Sunday, December 10, 2023

DRAMAS Y COMEDIAS

En la concepción de la extraordinaria arquitectura de S. Pedro Mártir, desde las magníficas vidrieras del coro, pasando por la voluble escalera del estudiantado rodeada del jardín japonés, hasta la enmarañada torre de la iglesia, aparte del genio de Miguel Fisac por entonces ligeramente caído en el olvido cuando no despreciado, seguro que hubo una mente pensante, como solíamos decir entonces, con una visión de futuro amplísima y un concepto de la vocación dominicana muy precisa y, a la vez, globalizada.

Fuera uno sólo el diseñador o producto de decisiones comunitarias en la distante Hong-Kong, algunos elementos de la estructura conventual no sólo preconizaban muchos aspectos destacados por el Concilio Vaticano II, que se celebraría apenas cuatro años después de ser inauguradas las instalaciones, sino que además adelantaba en décadas muchos otros propósitos que cuando llegamos nosotros, a mediados de los setenta, conformaban el meollo de debate en lo que para unos u otros, señoras y señores, constituía el genuino, auténtico, irremplazable –dependía de quien se explayara- núcleo de la vocación dominicana.

Así la Sala de Profesores, al final del pasillo de las aulas donde se impartían las clases, era un estudio de radio en toda regla, mientras en el segundo piso, las instalaciones radiofónicas que, aparentemente, apenas habían sido usadas tenían toda la pinta de haber sido el último grito a principios de los sesenta. El Salón de Actos contiguo tenía un más que buen escenario, un fenomenal sistema de iluminación y la platea en pendiente no tenía nada que rivalizar con muchos teatros de Madrid. En la parte trasera, la cabina de proyección, donde no faltaba una sala de montaje, disponía no de uno, sino de dos, incluso a mediados de los setenta, todavía modernísimos proyectores, lo que permitía proyectar las películas sin intermedios.

A su lado, aunque ya en otro edificio independiente, la biblioteca era conocida en todos los círculos académicos por su alto nivel, tanto en fondos filosóficos como teológicos. Sólo para hojear las novedades de revistas en la sala de lectura se podía uno pasar mañanas enteras. Y en la Comunidad de Estudiantes abundaban las revistas y periódicos de todo tipo: Cambio 16, Fotogramas, Concilio, periódicos como ABC, Ya, mientras existió, hasta El País, con la ventaja de que nadie lo requisaba como ocurría en la Comunidad de Padres.

Se daba la paradoja de que mientras la enseñanza académica renqueaba, principalmente porque algunos profesores se habían quedado anclados en la Edad Media, cuando no en la prehistoria, tanto en contenidos como en principios metodológicos, el magma cultural que se nos ofrecía, con frecuencia nosotros mismos nos encargábamos de que fluyera, bullía en toda su intensidad.

Salvo por algunos profesores que habían estudiado en Alemania o Francia, la comunidad de padres era en su mayoría moderadamente progresista en lo religioso –el Concilio era mencionado a diestro y siniestro en clases y sermones- y ferozmente conservadora en lo político. Baste decir que cuando comenzó a editarse “El País”, en la primavera de 1975, se le boicoteaba abiertamente y los ejemplares que venían con la camioneta del correo desde Madrid desaparecían como por arte de magia a la hora del café.

No para leerlos en secreto durante la siesta, sino para acabar, tal cual, en alguna recóndita papelera. En cuanto a nosotros, filósofos y teólogos, cuya ideologización estaba en mantillas, la separación física nos permitía numerosas libertades vedadas a los mismísimos padres. No siempre funcionaba aquello de que “cuando seas padre comerás huevos”.

No es, pues, de extrañar que mientras el paso a la Comunidad de Padres era, una vez ungidos en el sacerdocio de Melquisedec, como entrar en el “sancta sanctorum” del tempo de Salomón (allí, innegablemente, se tomaban las decisiones que gobernaban el discurrir cotidiano de la vida de la comunidad), para algunos también representaba, paradójicamente, una cierta pérdida de libertad. De expresión y de actuación.

