Saturday, January 29, 2011

Las oraciones perifrásticas (1 de 5)

Mi equipaje literario antes de aterrizar en las Arcas Reales era más bien ligero. « El Parvulito » y la « Enciclopedia Álvarez de 2º Grado » tenían no pocas limitaciones pedagógicas. Como mucho, Don Tino, nuestro maestro de la escuela mixta, nos hacía aprender de memoria algunas greguerías de Gabriel y Galán o nos aleccionaba con moralinas de las fábulas de Félix María Samaniego, Iriarte y otros adelantados a la SGAE, sin que el bueno de Esopo pudiera protestar. ¡Tantos siglos bajo las malvas helénicas!. La más repetida, por aquello de que en las aldeas de Castilla el trabajo era una de las virtudes supremas, solía ser la de la cigarra y la hormiga. La sagacidad tampoco estaba mal vista y, dado que encajaba, por lo fácilmente comprensible para nosotros, en lo que actualmente se denomina “medio natural” -“con”, por conocimiento natural, dicen ahora los de la ESO- la de la zorra y las uvas verdes también era muy popular. No necesitábamos mucha imaginación para identificar, las metáforas eran claramente prescindibles, el fruto prohibido. La tapia por la que se asomaba el parral del Sr. Sinforiano, en la huerta que estaba cerca del río, era excesivamente alta para escalarla, incluso encaramados en los hombros de nuestros compañeros de correrías. De metáforas literarias no entendíamos nada, pero el tapial de adobe coronado con los culos rotos de botellines verdes de Cruzcampo era claramente equiparable a las agraces de Iriarte.

Este modesto bagaje literario, impartido más por su densidad moralizante que por su valor literario, se vió ligeramente incrementado por mor de la rama maternal de la familia. Mi tía maestra, docente en un pueblo de la ribera burgalesa, partido judicial de Aranda de Duero, apreció que las buenas intenciones de Don Tino no eran suficientes para sortear el intrincado periplo académico que, según ella, me depararían las Arcas Reales. Así que durante un año me acogí al amparo de su generoso regazo familiar y magisterial. Aquel grupo escolar, perdido en la linde de Burgos con Segovia, se convirtió de alguna manera en la escuela preparatoria de Arcas. Hasta aquellos parajes ondulados con vides y choperas llegó el P. Santiago González cabalgando en su renqueante dos caballos. Tan convencido él, ignorante yo de ello, de mi vocación apostólica y evangelizadora. Sí, una semillita, pero vocación en ciernes, al fin y al cabo, que convenía apacentar en las Arcas Reales antes de que se desperdigara por los andurriales de las adolescencias inexistentes de las aldeas mesetarias.

Con lo cual, entre mi piadosa tía y el bueno, hasta más no poder, del P. Santiago, aunque me temo que poco perspicaz por lo que concernía a mi sino misionero, estaba claro que mi destino era tanto o más transparente que el MENE, MENE TEQUEL U PARSIN de Belsasar. En aquel año tan añorado de Fuentenebro, habiendo dejado atrás los páramos esteparios de la Palencia norteña, gané un concurso literario, el primero, único y último. Por mi dignidad profesional, quiero creer, aunque siempre queda la duda, cerca de cincuenta años después, que la maestra fue tan honrada como neutral y justa, aunque las madres de los otros alumnos pusieron el grito en el cielo, obligándola a devolver mi preciado trofeo, recuperado con posteridad de algún desván. Seguro que el contenido fue alguna redacción sobre puestas de sol entre robles (verano), la dura vida de los labradores en (invierno) o algunas líneas sobre el bucólico recorrido de los pastores en la trashumancia (primavera). Quizá la caida de la hoja (otoño). El premio era un libro de la Caja de Ahorros del Círculo Católico de Obreros de Burgos. El título, no podía ser de otra manera, “Lecturas burgalesas”. El prólogo no prometía nada bueno: “Al cumplirse el veinticinco aniversario de la exaltación del Caudillo Franco a la Jefatura del nuevo Estado, ha sido proclamada oficialmente nuestra heroica ciudad como “Capital de la Cruzada de liberación”, añadiendo de este modo otro honrosísimo blasón, etc. etc.”. El autor, A. Manzanares Beriaín, nihil obstat, de Luciano, arzobispo de Burgos.

