Imagen: Ángel Gutiérrez Sanz |
Este impresentable y amargado chaval, cuyas razones de su actuar
agresivo quizás fuesen el resentimiento vital o existencial o sabe Dios qué
frustraciones personales podría tener, escogía como víctimas de sus palizas a
chicos tímidos, “amurriados”, que todavía no habían superado aquel primer
impacto de la morriña que todavía nos tenia sobrecogidos.
Es fácil imaginar metidos en una galería de cuarenta metros de largo por
diez de ancho a trescientos chicos, después de horas de silencio. El griterío y
los empujones eran constantes. Algunos jugaban a cogerse y pocos a charlar. Los
nuevos lamíamos nuestras heridas emocionales hablando de nuestros padres, de
sus profesiones, de nuestros pueblos. Y a este grupo de novatos todavía
“amorriñados” se aproximaba este “pájaro” del curso mayor. Escogía a uno
cualquiera de los nuevos y timoratos chicos y les comenzaba a empujar con sus
manos sin razón alguna. Las víctimas se dejaban acoquinar, pues era físicamente
mayor que ellos y se sentían psicológicamente débiles ante la “falsa valentía”
de aquel estúpido. Después de varios
empujones, los demás chicos “amorriñados” se separaban de él, lo que
aprovechaba para arrear a la víctima escogida una serie de bofetadas. El fraile
que vigilaba nuestros recreos solía estar en la otra esquina de la galería, por
lo que no se enteraba de lo que se cocía en el otro extremo entre los
trescientos chicos que allí pululábamos.
Yo le observé, le estudié y me preparé por si pretendía tomarla también
conmigo, pues yo era uno de tantos de los que estaban con la moral baja en
aquel segundo día de mi estancia. Personalmente siempre me había caracterizado
por ser respetuoso con todos los que me trataban y nunca me metía con nadie, ni
en Llastres ni estaba dispuesto a cambiar en el Colegio. Aquel respeto producía
en mis compañeros la misma reciprocidad. Me gustaba ser educado y comprensivo
con quienes me tocaba convivir y creo que lo captaban y apreciaban quienes me
iban conociendo. Pero siempre me encontré con algún imbécil que confundiría la
educación, el trato respetuoso, las buenas formas sociales, la delicadeza del
trato con una “debilidad” de carácter. ¡Estaban confundidos y terminaban
descubriéndolo tarde!.
Aquel chaval leonés, en el recreo de la noche, una vez rotas las filas
al grito del ¡Ave María Purísima”….sin pecado concebida…!, le vi salir
disparado en búsqueda de las víctimas de los críos recién llegados el día
anterior.
Allí, casi en un rincón, nos arremolinábamos en silencio un pequeño
grupo de “amorriñados” con la moral baja. Ni corto ni perezoso comenzaba a
empujarnos sin razón alguna. Uno de los empujones provocadores fue sobre mi
cuerpo. Los demás chicos, como corderos que se dejan degollar y ser llevados al
matadero no reaccionaban y casi rodaban por el suelo. Yo me mantuve erguido
después del primer empujón. Algo que no soporto y me subleva es la injusticia y
sobre todo que alguien se quiera cebar sobre una persona inferior, inocente o
que sea percibida como débil. En mi interior se desencadena un volcán al que a
veces tengo miedo de su salida hacia el exterior.
Aquel estúpido chaval se había confundido de víctima. No caí al suelo de
puro milagro por los repetidos empujones que me propiciaba provocadoramente
sobre mi pecho.
Yo ni nadie de mis compañeros “amorriñados” le habíamos hecho nada para
que nos agrediera de aquella manera tan provocadora y agresiva. Ellos se
dejaban empujar, pero yo recuperé el equilibrio que estuve a punto de perder y
caer al suelo de la galería.
Me planté frente a él:
-
¡Tú… que ye
lo que quies…. chaval…! -le dije en
“asturianu”-
Me pareció que esa
respuesta y ver que alguien le hacía frente le alegraba y le excitaba para
darle más alas y cebarse sobre mi.
Se paró mirándome fijamente
sacando su lengua mordiéndola entre sus dientes. Aquel rictus me recordaba el
de aquel otro chico de Llastres cuando se concentraba mordiendo la lengua para
pegarle una paliza al pobre Alfonsín.
Yo le miré de frente. Se
paró por un momento sorprendido. Los demás chicos que estaban alrededor vieron
la escena y se apartaron sumergidos en su “morriña” y temiendo les pudiera
salpicar a ellos lo que estaba a punto de desencadenarse. Me puse nervioso,
encorajinado. La rabia me salía por los poros ante aquel imbécil que se había
confundido conmigo creyéndome que me iba a dejar pegar como lo había hecho con
otros chicos pequeños de los recién llegados en menos de veinticuatro horas.
