Friday, December 16, 2016

LOS AÑOS PASADOS CON MIS COMPAÑEROS DOMINICOS (II), Ángel Gutiérrez Sanz

A SANTA MARÍA DE NIEVA LLEGAMOS YA CURTIDOS


Pasados los dos cursos de la Mejorada [ENLACE A LA PRIMERA PARTE DEL RELATO] nos esperaba Sta. María de Nieva, aquí ya era otra cosa, ibas entrenado, te habías sacudido en parte el pelo de la dehesa, habías aprendido todo lo necesario para poder convivir sin mayores complicaciones, conocías a los compañeros y sabías de antemano más o menos con lo que te ibas a encontrar. Todo hacía pronosticar que lo peor había pasado; pero mira tú por donde la cosa se nos complicó. Estando ya en La Mejorada se venía rumoreando de que en Sta. María de Nieva estaban pasando o habían pasado cosas.

Sta. María de Nieva en la actualidad
En los internados a veces pasan cosas, y ello debió ser el motivo por el que el Provincial decidiera cambiar la dirección del centro y poner en marcha un proceso regeneracionista, como se dice ahora. Comenzamos el curso y al menos por lo que hace referencia al aspecto instructivo parecía que cada cual hacía lo que buenamente podía y además con la mejor intención; otra cosa era el aspecto disciplinar que desde el punto de vista pedagógico resultaba cuando menos cuestionable.  Al frente del régimen casi cuartelario que se nos trataba de imponer, estaba un Sargento de Hierro que se las traía. Las chufas, como entonces se decía, andaban a la orden del día y podían tocarle a cualquiera en el momento más inesperado, chufas que eran bastante más violentas que un pellizco de monja, por lo menos más peligrosas porque podía dejarte sordo, tuerto o romperte una muela y lo peor del caso es que nos fuimos acostumbrando a esto hasta llegar a dar como natural algo que no lo era.

Ciertamente eran otros tiempos y no se les puede juzgar con los parámetros de los actuales, por eso yo no quiero inculpar a nadie; pero tampoco eximirles de toda responsabilidad porque ya por aquel entonces la pedagogía había superado el lema de que “la letra con la sangre entra” y se comenzaba a pensar que mejor que el palo había que hacer uso de la zanahoria. En definitiva, se comenzaba a poner en marcha unas prácticas educativas que tenían en cuenta la motivación y la comprensión del alumno con unos excelentes resultados, como no podía ser por menos, si tenemos en cuenta que con el temor lo único que consigue es disuadir para que algo no se haga; mientras que la motivación estimula a hacer las cosas bien, que es precisamente el objetivo de toda buena educación.  Sinceramente pienso que se nos podía haber tratado de otra manera, de ello no me cabe la menor duda. También es verdad que había padres por nosotros queridos, como el P. Gil, Tejedor, Cándido G., Felipe y seguro que me olvido de alguno que nos trataban con bastante consideración.

En medio de este ambiente disciplinario que nos tenía acongojados, el ejemplo nos lo vino a dar uno de los compañeros. Gregorio Buena. Lo recuerdo perfectamente. Sucedió en el Salón de Estudios de Sta. María de Nieva, cuando empezábamos a ser unos hombrecitos. Era por la noche antes de cenar, nos encontrábamos preparando los deberes   para el día siguiente, cuando de pronto una voz grave y amenazadora le manda que se levante y fuera allí donde se encontraba la autoridad amenazante. Expectación, algo terrible va a pasar, las circunstancias las conocíamos todos sobradamente y en nuestro interior decíamos ¡ojo Buena!, vete preparado, cúbrete bien que la cosa va en serio.

La sorpresa fue cuando con pie firme y a cara descubierta le ofreció el rostro que fue golpeado a placer contorsionándosele ligeramente la cabeza, al tiempo que le ofrecía la otra mejilla para que probara de la misma medicina, vimos cómo se comía las lágrimas, más por la humillación, pienso y, que por el dolor físico. Fue la noche inolvidable en que nuestro compañero con su resistencia pasiva nos acababa de dar una lección conmovedora y ponía al Sargento de Hierro en el lugar que se merecía.  Lo malo fue que el mensaje no fue interpretado debidamente y las cosas prácticamente siguieron igual, el Sargento de Hierro volvió a las andadas y haciendo de las suyas.

En Santa María tuvieron lugar otros muchos sucesos, difícil de relatarlos todos por lo que haré mención sólo de alguno de ellos. Recuerdo que estando disfrutando de tiempo libre se desencadenó una tormenta y un rayo vino a impactar en la parte superior de la fachada de la galería destinada a recreo, cuando no se podía salir al exterior, llevándose por delante un esquinazo importante del edificio que como puede verse en la foto fue debidamente reconstruido.
    
Fue dañada también la instalación eléctrica quedando afectada esta de forma generalizada por la que nos quedamos a oscuras y aunque no hubo que lamentar desgracias personales, el estruendo que produjo fue tan descomunal que todos quedamos aterrorizados. El P. Ramón, (así creo que se llamaba), que estaba ciego, razón por la cual casi todos nos confesábamos con él, llegó a pensar según comentaría después que había sido la bomba atómica.

Otro suceso reseñable de nuestro paso por Sta. María de Nieva fue la incorporación prematura en un año de sequía pertinaz que acortó considerablemente las vacaciones en casa e hizo que pasáramos en el colegio buena parte de un verano caluroso. Naturalmente esto no fue de nuestro agrado si bien venía compensado y bien compensado por unas vacaciones en la Sierra de Madrid durante unas semanas en que estuvimos de campamento a las órdenes de un experto cuadro de mandos del Frente Juventudes teniendo como capellán   al P. Gil.   Los postulantes dominicos agrupados en tiendas de campaña de seis en seis con nuestra camisa azul en las que se podía ver bordado el yugo y las flechas formamos una colonia numerosa ubicada en las estribaciones del Alto de los Leones para que allí en medio de la naturaleza salvaje pudiéramos aprender a compaginar los ideales apostólicos dominicanos con los ideales nacionales.

No creo que esto fuera una imposición del Régimen, como alguien pudiera pensar y no lo creo fundamentalmente por dos razones.  Primera porque nuestro querido Provincial P. Silvestre Sancho era un hombre que hacía lo que creía que tenía que hacer sin dejarse presionar por nadie. Segunda razón porque no hacía falta presionar a quien seguramente era favorable a este tipo de cosas a tenor de algunos datos históricos que conviene recordar.

El padre Silvestre Sancho desde el año 1936 al año 1941 desempeñó el cargo de   Rector de la Universidad de Sto. Tomás de Manila llegando a ser muy amigo no sólo del fundador del Opus Dei D. José Mª Escrivá de la Balaguer sino también del ministro Ibáñez Martín y seguramente de algún otro ministro. Las relaciones con la Administración de Franco eran excelentes. Desde el principio él junto con el arzobispo de Manila Mons. Michael O`Dherty y en general toda la Iglesia Católica Filipina se había puesto de su lado, por otra parte, la labor realizada como defensor de la Hispanidad en unos tiempos en que España más lo necesitaba era digna de todo elogio y así fue reconocido hasta el punto de que el Sr. Suñer le ponía como referencia en las relaciones con Asia.   

