Saturday, January 23, 2016

¡AHORA LOS CURAS Y FRAILES MANDEN MUCHU...FACES BIEN CHAVAL! (II) por Faustino Martínez García

Vista aérea de La Mejorada
Y llegó el día de mi marcha. Tenía que estar presente en el Colegio el día 29 de septiembre. Los consejos de mi madre y de mi padre se repitieron. Dimos un último vistazo al contenido de la maleta. Mi padre no iría a la mar esos días por lo que decidió marchar el Domingo, día 27 de septiembre a Gijón para coger el tren y así aprovecharía para llevarme a ver el partido de futbol del Real Sporting de Gijón que jugaba contra el Sevilla. Dormiríamos en casa de una familia amiga de mi padre y al día siguiente, lunes día 28 saldríamos de noche en tren hacia Valladolid.
La noche anterior a mi viaje (Capítulo I del relato en este enlace) dormí mal pues estaba nervioso, excitado ante aquella experiencia que se abría ante mí, llena de estímulos nuevos, personas nuevas desconocidas, paisajes, trenes, amigos.
Por la mañana nos levantamos temprano para dirigirnos a la estación del ALSA que está debajo de la escuela nacional de mi maestro Don Mariano. Mi padre llevaba la maleta. Mi madre nos acompañó hasta la estación mientras mi hermano José Manuel se quedaba cuidando a mi pequeña hermanina, Sagrario. Allí nos encontramos con unas cuantas personas que iban para Gijón y que se interesaron por mi presencia y con la maleta que portaba. Me preguntaron por mi viaje deseándome también lo mejor.
Me sentía contento y excitado por el viaje que iniciaba. Creo que no era totalmente consciente de los aspectos afectivos, la lejanía, la distancia física y emocional que se desencadenarían en aquel largo periodo de tiempo de mi ausencia. Apenas era consciente de lo que significaba e implicaba alejarme de mis padres y hermanos durante un año entero sin volver a verlos sin su presencia y apoyo. No sabía lo que ello podría afectar en esa edad sin la tutela, sin la presencia afectiva y orientadora de mis padres.
Mientras esperábamos que el ALSA se pusiera en marcha mi madre me miraba y me retenía entre sus brazos como si no quisiera separarse de mí. Yo sentía la protección y el cariño de sus brazos que se apoyaban en mis hombros. Por un momento sentí el desgarro de la despedida, aunque la compañía de mi padre que iría conmigo hasta La Mejorada lo atenuaba. Las puertas del ALSA se abrieron y llegó el momento de subir. Me daba la impresión de que mi madre no quería soltarme. Su impulso materno y protector sufría con mi marcha. Me llenó de besos y yo a ella. Y ví que quería llorar, pero contenía sus lágrimas.
- ¡Si tú non llores… yo non lloro…!  - me dijo una vez más como para justificar que estaba reprimiendo sus lágrimas. Pero algo muy profundo en su corazón de madre se revelaba al tener que dejar marchar a un hijo tan pequeño lejos de casa.
¡No mama…! non lloro…!  - le contesté queriendo aliviarla.
¡Ye por tú bien… fiu… ye el tu destinu…!  - me dijo mientras me daba el último beso.
¡Has de comer todo lo que te den…!  - me dijo preocupada y sabedora de mi mala comedera.
¡Sí mama…!  - le dije sabiendo que ella no estaba convencida sobre este aspecto.
Subimos y me instalé al lado de mi padre junto a una ventanilla desde donde podía ver a mi madre que lloraba mirándome fijamente.
El ALSA ascendió por las curvas de Llastres hacia Gijón. Volví a recrearme viendo la “velocidad” con que pasaban ante mí los árboles y la vegetación de las cunetas y de los prados. Cuando llegamos al Alto del Infanzón mi padre me enseñó las obras de la futura Universidad Laboral de Gijón que se estaban terminando. Todos los viajeros mirábamos por la ventanilla aquella obra gigantesca. Alguien comentó:
- ¡Dicen que Girón está comiendo de ello tou lo que quier y más…! Nadie apostilló aquel comentario dado el miedo a las manifestaciones políticas, pues nos decían que la policía secreta de Franco se infiltraba y controlaba los movimientos de la gente en los autobuses y trenes.
