Sunday, October 27, 2019

DEPORTES Y ACTIVIDADES LÚDICAS (1 de 2), por Rufino García Álvarez

P. Pablo Sánchez Fuentes, Onomástica del P. Agripino Franco, 28 mayo 1965

Las instalaciones deportivas del Colegio eran magníficas. Estaban diseñadas para poder dar satisfacción a quinientos alumnos. Por lo tanto eran amplias y variadas. La mayoría al aire libre pero también disponíamos de juegos de mesa y mesas de pingpong en las galerías interiores para los días lluviosos.

Este tipo de entretenimientos se llevaban a cabo en horas posteriores a la comida o los días que el tiempo impedía salir al exterior, como los días lluviosos o muy fríos. Bueno, tenían que ser de temperaturas extremas o con nieve, porque si no la práctica de deporte en el exterior era obligada.

En la galería inmensa que ocupaba los bajos de las respectivas alas del colegio había muchas mesas para poder practicar juegos de cartas, ajedrez, dominó, parchís, damas, etc. Se organizaban muchas partidas de todo tipo de especialidades. Había que dejar entrar a otros compañeros o contrincantes cuando se perdía y así se podían solazar todos con los diversos juegos de mesa.

Algunas veces se sentaban a jugar con nosotros los frailes. Uno de los más campechanos y que más compartían los juegos de cartas con nosotros era el P. Salvador o P. Zumba, como le llamábamos. Era muy vocinglero y radiaba el juego aunque no se pudiese hablar como en el tute. Recuerdo un día que estaba jugando y en medio de la partida de tute falla las espadas y acto seguido canta veinte en espadas y sale con el rey en la siguiente baza. Cuando le dicen que eso es renuncio se niega a aceptar el tema y dice que no pueden hacerle eso a él, puesto que si no le quitaban las veinte en espadas.

-          Cómo no voy a fallar las espadas si tengo las veinte solas y si no me las quitáis. Tenéis poca deportividad. Así no se puede jugar con vosotros. Me largo. 

Después de varios forcejeos dialécticos cede y comenta que lo había hecho para ver si estábamos atentos al juego. Después se echó unas risotadas acabó la partida y se fue a dar la lata a otra mesa. Era muy comunicativo y afable.

Algunas veces también participaba el P. Alberto, sobre todo en el juego de ajedrez, pero no era acogido con tanto fervor y camaradería.

Uno de los juegos más solicitados era el ping-pong. Había varias mesas en la galería pero la demanda era superior a la oferta. Sin embargo había una regla no escrita de que quien pusiese de su propiedad la pelota de pimpón tenía la posibilidad de entrar a jugar cada cinco partidas si era eliminado. Así que los propietarios de las pelotas generalmente eran los que mejor jugaban porque tenían muchas opciones de jugar, mientras el resto sólo podía jugar alguna partida en toda la tarde. Los gritos y voces eran de una algarabía extraordinaria. Pensad en unas doscientas voces hablando o gritando en una galería cerrada y que retumbaba y reverberaba. A veces el P. Alberto tenía que hacer sonar el silbado para llamar al orden y bajar el tono del vocerío.

Otros alumnos si no querían o no les apetecía jugar a estos juegos buscaban compañeros afines para poder pasear y charlar recorriendo a lo largo de la galería durante vueltas y vueltas hasta que finalizaba el período de recreo.

Desde luego no todas las sesiones de juegos de mesa se saldaban de una manera pacífica. Había trifulcas, voces, gritos y hasta alguna mesa y cartas por los aires. Dependía de los contrincantes y de su buen saber ganar o perder. Alguna vez hubo algún tortazo que otro. Dependiendo de cómo discurriese el tono de la pelea y de la fluidez de la información o chivatazo hacia arriba la fiesta no acababa sin sanciones.

El deporte en el Colegio tenía varias finalidades. Una de ellas era, lógicamente, el desarrollo corporal, físico y mental. La salud tan importante en unos chicos que empezaban la adolescencia. Eran una gran válvula de escape también para descansar de los estudios y para cansarse con fuerte actividad física que nos obligase a descansar por las noches.

La otra finalidad, no explícita, pero sí conocida y reconocida por los responsables, era la sublimación de la libido. Cuanto más cansados estuviésemos los chicos menos pensaríamos en el sexo. A veces teníamos sesiones larguísimas de deporte o paseos largos que nos dejaban medio derrengados. Pero con esos años, entre doce y diecisiete, teníamos energía para todo.