Curiosamente, obviando la exaltación patriótico-provinciana de los prohombres históricos de la provincia a lo largo de los siglos, las biografías y hagiografías estaban narradas con cierto encanto. O al menos eso me parecía a mí. De otro modo ¿por qué lo he conservado durante cuarenta y cuatro años?. Desde “a la caza va Rodrigo/lleva en su mano un halcón/seis criados le acompañan/y su halconero mayor” hasta el himno de Burgos (sólo la letra): “Cantemos unidos a la insigne grandeza/de nuestra Castilla, de nuestro solar/sus piedras sagradas que son fortaleza/y escuela y alcázar y trono y altar”. ¿No es más enfervorizadora esta descripción, incluso desconociendo la tonadilla que lo de Asturias, patria querida?.

Por resumir. A finales de septiembre de 1967 mis conocimientos literarios se resumían en las fábulas de Samaniego y la biografía del Duque de Lerma, entre otros, que por muy burgalés que fuera, Manzanares Beriaín le atiza con la cita de una copla de la época: “Para no morir ahorcado/el mayor ladrón de España/se vistió de colorado…” (esto es, había logrado que lo eligieran cardenal de la Santa Iglesia). De alguna forma, las moralinas de Iriarte y compañía se compensaban con el ojo, sorprendentemente crítico, de las Lecturas Burgalesas. Parece evidente que estas muletillas literarias no parecían demasiado para mi inminente inmersión lingüística en el envolvente vozarrón del P. Gregorio Buena, cuyo curso de primero consistía esencialmente en los análisis gramaticales y en la inversión a la voz pasiva. El perro muerde a Pedro; el perro es mordido por Pedro.

Nuestros cuadernos de espiral, con las hojas cuadriculadas se llenaban rápidamente de frases, mayormente inanes, con el único propósito de espaciar bien los sintagmas (este vocabulario novedoso, en realidad nos llegó unos tres años más tarde, en cuarto), subrayando –requisito necesario la regla- con el bic rojo las diferentes partes y describiendo, según el mejor de nuestros conocimientos lo de sujeto, verbo y predicado. Todavía no existían definiciones impenetrables como ditransitivos, el corrector informático se empeña en corregir el vocablo,  designativos, sintagma verbal, núcleo pronominal. Todo era mucho más claro o gris, depende como se mire. No había otra otra cosa más allá de adverbios, pronombres personales, verbos copulativos, numerosas variaciones del complemento circunstancial. De lugar, tiempo, modo, etc. Pese a todo, tareas gramaticales, tan sencillas como ésa, resultaban infranqueables para muchos de nosotros, naúfragos de escuelas mixtas con alumnos de 6 a 14 años, donde la principal preocupación del maestro, con tan buenas intenciones como escasos medios, era evitar que acompañáramos a nuestros progenitores a gradear los barbechos o a tirar el nitrato en los trigales.

Primero debíamos aprender la nomenclatura, después separar las partes, asignar las siglas correctamente: S, V, CD. Como buenos castellanos que éramos, los complementos indirectos siempre se nos atravesaban entre preposiciones y verbos. El laísmo, leísmo y el loísmo eran una epidemia aparentemente irreversible, aunque no mucho peor que el deje, a veces incomprensible, de gallegos, de Astorga para allá,  y astures. Aunque sin duda, lo peor, bien que la denominación nos cayera en gracia, provenía de la voz perifrástica. ¿Diga?

En cualquier caso, con el P. Gregorio, como para el 99,9º de los enseñantes de Arcas, cualesquiera que fuera la asignatura, el quicial por el que se penetraba en el umbral, mínimamente digno del 5, era la memoria. Aprenderse el listado de preposiciones (a, cabe, con, contra, etc.) de carrerilla,  recitar a Espronceda (“Viento en popa a toda vela…”) con los ojos entornados, silabear las conjugaciones de memoria, especialmente el dañino pluscuamperfecto de subjuntivo, era más que suficiente para pasar la barrera del aprobado. Si, además, el estribillo atañía a todos los “hubiera / hubiese” que en el mundo gramatical existen, el sobresaliente se convertía en un cantar y coser. “Perfeeeecto, Duráaantez”, aseveraba con la voz engolada, ronca de Celtas cortos, agravada por los sin filtro, el P. Buena. La retentiva, incluso en una materia tan rebosante de creatividad y meandros como la lengua, era la llave para alcanzar la verdad suprema. La de no repetir curso. Así que alli estamos, todavía Pabellón de Menores, pero en las aulas de segundo, al otro lado del campo de baloncesto. Mil novecientos sesenta y ocho. (Continuará…)