Por la mañana, mi padre me llevó a ver grandes barcos mercantes atracados en el puerto del Musel. Nunca había estado tampoco en aquel famoso puerto del que tanto había oído hablar. Mis ojos de adolescente no cesaban de fijarse en aquel nuevo mundo que se abría ante mí con motivo de mi marcha hacia el Colegio de La Mejorada. También, por primera vez, me puse en un tranvía para trasladarme por la ciudad de Gijón. Era un tranvía en los que el chofer tocaba la campana para avisar a los transeúntes.
Por la tarde me llevó hasta el Estadio del Molinón. Observé una marea humana que iban andando hacia el estadio. Otros venían en los tranvías. Mi padre sacó las entradas y pude contemplar y traspasar las puertas de aquel mítico Estadio del Molinón, que yo tenía en mi álbum de cromos. Como a todos los niños de pueblo, creo que mis ojos se deberían abrir como platos contemplando aquel espectáculo.
La imagen de aquel estadio y la plantilla de jugadores la tenía memorizada con su imagen y con sus nombres en mis cromos que coleccionaba. Ahora los tenía ante mí. Ya no eran cromos. ¡Eran la realidad que deslumbraba mi admiración futbolera de adolescente! Y allí estaban para mi contemplación y fascinación. Casi los podía tocar o pedir un autógrafo. Por primera vez ví jugar al Real Sporting de Gijón en el Molinón contra el Sevilla.  Mi padre y yo nos sentamos en las gradas -” Este” que están al pie del campo, casi a mitad del estadio. Mis idolatrados jugadores de adolescente pasaban a mi lado, corrían, saltaban, regateaban, sacaban “corners”, e incluso se pegaban, casi los podía tocar con mis manos. ¡Eran los jugadores que tenía memorizados en todas las alineaciones de mi colección infantil de cromos! Parece increíble, pero cierto. ¡Me sabía de memoria todas las alineaciones de los equipos de Primera División, además de la lista de los Reyes Godos! Allí había visto al mítico Campanal, a Sión, a Prendes, Molinucu, Guillamón, Sánchez, etc.
Comenzó el partido y el griterío del público era también un fenómeno de masas nunca visto y oído por mí. Pronto comenzaron los insultos dirigidos especialmente al árbitro, que me pareció que estaba atemorizado por aquella impresionante presión y vocerío. Los insultos a coro contra el árbitro arreciaron de forma increíble. ¡Nunca había visto ni oído una masa humana vociferando al mismo tiempo contra una persona! Le gritaban” Cucaracha…” (debía ser porque iba vestido totalmente de negro…” Hijo de…. “. No había insulto que no le gritaran.
En un momento dado vi cómo delante del propio árbitro un jugador del Gijón dio un rodillazo intencionado, como una auténtica maña sucia, en los testículos de un jugador del Sevilla. El jugador sevillista cayó al suelo fulminado. El árbitro lo tuvo que ver y no le expulsó ni sancionó al jugador del Gijón. Creo que no se atrevió ante la presión del público. Por aquel entonces no había tarjetas amarillas ni rojas. El partido terminó con la victoria del Sporting por 4 a 2. ¡Ya podía decir que había visto mi primer partido oficial de futbol de Primera División ni más ni menos que en el Estadio del Molinón!
Estaba feliz… y aquello de ir para un colegio se presentaba la mar de interesante.
Ahora me quedaba otra experiencia que me hacía mucha ilusión: viajar en tren. En mi vida pensé que siendo tan pequeño pudiera tener aquellas experiencias que niños de mi edad no solían tener. Mis “amiguinos” de Llastres, la mayoría no habían viajado nunca en tren y creo que tampoco los habían llevado a ver un partido de Primera División. Me sentía un privilegiado y me hubiera gustado compartirlo y disfrutarlo con ellos.
Por la tarde, después del partido, mi padre me llevó al cine Robledo, que está al final del Paseo de Begoña. Su grandiosidad en comparación con el cine “Roge” de Llastres, me deslumbró. Vimos la película “La guerra de Dios” en la que trabajaba Fernando Fernán Gómez haciendo el papel de cura.