Lo que más me impresionó a mí cuando llegué al Colegio fueron las magnitudes. La grandeza de todo. Mis referencias eran mi casa del pueblo, mi escuela y la iglesia de mi pueblo, Moreda. En mi aldea por no tener, no teníamos ni luz eléctrica, así que como para pensar en campos de fútbol reglamentarios. Yo no había chutado en mi vida un balón de reglamento, un balón de fútbol. Jamás había pisado un campo de fútbol. Qué decir de balonmano, balonvolea, baloncesto o balontiro de los que no había oído hablar jamás.

No recuerdo y ni tengo noticias de la cara que puse, pero supongo que tendría la mandíbula descolgada varias semanas hasta que conseguí colocar las órbitas de mis ojos en su sitio para mirar todo lo que se presentaba ante mí. El cambio fue brutal. Los primeros días yo ni me atrevía a dar una patada a un balón.

Los primeros meses tuve que aprender las reglas de juego de cada una de las actividades deportivas. Después intentar jugar a algo con aquellos balones y en aquellos campos. Además, tenía que evitar las risas, chanzas y burlas de los avispados chicos de ciudad que campaban por estos juegos y actividades a sus anchas. Eran los expertos. Tenían más desparpajo y se notaba en sus reacciones y hasta en su vestimenta.

Al paso de los meses ya fuimos cogiendo el tranquillo a estas actividades lúdicas. De hecho era obligatorio apuntarse en los diferentes equipos y jugar liguillas de varios equipos en los que se conjugaban todos los deportes. Era una manera de distribuir a los alumnos para que no colapsasen los campos de fútbol y además se practicaban otros deportes y se mejoraban otras destrezas con los juegos de balonmano, vóley, tiro, baloncesto.

Los alumnos más decididos o que habían jugado a estos deportes anteriormente se constituían en capitanes y por sorteo iban configurando la elección de los componentes de sus equipos. Otra cosa que sorprendía eran los nombres de los equipos. No sé a quién se le ocurrían los mismos pero no remedaban a grandes equipos de la liga sino a constelaciones como Ganimedes, Osiris, Osa Mayor, Estrella Polar, Mercurio, etc.

Por las tardes, en las horas de recreo, con un calendario expuesto en los tablones de anuncios cada chico se dirigía al campo adecuado para iniciar la competición. Estaba todo muy organizado y reglamentado, hasta los árbitros. Unas veces eran los mismos frailes y otras un alumno más veterano que no tuviera competición en aquellos momentos.

Había sus trifulcas y discusiones sobre el arbitraje, como casi siempre que hay que juzgar cualquier actividad humana, pero lo cierto es que se procuraba que el deporte fuese una actividad formativa más y se procuraba educar y razonar para conseguir ciertos valores de honradez, compañerismo, deportividad, etc., pero cuando el resultado era muy ajustado costaba muchísimo ser tan generoso con el adversario.

Los resultados de los diversos partidos se anotaban en el tablón y después se hacía una clasificación global con todas las disciplinas deportivas para la adjudicación del campeonato. Lo que no resultaba muy deportivo ni edificante era la elección de algunos componentes de los equipos. Cuando quedaban los menos dotados para el deporte como elegibles, la verdad es que se hacían comentarios bastante crueles y despectivos. Vi a más de un compañero llorar de vergüenza porque nadie quería elegirlo para su equipo. Algunos capitanes llegaban a proponer jugar con uno menos antes que incluir en su equipo al citado chico. Ya había bulling en esa época, aunque con otro nombre.

Hacia el final del curso cuando ya se conocían las habilidades deportivas de la mayoría de los alumnos se configuraba una selección de curso y había un partido de enfrentamiento con el curso superior. Se hablaba de ello durante semanas. Se lanzaban miradas y bravuconadas entre los componentes de la selección. Se luchaba para ser titular de esa selección porque era un gran mérito y los demás alumnos admiraban a los deportistas aventajados mucho más que a los empollones.

De todas formas el partido más esperado siempre era el de segundo contra tercero. Los Menores contra el curso inferior de los Mayores. El partido se celebraba en un campo intermedio del Patio de los Mayores y la competitividad era exacerbada porque ya se tenían ganas del año anterior y la revancha después de pasar al otro lado, ¿Mayores?, era tremenda. Muy pocas veces entraba en la selección de Los Menores alguien que no estuviese en segundo, pero cuando algún jugador de primero era muy excepcional lo alineaban como sorpresa y refuerzo.