-
¡Espera un
momento….! - le dije con mi puños dispuestos para responder en caso de ataque.
–
Se quedó sorprendido por mi
respuesta, que seguramente no contaba y me miró cómo esperando qué podría yo
hacerle. Por lo visto no estaba acostumbrado a que sus fáciles víctimas le
plantaran cara.
Me acordé dé lo que mi
padre me había dicho:
-
“¡No te metas
con nadie, pero si alguien se mete contigo…, el que da primero…. da dos
veces….!”.
Allí, en aquella galería
donde todo el mundo gritaba, no estaba ni mi padre ni mi hermano a los que yo
pudiera recurrir y refugiarme para que fueran disuasores de que alguien se
metiera conmigo. Tenía que arreglármelas yo solo, sobrevivir y no sucumbir, pues
si me dejaba pegar continuarían los abusos y el miedo durante mi estancia allí.
No estaba dispuesto a dejarme amedrentar por nadie y ser una víctima del temor
ante aquel tonto por mucho mayor que fuera y de un curso superior al mío.
También recordé lo que tantas veces, jugando los amigos de Llastres, nos
decíamos unos a otros sobre mañas y llaves de lucha libre que veíamos en las
películas del cine “Roge”. Solíamos teorizar sobre ciertas mañas que podrían
dejar fulminado a un rival. Eran cosas de niños pero era lo que decíamos
jugando aunque nunca las habíamos puesto en práctica.
¡Había llegado el momento
de utilizar alguna en la práctica de alguno de aquellos golpes! Y me preparé
mentalmente para ello. Iba a probar una de aquellas mañas de combate.
Ante su sorpresa y
expectación, a la vista de mi determinación de hacerle frente, me abrí paso con
mis brazos entre el pequeño grupo de “amorriñados” que nos observaban. Me
dirigí a pocos metros de distancia hacia el grueso muro en cuyo suelo estaban
mis alpargatas de gruesa suela de goma. Las cogí, cada una en una mano y me
presenté rápido delante de aquel imbécil.
Me miró nuevamente con
sorpresa, sacó la lengua mordiéndola entre sus dientes anunciando con ese
rictus el inminente y furioso ataque sobre mi persona con menos estatura que
él. Continuó unos segundo mordiéndose la lengua, mirándome con agresividad y
rabia, preparado para propiciarme una
paliza mucho mayor que las que les dio en menos de veinticuatro horas a otros
críos.
-
¿… Qué te
pasa…. “cazurru”… qué ye lo que quies…? – le volví a espetar tal como me decían
que había que llamar a los castellanos.
Como un rayo, le pegué en
su mejilla izquierda un fuerte y sonoro “alpargatazo” con toda la fuerza que
era capaz con la suela de mi alpargata. Aquel primer “alpargatazo” restalló y
sonó alrededor. Los chavales que estaban por allí se percataron de incidente e
hicieron un pequeño corro expectante en silencio. La contundencia del limpio
“alpargatazo” en su mejilla debió “quemarle” la piel. Inmediatamente después
del primer “alpargatazo”, que le pilló por sorpresa, le dí otro con la otra
mano. Todos en su cara. Debió dolerle mucho pues se echó sus manos al rostro
para protegerse sin poder reaccionar ni pegarme, lo que yo aproveché - conforme a la teoría que hablábamos los
amiguinos de Llastres y que nunca había practicado - para meter mi rodilla con fuerza en su
entrepierna “frayándole” los testículos. Se encogió para cogerse los “güevos” y
mientras se retorcía hacia mi le di otro rodillazo en la cara con la misma
rodilla. Con una mano en los “güevos” y la otra en su boca, comenzó a sangrar
por las narices. No hubo más. Se retiró retorciéndose. Y hasta hoy.
Me sentí culpable y no
tenía por qué, después de aquel incidente en que me vi obligado a defenderme de
una provocación injusta de un abusón de mis compañeros “amorriñados” e
indefensos como yo.
Mis compañeros
“amorriñados” me animaron y creo que se dieron cuenta que conmigo había que
tener cuidado. Algunos de ellos, en los días siguientes buscaban mi compañía
como si pudiera protegerles sin saber que yo estaba tan indefenso y bajo de
moral como ellos.
En los días siguientes y
durante todo el curso las peleas eran frecuentes, pero nadie nunca más se
atrevió a meterse conmigo. Mi “imagen” de “buen chico” iba acompañado de
“geniudo” y que era un “peligro”, con el que había que tener cuidado de no confundirse.
Aquella noche todavía
seguía en mi interior la tensión y el nerviosismo de la agresión que habíamos
tenido. En los días siguientes aquel chaval nunca más se atrevió a meterse
conmigo ni con nadie más. Me miraba de soslayo y me rehuía si pasaba cerca de
él.
