El P. Alfonso, apellido desmemoriado casi medio siglo después, era un duro entre los duros. Férreo, severo. Su renombre de exigente, fuera en las aulas o en los recreos, debía de habérselo labrado con merecimiento durante los cursos anteriores. Su fama le precedía. Cuando empezamos primero de bachillerato en 1967 su reputación de estricto era “vox populi” entre los acoquinados alumnos. Algunos le empezamos a temer incluso desde la primera tarde, cuando los colegas de los cursos mayores, experimentados en tildar con apodos y calificar con adjetivos, a veces jocosos, ocasionalmente despiadados, a los profesores, ya nos lo anunciaron.
“Veréis cómo se aprenden en su clase de geografía cúales son las principales regiones cerealistas de la península ibérica”, comentaban los más atrevidos de segundo entre susurros y con no poco aire reverencial. Transformado, en los ojos de algunos otros que habían pasado por sus clases, en fundado temor, fronterizo con el pánico. No teníamos ninguna opción para sortearlo. Al menos en las clases. El apellido nos jugaba malas pasadas. Dependiendo si empezaba por la “C” o la “Ye”, el P. Alfonso te podía tocar, o no tocar, en sus temidas clases de geografía. Ponerte firme, para ser precisos, a golpe de capón desabrido, guantazo raudo y tentetieso.
Bastante joven, a mediados de los sesenta no debía de haber alcanzado todavía la cuarentena, de estatura más bien baja, tenía el rostro adusto y reseco de los castellanos viejos. Como si durante años se hubiera dedicado a las labores del campo. No exactamente curtido porque el P. Alfonso cuidaba con esmero su aspecto exterior. La mirada concentrada y alerta, en perpetua vigía, bajo sus gafas de concha, no hacía sino acrecentar su apariencia de celoso oteador de nuestras candorosas conductas infantiles, puntualmente convulsas, a veces tan dislocadas, en aquel primer año de internado. Peinado, incluso repeinado hacia atrás, siempre impoluto, de punta en blanco, la expresión en su más pura literalidad, puesto que su hábito permanecía semana tras semana impecable e inmaculado. Eso sí, excesivamente atrincherado bajo el cinturón del que pendía el rosario de cuentas negras. Hasta el punto de que cuando se recogía el escapulario entre el cinto y la saya para jugar con nosotros, aquel ceñidor de cuero tenía toda la apariencia de haber sido ajustado un agujero de más. Como excesivo nos parecía el brillo de los zapatos, ni una mota, ni una rozadura mate, en el calzado de punteras negras y alargadas, cordones ajustados milimétricamente a la simetría del charol. Su aspecto pulcro, irreprochable, hasta el punto de ser relamido, aumentaba, si cabe, las distancias que guardaba con la casi totalidad de los alumnos. Que ejerciera de prefecto de disciplina y entrenador deportivo amalgamaba en él todo el peso de las normas y reglamentos existentes en el Pabellón de Menores. Unas cuantas, por cierto.
Algunos profesores nos caían mal por concomitancia con una asignatura que nos resultara intratable, otros porque nos habían castigado al sorprendernos en alguna trastada, pero el P. Alfonso nos caía mal porque sí. Porque nos precavían sobre él, antes, incluso, de habérnoslo topado, azarosos, en la escalera de subida al dormitorio. La cabeza gacha: “Buenas tardes, padre”. Recién caídos de páramos y barbechos, de prados y montañas en aquellos campos de deporte inmensos, en aquellas aulas con tan amplias cristaleras, no podía decirse que tuviéramos, ni siquiera una sóla razón lógica, en el incomodo que nos causaba. Salvo, claro está, en el prestigio acumulado a través de los cursos pasados.
En las aulas los pupilos tienden a magnificar cualquier acontecimiento, resaltar los rasgos de un profesor hasta caricaturizarlo con gracia o desdén. La caricatura, fiel reflejo de la realidad, era que el P. Alfonso, por menos que cantaba un gallo, solía soltar sopapos o coscorrones con la celeridad del rayo. Eran tiempos donde el castigo físico no estaba mal visto. Al contrario. Hasta nuestros padres aleccionaban a profesores y prefectos de disciplina a fin de que no se inhibieran en ponernos de rodillas, darnos con la regla en los nudillos o dar quince vueltas al campo de fútbol envuelto en la niebla espesa. Los fundamentos pedagógicos del P. Alfonso, cualesquiera que fueran –aunque sospecho que como los de tantos otros, posiblemente ninguno, había pasado, directamente, de estudiar Dios uno y trino a enseñarnos el censo de la ganadería hispana en aquel año de gracia, por ejemplo, 45 millones de gallinas, según el libro de texto de S.M. para 1º- se reducían a un sencillo e inquietante dilema. O sabías la lección de carrerilla o guantazo al canto. No había términos medios. Y, efectivamente, como nos habían anunciado nuestros amilanados predecesores, las bofetadas que soltaba eran frecuentes, por minucias tan trascendentales como ignorar que las cabezas de ganado cabrío superaban los dos millones y medio desde las columnas de Hércules al Cabo de Gata. Así que mientras no fuera absolutamente necesario, lo mejor era mantenerse alejado de su radio de acción. Esto es, de la de su palma abierta con tanta agilidad.