El arbitraje siempre era muy polémico. Habitualmente se decantaban por los mayores. El principio de autoridad y veteranía era muy alimentado por los frailes. Hubo ocasiones en que la superioridad balompédica de los pequeños era tan notoria que hubo que arreglar el tema a base de penaltis para que al menos Los Mayores consiguieran el empate.

Un partido muy sonado y reñido fue el disputado por mi curso, en segundo, contra el superior, ya en tercero. En ambos cursos había un jugador excepcional. Nosotros contábamos con San Emeterio, que se había incorporado aquel año directamente a segundo desde la calle. Ellos tenían a Valdés, asturiano de fino regate y goleador. Por cierto, este último, con el tiempo y ya siendo religioso destinado en Filipinas, llegó a jugar con la selección de ese país.

El partido no fue muy bueno, pero la expectación creada fue mucha. A los pocos minutos de empezar el encuentro se vieron las caras ambos contendientes con un balón dividido. Ambos fueron a por él con todas sus fuerzas y chutaron con tanta rabia que ambos salieron lesionados y renqueantes, pero como en aquella época no había sustituciones de jugadores prácticamente no tocaron balón y el partido fue un fiasco.

Otros acontecimientos muy esperados por los quinientos alumnos eran los enfrentamientos con los Colegios de los alrededores. Había varios encuentros con Colegios de los Franciscanos, Agustinos, Jesuitas, La Pequeña Obra, etc., que simulaban los encuentros de los grandes derbis de la liga profesional. Se jugaban en el campo más grande del colegio y al partido no faltaba casi nadie para animar a la muchachada. Hasta los frailes menos deportistas estaban en la banda animando con su presencia. La selección era mayoritariamente de alumnos de quinto curso con esporádicas incrustaciones de cuarto y alguna excepcionalidad de tercero.

Esta rivalidad no solía aplicarse con tanto ímpetu en otras modalidades deportivas pero sí que hubo algún partido de baloncesto o balonmano, aunque no despertaban la misma admiración.

Personalmente fui adquiriendo ciertas habilidades en el manejo del balón y con la rapidez de carrera que siempre tuve fui consiguiendo escalar posibilidades en que fuese seleccionado para el combinado del curso. A finales de primero estaba entre los reservas; en segundo actué varias veces de titular. No en el partido del siglo. Y ya en tercero fui casi siempre titular, no tanto por mis excelentes recursos técnicos como porque también había habido una criba de alumnos que dejaban el colegio por diferentes razones y la competencia era menor.

Todas las mañanas lectivas teníamos media hora de gimnasia. Todos en pantalón corto y camiseta de tirantes organizados en secciones nos distribuíamos por los diferentes espacios en los campos de deportes para realizar nuestras tablas de gimnasia. Como monitores venían alumnos de los cursos de quinto de bachillerato para los alumnos de primero y segundo. 

Muchos días esta actividad era un infierno. Con las heladas y la niebla que nos dispensaba el Pisuerga durante todo el invierno, la tiritera era general y la crianza de sabañones iba en progresión geométrica tanto en número como en volumen. Recuerdo que uno de mis monitores en el primer año fue Merry, Mariano Fernández, que en estos años es uno de los ex_alumnos que nos reunimos periódicamente en Barcelona para seguir manteniendo nuestra amistad.

En los últimos cursos se contrató como profesor de gimnasia a un militar de aviación, con la graduación de comandante. Para realizar ciertos ejercicios o carreras nos enseñaba algunas canciones con la jerga militar que creo que no conocían los frailes. Este comandante fue quien nos enseñó a jugar a Waterpolo. Actividad que realizábamos sólo en verano y en poquísimas ocasiones porque al no ser conocido por los frailes no era alentado.

En verano era muy apreciado el darse algún chapuzón en la piscina, pero no solía ser una actividad habitual por varios motivos. No tenía una purificación muy acendrada por lo que a los pocos días de su llenado con agua limpia se enturbiaba y se producía un limo que se desplazaba poco a poco hacia la parte honda de la misma. Sus paredes y fondo eran de cemento lo que nos llevaba a un trabajo de limpieza harto difícil y complicado. La limpieza era una actividad de los alumnos que con cepillos de púas de hierro íbamos frotando todo su perímetro y expulsando lo rascado hacia el desagüe. Vaya batiburrillo que se originaba. No era para menos porque el baño de quinientos alumnos que arrastraban en sus pies suciedad y las hojas de los árboles y la hierba generaban bastante magma.

