Monday, May 31, 2010

Aspirantes

La galería del pabellón de menores es inmensa, majestuosa con su fila doble de columnas amarillas. Efectivamente, tal y como había asegurado el P. Santiago, las mesas del exótico juego del ping-pong están allí, en la parte derecha. El pequeño grupo, guiado por la voz ronca y profunda del P. Gregorio Buena, quien parece actuar como ayudante del prefecto de disciplina, sube al dormitorio del primer piso. A cada uno se nos asigna una cama y un aparador diminuto. Pese a todo, éste resulta excesivamente grande para el puñado de cosas que portamos en nuestras maletas. A mí me corresponde la cuarta cama más cercana a la habitación, hay una en cada extremo del dormitorio corrido, donde se resguardan tras unas misteriosas cortinillas, el prefecto de disciplina y su ayudante. Por turno, se encargarán, cada noche, de apagar las luces hasta que todo reste en absoluto silencio. Por las mañanas, el del otro extremo, se turnan ambos en estas tareas, vigila que, una vez suena el timbre, todos acudamos rápidamente a los cuartos de baño comunes para asearnos. Basta con lavarse la cara y las manos, antes de bajar a desayunar. La ducha queda reservada para cuando, después de la comida, hagamos deporte. Y no siempre.

En el listado de útiles requeridos según la carta donde se nos invitaba al cursillo, aparte de una muda para la semana –sólo nos cambiábamos de camiseta y calzoncillo los lunes por la mañana-, un par de pantalones, tres camisas y cuatro pares de calcetines, el bañador para la piscina y un pantalón corto de deportes, hay también varios objetos que son completamente nuevos para mí. Para empezar,  la mismísima bolsa de aseo con su cepillo de dientes y la pasta profidén. Eso no es exactamente lo que pone en el tubo aunque así es como mi madre lo ha pedido en la tienda de Saldaña. Lo mismo que en el bar del pueblo los mayores piden una fanta al señor Abundio, el cantinero, y éste siempre les sirve una botella con una bebida anaranjada, sea cual sea la marca, lo del profidén parece responder a los mismos principios de generalización. El mío, aunque se denomina Licor del Polo, es profidén y así lo será durante los cuatro próximos años de internado. En cualquier caso el artilugio, jamás usado por muchos de nosotros antes, salvo por quienes proceden de las capitales, es toda una novedad. El padre prefecto pasará durante toda la semana, por las mañanas y por las noches, por los cuartos de baño comunales, para explicarnos como frotar correctamente el cepillo sobre las encías.

El segundo objeto es, asimismo, otro cepillo. Éste para abrillantar los zapatos. A diferencia del de dientes, éste ya le conocía, únicamente que su uso quedaba restringido para adecentar los zapatos de charol, poco antes de ir a misa, en la fiesta del pueblo y, si acaso, en alguna otra rara ocasión donde sacábamos a relucir nuestras mejores galas, el Domingo de Ramos, Pascua Florida, Corpus Cristi y poco más. Ante la extrañeza de muchos de mis nuevos compañeros, a la crema negra que hay dentro de la cajita redonda con la marca Búfalo, vuelta a las generalizaciones de la fanta y el profidén, yo la denomino serbus. Las razones por las que en mi comarca, el betún porte tan curioso nombre es un asunto que desconozco. La palabra, aunque todavía usada actualmente por los viejos de los pueblos, ha caido en desuso. Los compañeros riojanos, burgaleses y abulenses la usaban lo mismo que nosotros, los palentinos. Quizá fuera otra marca genérica de la época, en una época donde tan pocas marcas existían. No recuerdo que fuera usada por los asturianos, siempre tan numerosos como tribales en sus agrupamientos por paisanaje, con su vocabulario tan peculiar para nosotros, guajes más acá del puerto de Pajares,  y su acento que calificábamos como gallego. En realidad, todo lo que estuviera más allá de los Picos de Europa, incluida la parte norte de León y, por supuesto, los ponferradinos y maragatos, también muy numerosos, eran gallegos. Como es bien sabido, cuando el franquismo apenas si mostraba alguna hendidura, década de los sesenta, las fronteras autonómicas sólo estaban marcadas en nuestros libros de geografía por graciosos dibujitos, iconos que dicen ahora. En el sureste peninsular, pongamos por caso Murcia, se cultivaba el gusano de seda y entre Gijón y Oviedo aparecían minas de carbón. En la meseta, espigas de trigo. Las lenguas propias, los derechos forales y las asambleas autonómicas eran meras entelequias.

Comienzan las instrucciones del P. Buena, más bondadoso que inmenso, lo que dado su ancho porte es pura redundancia, sobre cómo tenemos que disponer de nuestras escasas propiedades en el exiguo armario. “Pongan las zapatillas de deportes en la parte inferior”, su voz retumba a todo lo largo y ancho del dormitorio corrido. Resulta chocante que nos trate de usted, de la misma forma que nosotros nos dirigimos en el pueblo al cura, al maestro, claro está, y dependiendo de familias, a nuestros abuelos y, en casos extremos, hasta a nuestros padres. Las primeras veces que nos trata de usted nos observamos unos a otros, miramos en derredor, a ver a qué personajes tan importantes se dirige. Pero como todos, los que nos afanamos por ordenar el aparador –otro vocablo ligado por siempre al internado-, somos de la misma edad, parecidad estatura y los únicos que le pueden oir, terminamos por sentirnos aludidos.

El aviso de los zapatos no es del todo irrelevante. En nuestras casas es la mama, que no mamá, quien siempre realiza estas tareas de ajustes en las alcobas y, como es de esperar, algunos de nosotros hemos comenzado por poner los zapatos entre la muda y la bolsa de plástico que contiene el cepillo de dientes y la pastilla verdosa de jabón Heno de Pravia. Un pequeño revoltijo donde el pantalón de deportes, que mi madre ha zurcido con tanto esmero desde dos retales dispares, más o menos del mismo color, tambien sirve para envolver la pastilla de “chocolate de hacer” Mata, tan dura que ni siquiera la calorina que, en este mediados de julio, abrasa las riberas del Pisuerga ha conseguido ablandar lo más mínimo.  Esta noche, cuando apaguen los fluorescentes, reine el silencio, pienso dar cuenta de una buena parte de ella. Colocadas todas las cosas en el armario y la maleta encima del mismo, comienza la visita guiada a las instalaciones.

