Sunday, March 31, 2019

LA MEJORADA: APRENDIENDO A SOBREVIVIR, por Faustino Martínez (IX)


Imagen: Ángel Gutiérrez Sanz
Lo que me cogió por sorpresa en aquellos recreos después de comer, después de rezo del Rosario por la tarde y después de cenar, fue descubrir la crueldad de un chico de un pueblo de León, mayor que nosotros y veterano, de segundo curso. En Llastres, ya había conocido a algún tipejo parecido a este chico con una personalidad faltosa como la de aquel que arremetía cruelmente contra el disminuido psíquico de nuestra escuela de Llastres, Alfonsín “Gullidero”. Aquel chico que era de un pueblo de León, no tenía amigos, no le conocíamos pandilla. Parecía que andaba solo. Pero no, siempre estaba en “compañía” de algún chico más pequeño que él, del curso inferior, con quienes siempre le descubrí intentando meterse con aquellas víctimas menores, que él creía asequibles para sus provocaciones y palizas.

Este impresentable y amargado chaval, cuyas razones de su actuar agresivo quizás fuesen el resentimiento vital o existencial o sabe Dios qué frustraciones personales podría tener, escogía como víctimas de sus palizas a chicos tímidos, “amurriados”, que todavía no habían superado aquel primer impacto de la morriña que todavía nos tenia sobrecogidos.
Es fácil imaginar metidos en una galería de cuarenta metros de largo por diez de ancho a trescientos chicos, después de horas de silencio. El griterío y los empujones eran constantes. Algunos jugaban a cogerse y pocos a charlar. Los nuevos lamíamos nuestras heridas emocionales hablando de nuestros padres, de sus profesiones, de nuestros pueblos. Y a este grupo de novatos todavía “amorriñados” se aproximaba este “pájaro” del curso mayor. Escogía a uno cualquiera de los nuevos y timoratos chicos y les comenzaba a empujar con sus manos sin razón alguna. Las víctimas se dejaban acoquinar, pues era físicamente mayor que ellos y se sentían psicológicamente débiles ante la “falsa valentía” de aquel estúpido.  Después de varios empujones, los demás chicos “amorriñados” se separaban de él, lo que aprovechaba para arrear a la víctima escogida una serie de bofetadas. El fraile que vigilaba nuestros recreos solía estar en la otra esquina de la galería, por lo que no se enteraba de lo que se cocía en el otro extremo entre los trescientos chicos que allí pululábamos.

Yo le observé, le estudié y me preparé por si pretendía tomarla también conmigo, pues yo era uno de tantos de los que estaban con la moral baja en aquel segundo día de mi estancia. Personalmente siempre me había caracterizado por ser respetuoso con todos los que me trataban y nunca me metía con nadie, ni en Llastres ni estaba dispuesto a cambiar en el Colegio. Aquel respeto producía en mis compañeros la misma reciprocidad. Me gustaba ser educado y comprensivo con quienes me tocaba convivir y creo que lo captaban y apreciaban quienes me iban conociendo. Pero siempre me encontré con algún imbécil que confundiría la educación, el trato respetuoso, las buenas formas sociales, la delicadeza del trato con una “debilidad” de carácter. ¡Estaban confundidos y terminaban descubriéndolo tarde!. 

Aquel chaval leonés, en el recreo de la noche, una vez rotas las filas al grito del ¡Ave María Purísima”….sin pecado concebida…!, le vi salir disparado en búsqueda de las víctimas de los críos recién llegados el día anterior.

Allí, casi en un rincón, nos arremolinábamos en silencio un pequeño grupo de “amorriñados” con la moral baja. Ni corto ni perezoso comenzaba a empujarnos sin razón alguna. Uno de los empujones provocadores fue sobre mi cuerpo. Los demás chicos, como corderos que se dejan degollar y ser llevados al matadero no reaccionaban y casi rodaban por el suelo. Yo me mantuve erguido después del primer empujón. Algo que no soporto y me subleva es la injusticia y sobre todo que alguien se quiera cebar sobre una persona inferior, inocente o que sea percibida como débil. En mi interior se desencadena un volcán al que a veces tengo miedo de su salida hacia el exterior. 

Aquel estúpido chaval se había confundido de víctima. No caí al suelo de puro milagro por los repetidos empujones que me propiciaba provocadoramente sobre mi pecho. 

Yo ni nadie de mis compañeros “amorriñados” le habíamos hecho nada para que nos agrediera de aquella manera tan provocadora y agresiva. Ellos se dejaban empujar, pero yo recuperé el equilibrio que estuve a punto de perder y caer al suelo de la galería.
Me planté frente a él:

-          ¡Tú… que ye lo que quies…. chaval…!  -le dije en “asturianu”-

Me pareció que esa respuesta y ver que alguien le hacía frente le alegraba y le excitaba para darle más alas y cebarse sobre mi.