Saturday, January 8, 2011

El lenguaje cinematográfico en King-Kong

Las butacas de madera, duras y resistentes como los escalones de un anfiteatro romano, pero mucho más ruidosas, propagan cada leve movimiento que, inevitablemente, alguno de los cuatrocientos o más alumnos hace para acomodar mejor sus miradas hacia el escenario. Aunque a decir verdad, los movimientos son apenas perceptibles. El interés de casi medio millar de adolescentes bien focalizado al pié de la gigantesca pantalla. Eso que la proyección aún no ha comenzado. Encandilados por los gestos y las palabras del ilusionista tratando de hacernos comprender los arcanos del séptimo arte.

Nuestra atención obnubilada por las explicaciones del P. Isidro Rubio, cuyo segundo apellido tan vasco, Intxausti, nos resulta exótico. Acostumbrados como estamos a la multitud de González y Rodríguez tan profusos en esta parte de Castilla, tierra de pinares y el padre Duero. En aquella época, mediados de los sesenta, cuando la geografía de provincias y regiones en nuestras aulas preautonómicas estaba sólamente delimitada por líneas de puntitos y trazos, le adscribíamos, sin una pizca de duda a la Navarra de los Sanchos y otros reyes que, de memoria, aprendíamos en las clases del P. Reyero.

Por lo demás, el nombre de su pueblo, Cárcar, se prestaba a fáciles juegos de palabras infantiles. Ítem más, nativo de la misma ribera del río Ega lo era el P. Elías Arróniz al que las secuelas de una enfermedad le hacía tartamudear, algo que a nuestros ojos de preadolescentes resultaba, más que chocante, gracioso. Su problema de comunicación, al contrario de lo que podría haber sido en nuestra probable crueldad postinfantil, un motivo de risión, hasta nos resultaba enternecedor. Tal era la bondad de aquella pareja de carcareses, carcarujos o karkartares (en el supuesto de que el vasco tenga su plural españolizado allende Lodosa).

Sin embargo, el P. Intauxti quedó grabado en el sinuoso recorrido de nuestro currículum académico no tanto por su bondad cuanto por su sentido (común) pedagógico. Lo de común no es una adición huera. Cuando me tocó en clase, hacia 1968, segundo de bachillerato, no debían de hacer transcurrido más de cuatro cuatro años desde que había sido elevado al sacerdocio de Melquisedec. Presupongo, signo de los tiempos, que en ese leve espacio de tiempo sus superiores no le habían, en virtud del voto de obediencia, hecho hacer un curso universitario de pedagogía o algún máster, entonces no se estilaban, de aprendizaje acelerado en la enseñanza a salvajillos, lo que nosotros éramos, venidos de los páramos castellanos y las montañas astures. Asi pues, es más que probable que su discernimiento pedagógico fuera fruto de la intuición, innnato. Porque tenerlo lo tenía. Más de uno y de siete resultamos beneficiados por su magisterio, seguramente sin que el interesado se percatara, he ahí la grandeza. Las diminutas simientes que plantaba en las artes (aprecio por Kubrick, descubrimiento de Godard) y las letras (serranillas del Marqués de Santillana, la copla de pié quebrado de Jorge Manrique), “dejonos harto consuelo/su memoria”.

El caso es que allí estábamos, cerca de cinco centenas de montaraces zagales, antes de que nos refinaran con Howard Hawks y Miguel Delibes, embobados, absortos diría yo, con el truco de prestidigitador que, con su sombra chinesca proyectada en la gran pantalla, nos proponía el P. Intauxti. En estos años hodiernos de avatares, tres de, y realidades virtuales, la propuesta pedagógica para explicarnos las técnicas del celuloide usadas por Merian C. Cooper en 1933 era, si se me permite la expresión, bastante rupestre. Pero eficaz y comprensible como ella sóla. Como si fuera ayer, veo al P. Rubio con dos plásticos rígidos transparentes, de los usados antiguamente en los proyectores de filminas, intentando hacernos comprender, ora uno delante, ora otro detrás, cómo a través del uso de transparencias, el uso sagaz y truculento de las perspectivas, las sombras en las maquetas, Fay Wray se nos iba a aparecer, dentro de breves instantes, desvalida e inmensamente frágil en las garras del monstruo. Y así fue. 