Comenzamos por la extraña iglesia de paredes desnudas. A diferencia de las iglesias de nuestros pueblos superpobladas de imágenes, retablos, santos y vírgenes de toda especie y condición, aquí sólo destacan las numerosas filas de bancos y al fondo una claridad extrema. El altar anegado de tanta luz, penetra desde dos vidrieras laterales entre blancas y amarillentas, que hasta la misma imagen en piedra retorcida de Santo Domingo y la Virgen del Rosario, colocada a media altura, a modo de frugal retablo, parece diluirse en la intensa claridad de la luz vespertina. No hay ni más santos ni más escenas bíblicas. El altar está dispuesto para que el celebrante se ponga de cara a los fieles. La sobriedad y desnudez de todo el conjunto es tan excesiva que por un momento tengo la impresión de que alguien ha arramplado con esculturas, cuadros, pendones y cruces procesionales tan abundantes en nuestros pueblos. Las paredes laterales completamente desvestidas, salvo por diminutas representaciones de las estaciones del calvario.

Pero no, en el interior de algunas capillas laterales avistamos extrañas imágenes de madera, cuya simplicidad y ascéticas posturas, tan diferentes del barroquismo de nuestras parroquias, nos atemorizan con sus inquietantes figuras. Sobre todo, una que dicen representa a San Vicente Ferrer, el insigne santo dominico y valenciano, martirio de herejes y judíos (no, esta particularidad no se nos detalla en la visita guiada). El artista ha esculpido, de un tocón retorcido, una temible imagen, amenazadora, donde no se sabe que me produce más miedo si su inquietante dedo conminador o el aspaviento de su boca entreabierta. Algunos meses después, la estatua será retirada de su capilla y entre los estudiantes correrán diversos rumores sobre las razones por las que el intrépido predicador desaparezca de nuestra ya austera iglesia. Las buenas lenguas dirán que para evitar que los internos más propensos a las turbaciones no pasen de largo mirando la capilla de reojo, otros afirman, las malas lenguas, que entre los padres ha surgido una disputa sobre la idoneidad de representar al santo en semejante guisa.

Ante nuestra mirada infantil, todo nos parece gigantesco e imponente. El inmenso salón que hace las veces de comedor, con sus enormes mesas y bancos corridos donde al menos caben una quincena de estudiantes por cada lado, no se queda a la zaga en este paseo inicial por el gigantismo del edificio. Las paredes impolutas de mosaicos blancos que alcanzan el techo nos parecen interminables y desde un extremo al otro, estoy seguro, cabe bastante más gente que en el modesto salón de plenos del ayuntamiento del pueblo.

Como en la mili, el P. Buena nos da la orden de rompan filas, aunque no sean ésas exactamente sus palabras. “Vayan al campo de deportes, a las ocho, aquí, en línea, para ir a rezar el rosario a la iglesia”. El resto del colegio vamos, pues, a descubrirlo en volandas de nuestra propia curiosidad. Poco a poco hemos perdido la timidez inicial ante los espacios desmesurados y los compañeros nuevos. Nos desperdigamos, aunque ya no necesariamente con los camaradas del pueblo o del valle de donde provenimos. En pocas horas, comienza a reinar la camaradería por ser compañeros de clases, casualidades del alfabeto y los apellidos. Por cierto, sin que sepamos muy bien por qué se nos prohibirá usar bajo estrictas órdenes de la superioridad el término. Justamente por ello, durante una temporada, empezaremos a burlarnos de tan incomprensible norma y la usaremos a diestro y siniestro. “Camarada Durántez, pasa el balón”; “Camarada Catón, déjame el compás”. Pero si un profesor o supervisor nos sorprendía en tan esotérico uso del vocabulario, castigo seguro. Se acabó el partido de fútbol en el campo de arriba.

Corremos prestos a ver el campo de baloncesto, con sus canastas bien firmes, en un patio interior, entre el ala que cobija las clases de primero y de segundo. Al fondo del pasillo de las clases, un salón más grande, con tragaluces, en forma de sierra, como los que hemos visto en las fábricas de nuestra capital de provincias dispone de grandes mesas, que los más entendidos dicen que son para los trabajos manuales y el dibujo. Los pupitres de las clases, a diferencias de los del pueblo, donde todos eran dobles, aquí están individualizados. Una inmensa pizarra cubre todo el fondo del estrado donde se sitúa el profesor.

Las afirmaciones del P. Santiago se hacen de nuevo realidad en los campos de fútbol. Efectivamente, inmensos, con las líneas de juego, incluso las áreas marcadas, no con paja, con cal. Los postes de metal, es decir, perfectamente rectos y sólidos. Seguro que no valdrán las discusiones en torno al imaginario larguero que usamos en la aldea (“se ha ido por arriba”). Y por fin la piscina. Decepción. Sí es grande, aunque no tanto como me la imaginaba. Está detrás de un seto de cipreses, en la parte trasera del teatro. Tiene vestuarios, así que ya no nos quedaremos en pelotas para cambiarnos como hacemos en el pueblo, tras las sotas de la ribera del río. Lo peor es que no tiene ni una gota de agua, más vacía que las pozas del río pequeño de mi pueblo al final de agosto. Dos filas de compañeros, seguramente llegados ayer por la tarde, se afanan, arrodillados sobre el cemento del suelo, cepillo en la mano, en frotar y refrotar para quitar el moho, verdín como lo llamamos nosotros,  del agua estancada toda la primavera. Han acabado con la parte que cubre menos y están llegando al desnivel donde la profundidad se ahonda por lo menos un metro. Un padre con hábito, tintinean las cuentas del rosario que lleva a la cintura, el escapulario, la especie de interminable babero que lleva en el pecho, echado hacia atrás por encima del hombro, dirige las operaciones manguera en mano. A medida que los camaradas, perdón, los colegas eliminan el moho, centímetro a  centímetro, con la manguera va echando la porquería hacia la parte más sucia que aún queda por restregar. De vez en cuando, al P. Llanos pierde la puntería sobre la línea del verdín eliminado y el chorro de agua fresca remoja a los limpiadores. Aumenta la algarabía de aquellos a quienes no les ha tocado el agua. “Padre Llanos, padre Llanos, cáleme a mí”, reclaman casi al unísono los de la segunda fila.