Aprovechando esta buena sintonía el P. Sancho viaja a España en 1939 con la intención de solicitar del Generalísimo la convalidación de los estudios cursados en la Universidad de Sto. Tomás de Manila, petición que fue concedida sin más y que todos los que nos beneficiamos de ella debiéramos estar enormemente agradecidos por ello.  En compensación el P. Sancho declaró al Jefe del Estado Español Rector Magnífico Honoris Causa de una de las universidades más prestigiosa de Oriente con la entrega de un diploma lujosamente ilustrado donde se podía ver el escudo imperial de España y los emblemas de la falange entre otras ilustraciones. A su vez, y en mutua correspondencia, Franco otorgaba al P. Sancho la Gran Cruz de Alfonso X el sabio el día 30 de noviembre de 1950 por sus altos merecimientos, con la asistencia de los rectores de todas las universidades españolas.

Santa María de Nieva, vista general (ambas imágenes del autor del artículo)
Cuando en 1951 el p. Silvestre Sancho es elegido provincial se hace cargo del destino del presente y del futuro de la Provincia del Santísimo Rosario. Dio muestras de tener las ideas muy claras y de no asustarse por que los postulantes se empaparan de espíritu patriótico de José Antonio en memoria del cual celebró más de una misa. Después de todo el P. Sancho como  seguidor que era de Sto. Tomás, sabía muy bien que  el patriotismo es una de las virtudes principales que es preciso inculcar en los ciudadanos, algo  que el tiempo ha venido a darle la razón; después de haber comprobado que cuando el sentimiento nacional desciende hasta situarse bajo mínimos se puede esperar lo peor;  pero no es de temas políticos de lo que yo pretendo hablar  aquí, mi intención es mucho más modesta, se trata simplemente de traer aquí algunos  recuerdos  del pasado.

A decir verdad, creo que en estos días nos lo pasamos muy bien, cierto que estaba muy presente el espíritu joseantoniano; pero eso de que hacían un lavado de cerebro no es cierto. Allí había respeto para todos y jamás se apreció muestras del menor rencor contra nadie de lo que se trataba de exaltar unos ideales, inculcar el espíritu de cooperación de sana competitividad, de hacernos ver la necesidad de echar una mano en la reconstrucción de España y para eso teníamos que armarnos de generosidad, altura de miras y espíritu de sacrificios, se nos inculcaba espíritu de equipo.

Éramos camaradas que teníamos que aprender a ser los unos para los otros, hacíamos deportes y largas marchas llenando los caminos de juventud y de canciones, algunas muy trascendentales, pero otras eran muy jocosas: no puedo olvidarme de nuestros ratos de ocio que eran muy divertidos, sobre todo el fuego de campamento con chistes, bromas, sorpresas, escenificaciones. ¡Cómo nos los pasábamos alrededor de la hoguera!...  En fin, yo sinceramente no ví que los campamentos del Frente de Juventudes fueran una forma de pervertir las mentes de los muchachos. Pasados estos días de campamento volvimos a lo nuestro con los sentimientos patrióticos avivados; pero por lo demás sin grandes cambios, simplemente que nos lo habíamos pasado muy bien.       

Sunday, December 4, 2016

¡LA MEJORADA A LA VISTA!. PRIMERAS IMPRESIONES Y SENTIMIENTOS, por Faustino Martínez (IV)

Pasados unos diez minutos de viaje encima del remolque que avanzaba lentamente por aquel camino polvoriento [ENLACE A CAPITULOS PREVIOS EN LA PARTE INFERIOR], alguien señaló:  

- ¡Ya se ve…ya se ve…. allí está La Mejorada!.

Todos miramos hacia delante intentando ver el mítico Colegio. A lo lejos se divisaba el edificio en un paraje solitario y aislado. Sobre su tejado podía leerse pintado con grandes letras: “La Mejorada. PP. Dominicos”.


Inicio de la cerca del recinto de La Mejorada, por su lado sur  (Foto del autor)
Poco a poco ante mí se iba imponiendo y agrandando la silueta de un alto edificio.

Una larga cerca ocultaba unas tierras que pertenecían al Colegio. Yo escudriñaba desde el remolque esperando ver los verdes campos de futbol. Pero tan solo me percaté de unas porterías de madera, sin red. El campo de futbol verde, como yo me lo imaginaba, no existía. Era llano, pero lleno de guijarros.
         
El tractor con su remolque cargado de gente paró ante una vistosa puerta de piedra. Allí nos bajamos y esperamos durante unos minutos al lado de nuestras maletas. Yo seguía mirando, cogido a mi padre, la larga cerca y los alrededores a ver si veía a alguno de mis amigos de Llastres. Pero no los encontré en aquel momento.

El Colegio estaba dentro de una cerca que le rodeaba por todos los flancos. Observé unas enormes paredes elevadas. Eran los frontones. Me parecieron estupendos para jugar a la “manotada”, como decimos en Asturias. A mí se me daba bien el frontón cuando jugaba contra la rugosa pared en el pórtico de la Iglesia de Llastres. Pero aquellos parecían mucho mejores y estupendos. Sin embargo, me resultaba difícil comprender cómo podría botar bien una pelota en aquel suelo de guijarros.

De mis observaciones y pensamientos me sacó la llegada de un Padre Dominico vestido de blanco impoluto. Se dirigió a aquel primer grupo de la mañana que esperaba con sus maletas delante de la entrada en el recinto del Colegio. Era el Rector del Colegio. Me llamó la atención la forma especial un tanto afectada que tenía de tocar las palmas de las manos como inicio de una orden. Luego supe que era el P. Andrés Villarroel. Todos escuchamos sus palabras de bienvenida y las indicaciones para ir al comedor del colegio a tomar un poco de desayuno y subir a los dormitorios para asignarnos nuestras camas.

Aquella primera orden me hizo experimentar que ya entraba dentro de unas normas y disciplina que limitaría mi libertad durante muchos años. Me dio la impresión de que comenzaba a depender de aquellos buenos frailes más que de mi familia. Y de nuevo aquel sentimiento desconocido para mi hasta entonces  comenzó a acrecentarse en mi interior. Era lo que los “veteranos” llamaban “murria”, y los asturianos denominábamos “morriña”.

Aquel viaje físico había terminado. Comenzaba para mi otro viaje mucho más largo y apasionante del que creo fuimos unos “privilegiados” en aquel momento de nuestras vidas.

La “murria” se fue acrecentando y se apoderó de mi. Aquel estado de ánimo nunca experimentado por mi me fue embargando conforme pasaban las horas. Era un sentimiento inédito en mi alma que me quitó las ganas de comer. Mi padre se dio cuenta de mi tristeza.

¡Bueno… ya estás en el Colegio y ahora tienes que quedarte y aprovechar bien el tiempo…!. – Me dijo mi padre como queriendo que asumiera valientemente la realidad en la que ya estaba sumergido.