Luego nos dirigimos en tranvía hasta el barrio obrero de Gijón, a la Calzada, donde tenía mi padre unos amigos, que alguna vez se habían hospedado en nuestra casa de Llastres durante las fiestas de San Roque. Nos recibieron muy bien y nos acomodamos en unas modestas camas. A mí me habilitaron una pequeña y estrecha en el pasillo. A pesar de las incomodidades de aquella casa capté el cariño que tenían a mi padre aquellos amigos suyos que pusieron lo que tenían a nuestra disposición. Creo que su amistad les venía de cuando la guerra y posiblemente aquel señor fuese el que le puso al corriente de todos los desmanes que se habían producido en Gijón, en la cárcel del Coto, en la “Iglesiona” y en la Iglesia de San José durante y después de la guerra.
Al día siguiente, lunes, acompañé a mi padre que visitó a sus amigos pescadores de Cimadevilla. Admiraba a mi padre por la cantidad de amigos que tenía entre los marineros de Gijón. Le conocían y él conocía a todos de coincidir en el puerto en diversas costeras. Me parecían gente buena y sencilla, como si perteneciesen a otro “Gijón”, al popular, el que estaba separado de la Calle Corrida, del “Gijón” de los señoritos que no vestían mahón.
Lo más lejos que había viajado de niño había sido a Covadonga con mis padres y a Villaviciosa. Ahora en cuestión de poco tiempo ya había ido a Gijón y pude ver grandes barcos atracados al Musel. Todo parecía como si ir a estudiar a La Mejorada trajera consigo un sin fin de novedades y experiencias estupendas para un adolescente.
Al caer la tarde–noche llegó el momento de montarme en el tren. Fuimos en tranvía hasta la estación del Norte. Nunca había visto un tren e iba a ser mi primer viaje en tren. Tan solo los había visto en las películas. Nada más entrar en la estación me sobrecogió ver aquellos largos trenes y la majestuosidad de las máquinas de vapor que bufaban y lanzaban al aire humo y pitidos.
El trajín de viajeros y maleteros era estresante, lleno de prisas como si la gente temiera perder el tren. Por los altavoces de la estación sonaban las convocatorias y últimas llamadas de “¡viajeros al tren!  Mi padre me dijo que teníamos que estar atentos a la llamada para el nuestro en la que se nos anunciaría el andén y destino. Mi padre dominaba aquello de los trenes. Seguramente era de cuando había estado en Madrid, como prisionero del Batallón de Trabajadores, cargando y descargando trenes y cuando vino de vuelta de la guerra hasta esta estación del Norte de Gijón.
- ¡Pasajeros con destino a Madrid, estación del Norte “¡Príncipe Pío”, tren situado en anden 2, próximo a salir!  – anunció por la megafonía una voz de hombre -. Pasamos a nuestro andén y aquel tren que tenía frente a mi tenía una enorme máquina de carbón que vomitaba vapor y además era muy largo.
Como todos los viajeros nos dimos prisa como si fuéramos a perder el tren y nos montamos en uno de aquello largos vagones introduciéndonos en uno de los compartimentos. Mi padre puso en lo alto mi maleta y nos acomodamos en uno de los asientos mirando en dirección de la marcha. Desde el lado izquierdo del vagón iba observando todo el bullicio que se movía por la estación del Norte: gente que se despedía de los que viajaban aquella noche, quintos que iban de vuelta para el cuartel, novias, padres. En nuestro compartimento entraron otras personas que se despedían, bajada la ventanilla, de sus seres queridos. Yo me acordé de mi madre y de mis hermanos que quedaban en Llastres.
Y el tren se puso en marcha lentamente. Me llamó el ritmo “in crescendo” que producía el tren a lo largo de todo el trayecto. Me acordaba y canté para mis adentros la canción del “chachachá del tren”. Me gustaba lo que estaba viviendo. Era de noche y a lo lejos, a mi izquierda, tan solo veía y se me despedían las luces de las afueras de Gijón y de las aldeitas que hay entre Gijón y Oviedo. Por el pasillo del tren deambulaban muchos viajeros que no estaban dispuestos a sentarse todavía en su largo viaje hacia Madrid. Nosotros no nos movimos de nuestros sitios y aprovechó mi padre a sacar unas chuletas empanadas que nos había preparado nuestra madre. Estaban frías pero muy ricas teniendo en cuenta la calidad de la buena carne que había comprado. Algunos de los que compartían con nosotros el mismo compartimento sacaron sus tortillas y nos intercambiamos entre todos algo de cenar. Me gustó la amabilidad de todos los que íbamos aquella noche en aquel compartimento. Cada cual se interesó por el motivo de su viaje. Mi padre les indicó el destino del nuestro y alguien dijo:
- ¡Ahora los curas y los frailes manden muchu…. faces bien chaval…! - me dijo mientras partía un trozo de chorizo.
Nosotros no comentamos nada y nos sorprendió la llegada a la Estación del norte de Oviedo. Tampoco había estado nunca en la capital del Principado. Luego llegamos y paramos en Mieres y en Pola de Lena. Observé cómo subían al tren muchos niños como yo, con sus padres. Los padres llevaban boina y parecían, como el mío, curtidos trabajadores de la mina. Curiosamente las madres no venían. No sé por qué, pero tan solo venían los hombres con sus hijos.
El tren se llenó rápidamente de una algarabía nerviosa de adolescentes, que portando sus maletas con ayuda de sus padres iban buscando sus compartimentos. Eran nuevas caras, futuros amigos. Nos mirábamos unos a otros estudiándonos e intuyendo unas mismas vivencias y sentimientos. Aquella noche de tren tardé en conciliar el sueño. Estaba excitado por lo vivido y visto aquel día memorable, así como por mi primera experiencia de ir toda aquella noche en tan largo viaje en un tren tan largo. El rítmico traqueteo de los vagones sobre las vías me incitaba a abandonarme sobre el regazo de mi padre. Mientras intentaba dormirme repasaba todo aquél cúmulo excitante de experiencias nuevas que había vivido. Mi imaginación se proyectaba sobre La Mejorada. Intuía, a mi manera, lo desconocido que me esperaba, lo que podría significar el vivir lejos de mi conocida “tierrina” frente a la mar, la nueva oportunidad de proyectarme y crecer como persona, quizás como futuro Dominico, o lo que Dios tuviera a bien depararme. La verdad era que mi único horizonte vital conocido en mi infancia y al que estaba habituado era el mar, las verdes praderas asturianas y el macizo de la Sierra del Sueve. Apenas había viajado y ahora estaba sumergido en una excitante excursión. Según ascendíamos el Pajares y cruzábamos los innumerables túneles que algunos de aquellos futuros amigos contaban, repasaba los consejos que mis padres me habían dado para aquella nueva etapa de mi vida.  La excitación de tanta novedad e ilusión por ir a La Mejorada me hacía pensar que aquello de ir a estudiar a un colegio, era realmente algo apasionante y lleno de oportunidades nuevas que nunca había podido imaginar años antes en mi “pueblin” marinero.
Podrá creerse que no es propio de esas edades valorar, a su modo, la importancia que yo le daba a aquella situación nueva para mí. Sin embargo, debo decir que, bien por los consejos de mis padres, por las palabras de mi maestro Don Mariano, por el ejemplo que ya había visto en otros seminaristas que estaban en el Seminario de Oviedo, como José Antonio Olivar y Carlos Capellán, bien por mis amigos que me precedieron, Andrés Cueva, Ángel Llera y Ángel del Valle, o bien por mis propias reflexiones, era consciente de lo que dejaba atrás. También es verdad que me faltaba conocimiento más amplio, madurez.  Aquella decisión que habían tomado por mi y que yo también asumía con las limitaciones, condicionamientos e inmadurez de la edad y de aquel momento de nuestra historia, la hacía mía. Por todo cuanto había experimentado desde entonces, me ilusionaba, a pesar de todos los condicionamientos de mis intereses de adolescente.
Tenía claro que quería ir a un colegio, que quería estudiar más, que aquella era una oportunidad para mi futuro que no estaba dispuesto a desaprovechar. Tenía “claro” que no tenía “claro” lo de ser algún día fraile, pero estaba dispuesto a experimentar y ver qué me podría deparar aquel tren que estaba pasando por delante de mi vida de adolescente. Tenía “claro” que no sabía en qué terminaría “aquel viaje vital” que estaba iniciando, pero no estaba dispuesto a apearme por el momento.
