Saturday, December 4, 2010

Septiembre 1967 (1 de 3)

Desde las eras todavía se desprendía el olor a centeno, mientras en el aire flotaba, con suavidad, el tamo de la paja cargada a gariadas en los carros. Las primeras escarchas del otoño recién estrenado se mezclaban con el polvo que desprendía la paja molida al asentarse en la caja del carro. Durante años, el mismo perfume de despedida hasta las navidades tan lejanas, esperando el autobús de línea de los Herreros para trasladarme a Palencia. A las 8.10 pasaba por el pueblo. El bolsillo del pantalón corto, para que no se perdieran, una vez introducidas las 580 pesetas de la pensión mensual, mi madre lo había cosido concienzudamente.

Quinientas ochenta pesetas que habían sudado, literalmente, desde la sementera del año pasado, extraídas azada por azada en el riego de las patatas tempranas y si ningún hado maligno (para ellos la voluntad del Señor) había revoloteado en la cuadra, en ellas estaba también alguna parte del ternero vendido en la feria de Saldaña. Quinientas ochenta pesetas que, según nos decía el prefecto de disciplina, no pagaban ni el agua. Quizá no le faltara razón. Pero con 11 años de aldea perdida en el mapa, nuestros conocimientos de economía eran más bien nulos. Algunos años más adelante supimos, o quizá fantaseamos, con que el déficit lo cubrían misteriosas minas en Filipinas o participaciones en la cervecería S. Miguel. Gracias a esta supuesta capitalización bursátil (¡oh, maligno capitalismo!), entre otros muchos factores, dei padri domenicani, ahora estamos donde estamos y somos lo que somos.

La historia había comenzado un año y medio antes, cuando el P. Santiago a bordo de su flamante dos caballos, había pasado por la escuela única de niños y niñas para despertar nuestro fervor misionero, incitarnos desde su desbordante bonhomía a convertir los paganos en buenos cristianos, allá en el Lejano Oriente. Nuestros padres, que compartían nuestro fervor religioso, probablemente incluso lo superaban, y habían experimentado las penurias de la posguerra, eran plenamente conscientes de la dualidad: las Arcas Reales o el barbecho. Nosotros, ciertamente, vivíamos en la ignorancia de tan excruciante dilema. Después de todo, el internado nos inspiraba no poco temor con sus reglas, sus disciplinas y sus potenciales castigos. En el pueblo, como mucho, algún escobazo de madre desobedecida o que el cura párroco te hiciera pasar la vergüenza de todas las vergüenzas poniéndote con los brazos en cruz, delante de la pila de agua bendita, los feligreses acudiendo a misa de 10, por no saberte de carrerilla las tres virtudes cardinales. ¿O eran, son, quiero decir, cuatro?.

La vida del pequeño salvaje, Rousseau en la Castilla la Vieja, la de los hidalgos y conquistadores tiempo ha evaporados. Sí, sufriendo mientras se arreaba la mula en la noria para regar el huerto o se apacentaban las vacas en la ribera del río. El resto del tiempo era puro y permanente recreo, salva sea la docencia de primaria. Consistía en recorrer el monte a la búsqueda de los nidos de las palomas torcaces, escondidos en los troncos de los robles; perderse en los trigales tras las huidizas codornices y en verano pasar mañanas y tardes en el río, salvo en la época de la trilla, pescando barbos y cangrejos. Antes de que la peste los extinguiera.

Así que las exhortaciones del P. Santiago González habían cundido efecto. Las exhortaciones o la inevitabilidad de las circunstancias geográficas. Incluso sin su aerodinámico Citroen, conmigo lo hubiera tenido fácil para reclutarme para la avanzadilla misionera de la Iglesia, el internado de Eton, o la legión extranjera. Me hubiera resultado igual. Como primo y paisano, ungido en las aguas crismales del bautismo por su propia diestra, que yo terminara en las Arcas Reales no era casualidad del destino, más bien la consecuencia insoslayable de la lógica. O lo dicho: surcos o libros. Así que allí estaba, delante del “Bar Abundio”, junto con mi compañero de infancia y juegos salvajes, Jesús Montes, temeroso e intrigado a la vez por el devenir histórico, oyendo como los pitidos del renqueante autobús, y con él mi futuro, se acercaban por la carretera bacheada, ineludibles, desde la curva de Polvorosa de Valdavia. Mis pertenencias, aparte de las existentes en el pantalón recosido, cabían más que de sobra en la maleta de cartón pluma (¡ojo, que no se moje!) que portaba. Un par de mudas. Sí, en aquella época, nos cambiábamos una vez por semana, no más manito. Algún jersey para los gélidos inviernos pucelanos, unas zapatillas de deporte (marca John Smith, décadas antes de que se pusieran de moda entre los adolescentes), un par de pantalones, camisas y pare Ud. de contar. El aro con la lanzadera, el artilugio que empujaba la rueda de metal, hecho con un agarradero de herrada quedaba escondido en algún rincón de la portada a fin de que mi hermano no aprovechara mi ausencia para apropiarse de uno de los pocos y, seguramente, mi bién más preciado.

Los Herreros llegaban a Palencia a las 9.30 y hasta las doce y pico no salía el tren para Campogrande. Las maletas las dejábamos en el cuartelillo de la guardia civil, en la estación de tren, donde un capitán, nada menos, del pueblo, nos las guardaba amablemente. No se puede decir que no estuvieran perfectamente custodiadas. Teníamos tiempo para recorrer la Calle Mayor, arriba y abajo, una docena de veces. Otra cosa, ni mejor ni peor, a falta de medios económicos, no podíamos hacer. Ni una perrilla para un preciado chupachups que echarnos al paladar. En cada ida y venida, me detenía ante la Librería Merino, extasiado ante las novelas que acababa de sacar la Espasa Calpe. No menos de una docena de libros, yo nunca había visto tantos juntos, decoraban el escaparate. Si en las Arcas Reales devenía en un hombre de provecho, pensaba yo, algún día podría comprarme alguno de aquellos atractivos tomos. Libros de los que por lo demás no había oido hablar en la vida. Valle Inclán, Machado, Juan Ramón Jiménez. El maestro del pueblo, D. Tino, jamás había ido más allá de El Parvulito y la Enciclopedia Alvarez de 2º Grado. Más de cuarenta años después la Calle Mayor todavía conserva esa atmósfera de capital de provincia marginal. La Librería Merino sigue firme en su puesto, con su escaparate en cristal biselado, encajado en un marco de madera marrón oscuro, rimbombante y barroco. ¡Que sea por muchos años!.

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