Sunday, May 23, 2010

La piscina más larga

Los efectos de la posguerra se dejaban sentir con absoluta nitidez, finales de los sesenta, en todos y cada uno de los pueblos y aldeas de Castilla. El desarrollismo urgido por los planes económicos de tecnócratas y opusdeístas así como la tímida apertura del Régimen eran asuntos reservados, en exclusiva, para las élites –tan escasas como privilegiadas- de las grandes ciudades. Sus supuestos beneficios económicos eran imperceptibles entre las casas de adobe de los campos góticos, en los mercados de ganado de la montaña leonesa o por entre las ralas cosechas cerealistas de los páramos abulenses. Las iglesias rebosaban de fieles con el rezo del rosario vespertino, de la misa dominical sólo se escaqueaba, ocasionalmente, el redomado vecino supuestamente anticlerical, convertido por ello en un paria de callejas y tinadas.

En los pueblos castellanos, la religiosidad y todo lo que ésta comportaba, respeto sacrosanto al párroco, pertenencia a las cofradías, volteo de campanas en honor del santo patrón, entre otras muchas actividades que hilvanaban  la vida cotidiana de sus gentes, se seguían realizando a golpe de badajo como se había hecho durante años, decenios, incluso siglos. Ni las guerras civiles, ni los advenimientos de repúblicas, menos aún el paso de carlistas, restauraciones monárquicas o las revoluciones mineras habían transtornado el consuetudinario devenir de la religión como elemento de cohesión. Algunos dirán, con la alevosía que otorga el paso de los años, que era el imperio del pensamiento único. Sea lo que fuere, por encima de las trifulcas sobre los mojones de las parcelas, las seculares rencillas familiares transferidas de padres a hijos, más allá de las repetidas e infames cosechas, los campanarios de las iglesias seguían siendo el referente esencial en nacimientos, bodas, extremaunciones y entierros. La religión en su modo más ritual y, pese a todo, interiorizada de entenderla, impregnaba la totalidad de hacienda, vida y muerte de los vecinos. Desde el Bierzo a la Alcarria.

Sin embargo, de una forma curiosamente paradójica, la religión –aparte de la creciente emigración a Bilbao, Madrid o Barcelona- constituía la mejor vía de escape. Resulta sorprendente que el denominado opio del pueblo nos sirvió a muchos de nosotros, poseedores de todas las papeletas para terminar arreando las mulas o gradeando con el John Deere,  como el mecanismo inescrutable, con la perspicacia concedida por el paso de los años, denominémoslo divino, que nos abrió –literalmente- las puertas del campo. Para huir de él, se entiende. Ya se sabe, ancha es Castilla. Cierto, las papeletas de la tómbola eran todas nuestras. Si teníamos suerte un primo nos buscaría un puesto en una fábrica del Bajo Deva o a la sombra de las chimeneas del Alto Vallés, si no teníamos primo que arrimara el hombro en la creciente industrialización vasca o catalana, ya se sabía: sementera de otoño, recogida de remolacha azucarera bajo las heladas de diciembre, siembra de patatas en la primavera tardía y la sempiterna mala cosecha en el estío. Y la partida de mus, esa que no faltara, los domingos en el teleclub.

Sí, todos los boletos eran nuestros, todos menos uno. El personificado en el P. Santiago González, cuyo título de reclutador de la escuela apostólica -encaja mal ese tufo militarote de obligatoriedad con lo de escuela apostólica vocacional- o comoquiera se denominara su cargo, que recorría incansable a bordo de su renqueante dos caballos aldeas y villorrios de la meseta para convencer a progenitores y prole que un futuro mejor, sí, era posible. Por el mero y, aparentemente, sencillo hecho de decirle que sí, pasábamos en un mero instante de serviles hijos de la gleba a admirables aspirantes al sacerdocio dominicano. Ahí es nada. Evidentemente, lo de aspirantes era un concepto incomprensible para nosotros. Si el maestro escuela era razonablemente decente – el mío, Don Tino lo era- nos conformábamos a los diez años cumplidos, con saber leer y escribir con dignidad, conocer de carrerilla los afluentes de los principales ríos patrios, memorizar las fábulas de Samaniego y la tabla de multiplicar.

Así que el P. Santiago, avezado en estas lides de persuasión –bajo su denominación más bondadosa, más tarde, el cargo pasaría a llamarse promotor de vocaciones- recurría a promesas menos etéreas y mucho más atractivas para nuestros ideales preadolescentes, los cuales se resumían, dejando aparte las tareas del campo que nos imponían nuestros padres, la necesidad o ambas, en hacer fuera de la escuela lo que nos venía en gana. Desde buscar las nidadas de codornices entre las amapolas hasta apedrearnos con los del pueblo vecino el domingo por la tarde, a fin de dilucidar, de una vez por todas, si la torre de su iglesia era más alta que la nuestra.