En pocas palabras: los estudiantes, bien que jerárquicamente sometidos a las decisiones de nuestros superiores y teníamos unos cuantos: Maestro, Director Espiritual, Prior, Regente, etc., llevábamos una vida notablemente libre que, en ocasiones puntuales, se convertía en gozosamente libre. ¿Cómo explicar sino que fuéramos capaces de ornamentar las ventanas que daban al citado jardín japonés con nuestra capas, esto es, una parte integrante de nuestro hábito –ahora se diría uniforme de trabajo- religioso en signo de protesta contra el mismísimo Padre Prior que en aquella época lo era, juego de palabras inesperado, el P. Benigno Villarroel?

Mientras en las clases seguíamos con resignación y sin muchos aspavientos las enseñanzas mayoritariamente conservadoras de nuestros profesores, nuestras actividades culturales, tan variopintas como abundantes, eran –sin que nadie les pusiera coto o ni siquiera se molestara en controlarlas- la vía de escape para otras muchas frustraciones que bullían en nuestro interior personal y grupal.

Puede parecer grandilocuente, pero lo cierto es que nuestra liberación, en la encrucijada de la cultura y el espíritu, se encarnaba en las actividades teatrales, cinematográficas y publicaciones diversas. Se ordenaban los del curso precedente de diáconos, el teatro rebosante de sus amigos y familiares, jornada de gozo espiritual y alegría familiar, allí aparecíamos nosotros en el escenario con un guion “ad hoc”, fotografías hechas a propósito (el malogrado P. Figar, por ejemplo, sosteniendo una paloma entre sus manos, como impulsor de la Renovación Carismática) y unas andanadas de intrincada ironía y cínica burla, lindando sino con la herejía, ciertamente la desacralización de todos y cada uno de nuestros votos, empezando por el de obediencia.

 

Dramón histórico de Jaime Salom: “Nueve brindis por un rey”. El Compromiso de Caspe, por mucha importancia que en el mismo tuviera Vicente Ferrer O.P., -cuyos sermones apocalípticos tocaba declamar a voz en grito a este humilde servidor- necesitaba reinas, damas de compañía, esposas e hijas de los prebostes de la Corte aragonesa. No problem. Además para encontrar soluciones al hecho de que el convento no era mixto, no nos cortábamos ni un pelo. Alguien se las ingenió para buscar actrices que además de ser buenas representando muy dignamente su papel, lo estuvieran. Ya de puestos…

Comedia de nombre olvidado, un esperpéntico enredo tipo Miguel Mihura, amoríos, infidelidades, teñido de pasiones y desencuentros. Problema: se necesitan mujeres y en cantidad. Sans problème. Nosotros mismos nos disfrazamos de mujeres. Para qué perder tiempo buscándolas en el siglo.

Por increíble que ahora pueda parecer, Franco había sido enterrado no hacía mucho, en pleno convento de los dominicos, faro de la intelectualidad eclesial y pioneros en las más arriesgadas misiones del Tonkín, la mitad de la comunidad de estudiantes travestidos. La otra mitad ayuda con los decorados y attrezzo (cómo no recordar al P. Miguel Ángel de la Rosa, un artista en semejantes menesteres), la dirección, en numerosas ocasiones bajo la guía del P. Cesar, electricistas para la iluminación, carpinteros cooperadores, ayudantes varios para elaboración de trajes de noche para las señoras, en este caso, mozos hechos y derechos con voto de pobreza, obediencia y no menos importante, de castidad.

Por satisfechos que estuviéramos con las pocas representaciones requeridas, después de todo nuestro público objetivo era más bien limitado, lo mejor, sin duda ninguna eran las largas noches de ensayos y preparaciones. Durante aquellas interminables horas, la metafísica del P. Turiel, o la lógica matemática de su sobrino Bienvenido, se convertían en asignaturas de otro siglo, de otra vida, de otra existencia.