Hubo algunas películas antes. Ciertamente no pocas en la onda de la exaltación piadosa, Fray Escoba, El agua de Bernardette, La señora de Fátima y un rosario más de ellas. Algunos buenos padres creían que el arrepentimiento de nuestros pecados, pecadillos, más bien, nos llegaría de un momento al otro mientras el Cristo silencioso de la cruz alargaba su mano para tomar el pedazo de hogaza que le tendía Marcelino. El de Marcelino pan y vino. Miles de ellas después. Y sin embargo, aquella proyección de King-Kong quedó grabada, un auténtico bautismo cinematográfico que imprimió carácter, en nuestras virginales memorias infantiles. Soy testigo de ello.

Durante varias semanas, con nuestros escasos doce años, apenas escapados de barbechos y sementeras, nos pasábamos los recreos discutiendo si en tal o cual escena, el ardid se había basado en el uso de un plano en contrapicado, si las chozas modeladas de los salvajes isleños del Pacífico eran de mentirijillas o cómo el Empire State debía de haber sido filmado desde un dirigible. Por supuesto, nuestro conocimiento de las técnicas cinematográficas era inexistente. Sin embargo, como por arte de birbiloque, durante unos días nos olvidamos de Amancio, dejamos de discutir sobre los orsays para pasar durante los recreos a usar las cortezas del pinar vecino simulando las canoas que arriban  a la isla Calavera, a la vez que acosábamos al P. Cándido Pérez, profesor de manualidades, para que nos enseñara a construir maquetas a troche y moche. De repente, por obra y magia del P. Isidro, el cine,  evasivo y subversivo, quedándose para siempre, había aterrizado en nuestras vidas de rutina, horarios y disciplina paramilitar.

Es muy posible que cuarenta y dos años después, el tiempo y la distancia hayan embellecido los recuerdos. No obstante, puedo jurar y perjurar por todos los santos de la corte celestial que en todas las discusiones cinematográficas sobre la Nouvelle Vague francesa en las que he participado, en cada una de mis asistencias a cineclubs madrileños variopintos y semiclandestinos, el Caudillo espichándolas, y, por supuesto, cada vez que King-Kong se me aparece en sueños o en Canal Satélite Digital, ahí está, ¡cómo no!, el P. Intauxti con sus transparencias de plástico rígido, sus perspectivas y sus maquetas.

Posiblemente, como él suele afirmar, no es para tanto, amigos, ahora todo es evocación y tiempo marchito. ¿O no?. Siempre resultan misteriosos y enigmáticos los mecanismos, de modo especial en la adolescencia, por los cuales una persona se decanta por una afición, una profesión, una senda por recorrer. Algunos pueden llamarlo azar, otros Providencia, los de más allá destino. Asuntos aleatorios, código genético, vocación, escrito en las estrellas, pura casualidad. Millones de casualidades. Sea. Sin embargo, casi todas las personas son capaces de tomar una referencia muy concreta: acontecimiento preciso, conversación con un familiar, comentario de un profesor:  una, la, circunstancia puntual y exacta que les ha hecho, en lenguaje coloquial, tirar por aquí o tirar por allá. Y por ningún otro camino.

A mí no me cabe, ni la más mínima duda,  que la obsesión por destripar los guiones y así puntualizar donde el guionista tramposo da una voltereta para tomarnos el pelo y salir del callejón sin salida en el que se ha metido, el ansia por descubrir las necedades de directores pretenciosos, la paciencia y el aguante ante tostones insoportables en nombre del séptimo arte, pero sobre todo, las miles de horas de diversión que he gozado con el desfile interminable de imágenes en la gran pantalla tuvieron su inicio exacto en aquella tarde de domingo. Con el P. Isidro Rubio Intxausti. Y King-Kong.