La separación iglesia-estado no era inminente y mucho menos existente, así que para el párroco, maestro, alcalde y boticario, si lo había, recibir la visita del reclutador era no sólo una obligación, antes bien todo un honor. Una vez pasado el invierno, por la escuela de ladrillo edificada en tiempos de Primo de Rivera, aparte del  P. Santiago, se sucedían los representantes de agustinos, jesuitas, franciscanos, maristas, viatores, redentoristas y un largo etcétera de variopintas sotanas y heterogéneos hábitos. Aunque como se sabe, éste, el uniforme, no hace al monje, el color del mismo, la forma del escapulario o si llevaba capa, no era asunto menor. Más de un compañero de pupitre eligió una u otra escuela apostólica porque el blanco le cayó mejor que el negro, o viceversa. No obstante, los reclutadores sabían que tecla pulsar para, digamos, llevarse el futuro aspirante al agua. Exactamente. El de la piscina. Ahora se calificarían de sibilinas herramientas de marketing. En 1966, el principal tirón para que alguno de nosotros comenzara a mirar de soslayo, con ojeriza, la reja del arado, era ni más ni menos, la piscina del colegio a donde se nos invitaba a asistir, durante una semana de agosto, a los cursillos. ¿Qué era aquello de los cursillos? Pues según el reclutador, una semana de vacaciones –en aquella época, todo hay que decirlo, la idea de vacaciones era inocua e irreal para nosotros- así que todo se resumía en que íbamos a poder bañarnos, cuanto quisiéramos, en una piscina de ¡25 metros!. Ahí no quedaba la cosa. Había no menos de seis campos de fútbol con sus porterías de reglamento, cuatro pistas de baloncesto e incontables mesas de ping-pong. Fuera las pozas del río, que aterrorizaban a nuestros padres con su peligro de remolinos, desaparecido el campo de fútbol de las eras, con sus postes hechos de dos ramas sinuosas de chopo. En cuanto al baloncesto y ping-pong, ¿qué es eso?.

Así pues, la vocación, incipiente, claro está, de muchos de nosotros, fue una simiente, ¿cómo diríamos?, deportiva. Futuros evangelizadores del reino de los cielos apabullados por las dimensiones inconmensurables de una piscina. En realidad de muchas piscinas. Como los cazadores que cuentan sus hazañas imposibles de verificar, los reclutadores que semana sí y otra también aparecían por la escuela mixta, iban alargando, nunca mejor dicho, las dimensiones de la suya. Cuantos más campos de fútbol y más grande la piscina, más posibilidades de que unos u otros nos decantáramos, pongamos por caso, por los escolapios o los salesianos. ¡Madre, permítame ir a los redentoristas, su piscina es de treinta y cinco metros¡; ¡Padre, déjeme ir a los maristas que tienen diez campos de fútbol, todos con postes y largueros¡

Los míos lo tenían muy claro. Independientemente de mis expectativas deportivas, perdón, vocacionales, el reclutador de los dominicos, primo carnal de la familia, pasaba las vacaciones en el pueblo de al lado, él mismo me había vertido las aguas bautismales en la pila románica de la parroquia y era un goloso forofo de las natillas que mi madre hacía para la fiesta del pueblo. O séase, que mi presunta vocación religiosa era, por este orden, sociológica, familiar y deportiva. Inescapable. Es decir, que aunque pasasen por la escuela todas las órdenes, congregaciones y asimilados representados en la corte celestial el sino mío terminaba en las Arcas Reales.

Nuestros padres que, incontestablemente, por haberlo sufrido en sus propias carnes, sabían más que de sobra la dura vida que nos esperaba si a los catorce años pasábamos de cantar el “Cara al sol”, prietas las filas ante Don Tino, a tomar la vereda del monte para binar los barbechos, raramente dudaban en responder afirmativamente a la carta formal donde se nos invitaba, con fecha y hora precisa, a comenzar el cursillo. Aunque ello significara que si la experiencia era positiva terminaran por perder una más que segura mano de obra gratis al iniciarse del curso en septiembre. Dejamos de lado las declaraciones grandilocuentes de la explotación infantil en el trabajo. Cuando vigilar que el agua corra por los surcos de patatas en la vega equivale a que mi padre pueda dedicarse a la siega del centeno ante el temor, convertido en realidad con frecuencia, de que un pedrisco nos deje sin cosecha a mitad de julio. Para otros se trata de apacentar el exiguo rebaño de ovejas el día que el progenitor se ve obligado a desplazarse a la capital para realizar unas gestiones administrativas sobre los pastos. O quizá, la madre que cae enferma y so pena de perder, lo que para las humildes familias era una fortuna, aprender a ordeñar las cabras en un santiamén. El trabajo infantil, juvenil, y adulto era imperiosa necesidad. En muchos casos, un requisito de supervivencia. “Unas perrillas por aquí, unas perrillas por allá y podremos arreglar la cuadra como Dios manda”, decía la bisabuela.

Raros fueron los niños de esa edad, en mi pueblo y los de los alrededores, que en aquellos años no probaron fortuna con la escuela apostólica. Aunque había un primer filtro del maestro en base a la capacidad intelectual de sus pupilos, éste era bastante laxo y a falta de análisis de coeficientes de intelectualidad, el criterio aproximativo de Don Tino permitía que la gran mayoría termináramos cogiendo el autobús de línea de los Herreros para terminar en León, Valladolid, Palencia, Dueñas, Carrión y unas cuantas poblaciones más donde los instituciones religiosas, todavía la crisis del Vaticano II no había alcanzado el lar castellano, rellenaban cada curso nuevo con 120 aspirantes. Y había unas cuantas que se disputaban, suponemos que en competición fraternal, aquellos diamantes por pulir que éramos nosotros. En nuestros ingenuos e impúberes once años, algunos reclutadores ya entreveían gloriosos mártires misioneros o destacadas lumbreras de la teología dogmática. A muchos, la vocación se les terminaría al cabo de una semana, al descubrir el lastre de horarios, el silencio en tiempos de estudio, las inacabables misas y rosarios, en fin, la suprema disciplina del internado. De nada servirían los magníficos campos de deportes. Lo suyo era la caza por oteros y collados, segar alfalfas, podar frutales y encender la gloria para Todos los Santos.