Me di cuenta que aquel viaje no era una simple excursión, sino que me tenía que quedar allí. Al oír a mi padre que me tenía que quedar aumentó más en mi el sentimiento de “morriña”. Todavía no se había ido de vuelta para Llastres y yo ya no quería separarme de él y quedarme allí solo durante un año.

Creo que en el fondo de mi subconsciente siempre se mantendría un eco de aquel sentimiento mientras estuve alejado de mi familia y de mi tierrina. La evidencia de la separación de mi padre, su marcha, la lejanía de mi gente, la perspectiva de tener que quedarme allí durante todo un curso sin verlos, fue calando en mi según avanzaban las horas.

A mi amigo Andrés y a Ángel Lleral (“Yondrín”), por mucho que miraba a ver si los veía, no logré divisarlos. Eran del curso mayor que los recién llegados y deberían estar en algún salón. Nosotros éramos los recién llegados y tenían que situarnos en nuestros dormitorios y transmitirnos las primeras instrucciones sobre el funcionamiento del Colegio.

¡Ya estaba en La Mejorada!. ¡Aquel era el Colegio al que yo quería venir!. Pero no todo era como mi imaginación adolescente, casi infantil, se lo había imaginado.

Mientras me adentraba con mi padre y los demás por las estancias de aquel edificio atravesamos un claustro interior ajardinado y presidido en su centro por una fuente con cuatro caños.

Entrada del antiguo Monasterio de La Mejorada (Foto del autor)
Una galería bastante destartalada, al menos en su techumbre, nos acogió con un olor a cocina y a wateres poco ventilados. Entramos expectantes en un largo comedor donde nos sirvieron un poco de leche con un buen mendrugo de pan. Intenté beber un poco de leche por indicación de mi padre. Pero mi estómago no lo aceptó. No desayuné.

Como tantas veces he dicho, de niño siempre había sido un mal comedor  dándole muchos disgustos en este aspecto a mi madre. Pero aquello, aquel líquido blanquecino que se nos ofrecía en un vaso metálico no me sabía a leche. Estaba acostumbrado al sabor de la leche asturiana recién ordeñada de las vacas de mi tío Benigno, en la aldea de Lluces. Sin embargo la principal causa de aquel rechazo inicial no era tanto por el sabor de aquellos nuevos alimentos. Era la “morriña” quien me impedía tomar nada y me había quitado las ganas de comer. Mi padre se dio cuenta de que no probaba bocado.
¡Tienes que comer…. manín…! ¿Qué le digo a to madre…. si no comes…?.

Yo no decía nada pues estaba embargado por mi sentimiento de morriña. No podía, ni me atrevía, ni quería decirle a mi padre que me llevara otra vez de vuelta para Llastres. Parecerá increible, pero asumía las consecuencias de aquel viaje y todo cuanto implicaba de tener que quedarme allí. Otros niños lloraban a moco tendido sin consuelo al lado de sus padres. A mi me querían saltar las lágrimas, pero estaba dispuesto a resistir. ¡No podía decirle a mi padre que me llevara de vuelta”!. ¡Aunque lo deseaba con toda mi alma, no quería pedirle tal cosa después de tanto sacrificios, gastos e ilusión!. Mi padre se daba cuenta perfectamente de mi estado de ánimo y trataba de animarme diciéndome que en pocos días iba a hacer nuevos amigos, y que allí estaban Andres Cuevas y  Ángel Llera (el “Yondrin”) y que no me quedaba solo.

Salimos del comedor. Yo sin desayunar absolutamente nada por la morriña. Esperamos en una galería cuyo olor dominante que siempre detecté en ella desde aquel momento, era una mezcla de olor a cocina, a pescado frito y olor de water mal limpiado.

Pasado un tiempo, desde la galería subimos las maletas con la ayuda de nuestros padres hasta el dormitorio. La ascensión me pareció interminable hasta el piso más alto del edificio. Las escaleras estaban muy desgastadas de tanto subir y bajar generaciones de alumnos que allí habían estudiado – por lo que luego supe -  desde el año 1912.

El Padre Dominico que nos acompañó nos fue asignando una cama en el dormitorio corrido del piso superior. Entre cama y cama tan solo había cuarta y media de separación. En aquel dormitorio corrido habría unas cien camas. Eran metálicas, con un buen colchón de borra y muy limpias. En uno de los extremos del dormitorio se ofrecían adosados a la pared unos diez lavabos con sus correspondientes grifos de agua y espejos que tendríamos que compartir cada mañana. Mi cama estaba al lado de la última ventana de aquel dormitorio y cerca de una de las puertas de entrada al mismo. A la derecha de mi cama situaron a un chico de Burgos. Lloraba desconsolado al lado de su padre. A mi izquierda colocaron a otro chico de Villa de Cavia, (Burgos) llamado José García. Adosado y separado por una pared de nuestro dormitorio que estaba abarrotado y apretujado de camas, había otro pequeño dormitorio donde colocaron a muchos chicos de la Cuenca Minera.

Debajo de nuestras camas colocamos las pequeñas maletas. Eran el único rincón íntimo personal y familiar que me quedaría. En la maleta estaba toda la ternura de mi madre que la había llenado con lo mejor de sí misma y con lo que buenamente había podido meter en ellas. Cada vez que la abriría me daba la sensación de que allí me encontraba con ella.


Con ayuda de mi padre saqué de la maleta los primeros objetos y ropas personales y me familiaricé con aquel único espacio vital privado en el que me encontraría cada noche antes de acostarme. Conforme desplegaba la maleta y tomaba posesión de aquel reducido espacio vital, de aquella pequeña y limpia cama, la morriña continuaba tomando posesión “in crescendo” de mi estado de ánimo. La cabecera de mi cama daba al sur y desde aquella amplia ventana divisaba Olmedo y el interior del Claustro-jardín del Colegio.

---------------------- ENLACES A CAPÍTULOS PREVIOS ----------------------------------------

Saturday, November 26, 2016

ÁVILA: 1959-1960 (Juan José Luengo)

Fraile en el Claustro de los Reyes, Santo Tomás
Llegamos al Convento de Santo Tomás el 22 de agosto. Allí nos esperaba el Padre Maestro de Estudiantes, Pedro González Tejero, y su socio el P. Ignacio Gutiérrez. Era prior el P. Isaac Liquete y Subprior el P. Vicente Martín.

También residía en el convento de Santo Tomás Monseñor Francisco Gómez (1887-1962), Obispo misionero (1932-1952) de Hai Phong (Vietnam). Monseñor Gómez era abulense y tío del P. Alberto Martín Gómez.

En circunstancias normales, al llegar a Ávila nos esperarían los demás “coristas” (que así, creo, llamaban a los estudiantes hasta entonces). Hubiésemos tenido delante de nosotros a todos los Filósofos y Teólogos.  Pero, nada era “normal” en nuestro caso y comenzamos solos.

Añadieron un año más a nuestra carrera y llamaron a ese curso “Preuniversitario”. Fue entonces, o quizá el año anterior, que el Estudiantado se afilió con la Universidad Pontificia de Santo Tomás de Manila y nuestro diploma (licenciado) sería un titulo expedido por la Universidad como claramente consta en los Diplomas de muchos de nosotros.