El relleno de la piscina se hacía con agua de un pozo artesiano que había al pie de la piscina, junto a la chopera del Padre Cosgaya y parecía que salía en cubitos. Tardaba varios días en templarse. Esto acortaba los días de disfrute, pero lo que más acortaba ese placer era la facilidad con que te castigaban por cualquier nimiedad para no bañarte. Disfrutaban con ello, además en los meses veraniegos nos marchábamos de vacaciones a casa con lo que la piscina era un lujo de poco uso para los alumnos.

De todas maneras en la piscina aprendimos a nadar los que no sabíamos pero sin monitores ni instructores. Los compañeros nos iban indicando y a base de ensayos y traguitos de agua fuimos manteniendo la flotación en unos niveles aceptables. El estilo era un objetivo muy difícilmente alcanzable.

En el curso superior al mío había un chico llamado Carlos Martín que era un fenómeno un tanto extraño. Era de capital, Burgos, pero en algunos comportamientos era más cándido y retrasado que los de pueblo.

Jugaba relativamente bien a fútbol pero en la piscina era una nulidad. Una tarde casi se ahoga por hacer caso a un compañero socarrón. Le comentaron que no importaba si no flotaba porque al colocar el pie en el fondo de la piscina podía caminar tranquilamente y avanzar hacia donde no cubriese. No había problema con la respiración porque debajo del agua también se podía respirar. Después de varios titubeos se lanzó al agua y por poco perece en el intento. Hubo que sacarle con los pulmones encharcados porque se creyó a pies juntillas que podía respirar como los peces debajo del agua. Hubo bronca de la buena por parte de los frailes, sobre todo del P. Pablo, responsable de deportes, pero Carlos quedó marcado por tiempo. Más adelante le obligaron a aprender a nadar y lo consiguió con dificultad y muchas pesadillas. Huía siempre que podía de los alrededores de la piscina.

En la piscina también se organizaban juegos con plataformas sobre flotadores de ruedas de coche y había que pasar de unas a otras sin caer al agua. Juegos similares he visto con posterioridad en la televisión en programas de entretenimiento y competición entre concursantes.

También era muy típico el palo de cucaña encerado o con grasa para hacer resbalar a los concursantes. En la piscina el palo se colocaba en horizontal con el premio en la punta pero la caída era siempre hacia el agua de la piscina. Estas actividades más elitistas sólo se realizaban en la festividad de Santo Tomás de Aquino.

Otros deportes como el vóley y el balón tiro eran menos apetecibles para los alumnos pero teníamos que hacer rotaciones por todos ellos. En vóley casi siempre estábamos más pendientes de lo que hacían en otros campos de deportes que en nuestro juego. Recuerdo una vez en invierno que yo estaba embelesado mirando hacia el campo de fútbol y un mate del  equipo contrario hizo que la pelota viniera a estrellarse violentamente contra mi oreja. Con el frío que hacía y lo desprevenido que me encontró creí que se me había caído el colegio encima. Qué rato más doloroso y frustrante pasé. Todos se reían a carcajadas, menos mi capitán por haber perdido el punto, pero a mí tampoco me hizo ni pizca de gracia. Lo bueno fue al cabo de un ratito. Pasado el susto y el dolor, la reacción calórica fue de tal manera que parecía que tenía una hoguera en la oreja. Posteriormente se transmitió al resto del cuerpo y conseguí animarme y jugar con esmero y acierto.

Voy a explicar el juego de balón tiro porque hoy en día no es muy habitual y casi nadie lo conoce. El campo de juego es un paralelogramo de unos 10 metros dividido por la mitad. Los equipos se reparten en cada una de esa mitad. El balón, semejante a un balón de fútbol, se sortea y quien gana tiene la opción de tirar contra los componentes del otro equipo. Si toca a un jugador y no puede sujetar el balón sin que éste caiga al suelo es eliminado. Entonces pasa a colocarse detrás de los jugadores del otro equipo fuera de la raya del campo. Gana quien elimina a todos los jugadores del equipo contario. Para conseguirlo hay varias estrategias. Una de ellas, en lugar de tirar directamente a dar a los jugadores contrarios en pasar el balón a los eliminados para que ellos puedan golpear desde atrás a sus adversarios. Para eso hay que jugar rápido y evitar que sea interceptado por los que aún están en juego. Lo complicado es eliminar cuando quedan pocos jugadores, ya que el espacio para sortear el balón es mayor y no tropiezan con el resto de compañeros porque ya han sido eliminados. Para esquivar el balón no podías pisar ninguna de las rayas que delimitan el campo ni salir de él.