En todo caso, como por probar no se perdía nada, no había discusión posible. La cual, de todos modos, no hubiera servido de gran cosa. Así que aquí estamos, otro primo, Jesús Montes y mismamente un servidor, asombrados bajo la monumentalidad sobrecogedora de la estación pucelana de Campogrande. Mis escasas pertenencias, son demasiado poco para la inmensa maleta de cartón endurecido que mal que bien arrastro sobre el pavimento. El hermano cooperador que ha venido con la furgoneta nos junta a todos bajo el descomunal reloj que marca casi la una y media. El tren de Palencia, en el que nos hemos devorado el bocadillo de chorizo casero, ha portado una abundante cosecha de potenciales aspirantes. De Tierra de Campos, la Vega del Carrión y la montaña palentina. Los esfuerzos del P. Santiago han dado abundantes frutos. Ya veremos si buenos o malos.

Asustados, con las miradas torvas, tímidos hasta la saciedad, fuera de nuestro habitat natural, bajamos de la furgoneta en el patio central. Primera visión, que se repetirá decenas de ocasiones en los próximos años del claustro ondulado, D. Miguel Fisac aparece, por primera vez, en nuestra existencia, la extraña campana sin badajo que, aparentemente, se golpea con un extraño mazo de madera y, asombro de asombros, en un estanque descubrimos peces con las escamas de colores. Alguna cara me suena del mercado en Saldaña o quizá de la calle mayor de Palencia. Pero la inmensa mayoría de mis compañeros me resultan perfectos desconocidos. Poco a poco, nos invade una cierta tristeza, más o menos pasajera, al darnos cuenta de que esta noche no cenaremos sopas de ajo de la cazuela familiar. Un fraile, cuya extraña profesión es la de “padre prefecto”, cualesquiera sea el significado de tan curiosa denominación, nos guía hacia lo que él llama Pabellón de Menores. Me pregunto dónde está la piscina.

Friday, May 14, 2010

Día de asueto

Casi con toda seguridad estamos en Simancas, a orillas del Duero, aunque pudiera ser que sean los aledaños de Boecillo, Fuentes del Duero o cualquier rincón perdido en pleno corazón del Pinar de Antequera. Desde esos años, finales de los sesenta, el vocablo asueto siempre irá asociado a una jornada inolvidable de holganza que comenzaba como terminaba: con una larga caminata a pié por los arenosos caminos de los pinares vallisoletanos. De hecho, la palabra era nueva para mí, nunca la había oído hasta que llegué a Arcas y apenas si la he vuelto a oír después. Vocablos imbricados con una época muy específica, con un espacio físico muy concreto. Como prefecto de disciplina, pabellón de menores, “el siguiente al P. Reyero” o sabañones. Así que en mi mente el concepto de asueto tiene, en la práctica, una equivalencia inextricablemente física a la excursión jornalera de todos los alumnos de uno de los pabellones, fuera de menores o mayores, nunca juntos ni revueltos, por mor de las buenas costumbres, anunciada por sorpresa la víspera a la hora de la cena entre el jolgorio y previsible griterío de los beneficiados. Nosotros. Ante todo, significaba que al día siguiente no tendríamos clase. Excepto si surgía el inconveniente del mal tiempo. La lluvia era el obstáculo principal, puesto que al frío y a la penetrante niebla que con tanta frecuencia envolvía el Pisuerga estábamos más que acostumbrados. Así que el día elegido entre murmullos y alterados preparativos, la disciplina era más laxa, oteábamos el cielo desde los amplios ventanales del comedor esperando que luciera el sol o nos envolviera la espesa niebla. El resto corría por nuestra cuenta.

A primera vista, sobre un mapa, Simancas parece demasiado alejado para una excursión de chavales con once o doce años. En realidad, la distancia apenas sobrepasa los 10 kilómetros serpenteando entre los caminos trazados por los carros y los tractores que han atravesado los majestuosos pinares. Tenemos que caminar en grupo, pues a veces las sendas se difuminan o entrecruzan, por lo que tenemos miedo a perdernos. La alegría del día sin clase, nos hace andar ligeros y sólo aquellos con andar más pausado se rezagan, mientras que siempre hay grupos que compiten por divisar los primeros Simancas, sobre un altozano, al otro lado del río. El P. Mendoza, prefecto de disciplina, se esfuerza yendo entre la hilera de caminantes, a fin de que el rebaño no se desperdigue en exceso. Lo peor, evidentemente, será el cansancio a la vuelta y, si el día es muy caluroso, la sed que nos atenaza. Que yo recuerde, no existía el uso de cantimploras, bien porque nadie daba importancia a su carencia, bien porque no teníamos dinero para comprarlas. Cuando íbamos por la parte de Fuente Duero teníamos la salvación de la gravera del padre del P. Juan Carlos Martínez, de la que manaba un agua fresca en un pozo escondido entre la gigantesca maquinaria y las montañas de cantos triturados. Allí saciábamos con ansiedad nuestra sed, como si acabáramos de atravesar el Sahara, cuando en realidad, desde las Arcas Reales, bordeando el colegio de S. Viator, apenas si hay 9 kilómetros. Pero en nuestros ojos infantiles, todo era inmenso y desmesurado. Siempre me ha chocado, cuando muchos años después he visitado algunos sitios de la infancia o la temprana juventud, la escasa altura de algunos edificios, los diminutos espacios de otros, comparados con la percepción que en mi recuerdo tenía de ellos. Con las distancias otro tanto de lo mismo.