 Aquella oportunidad, aquel privilegio que se me brindaba –como tantas veces he venido diciendo-  me llevaba a valorar el esfuerzo de mi familia que se desprendía de mi a pesar de que me necesitaba para que sumase mis fuerzas en las faenas de la mar. Mi padre me necesitaba para ir en su día para ayudarle en las tareas de la mar y sin embargo había renunciado a ello. Mi hermano mayor también se sacrificaba pues no tendría mi ayuda en la mar. Mi hermana pequeña acababa de nacer unos días antes de mi marcha y yo apenas era consciente de aquel nuevo ser que ocupaba mi lugar en casa.
Este sacrificio de mis padres formaba también parte de mi sacrificio y disposición a sacrificarme, lo estaba asumiendo y formando parte de él. Ir a La Mejorada, - como he dicho -  era un “tren existencial” que pasaba ante mi vida de casi niño que no quería perder ni desaprovechar. Este talante y estado de ánimo me acompañaría siempre desde entonces, como si fuera el trasfondo psicológico y afectivo de todo cuanto iba viviendo en esta nueva andadura de mi adolescencia.
El olor a humo que entraba por las ventanillas, las toses, las voces y la algarabía que se producía al cerrar las ventanillas de los compartimentos para que no entrara la humareda de la máquina del tren no facilitaba el dormir.  Nunca había pasado por un túnel. Parece una tontería, pero me hacía ilusión experimentar aquella vivencia de comprobar cómo aquel largo tren se introducía por las entrañas de la tierra. Cada entrada en un túnel se convertía en un jolgorio y “zafarrancho” de emergencia en el que la gente de los compartimentos se apresuraba a cerrar las ventanillas del tren. Incluso me alegraba ante tanta algarabía. Desde mi compartimento oía las voces de chicos como yo que deberían ir en grupo y se conocían entre sí. Algunos de ellos salieron de sus compartimentos y ocuparon el pasillo del tren. Pasados los días, comprobé que iban para el mismo colegio que yo. Eran casi todos ellos hijos de mineros de la zona de Pola de Lena, Campomanes y aldeas próximas. Me encantaba oír sus voces y risas, así como descubrir el rítmico traqueteo del tren y sus pitidos.
Aquellos nuevos y desconocidos compañeros míos que iban en compartimentos próximos al nuestro, al parecer por lo que se desprendían de sus comentarios, sabían mucho más que yo de trenes y de túneles. Algunos hablaban del túnel de La Perruca como el más largo de España. Yo solo había oído nombrar en la escuela al túnel del Simplón en Suiza. ¡Pasar por primera vez bajo un largo túnel como aquel que parecía interminable era una hazaña para mi cuenta de experiencias que no todos mis amigos adolescentes de Llastres podrían contar! ¡Cuántas vivencias podría yo contarles a los amiguinos de mi pandilla que dejaba atrás!
Debió ser, pasado el túnel interminable de La Perruca, cuando me caí rendido apoyado en el hombro de mi padre. Entre sueños, me pareció oír más adelante, que habíamos llegado a León. Allí, en medio del silencio, iban ascendiendo más críos con sus padres. Luego supe también que muchos procedían especialmente de Ponferrada, Cacabelos y otros pueblos del Bierzo, así como de Astorga. Unos golpes de martillo contra las ruedas del tren verificando su seguridad me parecían anunciar la inmediata marcha.
La noche también se fue adormeciendo en silencio con el traqueteo monótono del tren. Recuerdo que, a mitad de la noche, nos despertaron sin contemplaciones un par hombres. Abrieron las puertas de compartimento e hicieron un amago de enseñar bajo la solapa de sus chaquetas unas insignias de policías secretas. Con un semblante serio repasaron las caras de todos lo que allí estábamos, especialmente de los hombres, pidiéndoles el carnet de identidad. Era evidente que venían buscando a alguien o controlando a la gente que viajaba en nuestro tren. Preguntaron por la presencia de tantos niños en aquel vagón. Recuerdo que mi padre les advirtió que iban para el Colegio de los Padres Dominicos de La Mejorada. Me dio la impresión de que mi padre utilizó a “los frailes y a la iglesia” para impresionar la arrogancia de aquellos policías. Comprobé que al nombrar a los frailes Dominicos suavizaron las formas y la tensión de aquella brusca visita.