Se paró mirándome fijamente sacando su lengua mordiéndola entre sus dientes. Aquel rictus me recordaba el de aquel otro chico de Llastres cuando se concentraba mordiendo la lengua para pegarle una paliza al pobre Alfonsín.

Yo le miré de frente. Se paró por un momento sorprendido. Los demás chicos que estaban alrededor vieron la escena y se apartaron sumergidos en su “morriña” y temiendo les pudiera salpicar a ellos lo que estaba a punto de desencadenarse. Me puse nervioso, encorajinado. La rabia me salía por los poros ante aquel imbécil que se había confundido conmigo creyéndome que me iba a dejar pegar como lo había hecho con otros chicos pequeños de los recién llegados en menos de veinticuatro horas.

-          ¡Espera un momento….! - le dije con mi puños dispuestos para responder en caso de ataque. – 

Se quedó sorprendido por mi respuesta, que seguramente no contaba y me miró cómo esperando qué podría yo hacerle. Por lo visto no estaba acostumbrado a que sus fáciles víctimas le plantaran cara.

Me acordé dé lo que mi padre me había dicho: 

-          “¡No te metas con nadie, pero si alguien se mete contigo…, el que da primero…. da dos veces….!”.

Allí, en aquella galería donde todo el mundo gritaba, no estaba ni mi padre ni mi hermano a los que yo pudiera recurrir y refugiarme para que fueran disuasores de que alguien se metiera conmigo. Tenía que arreglármelas yo solo, sobrevivir y no sucumbir, pues si me dejaba pegar continuarían los abusos y el miedo durante mi estancia allí. No estaba dispuesto a dejarme amedrentar por nadie y ser una víctima del temor ante aquel tonto por mucho mayor que fuera y de un curso superior al mío. También recordé lo que tantas veces, jugando los amigos de Llastres, nos decíamos unos a otros sobre mañas y llaves de lucha libre que veíamos en las películas del cine “Roge”. Solíamos teorizar sobre ciertas mañas que podrían dejar fulminado a un rival. Eran cosas de niños pero era lo que decíamos jugando aunque nunca las habíamos puesto en práctica.

¡Había llegado el momento de utilizar alguna en la práctica de alguno de aquellos golpes! Y me preparé mentalmente para ello. Iba a probar una de aquellas mañas de combate.

Ante su sorpresa y expectación, a la vista de mi determinación de hacerle frente, me abrí paso con mis brazos entre el pequeño grupo de “amorriñados” que nos observaban. Me dirigí a pocos metros de distancia hacia el grueso muro en cuyo suelo estaban mis alpargatas de gruesa suela de goma. Las cogí, cada una en una mano y me presenté rápido delante de aquel imbécil.

Me miró nuevamente con sorpresa, sacó la lengua mordiéndola entre sus dientes anunciando con ese rictus el inminente y furioso ataque sobre mi persona con menos estatura que él. Continuó unos segundo mordiéndose la lengua, mirándome con agresividad y rabia,  preparado para propiciarme una paliza mucho mayor que las que les dio en menos de veinticuatro horas a otros críos.

-          ¿… Qué te pasa…. “cazurru”… qué ye lo que quies…? – le volví a espetar tal como me decían que había que llamar a los castellanos.

Como un rayo, le pegué en su mejilla izquierda un fuerte y sonoro “alpargatazo” con toda la fuerza que era capaz con la suela de mi alpargata. Aquel primer “alpargatazo” restalló y sonó alrededor. Los chavales que estaban por allí se percataron de incidente e hicieron un pequeño corro expectante en silencio. La contundencia del limpio “alpargatazo” en su mejilla debió “quemarle” la piel. Inmediatamente después del primer “alpargatazo”, que le pilló por sorpresa, le dí otro con la otra mano. Todos en su cara. Debió dolerle mucho pues se echó sus manos al rostro para protegerse sin poder reaccionar ni pegarme, lo que yo aproveché  - conforme a la teoría que hablábamos los amiguinos de Llastres y que nunca había practicado -  para meter mi rodilla con fuerza en su entrepierna “frayándole” los testículos. Se encogió para cogerse los “güevos” y mientras se retorcía hacia mi le di otro rodillazo en la cara con la misma rodilla. Con una mano en los “güevos” y la otra en su boca, comenzó a sangrar por las narices. No hubo más. Se retiró retorciéndose. Y hasta hoy.

Me sentí culpable y no tenía por qué, después de aquel incidente en que me vi obligado a defenderme de una provocación injusta de un abusón de mis compañeros “amorriñados” e indefensos como yo.