Exceptuando a los que
estaban en aquel rincón de la galería nadie más se percató del incidente pues
los trescientos chicos restantes estaban a su bola y el fraile que vigilaba
tampoco tuvo conocimiento de la pelea.
Aquel segundo día, sin
meter nada en mi boca, terminó sorprendiéndome en mi camina tapado totalmente y
llorando otra vez acordándome de los míos. Reflexioné y repasé todas las
novedades y normas que nos habían dado y me reafirmé de adaptarme a todo cuanto
viera dejándome llevar. Pero me preocupé por aquella “engarra” que había tenido
pues yo no quería pelearme con nadie y me entró miedo de que pudieran
expulsarme del Colegio por aquella pelea. Temí que pudiera llegar a oídos de
los frailes y que no supieran el motivo de mi defensa y me echaran para casa,
con lo que yo frustraría todo el esfuerzo de mi familia para llevarme hasta el
Colegio.
También me di cuenta de
la dinámica de la formación de grupos, pandillas en las que los chicos se
refugiaban para así mejor protegerse unos de otros. Había tensiones en medio de
todos especialmente entre los nuevos que habíamos llegado. Así lo iría
comprobando según avanzarían los días. Aquello no era como yo me había
imaginado que era un colegido. Había más agresividad de lo esperado. Es verdad que
los adolescentes solemos ser un poco trastos, revoltosos y dispuestos a hacer
travesuras. Creo que gran parte de aquella agresividad verbal, psicológica y
física debería ser expresión indirecta del malestar interior de muchos de los
adolescentes que allí estábamos, quizás con muchas carencias, especialmente de
la presencia de los padres, tan necesarios en esos momentos de la adolescencia.
Aquella agresividad
verbal, psicológica y algunas veces hasta física de unos contra otros me
pareció que siempre tenía la característica de alguien que se consideraba más
fuerte que su potencial víctima, bien en su físico o porque tenía una pandilla
más numerosa que apoyara la agresión. Pasados los días percibí que mi respuesta
ante aquel chaval leonés mayor que yo se corrió entre los alumnos, lo que me
aportó un imagen de ser un chaval con el que había que tener cuidado de no
meterse conmigo. Hubo alguno de los mayores e incluso de mi curso, que quiso
doblegarme moralmente apelando a mi apariencia de “buen chico”, respetuoso y
educado, que parecía no matar una mosca y que todo ello era incompatible con
que yo “arreara” leña como la que le metí aquel chaval faltoso. De ello querían
concluir que si era “buen chico” como parecía…. tenía que “dejarme comer” y no
responder a sus agresiones. Estaban equivocados conmigo, lo que me acarreó
algunas enemistades manifiestas de estos faltosos que siempre hay en ciertas
pandillas.
El cambio que comenzaba a
vivir en menos de dos días era total y radical. De la libertad del pueblo de Llastres
que había dejado, que era mi terreno conocido, ahora tenía que apañármelas yo
solo y ajustarme a unas rigurosas normas. Mis padres me habían encarecido que
obedeciera a todo cuanto me dijeran. Y estaba dispuesto a hacerlo. Pero aquello
parecía duro para un adolescente de once años. Tenía que habérmelas con chicos
nuevos de todo tipo y pelaje. Cada uno de nosotros traíamos nuestras propias
circunstancias en aquella edad de la adolescencia donde la personalidad todavía
no está fraguada. Tenía que hacer nuevas amistades y las necesitaba pues me
consideré siempre muy afectivo y buen amigo de mis amigos. Pero el silencio
absoluto a que nos sometían no facilitaba la comunicación para conocernos. A lo
largo de los días todo fue facilitándose poco a poco, pero con el “cuidado” que
nos habían recomendado de las “amistades particulares”.
Sobre las diez y media de
la noche, nuevamente me acunó el silbido lastimero del tren que pasaba por el
Puente de Hierro, Medina-Segovia. Aquel tren era puntual y me encariñé con su
pitido que esperaba cada noche antes de dormir. Seguí yendo al baño antes de
acostarme y a la vuelta, solo en medio de aquel pasillo solitario, me quedaba
con la mirada perdida en los ventanales que daban al norte añorando a mis
padres y hermanos que estaban más allá de la noche.
------------
CASTILLA LA VIEJA: ¡MIRA…NENU…PAEZ LA MAR! (III)
¡AHORA LOS CURAS Y FRAILES MANDEN MUCHU...FACES BIEN CHAVAL! (II)
Hacia La Mejorada. 29 de Septiembre de 1953 (I)
¡AHORA LOS CURAS Y FRAILES MANDEN MUCHU...FACES BIEN CHAVAL! (II)
Hacia La Mejorada. 29 de Septiembre de 1953 (I)
No comments:
Post a Comment