El Estudiantado había sido trasladado de Ávila al nuevo Convento de San Pedro Mártir el año anterior (1958) y el P. Tejero fue allí el primer Maestro de Estudiantes. Antes, en Ávila, el Maestro de Estudiantes había sido el P. Luis López de las Heras.

Para mí, la llegada a Ávila era como una vuelta a casa. Ese era mi territorio. Nacido a cuatro kilómetros de la capital, había hecho el viaje en muchas ocasiones andando, en burro o en bicicleta. Subí muchas veces por la Calle Vallespín hasta el Mercado Chico. Recorrí la Calle Caballeros, la de Reyes Católicos y Alemania hasta el Mercado Grande. Incluso bajé varias veces hasta el Convento de Santo Tomás.  Nunca olvidaré la fiesta de Santa Teresa de Jesús, el 15 de octubre, con su desfile de Gigantes y Cabezudos. Además, tenía en la ciudad bastantes familiares por parte de padre y por parte de madre.

Este es el momento para hacer la pregunta del millón de euros (o usando la moneda de la época, de los 166 millones de pesetas).

¿Por qué? ¿Por qué este cambio tan radical y tan costoso?

Antes de responder, si es que hay respuesta, no hay que olvidar el efecto “dominó” y el daño colateral que este cambio produjo en los demás cursos.  El curso anterior al nuestro fue “desmantelado” y sus miembros fueron dispersados por la ancha geografía europea. A París (Le Saulchoir) fueron Manuel Reyes Mate, Jesús Manuel Martínez, José María Marsella y José Luis Iglesias. Marcos Ramón Ruiz, Félix Tejedor, Valentín Martínez y Santiago Marcos aterrizaron en Tolosa (Francia).

Y a disfrutar el paisaje andaluz de Granada fueron Rafael Sanz, José Luis Ajates, Dionisio Jiménez y, creo que también, Benjamín Barcala. ¡Así de un plumazo!

Volviendo a la pregunta. En septiembre del 2003, estando de visita en España, me encontré en el Convento de Conde de Peñalver con el P. Tejero y pude hacerle a bocajarro la pregunta que muchos de nosotros hubieran deseado hacer: ¿Por qué el cambio y el experimento?                                                                                                                         
 Más o menos, esta fue su respuesta, “Bueno… mucha gente me ha echado la culpa a mí… pero en realidad... la decisión no fue mía… Sucedió que el P. Provincial (Silvestre Sancho) hizo una visita canónica…y encontró problemas… de “observancia” y otras cosas…y decidió -junto con el Consejo de Provincia- cortar por lo sano…” siguiendo, añado yo, la lógica del refrán popular, a “grandes males, grandes remedios.”

Esta es la versión del P. Tejero.  Quienes conocieron al P. Tejero y le tuvieron como Maestro de Estudiantes el primer año en San Pedro Mártir (1958-59) lo explican de una manera diferente. Según algunos, él quería tener la oportunidad de controlar mejor la situación y, para ello, buscaba un grupo de estudiantes que le tomaran a él más en serio. No faltó entonces quien dudara de la validez del nuevo proyecto o de que el P. Tejero fuera la persona indicada para el mismo.                                                                                                                                         
 Sin embargo, se pudo decir “alea iacta est” y no hubo marcha atrás.

Como en parénteis, tengo que decir que en el verano del 2009 tuve la oportunidad de hablar con el P. Tejero una vez más. Lo llamé a Manila para saludarlo. Lo encontré bastante lúcido considerando su edad (nació en agosto de 1920). Se acordaba de todos nosotros. Me dijo que no piensa regresar a España y está resignado a morir en Filipinas.

El día siguiente a nuestra llegada, el P. Tejero en su primera plática nos dejó saber cuál sería su “política”: Exacto cumplimiento del deber.  Esto incluía: fiel cumplimiento de las observancias monásticas (sobre todo el silencio), espíritu de sacrificio, espíritu de oración y espítitu de estudio… un estudio que debería estar sazonado por la oración y que lleva consigo el amor a la celda.

Pronto comenzaría su rutina de charlas semanales basadas, al principio, en en el libro “Teología de la Perfección” del P. Royo Marín, OP.

Fue legendaria su insistencia en mantenernos “aíslados” de todo contacto con los demás padres del convento. Algo difícil de olvidar. Tenía pánico de que nos contamináramos con ideas “picudas”. Tampoco se puede olvidar fácilmente cómo el P. Marcos Fernández, entre otros, buscaba la oportunidad de hablar con nosotros en cualquier ocasión.

No cabe duda que quien viera por primera vez el Convento de Santo Tomás tenía que quedar impresionado. El coro, la iglesia, los claustros, el refectorio, las aulas de clases, las celdas de padres y estudiantes…todo majestuoso y saturado de historia.

A principios de septiembre, el P. Macario Ruiz, misionero en Japón, nos dio una conferencia sobre el trabajo de los dominicos en ese país. Creo que todos quedamos impresionados cuando nos habló del alto nivel educativo de Japón y el reto que eso suponía para la evangelización.

Con el P. Macario comenzó una larga y provechosa tradición de tener la oportunidad de escuchar a los padres que venían de tierra de misión: Filipinas, Hong-Kong, Venezuela, Formosa (así se llamaba Taiwán en aquel entonces).

Antes de comenzar las clases se unió a nuestro curso Luis Sasaki, venido directamente de Japón. ¡Quién no recuerda a Sasaki siempre con su diccionario debajo del brazo! Tuvo que ser extremadamente difícil el tener que aprender español y, al mismo tiempo, latín porque a partir del año siguiente todas las clases de filosofía serían en latín. Hizo poner los pelos de punta a quienes contó su recuerdo del bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki durante la Segunda Guerra Mundial. Siempre calmado y ecuánime no pudo controlarse al ver cómo los japoneses eran presentados en la película El puente sobre el río Kwai.

También se unieron a nuestro curso dos estudiantes de la Provincia de España cuyo apellido era Prior y Salazar.

Escena de Fray Escoba (Coro Convento Santo Tomás)
Como siempre, las clases comenzaron a mediados o finales de septiembre. En el expediente académico recibido de Instituto Pontificio de Filosofía (convento de San Pedro Mártir) consta que aquel año cursamos: Introducción o Fundamentos de Filosofía, Lógica Formal, Lengua y Literaturas griegas, Lengua y Literatura Latinas, Lengua y Literatura inglesas, Literatura española y universal, Geografía universal, Elocuencia, Música y Religión.  Tuvimos como profesores, además del P. Maestro, al P. Marcos Fernández Manzanedo, Marcelino Ortega, Felicísimo Miguel, Félix Tejedor y otros que no recuerdo.

Estando en Ávila pudimos ver cómo se edificaba el nuevo Pabellón. Recuerdo muy bien la cuadrilla de los albañiles que lo construyeron (Regalo el capataz, Quintín Gutiérrez y Alfonso Hernández). Los tres eran de mi pueblo, Narrillos de San Leonardo.