La larga caminata daba para mucho. Las conversaciones con el grupo de compañeros de andadura variaban entre comentarios sobre tal o cual asignatura, los motes, algunos con no muy buena intención, que asignábamos a un determinado profesor o las lecturas de héroes juveniles que comenzaban a inundar nuestras vidas: Julio Verne, Salgari, los tebeos de Hazañas Bélicas y el Capitán Trueno. Podíamos hablar de las películas que ocasionalmente nos proyectaban los domingos en el teatro –inolvidable King-Kong, la original- y, cómo no, discutir de deportes, casi fútbol en exclusiva, ya que otros apenas existían. Con la televisión racionada, metida en un armario que se cerraba con llave, los periódicos restringidos a la lectura en voz alta de artículos preseleccionados en el “Ya”, mientras comíamos en silencio -recuerdo nítidamente la angustia con la que escuchábamos los peligros que corría la tripulación del Apolo XIII en una cápsula sin apenas oxígeno- nuestra visión del mundo y su ocio era cuando menos limitada, sino inexistente. Lo que no quitaba que las migajas que nos llegaban las disfrutáramos con fruición. Como el que más. Por la simple razón de que nuestras expectativas no iban más allá de lo que nos ofrecían. Ni tampoco reclamábamos otras. Imposible pedir la Wii, porque la Play Station nos resultaba aburrida, ni siquiera en el caso de que tales artilugios hubieran existido entonces ¿Qué íbamos a reclamar? El simple hecho de estar en el internado era ya un premio suficiente y un lujo que nuestros padres, a duras penas y con no pocos sacrificios, podían soportar.

Llegados al destino, cada cual se las arreglaba para disfrutar del día como mejor le venía en gana. Eso sí, siempre en grupos, más o menos grandes, dependiendo de las actividades a realizar, conformados por la pertenencia a la misma clase, el paisanaje o la simple camaradería. Era imposible encontrar almas solitarias vagando por entre los pinares a la búsqueda de insectos o animales. En el internado todo se hacía en grupos: la diversión, el estudio, las salidas, los rezos y hasta el dormir. Los más dados a pegarse a los hábitos del P. Prefecto o de algún profesor que nos acompañaba, a los que en nuestro lenguaje coloquial denominábamos “pelotas”, iban con él hasta la vecina Simancas, lo que significaba otra caminata adicional pues había que cruzar el Pisuerga antes de unirse al Duero, para observar por fuera el imponente edificio del Archivo con sus torres cónicas de pizarra y sus avasalladoras fortificaciones. Para muchos de nosotros, que apenas habíamos salido del pueblo perdido en la meseta para ir a la capital en visita al médico o de paso para el internado, aún siendo castellanos de pura cepa, se trataba del primer castillo que veíamos tan de cerca.

La gran mayoría se quedaba en los alrededores donde el P. Prefecto establecía que iba a tener lugar el almuerzo. Muchos de ellos jugando al fútbol. Los troncos de los pinos servían de  postes mientras el terreno arenoso era una trampa mortal para que el balón se deslizara adecuadamente. Pero faltos de tácticas y estrategias, lo importante era correr, cuantos más a la vez, mejor, detrás de la bola, el que ésta se enfangara en áreas o fueras de línea imaginarias no era sino una ventaja para los más torpes. En el revuelo de piernas, seguro que alguien acertaba a despejar contra el tronco más cercano. Algunos, los más habilidosos, siempre les tuve envidia –será por lo inútil que soy para las manualidades- aprovechaban su navajita para descascarillar algún pino y con las cortezas, en menos que canta un gallo, elaboraban sofisticados barcos, algunos con dos o tres cubiertas, como pequeños acorazados, mientras otros esculpían aerodinámicos barcos pesqueros, cuya belleza quedaba resaltada por las vetas paralelas de la corteza del pino usada como materia prima. Con la misma destreza aprovechaban la piedra caliza, cuando íbamos al Cerro S. Cristóbal, para elaborar sofisticadas portadas de catedrales o airosas torres de iglesia en miniatura.

El momento cumbre de la jornada llegaba con el almuerzo. El avituallamiento venía en la camioneta –como se observa en la imagen anexa- conducida por un hermano cooperador, lego, se llamaba entonces y en ella llegaban las cántaras de latón que en el comedor de Arcas se usaban para la leche, y aquí se usaban para el agua o la limonada, una especie de naranjada que se servía en vasos opacos de plástico. Los asuetos eran las únicas ocasiones en las que teníamos oportunidad de probar aquella exquisitez gastronómica. El comentario no tiene ningún matiz irónico, la novedad del gusto y la exclusividad del momento otorgaban un cariz inolvidable a aquel brebaje. Como lo daban las inmensas tortillas, tan abundantes en patatas como escasas en huevo, y cuyo grosor, seguramente, había requerido además de una sartén con al menos 20 centímetros de profundidad, la destreza, inimaginable para nuestras mentes infantiles, de alguna forzuda madre, como llamábamos a las monjas que se ocupaban de la cocina, para darlas la vuelta. Quienquiera que fuera el habilidoso cocinero o cocinera, producto de la caminata, el viento perfumado de las piñas, la insidiosa arena de los pinares, todo aquello, más que degustar lo devorábamos, era para nosotros un auténtico manjar: exquisito e incomparable.

La distribución de la comida se hacía muy ordenadamente y a su cargo estaban los mismos que durante esa semana les tocaba “servir” en el comedor. Supongo que esa semana yo estaba en el grupo de “servidores” puesto que estoy muy cerca de las cajas de avituallamiento. Al fondo se percibe al P. Regino Borregón, campechano y buena persona donde las hubiera, tanto cuando fue mi profesor de matemáticas, y no sólo porque me aprobaba en su inmensa bondad, como muchos años después cuando coincidí con él en Ávila y Roma, así como en un viaje en el que vino Jerusalén, actué de improvisado guía, y por motivos que no vienen al caso se convirtió en aciago.