Mis compañeros “amorriñados” me animaron y creo que se dieron cuenta que conmigo había que tener cuidado. Algunos de ellos, en los días siguientes buscaban mi compañía como si pudiera protegerles sin saber que yo estaba tan indefenso y bajo de moral como ellos. 

En los días siguientes y durante todo el curso las peleas eran frecuentes, pero nadie nunca más se atrevió a meterse conmigo. Mi “imagen” de “buen chico” iba acompañado de “geniudo” y que era un “peligro”, con el que había que tener cuidado de no confundirse.

Aquella noche todavía seguía en mi interior la tensión y el nerviosismo de la agresión que habíamos tenido. En los días siguientes aquel chaval nunca más se atrevió a meterse conmigo ni con nadie más. Me miraba de soslayo y me rehuía si pasaba cerca de él.

Exceptuando a los que estaban en aquel rincón de la galería nadie más se percató del incidente pues los trescientos chicos restantes estaban a su bola y el fraile que vigilaba tampoco tuvo conocimiento de la pelea.

Aquel segundo día, sin meter nada en mi boca, terminó sorprendiéndome en mi camina tapado totalmente y llorando otra vez acordándome de los míos. Reflexioné y repasé todas las novedades y normas que nos habían dado y me reafirmé de adaptarme a todo cuanto viera dejándome llevar. Pero me preocupé por aquella “engarra” que había tenido pues yo no quería pelearme con nadie y me entró miedo de que pudieran expulsarme del Colegio por aquella pelea. Temí que pudiera llegar a oídos de los frailes y que no supieran el motivo de mi defensa y me echaran para casa, con lo que yo frustraría todo el esfuerzo de mi familia para llevarme hasta el Colegio.

También me di cuenta de la dinámica de la formación de grupos, pandillas en las que los chicos se refugiaban para así mejor protegerse unos de otros. Había tensiones en medio de todos especialmente entre los nuevos que habíamos llegado. Así lo iría comprobando según avanzarían los días. Aquello no era como yo me había imaginado que era un colegido. Había más agresividad de lo esperado. Es verdad que los adolescentes solemos ser un poco trastos, revoltosos y dispuestos a hacer travesuras. Creo que gran parte de aquella agresividad verbal, psicológica y física debería ser expresión indirecta del malestar interior de muchos de los adolescentes que allí estábamos, quizás con muchas carencias, especialmente de la presencia de los padres, tan necesarios en esos momentos de la adolescencia.

Aquella agresividad verbal, psicológica y algunas veces hasta física de unos contra otros me pareció que siempre tenía la característica de alguien que se consideraba más fuerte que su potencial víctima, bien en su físico o porque tenía una pandilla más numerosa que apoyara la agresión. Pasados los días percibí que mi respuesta ante aquel chaval leonés mayor que yo se corrió entre los alumnos, lo que me aportó un imagen de ser un chaval con el que había que tener cuidado de no meterse conmigo. Hubo alguno de los mayores e incluso de mi curso, que quiso doblegarme moralmente apelando a mi apariencia de “buen chico”, respetuoso y educado, que parecía no matar una mosca y que todo ello era incompatible con que yo “arreara” leña como la que le metí aquel chaval faltoso. De ello querían concluir que si era “buen chico” como parecía…. tenía que “dejarme comer” y no responder a sus agresiones. Estaban equivocados conmigo, lo que me acarreó algunas enemistades manifiestas de estos faltosos que siempre hay en ciertas pandillas.

El cambio que comenzaba a vivir en menos de dos días era total y radical. De la libertad del pueblo de Llastres que había dejado, que era mi terreno conocido, ahora tenía que apañármelas yo solo y ajustarme a unas rigurosas normas. Mis padres me habían encarecido que obedeciera a todo cuanto me dijeran. Y estaba dispuesto a hacerlo. Pero aquello parecía duro para un adolescente de once años. Tenía que habérmelas con chicos nuevos de todo tipo y pelaje. Cada uno de nosotros traíamos nuestras propias circunstancias en aquella edad de la adolescencia donde la personalidad todavía no está fraguada. Tenía que hacer nuevas amistades y las necesitaba pues me consideré siempre muy afectivo y buen amigo de mis amigos. Pero el silencio absoluto a que nos sometían no facilitaba la comunicación para conocernos. A lo largo de los días todo fue facilitándose poco a poco, pero con el “cuidado” que nos habían recomendado de las “amistades particulares”.

Sobre las diez y media de la noche, nuevamente me acunó el silbido lastimero del tren que pasaba por el Puente de Hierro, Medina-Segovia. Aquel tren era puntual y me encariñé con su pitido que esperaba cada noche antes de dormir. Seguí yendo al baño antes de acostarme y a la vuelta, solo en medio de aquel pasillo solitario, me quedaba con la mirada perdida en los ventanales que daban al norte añorando a mis padres y hermanos que estaban más allá de la noche.



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