Siguiendo la costumbre de años anteriores, los jueves por la tarde teníamos paseo largo y nos dábamos una vuelta por las afueras de la ciudad, no lejos del convento. Durante esos paseos, yo tuve la oportunidad de visitar en más de una ocasión a varios parientes que vivían en la carretera de Toledo, cerca de la llamada gasolinera de Rivilla, y en el Tiro Pichón cuyo encargado era primo mío. No sé si el P. Maestro llegó a enterarse de aquellas “visitas” (siempre breves, claro).

Los domingos, después del Rosario y la Exposición, teníamos procesión por el Claustro de Difuntos. Desfilábamos todos los frailes acompañados por los fieles que asistían a esos oficios. El primer domingo del mes era en honor del Rosario, el segundo domingo en honor del Santo Nombre y el tercer domingo en honor del Santísimo Sacramento.

Durante ese año casi todos mosotros aprendimos a escribir a máquina algo que no nos vino mal más adelante cuando tuvimos que presentar los muchos proyectos y tesis que nos exigieron en las clases que tomamos.

Ya mencioné anteriormente la costrumbre de comer en silencio mientras alguien leía algún libro interesante. Recuerdo muy bien dos de ellos. El primero se titulaba Y la Biblia tenía Razón escrito por Werner Keller. Trataba de probar cómo la arqueología estaba dando la razón a la Biblia y demostrando su historicidad. Yo creo que los expertos de hoy son un poco más cautelosos en este aspecto, pero esto es harina de otro costal.

El otro se titulaba Centinela de Occidente, era una hagiografía de Franco. Fue escrito por Luis Martínez de Galinsoga y Francisco Franco Salgado (primo de Franco). El título no podia ser más sugestivo. Mientras todos dormían, Franco se mantenía vigilante.

Luis de Galinsoga había sido redactor-jefe del ABC y, después de la Guerra Civil, fue nombrado por Ramón Serrano Súñer director de La Vanguardia de Barcelona que pasó a llamarse La Vanguardia Española. Alguien escribió, que como director de La Vanguardia Española, “procuró por encima de todo castellanizar la publicación, evitando el peligro de parecer regionalista”.

La historia nos dice que Galinsoga fue cesado por el gobierno como director el 5 de febrero de 1960 por el llamado “asunto Galinsoga” que estalló cuando éste, con gran tacto y diplomacia, profirió la frase que se haría famosa, “Todos los catalanes son una mierda” tras asistir a una misa en la que la homilía se impartió en catalán. ¡Oh tempora, oh mores!

Si recuerdo bien estando nosotros es Ávila se filmaron en el Convento de Santo Tomás varias escenas de la famosa película Fray Escoba protagonizada por el cubano René Muñoz y dirigida por Ramón Torrado.

Mencioné antes que el Prior del Convento era el P. Isaac Liquete. Ya entonces estaba al frente del Museo de Arte Oriental al cual dedicó más de treinta años de trabajo.  Debido a su dedicación y esmero, el museo se convirtió en una gran atracción turística de la ciudad. Su trabajo no pasó desapercibido. El Ayuntamiento de Ávila en 2006 en reconocimiento a su labor en el museo decidió dar el nombre Padre Isaac Liquete a una de las calles de la nueva urbanización en la proximidad del Convento de Santo Tomás.

Al terminar el curso, pasamos una temporada en La Mejorada antes de trasladarnos al nuevo Convento de San Pedro Mártir para comenzar la Filosofía.

La Mejorada se convirtió en el lugar de descanso veraniego durante muchos años.

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Texto original de Juan José Luengo García "Breve Crónica de un curso 1953-1968)escrito en verano 2009. Para las otras entradas:

Capítulo 1 (La Mejorada)

Capítulo 2 (Arcas Reales)

Capítulo 3 (Ocaña)


Monday, November 7, 2016

P. CLAUDIO GARCÍA EXTREMEÑO*** o.p. (1921-2016) In memoriam

HOC EST ENIM CORPUS MEUM (Mc 14,22)

Supongo que tendría que haber sido él, el P. Claudio, quien recién horneaditos por la piedad y devoción amasadas en el noviciado de Ocaña, debería de habernos recibido en la portería de Alcobendas, dado que tenía el cargo de Maestro de Estudiantes. Era finales de agosto de 1974 y la furgoneta con la media docena de profesos simples nos depositó a los pies de la Despeinada, la magnífica torre de Miguel Fisac en S. Pedro Mártir. Quien nos recibió, en cambio, fue el P. Chamorro que ejercía, creo recordar, las funciones de Vicemaestro de Estudiantes. Como veníamos con nuestras escasas pertenencias y alguna que otra jaula con sus canarios (sic) dentro, no le faltó tiempo para bromear que la afectividad no podíamos depositarla en aquellas diminutas aves cantoras a las que, con tanto cariño, habíamos echado alpiste en la inmensa llanura manchega.

En los días que pasaron hasta que comenzó el curso y el P. Claudio comenzó a ejercer de Maestro, a los de los cursos superiores les faltó tiempo para precavernos de que el P. Claudio era menos dado al humor que su socio, el Vicemaestro. Esto no resultó del todo cierto. A nosotros, imberbes en plena pos adolescencia de nuestros tardíos 17 años, nos resultaba complicado percibir entonces los matices de su discurso socarrón y pleno de ironías. Pero no cabe duda de que en aquellos tiempos revueltos de mediados de los setenta, el Generalísimo las espicharía en poco más de un año, el P. Claudio dispensaba unas notables dosis de guasa que, a veces, lindaba con la causticidad. Eso sí, en los temas banales. Los asuntos serios eran harina de otro costal. Uno no puede ser profesor de Teología Dogmática y exhibir el mismo sentido del humor que Oleg Popov. ¿Es posible que fuera hincha del Atlético de Madrid? En temas futboleros, por ejemplo, respiraba sorna y retintín por los cuatro costados.

Lo cual, por cierto, no encajaba muy bien con su aspecto de castellano viejo, bien que entonces apenas contara 53 años (Roa, Burgos, 1921). Pero sí, era un hombre recio de apariencia y carácter. Como dicen en Castilla, muy recto y exigente.  A veces en demasía para nuestra trastocada y tardía pubertad. Poco o nada dado a las confidencias y siempre marcando las distancias con sus discípulos. Era un maestro a la antigua usanza, ferviente defensor del cumplimiento de las reglas y deberes al milímetro, entre las que ocupaban un lugar primordial, ¡cómo no!, las devocionales.

Era de aquella generación a la que todos los cambios eclesiales y los del siglo la habían pillado en una tierra de nadie. Demasiado mayor, si es que se puede ser mayor a los cincuenta y pico años, para asumir, a la chita callando, el “aggiornamento” tan voceado desde el Vaticano. No era difícil percibir en los frailes de esa generación a quienes les habían impartido magisterio en la posguerra, las tensiones inherentes entre lo que habían aprendido y aquello que ahora se veían, literalmente, obligados a enseñar.  Y el P. Claudio, por inteligente que fuera, y lo era, estaba atrapado en aquel laberinto del querer y no poder. O viceversa. Alrededor todo parecía desmoronarse: el franquismo, la unidad patria, el poder omnipresente de la Iglesia.