Pasado un tiempo, sin saber donde estaba, recostado sobre el costado de mi padre, me pareció escuchar que estábamos en Venta de Baños. Volví de nuevo a oír los martillazos que recorrían tanteando y “despertando” las ruedas para que no se “durmieran” en medio del silencio de todos los viajeros.

Saturday, January 2, 2016

Mens sana en nebula sana

El señor Maurino, nuestro vecino de 75 años, ya ha pasado dos veces por delante la portada. La primera llevaba un azadón para regar sus patatas tempranas de la vega. Ha vuelto de vacío y ahora lleva una carretilla con un saco, quizá de nitrato para abonar, y un bote de conserva envuelto en una media, a modo de sulfatador, para exterminar, supongo, los escarabajos de sus plantas.

Al pasar la primera vez me ha mirado de reojo, con desconfianza y un cierto aire de desdén. Por un momento, he creído que me iba a lanzar una de sus humoradas, pero en el último instante ha preferido acelerar el paso camino del puente. Matar escarabajos es imperativo antes de que el sofocón de mediodía aje sus tubérculos. La calorina aprieta a finales de julio en las extremidades de la meseta castellana. Permanezco bien guarecido a la sombra, en la vieja portada, mientras me aplico a mi tarea con renovado ardor.

Por la mañana he cortado, encaramado en un salce de la orilla del río, un poste, una vara como dicen en el pueblo, de unos dos metros de altura. Tiene algunos nudos y alguna leve curvatura, pero enhiesta aparece medianamente derecha. Cuando el señor Maurino pasa por segunda vez estoy enfrascado en una tarea algo más complicada. He desarmado, a golpes de martillo, una caja de mandarinas “El Pillín” (Cieza, Murcia) y, con no pocas fatigas, he conseguido ensamblar con sus tablillas un cuadrado más o menos de medio metro de ancho y otro tanto de largo. He clavado en la parte trasera otras dos en sentido longitudinal lo que refuerza su solidez, aunque, finalmente, la superficie no queda todo lo plana que a mí me hubiera gustado.

El señor Maurino -que pasa por ser uno de los expertos del pueblecito, en todo lo que se tercie, desde si la avena tardía hay –o no- que sembrarla a primeros de abril o a últimos de mes, hasta como deben repicar los monaguillos las campanas antes de las misas de difuntos- me ha observado durante un par de minutos. Aparentemente mis habilidades de ebanista aficionado, escasas por lo demás, no sólo no le han convencido, sino que han terminado por intrigarle del todo. Sin decir nada, se sienta en la peña que sirve de banco en los atardeceres, asentada enfrente de la portada, mientras observa mis tejemanejes concienzudamente. El sol de media mañana comienza a hacer estragos en las gallinas que buscan reparo debajo del carro de las vacas. El señor Maurino se cala la boina, la ladea hacia la parte que más le da el sol, hasta el punto de cubrirse sólo media cabeza, pero así protege la totalidad de su curtido rostro, producto de resecos estíos y gélidas sementeras. Tras diez minutos de minuciosa observación y ante la imposibilidad de recrear en su mente la finalidad del artilugio que estoy modelando, termina por exclamar, con rotundidad, a medio camino entre la pregunta y la interjección: “¡Qué putas mierdas no os enseñarán los jodidos frailes!”

Los jodidos frailes, percibo un ligero matiz sardónico en su entonación, son muy conocidos en el pueblo ya que no hay menos de cinco de la misma orden, la dominicana, en el ejercicio de sus funciones. Además, el señor Maurino, que ha tenido un hijo hasta hace poco en su internado, les conoce bien. En realidad, sus salidas de tono son consustanciales a su manera de hablar, no hay nada ofensivo en su lenguaje.

Es católico devoto, jura sólo en casos extremos y suele llevar la cruz procesional el día del santo patrono. Como toda la gente del pueblo, se muestra hacia ellos, hacia los jodidos frailes, extremadamente respetuoso y considerado. Así, cuando el P. Félix, el P. Emiliano y el P. Agapio, tres hermanos misioneros repartidos por el mundo, aparecen en las vacaciones veraniegas, siempre les saluda condescendientemente, besándoles la mano que se le ofrece, como hace con el obispo, precedido de una ligera inclinación de cabeza y, naturalmente, retirando la boina.

Todo ello forma parte de un ritual obsequioso, lindando con la lisonja, hacia el aura que, supuestamente, les envuelve, en gran parte admiración por haber podido escapar de la reja del arado con sus correspondientes sementeras. Más, si cabe, porque el P. Agapio es quinto suyo y ahora predica en la lejana Manila. Y ¡cómo no!, porque a finales de los sesenta, el dar la misa, como los parroquianos suelen decir, es harina de otro costal. Un costal intangible e intocable al que se le debe, nunca mejor dicho, un sagrado acatamiento. Tengo casi trece años y yo pretendo, de la mano de esos jodidos frailes, escapar también de los barbechos baldíos y de la recogida de remolacha azucarera a diez grados bajo cero. Cierto que con esa edad yo no soy plenamente consciente, aunque algo intuyo, mayormente por la insistencia de mi madre, de que no aprobar tercero equivaldrá a volver para arrear las vacas camino de los pastos del monte, cuando las hojas de los robles estén todavía muertas. Así que mejor aplicarse. Por el momento, a mediados del verano de 1969 -antes de ayer contemplé boquiabierto sobre la pantalla en blanco y negro como un americano caminaba sobre la superficie de la luna- acabo de recibir las notas del internado. Segundo de bachillerato ya es historia. Notable, salvo en Formación Manual y Educación Física: Suficiente.