Eso sí, todo lo hacíamos con la mayor ingenuidad y la mejor intención que en el mundo pudiera haber. No había el mínimo atisbo de malicia, como mucho un deseo de afirmación y búsqueda de identidad. Algo así como, somos jóvenes, nos hemos metido en este berenjenal del aspirantazgo a ínclitos misioneros –muchas veces sin comerlo ni beberlo- de vidas moralizadas y moralizantes hasta el infinito, multitud de rituales religiosos inexplicables, cotidianos y aburridos hasta la saciedad, tenemos 18 años, divirtámonos. Y claro que nos divertíamos.

Estoy convencido de que hasta la malicia estaba ausente del aspirante del vecino Paracuellos que se nos coló de actor, con la disculpa de estar a la búsqueda de su vocación dominicana, y aprovechó las circunstancias en su desinflado intento por salir del armario. Pero éramos tan ingenuos, tan despreocupados, que hasta ni de eso, que más tarde nos parecería tan obvio, ni nos dimos cuenta.

La vida secular era terreno ignoto para nosotros y la homosexualidad un concepto tan abstracto como lejano. Como mucho era un asunto marginal en las clases de moral, sobre el que se pasaba de puntillas, algo gravemente pecaminoso que debatíamos con el P. Chamorro, (¡ya entonces!) sobre su origen genético, es decir heredado, o si se adquiría por puro vicio.

Así que en nuestra particular comedia todas las hijas, esposas y amantes eran en realidad hombretones de profesión, fuera ésta simple o solemne, proclamada con toda la firmeza del mundo antes nuestros priores; todos divertidamente ajenos al mundo, estuviera este lejos o cerca. Yo hacía de galán, nuestro Dámaso que en “Nueve brindis por un rey” era un eminente obispo compromisario luchando por la supremacía aragonesa, aquí era un “páter familias” entrado en años, adorable y canoso.

Los feligreses de cierta parroquia de Madrid se tirarían de los pelos si vieran a su párroco vestido de señorona, collares de perlas incluidos. No digamos nada sobre lo que diría la asamblea eclesial de la Patagonia argentina o algún suburbio de Canberra, dondequiera ejerza sus labores espirituales mi tocayo Ignacio, si vieran que su guía espiritual, durante algunas horas, hace muchos años, se convirtió en  una frágil damisela que al final del tercer acto se vio envuelta en un intenso y prolongado beso con el que esto suscribe. Para ser preciso, en un ósculo de hermanos, puesto que con destreza ofrecíamos nuestra espalda al público para que este no advirtiera que el beso era, realmente, en la mejilla.

Entre ese público estaban, suponemos que riéndose, una buena parte de la roma comunidad de padres para quienes aquello constituyó un enorme escándalo. De eso sólo nos enteramos muchos años después. Otra muestra de ingenuidad. A finales de los setenta, a nosotros no nos importaba el pasado, que apenas teníamos, y mucho menos el porvenir que estaba por llegar y que creíamos tener más domado de lo que realmente resultó.

Lo importante era pasárnoslo bien. No por el hecho de la diversión en sí, para lo que ciertamente aprovechábamos cualquier momento o circunstancia, sino como una escapada inconsciente hacia adelante.  Lo esencial, aunque no éramos para nada conscientes, es que nuestros programas artesanos de radio, comedias de travestis, dramas históricos, cínicos  artículos en la revista “Zeta”, constituían una huida radical de la clara mediocridad académica que nos envolvía, de la encorsetada vida espiritual que habían diseñado para aspirantes al sacerdocio hacía décadas, de un espacio cuyas dimensiones, en el espacio y en el tiempo que nos había tocado vivir, no sólo estaba llegando a su fin, sino que había perdido claramente su horizonte.

Los disfraces eran una excusa para intentar vivir en un tiempo que era el nuestro pero de cuyo encuadre, la inercia, la estulticia o la simple ignorancia nos había sacado.

Sí, cierto, nos lo pasamos bien, genial, diría yo, pero el tiempo que se fue ya nunca nos lo devolvieron.