Y por supuesto, las actitudes, aparentemente poco ejemplares, de los estudiantes, teólogos y filósofos no hacían si no socavar más los cimientos. Estudiantes que, por lo demás, también caminábamos en tierra de nadie. Demasiado jóvenes para asumir los cambios que fluían torrencialmente en los medios de comunicación, en los partidos políticos hasta hace tan poco proscritos y en las algaradas en las facultades madrileñas. No fue fácil, para el P. Claudio, hacer de faro y luminaria en unos tiempos tan convulsos.

El alrededor más próximo éramos principalmente nosotros, la cuarentena de estudiantes, unos cuantos supervivientes de naufragios espirituales y algunos otros salvados de las zozobras del siglo sólo con el propósito, inconsciente quizá, de ascender a toda costa en el escalón social. En realidad, una mera huida del campesinado bajo de Castilla, estrato original de la inmensa mayoría de nosotros. El Padre Claudio, aunque a nosotros, para bien o para mal eso nos traía entonces al pairo, acarreaba una formación académica de alto standing, exquisita: Licenciado en Teología (Angelicum), Doctorado en Misionología (Urbaniana), Maestro en Teología, además, para entonces ya lo había dejado tras 10 años, había sido director de la revista “Studium”.

Naturalmente, su excelente formación escolar se manifestaba en sus charlas, muy preparadas y estructuradas. En realidad, bajo un leve barniz espiritual, como correspondía a la relación maestro-hijos espirituales del Estudiantado, eran una continuación de las clases de Sacramentos que impartía en el aula. Especializado en dogma, más específicamente en el sacramento de la Eucaristía, el cumplimiento de toda la normativa ritual constituía, según él, nuestra tabla de salvación, el pilar esencial para consolidar nuestro aspirantado al orden sacerdotal. Algo sobre lo que no pocos de entre nosotros, por comodidad o rebeldía, discrepábamos. Aunque, ni que decir tiene, no osábamos manifestarlo. Si alguien, por holgar o cansancio no acudía a la plegaria matutina, otras habría al cabo del día, las semanas y los meses que la suplieran, nos decíamos. Esto representaba, para el P. Claudio, una pirueta en el vacío, uno de los peores y más visibles signos de que la vocación en ciernes del estudiante dormilón comenzaba a perderse en el laberinto de la pereza y la ociosidad.

En su verbalidad, estaba dotado de una prominente mandíbula, recalcaba, como si las estuviera masticando, las consignas con las que subrayaba nuestro destino en lo universal. Recién llegados del noviciado, nuestro curso obedecía sin rechistar el prolijo listado de normas y obligaciones en vigor. No obstante, los de los cursos mayores comenzaron a buscarle las vueltas con pocas sutilezas, de manera más bien frontal, con notificaciones y advertencias de diversa índole que colocaban, no sin cierto descaro y por escrito, en el tablón de anuncios.  Al lado mismo, de manera provocativa, de la nota con el horario de los rezos diarios.

En realidad, resultó ser un segundo maestro de novicios, tras el P. Jesús Santos en Ocaña, dotado de una excelente formación académica, pero acaso poco preparado para tratar con casi cincuenta jóvenes, en su mayoría, desbrujulados. O quizá su mundo pertenecía ya a otra época. No pudo o no supo buscar el equilibrio entre la rigurosidad de sus planteamientos y el imprescindible colchón de aire libre que los tiempos en que vivíamos demandaban. Era más partidario del palo que de la zanahoria y, aunque no recuerdo los detalles, terminó por hacer mutis por la puerta trasera. No que no le guardáramos aprecio y cariño en los años que continuó impartiendo su magisterio académico.

En el curso de sus enseñanzas, resulta imposible olvidar la intensidad que ponía para explicarnos la racionalidad de la transubstanciación. La importancia que atribuía al sujeto, al verbo y al predicado en las palabras de la Última Cena: “Essssssste es mi cueeeeeeeeerpo”. Y en ello le iba la vida, fe ciega de que estaba forjando misioneros indómitos. Resultaba curioso que una cuestión tan de fe se redujera a una mera cuestión sintáctica. ¿Dogma vs. Gramática?

Naturalmente, pese a que habían pasado ya cuatro o cinco años desde que llegamos con las jaulas y los canarios al Estudiantado, los temas dogmáticos eran intocables. Nadie se atrevía a rechistar sus aserciones. Cierto, nos explicaba el luteranismo y el simbolismo de la Eucaristía protestante. Pero sólo como herramienta para apalancar la verdadera fe, la realidad de la transubstanciación. Podíamos discutir en clase de Moral, precisamente con el P. Chamorro, la categoría de pecado en que debíamos clasificar el onanismo. Pero los dictados del P. Claudio en clase eran, nunca mejor dicho, dogma sagrado. Con alguna excepción como aquella en la que se deleitaba poniéndonos al borde del precipicio doctrinal: “Si el vino y el pan son elementos insustituibles para la consagración eucarística ¿Podréis usar Coca-Cola cuando no dispongáis de vino en lo más profundo de la jungla vietnamita?”

En el fondo, sus enseñanzas eran fáciles de digerir y de aprobar. Bastaba aceptarlas y estudiarlas de memoria para los exámenes. Y en cualquier caso nos resultaba mucho más cómodo. Aprenderse los apuntes vomitados por el ciclostil era más fácil que tener pesadillas con lo que dice el Evangelio durante la Última Cena, no digamos ya como pasó del arameo al griego y del griego al latín.  ¿Habrá sujeto-verbo-predicado en arameo con la misma lógica gramatical con la que el P. Claudio intentaba inculcarnos el dogma?

Pero esto son reflexiones después de muchos años. Lo cierto es que el poco tiempo que lo tuve como Maestro y los bastantes años que lo tuve como profesor dejó un poso, más allá de las cuestiones de fe y eclesiología, de vino, a la vez envejecido, de solera, como el de la Ribera de donde procedía. Cierto que era un poco añejo, pero entonces nosotros no lo sabíamos. Tampoco nos preocupaba demasiado. Los asuntos dogmáticos se aceptaban y punto pelota.  Lo cierto es que en la bruma de la memoria queda siempre la imagen de un hombre exigente, pero justo y honrado. Profundo cumplidor de sus obligaciones. Y dotado de una excelente memoria. Cuando unos 30 años después lo encontré al pie de la escalera volada que sube al Estudiantado, donde había sido su discípulo, se acordaba perfectamente de mi nombre y de las clases que nos había impartido. Y, por supuesto, aunque yo no vivía en la selva del Tonkín, más bien habitaba la de Tokio, salió a relucir lo de la Coca-Cola. Hic est enim calix sanguinis mei, novi et aeterni testamenti: mysterium fidei.

¡Gracias, P. Claudio! ¡Que la tierra le sea leve, Maestro!