Finalmente, el señor Maurino se rinde ante la incomprensión de mis apaños con las tablas, clavos y martillo. Estoy a punto de cumplir 13 años, pero los juramentos y exabruptos de mis paisanos no me llaman la atención. Son moneda corriente cuando la vaca suelta una coz al iniciar el ordeño o cuando el cerdo en la matanza no deja de chillar pese a que, del cuchillo, clavado en su papo, apenas se percibe el mango. “¿Pero que hostias estás enredando?”. Si acaso me sorprendo por el uso del vocablo enredar, en la aldea usado como sinónimo de idear, maquinar. Supongo que es consecuencia de ver los primeros telediarios de TVE en blanco y negro. Intento recordar si Jesús Hermida usó durante la retransmisión del alunizaje la palabra maquinar. No me suena.

La pregunta del señor Maurino me llega en el momento más delicado de mi tarea. Con unas tenazas he conseguido hacer una aproximación a un círculo usando el asa de un cubo de latón que mi madre ha desechado porque ni los quinquilleros han podido reparar el fondo adecuadamente. Ni siquiera sirve para transportar la avena gruesa con que alimentamos a los polluelos en el corral. El problema consiste en conseguir que la circunferencia de latón, perpendicular a la tabla, se fije sobre ella. Dos clavos retorcidos en torno al precario aro lo ajustan sobre el tablero, pero sé que, al primer golpe del balón, el aro se desencajará y meter la pelota dentro, con él semipegado contra la tabla resultará imposible. “Una canasta de baloncesto, señor Maurino”. Que el señor Maurino me haya descentrado de mi cometido imposible (Suficiente raspado en Trabajos Manuales) no significa que evite dirigirme a él con el deferente apelativo de señor. Aunque sé, de ahí mi trabajo en esforzado silencio, que enhebrar la conversación, por sucinta que ésta sea, es darle pie para que empiece a ofrecerme lecciones interminables sobre lo que me traigo entre manos. Aunque sea la primera vez en su vida que observa un artefacto semejante. No tiene ni idea de lo que es una canasta de baloncesto. Como mucho ha visto porterías de fútbol que los mozos del pueblo han erigido en un descampado de las eras, al otro lado de la carretera, por el simple procedimiento de cortar dos árboles de la chopera. Pero ellos no se han enfrentado a la dificultad de colocar un aro.

Sin embargo, para el señor Maurino, tan didáctico como charlatán, esto no representa ningún problema. El caso es disertar a cualquier precio. Peor aún. Para mí ya disminuida autoestima de carpintero, me arrebata el martillo de las manos y a la vez que intenta engarzar otro par de puntas más largas entre el aro y la tabla de las mandarinas exclama: “Pero, ¿qué coño te enseñan los jodidos frailes?”. Para él, lo de jodidos debe ser un adjetivo indivisible con el sintagma nominativo de frailes. Lo de “coño”, termina por parecerme un epíteto demasiado suave para sus habituales imprecaciones.

El machacar la cabeza de las puntas debe haber templado su ánimo, hasta el punto que se ha percatado repentinamente de mi rigurosa educación religiosa porque, disimuladamente, se persigna al acabar su faena. Satisfecho de su breve, por lo demás inútil enseñanza, puesto que la sustentación del aro, me temo, no ha mejorado ni una pizca, se despide con un lacónico y condensado: “¡Aprende, cojones, chaval, ¡cómo se hacen las cosas!”, mientras toma, de nuevo, la senda hacia la cañada.