Tuesday, October 22, 2019

LA MEJORADA: OTROS MIEMBROS DEL PAISAJE HUMANO (X), por Faustino Martínez


Imagen: Javier Yuguero

En el colegio de La Mejorada, aquel curso de 1953 – 1954, además de los Padres Dominicos responsables de nuestra formación y de los Hermanos Cooperadores pendientes de la cocina, de la sacristía, de la traída de alimentos, de la llevada cada semana de las cestas de mimbre con la ropa sucia de los colegiales, de la huerta del colegio, etc, también vivían otras dos personas que ayudaban en tareas de infraestructura. No eran religiosos y los denominaban “fámulos”, una especie de laicos que ayudaban a los frailes en tareas materiales.

Uno de ellos era al que nosotros conocíamos con el nombre de su oficio: “El Zapa”, porque era el zapatero encargado de arreglar los zapatos rotos y demás calzados. Era un hombrecillo mal vestido, que tenía su habitación y su taller en una “celda” en el primer piso al lado de las desgastadas escaleras por donde subíamos a los dormitorios. Era pequeñito, con gafas graduadas y con notoria miopía que se apreciaba por el elevado número de aros que sus gafas lucían apenas dejando ver sus ojos bajo aquellos numerosos aros de miopía. No se comunicaba con nadie. Salía a descansar y tomar el aire cuando los críos nos retirábamos al estudio en el salón. Bajaba de su habitáculo con un balón que llevaba entre sus brazos dándole patadas en solitario desde la galería hasta la cañada. Nos parecía un personaje muy siniestro y triste, pues vivía allí solo. Los Dominicos le alimentaban e ignoro si le darían algo de ropa pues parecía un pobre de solemnidad. Parecía que le tenían recogido y le sostenían a cambio de su trabajo de zapatero. Nunca le ví charlar con nadie ni acompañado de nadie. Desde mi ventana del salón de estudios veía la luz de las “celdas” de nuestros profesores y también de la solitaria “celda” del “Zapa”.

Otro personaje que cuidaba del ganado, sobre todo de las ovejas que tenían los Dominicos de La Mejorada, era un hombre al que llamaban “Cachorro”. La primera vez que le vi en la “Cañada” al frente de decenas de ovejas me pareció ver la figura de Sancho Panza, del Quijote. Era un hombre curtido, moreno, mal vestido. Al menos eso me parecía a mi. Me sorprendió su calzado. Un par de trozos rectangulares cortados de una rueda de camión hacían de suelo y base de su calzado que amarrado y entrelazado por sus piernas atrapaban unos sucios calzones oscuros. En su hombro descansaba una manta replegada y con su mano derecha acariciaba una onda de pastor para lanzar piedras con certera puntería sobre cualquier lugar que se le señalase. Con este medio de la onda dirigía hacia donde quería a su numeroso rebaño de ovejas. “Cachorro” dormía en las cuadras del Colegio, aunque algún que otro día iba a ver a su mujer e hijos hasta la ruinosa casa de adobe que tenía a las afueras de Olmedo. Pudimos conocer su mísera casa cuando fuimos a conocer la iglesia de la Soterraña de Olmedo a donde nos llevaron los frailes.

El encargado de llevar los asuntos materiales de manutención de la granja, cuyos edificios estaban en el interior cercado del Colegio, lo llevaba un hermano cooperador dominico, Fray Germánico Revuelta, natural de Castillejos (Cuenca). Fray Germánico era todo un personaje que animaba nuestros encuentros en las tardes aburridas en las que no podíamos jugar por el intenso frío de las heladas castellanas. Solía salir a pasear siempre solo por la solitaria cañada, después de terminar sus quehaceres agropecuarios. Nos llamaba la atención que paseara solo. Nunca le vi paseando al lado de alguno de los demás frailes. Ignoro la causa. La realidad era que los hermanos cooperadores vestían un hábito distinto del hábito blanco de los sacerdotes Dominicos. Mientras los frailes sacerdotes dominicos todos vestían un hábito blanco en su totalidad, los hermanos cooperadores vestían una capilla y escapulario negro que les diferenciaba. Pasados los años sería abolida esta diferencia en la vestimenta, siendo todos vestidos con el mismo hábito blanco.