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*** El P. Claudio García Extremeño falleció en Madrid, el 7 noviembre 2016

Sunday, November 6, 2016

ESTUDIANTE EN WASHINGTON, por Magín Borrajo ***

Coro Convento Inmaculada Concepción (Washington)
En mayo de 1959, mis superiores decidieron enviarme a terminar los estudios teológicos a Washington D.C. Recibí esa noticia con alegría y me sentí valorado. Me ilusionaba ir a Estados Unidos, conocer un país distinto, costumbres nuevas, aprender inglés. Cuando me dieron la noticia [ENLACE A CAPÍTULO III] no pensé en las distancias ni el alejamiento de mis padres y hermanos. Mis padres me habían visitado en junio de 1958. A mis hermanos no les había visto desde septiembre de 1954. Saldría para Washington, sin saber cuándo regresaría a España, ni adónde me enviarían después. Me permitirían ir a despedirme de mi familia. Eso me alegraba.
        
Todavía no había teléfono en el pueblo y no podía planear la visita porque dependía del permiso de los superiores. Recuerdo que llegué por sorpresa a O Barco. Dejé mi pequeña maleta en la estación y fui caminado hasta el piso de mi hermana Xenxa. Nos encontramos en la calle. Yo vestía el hábito de dominico. Nos quedamos mirando y enseguida nos reconocimos. Hacía seis años que no nos habíamos visto.

El mismo día fui caminando a la aldea [ENLACE A CAPÍTULO II] a ver a mis padres y el resto de la familia. Mi hermano Ramón, que aún vivía en casa de mis padres, se había casado con Nieves. Enrique, mi hermano menor, tenía ya quince años. Le había dejado de nueve y al volver no le reconocí.

Esta breve visita me ayudó a reconectarme con la familia.

El día que tenía que regresar al convento coincidía con la víspera de San Bartolomé, fiesta patronal de la aldea. Mis padres y hermanos me rogaron que me quedase dos días más. Como no tenía permiso envié un telegrama al Superior explicando las circunstancias y pensé que entenderían mi situación. No fue así. Cuando regresé a Madrid, el superior me reprendió y me castigó con la pena máxima, que consistía ir vestido con la capa negra al comedor. Todos los demás religiosos iban vestidos de blanco. El superior anunció públicamente la razón de mi castigo. Tuve que pedir perdón ante toda la comunidad y comer solo en una mesa, separado del resto de los demás religiosos.

Acababa de despedirme de mis padres y hermanos y me había sido emocionalmente muy difícil. Estaba triste y pienso que el castigo no me afectó mucho. Aquel día consideré seriamente abandonar la carrera de sacerdote y regresar a casa de mis padres. Se me hacía muy duro irme a Washington sin saber cuándo regresaría a ver a la familia. Después de días de reflexión, con sentido de abnegación y sacrificio, decidí seguir adelante.

Salí para Washington con mi compañero Faustino el 15 de octubre, día de Santa Teresa, del año 1959. Volamos hasta Nueva York en un Súper Constelación de TWA. El vuelo fue de 15 horas sin escalas. Nos dieron 10 dólares a cada uno e íbamos contentos, sintiéndonos más libres, sin saber qué esperar. Nos habían comprado una maleta, un traje nuevo. Aunque sentía ansiedad, el hecho de que los superiores me hubieran seleccionado para continuar mis estudios en Washington mejoraba mi autoestima.

La llegada a Nueva York, el control de pasaportes, la aduana, cambiar de avión para continuar hacia Washington, fue todo un aprendizaje.
          
Aunque había estudiado inglés durante los años de bachillerato y repasado la gramática durante las vacaciones de verano, no entendía nada. Una azafata intentó explicarme dónde tenía que tomar el avión, pero como vio que no la entendía, subió conmigo al autobús y me acompañó hasta los mismísimos asientos del avión. Hizo lo mismo con mi compañero. Contentos, alabamos su cortesía.
        
Al poco tiempo, cuando nuestro inglés era más fluido, y recordando el viaje, concluimos que éramos unos ingenuos, sin experiencia de vida. Viajábamos como si nos hubieran empaquetado hasta nuestro destino.
        
Un estudiante español conocido y dos estudiantes americanos nos esperaban en el aeropuerto de Washington D.C. Nos dieron un paseo por el Pentágono, la Casa Blanca y la ciudad. Después nos llevaron a comer a un restaurante italiano. Quedé positivamente impresionado. Admiré los grandes monumentos y los estacionamientos de coches.
        
Llegamos a la residencia de los Dominicos a media tarde, donde nos presentaron al superior y al resto de los estudiantes.
        
Por la noche nos dieron una recepción de bienvenida. Por primera vez experimenté la incapacidad de poder comunicarme. Los estudiantes americanos no hablaban español y yo no entendía inglés. Opté por hablar en latín, que algunos de ellos entendían con dificultad.
        
Me sorprendió que fueran mayores. Algunos habían sido ya profesionales y buscaban dar sentido a su vida haciéndose sacerdotes.
        
Cada estudiante tenía su habitación individual, con lavabos y baños comunes en los corredores del dormitorio. Faustino y yo compartimos la misma habitación. Esto nos agradó porque podíamos comentar libremente nuestras nuevas experiencias con los americanos.
        
Santo Domingo en el patio del Convento de Washington
Al día siguiente nos unimos al horario y rutina de la casa. Madrugamos para ir misa, seguida de desayuno, varias clases, comida a mediodía y un paseo por la Universidad Católica, la Basílica de la Inmaculada Concepción y regreso a la residencia.
        
Los primeros días, aunque contento de estar en un país y ambiente nuevos, notaba que mi organismo se resistía. Me entraba sueño a destiempo, sobre todo durante la primera clase. El clima, las comidas y el horario eran diferentes y requerían reajuste.
        
Aquellas vivencias me ayudaron posteriormente a empatizar y comprender a los inmigrantes mexicanos y latinos de California. Muchos de ellos sufren lo que comúnmente se diagnostica como desorden de personalidad y reajuste emocional.
        
Las clases de teología eran en inglés y todas por la mañana. Yo no entendía casi nada durante la clase y tenía que estudiar las distintas asignaturas después. Pedía referencias y bibliografía a los profesores y buscaba libros en latín y español. Siempre tuve buenas calificaciones.
        
A los pocos días de llegar empecé por las tardes a tomar clases de inglés en lo que entonces llamaban «Americanization School». Me pusieron en el primer nivel y pronto me pasaron al tercer nivel. Después de unos meses, me pasaron al quinto y sexto, los niveles más avanzados. En esta escuela conocí a muchos extranjeros de distintas creencias y culturas.
        
Por primera vez, después de mi infancia, asistí a clase con mujeres. Acababa de cumplir 22 años. Una chica napolitana, se sentaba a mi lado, buscaba mi amistad y me gustaba. La veía joven y guapa, pero me reprimía, hablaba poco con ella, creía que era incompatible con mi vocación de sacerdote.
        
Conocí en la misma clase a Hilda, una española de Galicia recién casada. Ella acababa también de llegar a Washington y tenía más morriña que yo. Me brindó su amistad y enseguida me presentó a César, su esposo. Hilda, mujer buena y sencilla, confiaba en mí y me trataba como a un hermano.
        
En una ocasión la encontré en la calle paseando a su hijo, un bebé de meses, inocentemente me pidió que pasease al niño mientras iba a la tienda. A mis 22 años, vestido con el uniforme clerical me quedé paseando al niño en la calle. Por supuesto, pronto observé las miradas de la gente, sorprendida porque un joven con traje clerical empujaba el carrito de un bebé.
        