Las únicas ocasiones en las que resultaba comedido, hasta cercano, era cuando jugaba con nosotros a fútbol, eso sí, siempre, con el hábito. Ni él, ni nadie, osaba quitárselo cualesquiera fueran las circustancias. Hasta el punto de que durante años siempre pensé que el hábito era tan inherente al monje que hasta dormían con él. Se lo levantaba lo justo, el extremo inferior de la saya, para entrelezarlo con el cinturón, pudiendo así correr con más comodidad. Allí estábamos una veintena corriendo detrás del balón y del P. Alfonso, levantando una polvareda considerable. No era malo con el esférico entre los piés, incluso hasta nos gastaba la broma de esconder la pelota en los pliegues de la saya y el escapulario. Ocasión que algunos, aprovechaban para darle patadas, sabedores que en el barullo resultaba improbable que fueran identificados en su alevosía. Darle puntapiés a diestro y siniestro resultaba una insignificante venganza, inocente resarcimiento como devolución de los sopapos encajados por no saberse de memoria en que provincia están, estaban, las Lagunas de Ruidera.
Usaba una curiosa expresión, a medias amenazadora, a medias cautelar, para incitarnos a estar vigilantes en nuestras actitudes de comportamiento, en nuestro aprendizaje académico. Tras explicar una lección, digamos, el perfil del río Segura, o asignarnos un ejercicio con alguna truculencia en medio, su exposición siempre terminaba con la expresión: “Pupila, nichi”. Un modo de decir que no bajáramos la guardia y que permaneciéramos ojo avizor para recordar que las dos poblaciones principales de Guinea Ecuatorial, que recientemente había obtenido su independencia, eran Rio Muni y Fernando Poo. La expresión se hizo extremadamente popular. Al poco, nosotros la repetíamos con nuestros compañeros, a veces, con el mismo tono amenazante, antes de llegar a las manos con algún compañero, a veces en tono festivo, para denotar que habíamos pasado por alto alguna anotación banal: el conteo en una partida de pingpong, por ejemplo. Es más, reforzábamos la locución con redundancias: “Ojo, pupila, nichi”. La superfluidad del todo, el ojo, y la pupila, como parte del continente servía para resaltar la alerta que, bajo ningún concepto, debíamos ignorar. En realidad, la expresión es “Pupila, ninchi”. Por alguna razón la “n” intermedia la perdimos al asimilarla a nuestro lenguaje infantil. Quizá la ignoramos presos del temor que el emitente nos inspiraba, quizá el propio emisor la pronunciaba de forma errónea.
La procedencia de semejante expresión es de difícil localización. Según el murciano Pancracio Celdrán, experto en insultos, en ámbitos achulados, entre personas que conocen el argot de los bajos fondos, equivale a punto filipino; pájaro de cuentas; sujeto informal y carente de sentido común; mequetrefe que a pesar de ser un mierda puede hacer daño. Parece que procede del caló, lengua en la que significa "chico, muchacho", no entendiéndose lo negativo de su semántica a partir de un sustantivo poco sospechoso de tan extremas maldades. Sea lo anterior cierto o incierto, el caso es que no está mal, encaja con el tono achulado del P. Alfonso y las exigencias que nos insuflaba. Se me escapa lo de “punto filipino”. Efectivamente, éramos unos mequetrefes, incapaces de hacer daño.
Hasta lo de pupila entona perfectamente con otra de las recomendaciones, dado su carácter convendría hablar de instrucciones, a las que reiteradamente nos conminaba el P. Alfonso: a comer mucha zanahoria para preservar la vista, según me recuerda mi compañero Valentín, de insondable memoria. La paradoja, que no moraleja, de este magisterio nutritivo, es que retornando en cierta ocasión de asueto con él, desde Puente Duero, cuando todavía el camino desde las riberas hasta Arcas se hacía sin apenas impedimento, por sendas de campo a través y pinares, bordeando la Fasa y Laguna, la noche nos cayó encima. Con once años, en un lugar completamente desconocido para nosotros, terminamos por desorientarnos y meternos en un maizal. Un gigantesco laberinto de mazorcas y cañas del que a duras penas pudimos salir desperdigados por las cuatro esquinas del sembrado. Descarriados del buen camino atinamos, saltando por acequias, senderos ignotos y pinares idénticos a divisar, cuando nuestro pavor era tan denso como la oscuridad, las curvas blancas de la casa de las dominicas francesas -¿o eran irlandesas?-, como un faro salvador en la noche cerrada. En aquella infausta ocasión lo de pupila nichi no había surtido demasiado efecto, o quizá es que no habíamos comido suficiente zanahoria. Todavía.
Tras cuarenta y tres años, me pregunto que habrá sido del P. Alfonso. El libro de geografía sigue intacto en mi estantería, lo abro al azar por la página 137 y allí están esos mapas por regiones que tanto me gustaban. Con sus pequeños dibujitos, según las zonas de producción, ovejas, espigas, guisantes, mantas, racimos de uva, cerdos, naranjas (en la Huerta de Murcia). Hasta la torre de una mina pegadita a Barruelo de Santullán. Cuarenta años y tantas cosas han desaparecido. En Barruelo hace siglos que cerraron las minas, las mantas de Palencia son las importadas de China, y, apuesto, que de la huerta murciana no quedan más de unos centenares de tahúllas. En algún rescoldo de la memoria, la severidad extrema del P. Alfonso permanece inmutable. Pupila nichi.
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