Fray Germáncio nunca hablaba con nosotros. Quizás lo tenía prohibido, pero sin embargo entrábamos en contacto con él y a través de gestos se comunicaba con los que le rodeábamos para que nos mostrara sus artes de “magia”. Nunca le oí pronunciar materialmente ninguna palabra, ni mantener una conversación verbal con nosotros. Años más tarde descubrimos que era un gran poeta. Cuando aparecía por la puerta de salida del Colegio hacia la cañada, los colegiales que esa tarde no jugábamos al futbol, al frontón o al péndulo, nos acercábamos a él con muestras de cariño y simpatía. Él se dejaba rodear de toda la chiquillería esbozando una amplia sonrisa, pero mudo en palabras.

Alguien nos había dicho que extraía de las profundidades de su estómago un palillo mondadientes. No lo creíamos y le pedíamos que nos lo demostrara si era verdad. Él no hablaba y por tanto no nos respondía con palabras. En la parte exterior de su boca no había ningún mondadientes a la vista. Después de hacerse rogar por nuestras súplicas, comenzaba a “entrar en trance”, sin mediar palabra, a contonearse, a retorcer su cuerpo y en un momento de aparente paroxismo y “éxtasis” el palillo mondadientes iba apareciendo lentamente entre sus labios. Luego simulaba que lo volvía a engullir hacia su estómago. Nosotros, boca abiertos, no podíamos comprender cómo podría realizarlo y si es que fuera posible. Le decíamos que tenía guardado el palillo mondadientes dentro de la boca, que no le creíamos que fuera capaz de extraerlo desde el estómago. Él abría la boca, sin decir palabra, para que la examináramos y así lo hacíamos sin ver rastro de la presencia del palillo. Era todo un espectáculo lo que nos hacía Fray Germánico y que él se hacía de rogar en medio de su silencio, comunicándose con nosotros con su mirada, con sus sonrisas y gestos faciales.

Lo único que pudimos oírle eran dos palabras con resonancia del latin. Se cruzaba ante nosotros de ida o de vuelta por las dependencias del Colegio y con su mano derecha exhibía los dos dedos, índice y mayor, en señal de bendecirnos y exclamaba:
- ¡Bonisía…..bonis… bonis….!. De aquí que todos le denominábamos Fray Bonisía.

Cada sábado alterno nos obligaban a pasar por la tarde a todos los chicos del colegio por el confesonario. Varios confesores se ponían al lado de las gruesas columnas laterales de la Capilla a la hora de estudio del final de la tarde. Del salón de estudios bajaba un primer grupo de diez colegiales. Cuando volvía uno de los confesados y se incorporaba al salón de estudio, bajaba el siguiente y así hasta los trescientos chicos. Los confesores más solicitados eran el Padre Eugenio y el Padre Silva.

La bajada hasta la capilla para confesarse era un tiempo de libertad, casi sin vigilancia y difícil de ser controlados por el padre Zurdo o el padre Félix Salvador que nos cuidaban exigiéndonos el riguroso silencio de aquel tiempo de estudio. Todas las tardes, en esas horas de estudio y de confesiones previas a la cena, el silencio reinaba por todo el Colegio. Algunos de los del curso mayor aprovechaban para bajar por las escaleras que comunicaban el salón con la galería. Siempre había pupitres vacios de los que supuestamente habían ido a confesarse.

Una de aquellas tardes de un sábado de octubre unos gritos nos sobresaltaron a todos. Provenían del fondo de la galería. El “Zapa”, corriendo asustado, se dirigía a través de la galería hacia las escaleras que ascendían hacia el salón de estudios.

-          ¡Socorrooooo….. socorrooo…. que me quieren pegar...! Aquellos gritos que más bien parecían chillidos de un cerdo en el día de su “San Martín” nos sobresaltaron. El padre Zurdo que era el vigilante en aquellas horas de nuestro silencio y de nuestro estudio se dirigió veloz escaleras abajo.

Se hizo un denso silencio. Todos mirábamos hacia atrás, al fondo del salón por donde descendían aquellas escaleras. Al poco tiempo vimos ascender compungidos, como a quienes cogen “in fraganti”, a tres adolescentes de los del curso mayor. Nadie sabía lo que había sucedido. Cabizbajos y andando delante del padre Zurdo atravesaron por uno de los pasillos entre los pupitres en dirección a la “celda” del padre Rector. Un murmullo reprimido se hizo en todo el salón. Todos sabíamos que el ser llevado a la “celda” de padre Rector era algo temible y que presagiaba malos augurios.