Mi canasta es precaria, mi pelota de baloncesto es una de fútbol medio deshinchada, pero al menos tengo las herramientas para emular al inimitable Emiliano en el Torneo de Navidad del Real Madrid. Atravieso el pueblo con mi frágil armatoste deportivo a las espaldas: poste, tablero y aro que, amenazadoramente, vibra con cada paso que doy. Como si de un momento a otro se fuera a desplomar. Las artes carpinteras del señor Maurino, como me temía, son bastante inferiores a la rotundidad de su parla. Mal que bien, llego con el artilugio al antiguo campo de fútbol de las escuelas. Era el terreno de juego donde, en las tardes somnolientas de principios de junio, saltábamos por la ventana y, ni cortos ni perezosos, organizábamos a gritos los equipos, disputando, mientras nuestro maestro dormitaba encima de su mesa, interminables partidos. El campo está delimitado por el alféizar de canto rodado de un antiguo corral cuyas paredes han desaparecido hace tiempo. De los postes sólo queda el hoyo semienterrado.

Extraigo un poco de tierra, introduzco mi poste y con unas piedras ajusto su base lo mejor que puedo, aunque su firmeza deja mucho que desear. Cada vez que el balón golpea el tablero se tambalea como los juncos del río en las tardes de cierzo. De un montón de paja, hallado en una era vecina, marco el oval de la zona de personales. Puedo sentirme orgulloso. Soy el único jugador de baloncesto en 140 kilómetros a la redonda. Poco me importa que haya llegado el mediodía y los olmos que delimitan las riberas del río se agostan bajo la desabrida canícula. Yo lanzo una y otra vez la pelota, me sitúo de espaldas al aro y practico los ganchos que he visto hacer con pasmosa facilidad a Luyk. El poste es demasiado alto y a duras penas consigo alcanzar la pelota con el aro. Afortunadamente la pelota, demasiado fofa, no le golpea con dureza, así que, milagrosamente, la canasta resiste mi larga sesión de entrenamiento.

Mi padre, que por casualidad pasa con el motor de riego camino de la huerta de La Rinconada, también se sorprende al verme usar una pelota de fútbol, no en una portería, sino en el aro del antiguo caldero. Menos expresivo y menos dado a las excentricidades lingüísticas que el bueno del señor Maurino, se limita a comentar: “¿Dónde has discurrido todo eso? Venga, arrea p’a casa a por la manguera”. Así acaba mi primer día de práctica baloncestística en solitario, al que siguen un par de días más, hasta que el aro cede, las tablas se desclavan y el poste termina por desplomarse.

Al menos, o eso creía yo, ya estaba casi preparado para que en la próxima temporada del equipo DAR de baloncesto no chupara tanto banquillo. Durante todo el curso pasado me habían incluido en la plantilla, mayormente por mi altura y no tanto por mis cualidades encestadoras. Aunque yo me había negado a reconocerlo. Había jugado escasos minutos, los de la vergüenza, casi siempre cuando íbamos ganando por 15 o 20 puntos de diferencia a los de Cristo Rey. La canasta era un plato de segundo gusto. A mí lo que realmente me hubiera apetecido hubiera sido formar parte del equipo de fútbol. Desgraciadamente para mí, otros camaradas, que, si hubieran persistido seguro que se habrían convertido en profesionales destacados, estaban mucho más dotados que yo para el regate. 

Mientras me había entrenado en solitario, habían revenido las imágenes traumáticas de la final del campeonato vallisoletano, unos tres meses antes, en la que apenas había participado. Envueltos en la espesa neblina de un final de abril pucelano, no me habían concedido la gracia de despojarme de mi espléndido chándal azul con sus impecables hombreras blancas. La inmaculada camiseta blanca con la inscripción DAR (Dominicos Arcas Reales) no rezumó ni una sola gota de sudor preadolescente en aquella proeza infantil.


Mis compañeros, sobre un rugoso campo de arcilla empapado por la niebla, que apenas dejaba ver la canasta contraria desde el medio campo, me proclamaron campeón alevín de Valladolid, sin que yo tocara ni una sola vez la bola. Contra el, hasta entonces, invencible equipo de la SAFA. Ni un solo segundo pude disfrutar de aquella victoria heroica. Desde aquel día comencé a detestar tanto la niebla como las matemáticas. Cierto, nada tiene que ver el fenómeno meteorológico con las ciencias exactas. Pero en mi memoria infantil quedo grabado para siempre, de manera traumática, que el entrenador, además de ser mi profesor de matemáticas, no me concedió la mínima oportunidad para convertirme en héroe deportivo del victorioso Club DAR. No pude disfrutar ni un solo minuto de gloria al amparo de la espesa niebla del Pisuerga.