En Washington, aunque la vida religiosa seguía siendo estricta, en algunos sentidos era más liberal. Podíamos salir libremente de casa, ir a la biblioteca universitaria, hablar con estudiantes y profesores de las facultades civiles, matricularnos en clases con ellos, compartir la piscina y otros deportes. Eso fue un cambio positivo y me ayudó a crecer.
        
Otra cosa que me llamó la atención en Washington fue la libertad de prensa y la libertad de expresión. En las calles se podía encontrar el «Diario de las Américas», un periódico gratuito, escrito por españoles, muchos de ellos exiliados de España, que criticaban a Franco y su gobierno. Eso me ayudó a abrir los ojos y a cambiar mi opinión sobre España y la dictadura de Franco. Comencé a comparar España con los Estados Unidos y a ver las diferencias, costumbres, ventajas y desventajas de los dos países. Sin duda, Estados Unidos era un país mucho más libre y avanzado.
        
El 8 de diciembre de 1959, los obispos americanos inauguraron la Basílica de la Inmaculada Concepción. Después de una de las festividades, saludé al Obispo Faltón Sheen, famoso por sus programas de televisión. Había oído hablar de él y leído algunos de sus libros. Me sorprendió mucho su amabilidad y sencillez. Trece años después, en 1973, dirigió un retiro espiritual en la Catedral de Fresno, donde yo residía temporalmente. Le caí bien y me invitó a pasear y compartió experiencias de sus años jóvenes en la Universidad Católica. Me habló con candidez del aspecto humano y de los problemas que había tenido con algunos sacerdotes y autoridades eclesiásticas.
        
En el verano de 1960, después de terminar el curso, pedí a mi superior que me dejase matricularme durante las vacaciones de verano en la Facultad de Lenguas en la Universidad de Georgetown. Aprobó mi petición y durante seis semanas fui todos los días desde la Universidad Católica a la Universidad de Georgetown. A veces tenía que tomar tres autobuses en un clima húmedo y de sofocante calor.
        
Recordando esta experiencia, años después, diría a mis hijos que sin esfuerzo y sacrificio no se consigue nada.
        
La experiencia de la Universidad Georgetown fue positiva, compartía clases con universitarios de distintos países.
        
Al terminar el curso de verano me reuní con estudiantes dominicos que estaban de vacaciones en Seabright, New Jersey. Esas vacaciones, aunque merecidas, me parecieron un lujo. Pasaba casi todo el día en la playa. Paseábamos libremente y no estaba prohibido hablar con los otros vacacionistas, hombres o mujeres. Eso era una gran diferencia con la vida religiosa en España, donde no estaba permitido hablar con seglares, mucho menos con mujeres, ni siquiera caminar solos. Me sorprendí al ver algún compañero religioso reunirse casi todos los días con la misma chica y jamás oí comentarios sobre él. Pensé que era una buena ocasión para aclarar su vocación.
        
En el año 1960 observé la primera campaña presidencial y la elección de John F. Kennedy como presidente de los Estados Unidos. Algo completamente distinto de la dictadura que había conocido en España.
        
El coro en una imagen reciente
La campaña de Nixon y Kennedy había sido intensa, con debates en la televisión. Las encuestas no predecían quién iba a ser elegido. Los religiosos dominicos estaban divididos. Muchos se oponían a Kennedy porque no había estudiado en colegios católicos. En aquella época, en los Estados Unidos estaba prohibido a los católicos estudiar en colegios y universidades públicas.
        
Estuve despierto toda la noche y viví la incertidumbre de quién sería elegido. A las nueve de la mañana nos enteramos de que John Kennedy era el presidente.
        
Mucha gente del país votó en contra de él, simplemente porque era católico. Pensaban que el Papa iba a controlar a Kennedy y a gobernar el país.
        
El día de la investidura cayó una gran nevada. El cardenal Cushing de Boston leyó la invocación y Robert Frost una poesía. Había sitios reservados para las autoridades, pero recuerdo poder caminar libremente frente al Capitolio y la Casa Blanca.
        
Los años que estuve en Washington me ayudaron a ver la vida de un modo diferente. Además de aprender una nueva lengua, tenía más contacto con seglares, más libertad e independencia. Me sentía más realizado y seguro de mí mismo.
        
En Washington me convencí de la necesidad de hacer deporte, que seguí practicando el resto de mi vida. El deporte además de ayudarme a estar en forma, me ayudaba a relajarme y se convirtió en necesidad psicológica. He practicado la natación, jugado a tenis, pelota de mano, algunas veces al golf, y siempre me ha gustado caminar por los campos, montes, playas y a la orilla del océano. Con el discurrir de los años he tenido que hacer algunos reajustes, pero sigo consciente de la necesidad de hacer deporte y ejercicio físico.
        
En Washington la docencia seguía siendo rígida. Los profesores eran conservadores, sobre todo los de teología moral y derecho canónico.
        
El texto básico era la Suma Teológica de Santo Tomás, que enfatizaba las Virtudes. En cambio, los profesores ponían énfasis en los vicios, el pecado y la culpabilidad.
        
Santo Tomás enseñaba que Dios era el Alpha y el Omega. El ser humano venía de Dios y retornaba a Él. Era un “homo viator”, un viandante hacia la eternidad que se acercaba a Dios, no con los pasos del cuerpo, sino con los afectos del alma, o con un conocimiento afectivo.
        
Esas enseñanzas quedaban en el olvido y se enfatizaba la debilidad humana, el pecado y el temor de Dios.
        
El profesor de derecho canónico, siguiendo los mandatos de la iglesia y del Concilio de Trento, afirmaba que si los sacerdotes no rezaban las horas canónicas podían cometer hasta siete pecados mortales.
        
Se exageraban también los vicios de lujuria, los pecados sexuales, opuestos a la virtud de la temperancia.
        
Esas enseñanzas, legalistas y sin fundamento, me hacían reflexionar, pero, en aquellos años, no me atrevía a cuestionarlas. Más tarde, ya profesor, me di cuenta de que contribuyeron a la neurosis de muchos sacerdotes. Tristemente, muchos de ellos oían confesiones, daban consejos espirituales y predicaban en los púlpitos.
        
Después de la muerte de Pío XII, Juan XXIII fue elegido Papa. En 1959, el nuevo Papa inauguró el Concilio Vaticano II con la misión de renovar la Iglesia. Quería una iglesia «Semper reformanda, sine macula et arruga», una iglesia siempre reformándose y sin manchas ni arrugas.
        
Con la apertura del Concilio Vaticano II, se comenzó a reflexionar y cuestionar ciertas doctrinas. Poco a poco se fueron introduciendo cambios positivos en la iglesia católica y en la vida de los sacerdotes, religiosos y fieles.

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*** Por cortesía de Magín Borrajo, publicamos el capítulo IV de su libro "BUSCANDO SER HUMANO", Palibrio, Bloomington 2014. Puedes adquirir el texto completo en Amazon o bien en esta página http://www.maginborrajo.com/