La puerta de comunicación del salón que comunica con el pasillo hacia la “celda” del padre Rector, se cerró tras ellos. Nos imaginamos, por lo inusual y por los escandalosos chillidos provenientes de la galería, que algo gordo había sucedido y que quizás nuestros compañeros lo iban a pasar muy mal.

Pasados unos minutos volvió a abrirse la puerta del salón y apareció la figura seria y temible del padre Andrés Villarroel, Rector del Colegio. A su lado, compungidos, cabizbajos y llorosos aparecían los tres compañeros. El silencio se cortaba en el salón. El padre Villarroel ocupó el centro de la cabecera del salón junto con los tres adolescentes.

    - ¡Estos tres chicos, ahora mismo son expulsados del Colegio por haber cometido una falta incalificable!.
       La expectación era total e impregnada de temor por nuestros compañeros.
-          ¡Han pegado al  “Zapatero”.
-          Al oírlo no sabíamos si reírnos o compadecer a nuestros amigos.
-          - ¡ Salieron sin permiso del salón, se introdujeron en la “celda” del “Zapa”, le pidieron tabaco para fumar y se lo negó y ante su negativa arremetieron contra él pegándole!.

El silencio de todos nosotros se fue mezclando con un esbozo de risas reprimidas. ¡Pero no estaba el horno para bollos...!
-          ¡Hagan el favor de recoger sus cosas del pupitre, subir para el dormitorio a hacer la maleta y esta noche marcharán para sus casas...!

La palabra expulsión tenía unas connotaciones temibles entre el alumnado. Yo me preguntaba cómo se presentarían ante sus padres aquellos compañeros sin previo aviso, pues no había teléfonos para anunciar a sus casas su inminente llegada para que les fueran a recoger a la estación más próxima de sus pueblos. Me ponía en su lugar y no me imaginaba llegar yo “expulsado” de aquel Colegio hasta Gijón, sin dinero, sin previo aviso a mis padres. Pero también regustaba y casi envidiaba aquella posibilidad de volver con mis padres y hermano a quienes tanto echaba en falta en aquellos primeros días, si es que por algún motivo me “expulsaran” del Colegio. Pero deseché inmediatamente la idea de dar motivos a esa posibilidad.
La “expulsión” implicaba algún tipo de comportamiento “incalificable” que podría tildar y etiquetar de por vida a un alumno, como “expulsado de un Colegio” por mal comportamiento. Y a esto no quería yo prestarme, por lo que me reafirmé por  adaptarme al medio y sobrevivir.

Aquella noche, durante el recreo posterior a la cena, los comentarios sobre aquel incidente eran jocosos. Nos parecía una de tantas trastadas de unos adolescentes que rompían la monotonía y la disciplina del silencio y estudio implacable que nos imponían los dominicos. Entre nosotros había chicos que les gustaba el estudio, que se aplicaban, que se concentraban en las tareas encomendadas por los profesores. Pero también había otros, cuyo temperamento e intereses eran más lúdicos y propensos a las trastadas típicas de la edad de la adolescencia. Como he dicho, guardar silencio y sacar buenas calificaciones, parecían las normas supremas y las referencias máximas de buena conducta, de ser buen chico, de ser un buen “Aspirante a la Orden de Predicadores”.

La atmósfera rutinaria de la disciplina del Colegio se iba imponiendo en nuestras vidas de adolescentes. La repetición de actos engendra hábitos. Y si estas costumbres o hábitos son buenos y saludables aportan siempre buenas consecuencias. El hábito del estudio se fue felizmente apoderando de nuestras inquietudes intelectuales, el hábito del silencio nos iba aportando una férrea voluntad de control, el hábito de las misas diarias, rosarios, visitas al Santísimo, etc, iba forjando paulatinamente en nosotros lo que llamaban “espíritu de oración”.

