A diferencia de las cartas, una vez la preciada posesión de la caja de zapatos en nuestras manos, teníamos permiso para subirla al dormitorio. Allí comenzaba una pequeña ceremonia de orden y degustación. Como si de una excavación arqueológica se tratara, quitábamos el papel y la cuerda que, cuidadosamente, colocábamos encima de la cama. Ungidos por el olor a las viandas familiares destapábamos la caja, temerosos, quizá, de que la longaniza o las peladillas echaran a correr.
Con los ojos bien abiertos contemplábamos absortos, sin desviar por un momento la vista, puro éxtasis, cada alimento colocado en el interior, temerosos de que si los tocábamos se evaporaran. Sólo tras los cinco primeros minutos de unción, nos atrevíamos a sacar las piezas, una a una, para observarlas con cuidado, pensando en el cariño con que habían sido depositadas. No era nada raro que, pastilla de chocolate en la mano, nos echáramos a llorar a lágrima viva. Satisfechos porque íbamos a degustar el sabor infantil e imperecedero del chocolate de la aldea, nostálgicos porque nos faltaría, aparte del cariño de nuestros padres, la hogaza del panadero de Buenavista con qué degustarlo.
Examinados con precisión entomológica todos y cada uno de los objetos, íbamos colocándolos con precisión milimétrica en las diferentes espacios del aparador. Cuidadosos de esconder la pastilla de chocolate entre el jerséi de los domingos y la muda del lunes, supongo que para que nadie –aunque realmente era impensable que ocurriera- cayera en la tentación de compartirla sin pedirnos permiso. El chorizo se quedaba en la caja. Dentro de unos días, cuando se acabara y guardáramos la caja como mero souvenir, su continente evaporado rodaja a rodaja, el fondo restaría completamente empapado con el olor a aceite y pimentón.
Sólo una vez colocado cada manjar en su lugar adecuado, calculadas cuantas meriendas nos iba a durar y con que dimensión lo cortaríamos, sacábamos la navajita, algunos compañeros -los asturianos, siempre los asturianos- no se andaban con tapujos y no era raro ver algunas chairas más útiles para un bandido de Sierra Morena que para un interno de colegio de pago religioso- y con generosidad, pero sin excesos, disponíamos una pequeña parte de las vituallas para nuestros allegados o amigos más íntimos. Los dos o tres de nuestro círculo más entrañable habían contemplado, todo hay que decirlo, con encomiable paciencia, no poca envida y la boca hecha agua, nuestra minuciosa operación de desembalaje y ordenamiento.
Como los perfumes que se quedan para siempre grabados en la memoria, incluso aunque no les hayamos vuelto a sentir en décadas. Por ejemplo, el polvillo de la paja en la bielda, la hierba de los prados cortada a mediados de junio, o las cerezas de la huerta del tío Justo, antes de que nos persiguiera entre juramentos e invectivas a nuestra escasa moralidad, no me resulta para nada excepcional, el rememorar la textura endurecida del trocito de chocolate con el que cada noche, antes de dormir, perdón por la blasfemia, comulgaba con mis padres y mi infancia a tan pocos kilómetros de distancia y a la vez tan infinitamente lejos. Recuerdo la marca, Chocolates Mata (Herrera de Pisuerga) y, por supuesto, su sabor a cacao poco refinado, a chocolate del bueno, al que había que hincar el diente, una vez que el P. Prefecto apagaba las luces del dormitorio y el corazón se me encogía bajo las sábanas. Me río yo de las emociones y efluvios, puro marketing, que emanan de Ferrero Rocher, Suchard, Willy Wonka y compañía.
Las misivas de respuesta a nuestros padres eran tan frecuentes como las suyas. Responder a vuelta de correo no era una estricta obligación, pero casi. Tenían las limitaciones de nuestra insuperable rutina diaria, así que una carta se parecía a la siguiente como dos castañas peladas. Inevitablemente se repetía lo de “queridos padres, espero que al recibo de ésta, os encontréis bien como yo lo estoy”. Después venía una breve reseña sobre las actividades académicas, con mención de las notas, si la carta venía en la semana posterior al domingo donde el prefecto de disciplina, en voz alta y delante de todos los compañeros, en el mismo aula, leía las notas de todos y cada uno de nosotros.
¿Quién habló de vergüenza torera? ¿Existía el concepto del derecho a la privacidad? Previsiblemente la base pedagógica de aquellos actos públicos, aunque muy lejos de las autocríticas revolucionarias, después de todo a nosotros no nos dejaban abrir la boca, ni siquiera para hablar en contra de nosotros, debía de ser el estímulo, a los torpes para que se espabilaran y a los que “chispeaban”, por usar la terminología de la época, “para que no te duermas en los laureles” (otra expresión muy común de aquel entonces). Para muchos, aquellas sesiones vespertinas mensuales de los domingos constituían un episodio, repetido una y otra vez, de pura humillación.
El caso es que a nuestros padres les llegaba cumplida reseña, quizá menos cuando las notas no llegaban al aprobado raspado, de nuestras peripecias académicas. “El P. Hospital nos ha leído las notas el domingo, en el estudio de la noche. He aprobado todas, gracias a Dios, pero las matemáticas, más bien por la bondad del P. Regino”. De aquellas lecturas en el ágora pública guardo un recuerdo horripilante, inolvidable, en cierto modo. La nota en conducta era, tanto para los padres reales como para los putativos, el vértice sobre el cual giraba el resto de materias, fuera la física, la historia, incluso el dibujo artístico. Podías ser un genio del álgebra, que si te habían pillado copiando en clase del P. Pablo S.-Fuentes, los logros intelectuales quedaba reducidos a ceniza por la tragedia del suspenso en conducta.
Pero lo mío no fue por haberme pillado copiando, fue peor, por lo que se suponía, al menos entonces, que era un acto moralmente deleznable, degradante y, por supuesto, razón segura para que la furgoneta del hermano lego te llevara a la estación de Campogrande, etapa previa a la empuñadura del arado y la yunta de mulas en la próxima sementera.
No comments:
Post a Comment