Debo de tener unos 12 años, o sea que estamos en 1968 (¡París arde con la revolución estudiantil!) o quizá 1969. Calzo unas zapatillas de baloncesto de la marca John Smith, que en aquella época eran las más baratas, compradas a Viki, la vendedora ambulante de La Puebla. Ni en mis más remota imaginación, ni en mis más salvajes elucubraciones me hubiera pasado por la cabeza que 28 años después, la misma mirada entre asustada y sorprendida  con observo la cámara o ella me observa (¿de nuevo el P. Cándido Pérez?) estaría buscando desesperadamente, por temor a perder el avión para Shangai, en los grandes almacenes Isetan de Hong-Kong, unas zapatillas de la misma marca. Para mi hija. Parece que se han vuelto a poner de moda. ¡Cuán lejos queda el Pinar de Simancas!

Monday, May 10, 2010

El siguiente, al P. Reyero

Una vez superado con relativa holgura el tirón del terruño y la atractiva libertad que éste entrañaba: bañarse en cueros, como entonces decíamos, chicos y chicas, para ser precisos, niños y niñas, sin ninguna superestructura moral pendiendo sobre nuestras ingenuas almas, en el mismo pozo del río excavado por las crecidas del invierno; recorrer infatigablemente el monte hasta el ocaso, en busca de los nidos de palomas torcaces, siendo nuestro único reloj las sombras cada vez más alargadas de los robles al caer la tarde; dejar al maestro escuela adormilado sobre su mesa a la hora de la siesta y huir por la ventana para disfrutar de un inesperado partido de fútbol en las eras…, la vida en el internado constituía un pequeño paraíso para la mayoría de nosotros: la colección completa (editorial Juventud) de las aventuras de Julio Verne en la biblioteca, extensos campos de deportes con sus porterías bien tiesas, desconocidos compañeros de los que se aprendían juegos inéditos hasta entonces. Aunque algunos, ciertamente, sufrían en obligado silencio la disciplina inexpugnable de los horarios, las infames vueltas al campo de fútbol a media carrera, envueltos en la espesa niebla vallisoletana, a fin de entrar en calor y las repetidas filas indias para entrar y salir de los espacios comunes: la iglesia, el comedor, la sala de recreo. Estoicismo infantil en aras de una prometedora huida de gélidas siembras y cosechas mortecinas.

Pero la madre de todas las hileras, la que campeaba, omnipotente, era la fila para ir al P. Reyero. Éste tenía un pequeño despacho muy cerca de la entrada a la extraordinaria iglesia de Fisac -siempre D. Miguel, su permanencia arquitectónica en nuestras vidas de infancia y juventud- cuando se venía desde el pabellón de los mayores. Ejercía, entre otras tareas, como administrador de nuestros ínfimos recursos económicos. A él acudíamos cuando necesitábamos, la austeridad era una necesidad imperante, un sacapuntas, un lapicero Alpino o una libreta de espiral Enri. Ni había mucha más variedad de material de escritorio, ni nosotros lo necesitábamos y, sobre todo, la mayoría, a duras penas, hubiéramos podido pagar utensilios de aprendizaje más lujosos. En realidad, no los pagábamos. El P. Reyero los apuntaba en su cuaderno y después lo cargaba a nuestra cuenta paternal. Más bien maternal. En las familias mesetarias de la época, era la madre la que gestionaba el escaso peculio familiar. Aquella en la que iba la pensión: 580 pesetas del año 1968. La misma cantidad que, cuando al prefecto de disciplina se le iba la chaveta por alguna inocua perrería en la que nos habíamos regocijado, nos lanzaba a nuestras ignorantes mentes, ajenas a todo concepto de economía doméstica: “No pagáis ni el agua”. Supongo habrá alguna manera de calcular, en valor real, a qué equivaldría aquella cantidad en estos tiempos de deflación, emolumentos que ahora producen risa. La verdad es que cuatro euros, aunque fueran los de hace casi cuarenta años, para pagar escolaridad, alimentación, alojamiento y el sacapuntas del P. Reyero, no parece que pudieran enriquecer a los buenos padres dominicos.

Para nosotros, las dos pesetas que ocasionalmente nos pasaba el tío soltero cuando íbamos camino del autobús que nos transportaba a Pucela, ya nos parecía una hacienda inmensa, así que aunque nos acongojaran con que no pagábamos ni el agua, aquellas precisiones macroeconómicas estaban fuera de nuestros parámetros económicos infantiles. Con el tiempo se extendió el bulo (¿realidad?) de que los frailes eran acaudalados, incluso ricos. Inmensamente ricos. Si 540 alumnos no pagábamos el agua corriente, ¿cómo se las arreglaban para mantener el esplendoroso jardín central con su estanque y sus carpas doradas, cómo adquirían las mesas de ping-pong para las galerías de recreo, ítem más, de dónde sacaba el P. Reyero tantas libretas en espiral y lapiceros de colores? Al parecer, decían los más avezados, los dominicos tenían minas de manganeso o cinc en las Filipinas, la cervecera S. Miguel, la de la furia española, la nuestra, era suya, incluso, presuntamente, claro, traficaban con arte en las riberas del Mekong. Aparentemente en Hong-Kong había una misteriosa casa, una mítica morada desde la que enigmáticamente se negociaba todo su poderío económico. El espiritual, a nosotros, nos importaba bien poco a los doce años. Así que cuando al P. Reyero se le acababa el excedente de gomas de borrar, siempre le enviaban dinero para adquirir más.

Por lo tanto, aunque no pagáramos ni el agua y no pocos padres se retrasaran en hacerle llegar, casi siempre en efectivo, los emolumentos correspondientes a nuestra buena educación, él nunca ponía el grito en el cielo ni llamaba al cobrador del frac. Hacía la vista gorda y esperaba que en la próxima visita de los progenitores, quizá ahítos con la nueva cosecha de patatas, aunque fuera malvendida, o como consecuencia de una imprevista venta de lechales, le pagaran su deuda. Que yo sepa, expulsados hubo unos cuantos. Siempre por supuestas cuestiones de dudosa moralidad o perenne incapacidad académica. Por impago, ni uno sólo. Como dictaba la impoluta tradición castellana: nuestras familias eran pobres, pero honradas. Aunque fuera con retraso.