Las clases se mantenían con toda regularidad, sin una pedagogía clara por parte de nuestros profesores, que habían sido formados en Filosofía, Teología, para ser buenos frailes dominicos misioneros, pero no profesores de adolescentes. Pasados los años pudimos evaluar esta primera andadura al lado de los Padres Dominicos. Pudimos valorar los beneficios del hábito metódico adquirido de estudiar, buscando las causas de los hechos, distinguiéndolas de las circunstancias, aprendiendo a diferenciar lo esencial de lo accidental, profundizando y huyendo de la superficialidad, no juzgando por las apariencias a nadie, el participar de una visión universal, abierta, cosmopolita que nos permitía mirar más allá de nuestro terruño. Lo mismo cabe decir de la adquisición de buenos hábitos saludables de conducta.  Desarrollamos el hábito saludable de hacer deporte, ejercicio sistemático todos los días jugando al futbol, al péndulo, al frontón, al criquet.
Lo que quizás fue marcando más nuestra adolescencia en aquel “cuartel” de formación para ser unos futuros misioneros dominicos, era la disciplina personal que implicaba un refuerzo constante de “sometimiento” al que manda. Éramos como un pequeño ejército. Estábamos en una especie de “mili” pero con once años, cerrados, sin comunicación con el mundo, sin manejar dinero, ni ver a chicas de nuestra edad, sin contacto con nuestros padres a no ser por cartas censuradas. Nos fueron inculcando la aceptación estoica del sacrificio, de aprovechar los momentos y circunstancias difíciles para “curtirnos” y endurecernos para mejor encajar los futuros tiempos duros que pudieran presentarse ante nosotros. Nos inculcaban en sus pláticas y en sus exigencias el saber estar a solas con nosotros mismos, ser los mejores amigos de nosotros mismos, saber convivir en silencio con nosotros mismos, aprender a estar solos y moderar nuestros afectos, evitando las “amistades particulares” que consideraban peligrosas.

Esta labor constante e implacable marcada por la finalidad educativa del Colegio nos iba troquelando. La pedagogía no era lo fuerte de la metodología y didáctica de las clases, aunque el contenido era el exigido para el primer curso de bachillerato. A pesar de estas carencias pedagógicas la motivación y exigencia en el estudio era primordial. Siempre nos ponían de referencia el prestigio histórico que tenían los Dominicos en el ámbito del saber. Por eso nos exigían la máxima dedicación y aplicación.

Había un factor muy interesante en la dinámica de nuestras relaciones con nuestros profesores y educadores. Era el aspecto afectivo que se generaba entre nosotros con ellos. La verdad es que, pasados los años, casi todos los antiguos alumnos nos acordamos más de los profesores que supieron querernos, animarnos, acogernos, que nos escucharon y animaron, que del contenido teórico de sus clases. Y en este sentido las carencias pedagógicas de nuestros profesores dominicos se compensaban con este otro factor determinante de toda buena formación.

Pasados los días me fui dando cuenta de que me conocían por mi nombre, de mi procedencia, y que me trataban con cariño y simpatía. Por mi parte la respuesta fue recíproca por lo que se iban estableciendo lazos afectivos entre mis profesores y mi persona. Esta circunstancia me predisponía positivamente y me motivaba más en mis estudios y en mi adaptación a lo que ellos esperaban de mi por lo que el afecto fue acrecentándose conforme pasaba el tiempo.

Muchos de nosotros, pasados los años, compartiríamos con nuestros antiguos profesores la evaluación de aquellos años, de aquella formación, de aquellas expulsiones. Llegamos a la conclusión de que se perdieron muchos futuros dominicos entre aquellos expulsados, que en otro contexto cultural, social e histórico, habían sido excluidos y descalificados no siendo buenos “Aspirantes a la Orden de Predicadores” (“AOP”). Las chiquilladas las hemos hecho todos, y en esas edades ningún chico dice su definitiva verdad, por lo que nos pareció que por aspectos insignificantes propios de aquella edad y de aquel contexto formativo se habían desaprovechado a futuros buenos dominicos o profesionales en la vida civil. Hicimos, pasados los años, balance de estos antiguos compañeros “expulsados” y muchos de ellos destacaron en la vida civil en diversas profesiones como empresarios, profesores, con manifiesto éxito profesional. ¿No hubiera sido posible también que profundizasen y sobresalieran en la vida dominicana?




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LA MEJORADA: APRENDIENDO A SOBREVIVIR (IX)
LA MEJORADA: TOMANDO POSESIÓN (VIII)
La Mejorada: tomando posesión (VII)
MI PRIMER DÍA EN EL COLEGIO DE LA MEJORADA (VI)
LA MEJORADA: Despedida de mi padre (V)
LA MEJORADA A LA VISTA: PRIMERAS IMPRESIONES Y SENTIMIENTOS (IV)
CASTILLA LA VIEJA: ¡MIRA…NENU…PAEZ LA MAR! (III)
 ¡AHORA LOS CURAS Y FRAILES MANDEN MUCHU...FACES BIEN CHAVAL! (II)
 Hacia La Mejorada. 29 de Septiembre de 1953 (I)