, Fernando Arroyo, que era de los mayores del curso. Muchas veces le pusimos los calcetines sudados en la cara para castigarle sus sonoros ronquidos pero no siempre teníamos resultados favorables. No se despertaba ni teniendo una despensa de quesos olorosos en sus mismas narices.
Otras acciones más reprobables eran los robos de los paquetes o de algunos alimentos. Aquí siempre había muchas rencillas y denuncias. Era difícil su custodia porque los armarios no tenían cerradura y así era exigido por la superioridad que hacía incursiones sin previo aviso y registraban nuestras pertenencias para buscar cosas prohibidas.
Estaba terminantemente prohibido subir a las habitaciones después de haberse aseado y hecho la cama. Si se necesitaba algo del armario o se encontraba uno enfermo tenía que pedir permiso para subir a las habitaciones, pero como toda prohibición era muy excitante poder burlar la vigilancia. Más si se organizaban en grupos para quitarle algo a alguien de otro grupo para vengarse o reírse de ellos.
Recuerdo una ocasión en que en nuestro curso, dividido en dos grupos muy antagónicos nos enzarzamos en una estrategia de quitarnos una lata de sardinas del 2 kilos que ya no recuerdo quien la había conseguido. Para hacer la puñeta al otro grupo se la enseñábamos para darles envidia del atracón que nos íbamos a dar. Con el hambre que había… Los otros consiguieron una barra grande de pan y se intentó consensuar el reparto, pero no hubo acuerdo. Lo que sí recuerdo es que cada hora aproximadamente la barra de pan y la lata de sardinas habían cambiado de manos.
Pero la hazaña no consistía sólo en lograr quitársela al otro grupo sino hacerles ver que se les había birlado su tesoro. No recuerdo cómo finalizó el tema pero sí que hubo más salidas de clase y visitas al dormitorio en ese día que en toda la semana siguiente.
Con estas nimiedades íbamos pasando nuestra adolescencia en un entorno que, en principio, no tenía grandes problemas vitales, puesto que dentro de la escasez de la época teníamos más o menos cubiertas nuestras necesidades básicas aunque teníamos un régimen disciplinario bastante rígido y una falta de libertad muy considerable.
A nuestro curso en segundo de bachillerato, le ocurrió un hecho que nos perturbó enormemente. Teníamos un compañero, un bondadoso y excelente compañero, de nombre Rubén, leonés de nacimiento. Un buen día se quedó en la cama porque tenía mucha fiebre y muchos dolores de barriga. Recuerdo que su cama estaba en uno de los rincones más alejados del ventanal del P. Agripino.
Pasaron los días y Rubén no mejoraba. Es más, cada vez se le vía más amarillento y dolorido. Los frailes le instaban a que ofreciese sus dolores por la conversión de los chinitos y los comunistas de la Unión Soviética. Hubo días en que se quejaba con gritos contenidos pero muy clamorosos. Un buen día cuando subimos a verle estaba su cama vacía. Nos informaron que había sido trasladado a un hospital de Valladolid para ser operado de apendicitis.
No volvimos a verle. Una peritonitis aguda se lo llevó por delante. Fue una conmoción terrible entre todos nosotros. Los frailes intentaron acallar los comentarios sobre su dejadez con pamplinas y frases socorridas de que era la voluntad de Dios, pero todos éramos conscientes de su negligencia. Desconozco cómo se lo contaron a sus padres, pero en la época en que vivíamos y procedentes de una familia humilde solo les quedaría la resignación y el dolor.
Yo hice el firme propósito de recordar para siempre a Rubén. De hecho, el nombre que habíamos decidido poner a nuestro segundo hijo era el de Rubén. No fue posible porque la casi coincidencia en el nacimiento con el hijo de mi amigo Román que puso a su hijo Rubén no nos pareció conveniente repetir el mismo nombre. Sin embargo, siempre le digo a mi hijo Carlos que él debería llamarse Rubén y le he explicado la historia muchas veces.
Un caso muy similar ocurrió también con un hermano de los frailes Santiago y Gonzalo, que eran captadores de vocaciones. Su hermano Teodoro también sufrió un deceso muy similar y pienso que, por las mismas circunstancias, aunque en este caso el conocimiento de las mismas, estaría más cercano por el rango de su familia en el Colegio.