Así que una vez al mes, uno a uno, nos levantábamos de nuestros pupitres en la hora del estudio, en solemne silencio, como realizábamos tantas actividades (comedor, capilla), nos dirigíamos al despacho del P. Reyero a recoger nuestra pequeña cosecha de material de escritorio. Las idas y venidas de los alumnos respondían a un rito bien preciso. Cuando un compañero volvía a la clase, según entraba por la puerta, gritaba en voz alta: “El siguiente, al P. Reyero”. A fuerza de repeticiones, con el paso de los años, esas palabras terminaron por conjurar una muletilla para indicar un orden marcialmente implantado. El número de la carnicería en cinco vocablos desgañitados. Aunque no viniera a caso y no tuviera nada que ver con el padre Reyero, siempre que había que conformar un orden en las filas para acudir de manera individual a un reclamo, la convocatoria pasaba inexorablemente por: “El siguiente, al P. Reyero”. Procedente de la provincia de León, casi en los límites con la palentina, como a todos los profesores, le caricaturizamos con algún mote o burla avistado en ciertas de sus cualidades físicas, discernida años atrás por algunos osados de los cursos mayores, transmitidos de clase en clase durante decenios a los cursos menores. En este caso concreto la rechifla venía porque el citado tenía la manía, poco aleccionadora, por decir algo, pero muy visual, de ir siempre con las manos en los bolsillos del hábito y, desde allí, con notable frecuencia, manosear sus partes pudendas. Lo cual, dicho con menos literatura, equivale a decir que se arrascaba los huevos con inusitada frecuencia. 

Salvas sean las partes. Yo le tenía una considerable admiración en cuanto profesor de historia en cuarto de bachillerato. Mirado desde la lontananza, sus métodos pedagógicos eran del mesozoico. Como los de la mayoría de profesores de entonces, capacitados por la enseñanza por el ordeno y mando del prior provincial que igual decretaba, que un religioso hábil en física y química fuera destinado a convertir paganos en las misiones del Tonkín que a enseñar lengua española en la escuela apostólica de Nuestra Señora del Rosario. Buena voluntad, a raudales, exuberante; formación educativa, bajo mínimos, inexistente. La historia, como por lo demás el resto de asignaturas, era un puro ejercicio de la memoria. Combinada entonces con la historia del arte, lo mismo te tocaba aprender de carrerilla los tres órdenes del arte griego que la vida, obra y milagros de Hernán Cortés. Para el examen final de cuarto, donde afortunadamente nos libramos de la reválida en el instituto convalidador de Valladolid, teníamos que retener como una decena de hojas a dos columnas. En la de la izquierda, una fecha. Pongamos 711. En la opuesta, el hecho histórico correspondiente: el bereber Ṭāriq ibn Ziyād al-Layti derrota a los godos en el Guadalete. Y así hasta 200 fechas con sus correspondientes hazañas patrias.

Cada profesor tenía “enchufados”, alumnos aventajados en su materia a quienes les profesaba estima y, además, no tenía ninguna reticencia en mostrarla delante de todos. Un par de ellos por cada clase. De la misma manera que yo era un paria del profesor de matemáticas, me había convertido en uno de los “enchufados” del P. Reyero. El enchufe tenía una correspondencia, en algunos casos, sin duda, afectiva o paraemotiva, que al exhibirse de forma transparente delante del resto de los compañeros creaba no pocas burlas, fruto en parte de la inocencia en la que todos habitábamos y producto de una envidia más o menos sana. Especialmente entre aquellos que no se veían privilegiados ni por el profesor de matemáticas, ni el de historia, ni el de inglés, ni siquiera por el de manualidades. Los proletarios del currículo intraescolar.

O sea que si yo cumplía adecuadamente con mi noble condición de enchufado, siendo el único que conocía quienes habían sido los arquitectos de Santa Sofía en Constantinopla (Isidoro de Mileto y Artemio de Trayes), el P. Reyero se sentía en la obligación de otorgarme alguna prebenda. Y no se le ocurrió ni más ni menos, que equiparar toda mi sabiduría de las gloriosas gestas de Pizarro y compañía a una exaltadora hagiografía del Generalísimo. Así que me ofreció un tocho intitulado, ni más ni menos, que como la película: “Franco, ese hombre”. Posiblemente editado en la inmediata posguerra pues las páginas, impresas en un tosco papel, tenían un sospechoso color amarillento. Debía de ser el primer lector del memorable volumen dado que muchas páginas, en formato cuartilla, estaban plegadas pero no abiertas. En los recreos, después de comer, devoré en unas pocas tardes la gloriosa vida del Caudillo.

Una lectura concentrada y en solitario, en uno de los patios interiores del pabellón de mayores, por detrás del pasillo de las clases, acompañado de mi mala conciencia. La de pensar que pocos años después de que Franco atizara a los moros en las gargantas vecinas a Tetuán, mi abuelo, rojo carmesí, durante todo el verano del 36, cuando se ponía el sol, tomaba la senda del monte para dormir al amparo de los robledales, ante el temor de que las camionetas de falangistas aparecieran por sorpresa en la aldea y se lo llevaran hasta alguna cuneta. Lo mismo que habían hecho con varios mineros de la cercana montaña palentina, acribillados religiosamente, manda romana, en las paredes de la ermita de Buenavista. La del Cristo de la Preciosísma Sangre. Entonces no había conciencia de memoria histórica, pero mientras me deleitaba con el avance del ejército en las Vascongadas, como se sabe, obra inimitable de su insigne estratega Franco, una y otra vez me venían a la mente las palabras de mi abuelo: “Chaval, el del bigotito las va a espichar pronto, y no en la cama”. Obviamente, a mi profesor favorito de historia nunca le mencioné las profecías, cumplidas al cincuenta por ciento, del señor Basilides. Y para su vergüenza, la del señor Basilides, quiero decir, durante una semana fui franquista plenamente convencido. A la sombra de una canasta de baloncesto.