En el Colegio había una enfermería con un pequeño botiquín y un hermano lego, Fr. Nieto, que hacía las veces de enfermero. Desconozco si tenía formación adecuada o aprendió alguna habilidad por el sistema de ensayo: acierto/error.
Generalmente se dedicaba a dar alguna aspirina, tomar la temperatura y dar algún jarabe cuando los alumnos, después del permiso pertinente, se desplazaban a la enfermería por encontrarse indispuestos.
Un día estaba yo esperando mi aspirina cuando delante de mí le correspondió el turno a Fabián Albarrán. Le explicó al hermano enfermero que necesitaba alcohol para después de afeitarse porque se le irritaba la cara. Le escuchó muy atentamente y le dijo lo que tenía que hacer.
-  ¿Dices que se te irrita la piel después de afeitarte?
-  Si, Hermano, contestó raudo Albarrán.
-  ¿Te entra como un calor fuerte en las mejillas, verdad?.
-  Exacto, Hermano, un calor muy fuerte y con picores.
No te preocupes, te voy a dar una solución a tu problema. Albarrán estaba muy eufórico porque había conseguido su sucedáneo de colonia o masaje.
-  Mira, chico, para después de afeitarte, coge una cuchara del comedor, te pasas el mango por la cara y con la frialdad de la cuchara se te quitan todos los calores y picores.
La carcajada de todos y el color de la cara de Albarrán marcaron un hito. El Hermano siguió tan serio atendiendo a los demás como si su vademécum hubiera resuelto el mayor problema médico del alumno.
Yo creo que en esa época no teníamos muchas infecciones y las enfermedades no querían quedarse con nosotros porque tenían poco de qué alimentarse, porque con la gana que padecíamos no les apetecía residir en cuerpos tan mal alimentados.
Este tema, el de la alimentación, lo hablaré posteriormente cuando relate el tema de las comidas en el Colegio.
Aparte de algunos catarritos y sabañones crónicos, lo más que nos acontecía eran los moratones, raspones y algún que otro golpe con la práctica de los diversos deportes.
El dormitorio también podía ser nuestro laboratorio o fábrica de caramelos. Me explico. Muchas veces cortábamos con una cuchilla en pequeñas píldoras la pasta del tubo de dientes. Los trocitos los colocábamos en un papel y sobre los radiadores dejábamos que se secasen. De esta manera obteníamos unos pequeños caramelitos mentolados que nos servían para distraer el hambre en las horas previas a la cena, especialmente.
Ahora bien, no siempre llegaba la producción golosinera a su dueño, porque siempre había algún avispado que procuraba cambiar la cosecha de sitio y poseedor.
En los lavabos se producían los primeros síntomas de envidia por razones de la barba. Algunos alumnos de nuestro curso como Galán, Valentín, San Emeterio, Villafruela, maduraron mucho antes y empezó a salirlas la barba y se afeitaban. Qué envidia y admiración el verles embadurnarse la cara con la brocha y el jabón de afeitar. Pasarse la cuchilla y ver rastros de pelillos entre la espuma del jabón.
Eran unos hombres y nosotros unos chiquillos. Además, casi todos se desarrollaron y crecieron en estatura antes que nosotros y por tanto eran unos líderes por naturaleza física.
En una de las esquinas del dormitorio se situaba el infierno. ¿Qué era este sitio? Pues el lugar donde se colocaba a los chicos que se hacían pis en la cama por las noches. Era una forma vejatoria el modo en que se les señalaba. Estaban apartados como apestados, cosa que también era así, porque el rincón olía a mil demonios debido a que los colchones estaban impregnados de los orines permanentes. Al estar en una esquina de la sala tenían menos ventilación que el resto. Casi siempre estaban las camas sin hacer para que pudiesen secarse, lo cual era un permanente escaparate de vergüenza para los muchachos que sufrían ese inconveniente.

Era una de las formas que se tenían en aquella época de educar y modificar las costumbres. Castigos y vejaciones. Quizá el espíritu y el orden político imperante, además de la quintaesencia del espíritu dominicano influían en esa manera de intentar educar y formar a los alumnos. Lo cierto es que no servían de gran cosa pero sí que frustraban y procuraban motivos de vergüenza y crueldad por parte de los sufridores y de algunos de los demás chicos.

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