Wednesday, May 29, 2019

ARCAS REALES, DESMEMORIADAS MEMORIAS DOMINICANAS ESTUDIOS (1 de 2) por Rufino García Álvarez


Nuestra vida cotidiana estaba distribuida de la siguiente manera. Estudio, deporte, oración y descanso.

Los planes de estudios eran los mismos que en el Bachillerato laico, con la inclusión más intensa de horas de latín y posteriormente de griego. El resto de asignaturas era el mismo: Literatura, Matemáticas, Ciencias Naturales, Gramática, Geografía, Dibujo, Música, Urbanidad, Religión y Buena Conducta.

Nuestro curso, en Primero, fuimos pioneros para estrenar Profesoras: Tres Monjas Dominicas. Creo que fue por la escasez de profesorado masculino. Las Hermanas se llamaban: Amada, Sagrario y Celina. La Madre Amada nos impartía clases de Matemáticas. No sé si la asignatura imprimía carácter, lo cierto es que el recuerdo que tengo de ella era el de una mujer seca, seria, enérgica y muy exigente. No explicaba mal pero hacía que odiásemos las Matemáticas por su carácter.

La Madre Sagrario era muy tímida. Se ponía colorada en seguida. Nos impartía Gramática y Literatura Española. Algunos de los alumnos más desarrollados y con más tablas por ser de ciudad siempre le ponían en dificultades con sus preguntas o comentarios de doble sentido.

La Madre Celina nos impartió Geografía. Era muy guapa y de carácter alegre. Sabía que era guapa y además coqueta, pero sabía mantenerse en su estatus. Lo pasamos bien con ella y aprendimos. Aunque mirábamos más su rostro que algunos mapas.

Estuvieron unos años impartiendo clase y después las destinaron a otros menesteres y ya no tuvimos noticias de ellas. No sé si también influyó algún tema de faldas o sexualidad. La madre Celina tenía siempre moscones a su alrededor en los tiempos de recreo. Uno de los más asiduos era el P. Alfonso. De hecho, algunos alumnos sacaron el eslogan:” Huina, huina, huina, huele a chamusquina, entre el P. Alfonso y la Madre Celina”.

Recuerdo una tarde que estábamos jugando a balonmano y el P. Alfonso estaba conversando muy animado con la Madre Celina detrás de la portería de balonmano. Galán, uno de los mayores de nuestro curso, consiguió que perdiéramos el partido porque cada vez que tiraba hacia la portería lo hacía en dirección a donde estaba la Madre Celina para ver si le levantaba el hábito. No había forma de marcar un gol. Hasta que el P. Alfonso se dio cuenta de que salían muy desviados los tiros y se alejaron más del campo de balonmano, pero ya no nos dio tiempo a remontar el marcador.

El primer contacto con el latín fue algo desconcertante. Tuve varios profesores. El primero fue el P. Ortega. Persona paciente donde las haya para intentar meter en nuestras cabezas aquellas jergas tan raras. Le llamábamos el P. Vírgula, porque de esa manera se dice como en latín. El siempre que nos hacía algún dictado, en vez de decir, coma, siempre decía vírgula. Así se ganó el mote o apodo. Tenía siempre a mano el borrador de tiza de los encerados, que era un trozo de madera con tres filas de paño de fieltro que hacía de bayeta para limpiar la pizarra. Algún coscorrón recibimos con el borrador cuando nos sobrepasábamos en nuestra algarabía. También nos servía el borrador como dispensador de moléculas de tiza en la cara o ropa de nuestros compañeros de clase con las toses y jolgorios correspondientes.

Otro de ellos fue el P. Félix Salvador, de Polvorosa (Palencia). Me parecía muy raro eso de rosa, rosae.  Las declinaciones, tan diferentes a lo que conocíamos de nuestro castellano. Aquí empezaron a desarrollarse nuestras neuronas memorísticas. Casi todo nos lo teníamos que aprender de memoria. Nos enseñaban poco a razonar. Desde luego, pocas actividades grupales o trabajos de investigación y compilación de datos. La Memoria era la reina de los estudios.

Recuerdo una anécdota muy graciosa que nos ocurrió en clase de latín con el Padre Salvador, Padre Zumba, le llamábamos; no porque tuviese la costumbre de pegar sino por una frase en su boca muy repetida, zúmbale: quería decir, adelante, habla, según el contexto de que se tratase.

A lo que iba. Estábamos ya en tercero y nos dedicábamos a traducir Las Églogas de Virgilio. En uno de los párrafos se trataba de la vida en el campo con la cría de animales, entre ellos, las cabras. La frase tenía el verbo  “pareo”. Mi compañero de curso, Chemi, era el que tenía que traducir en voz alta el párrafo, no tenía claro tener que traducir que las cabras estuviesen preñadas ni que hubiesen otras cabras paridas, pero la traducción literal del verbo era ésa. Al fin se soltó y tradujo: La oveja o cabra estaba embarazada.

Las risotadas de la clase fueron unánimes, más cuando el P. Salvador empezó a remedar la voz de Chemi y decir a voz en grito: “Abuelito, la gallina ha dado a luz un huevo”. 

El P. Félix era un peligro cuando tenía catarro o algún acceso de alergia por el polvo de la tiza del encerado. Enseguida comenzaba a estornudar o toser y sacaba un gran pañuelo de paño y lo extendía con las dos manos delante de la cara, pero… casi siempre los miasmas iban a parar a los alumnos que estaban en los primeros pupitres y el pañuelo quedaba sobre su cabeza muy limpito porque no coincidían en el tiempo y espacio con el estornudo.

Anécdotas de todo tipo ocurrían frecuentemente, dependiendo mucho del talante del profesor, que generalmente no eran muy propensos a la alegría y la cháchara, al menos en clase. Otra traducción que hizo historia, hoy le diríamos leyenda urbana, porque no puedo asegurar que existiese como tal, fue cuando a un alumno se manda traducir una frase: “In diebus illis dixit Cicero”. La traducción más o menos creativa del chico fue: Cicerón dijo de día que aquello tenía busilis. La quinta declinación no le debía sonar mucho y unió “el bus” con “el illis” y se quedó ya como un referente entre nosotros. Cuando un tema era dificultoso o no se comprendía bien aquello tenía “busilis”, es decir, el nudo gordiano del asunto.

Uno de los profesores que también nos dejó alguna impronta por sus dichos fue el Padre Díaz. Tenía una forma un tanto peculiar de arrastrar algunas vocales cuando hablaba y era un tanto socarrón. Solía comentarnos: “Chiiiico, tienes la inteligencia más roooma que la punta de un colchoooón”. O “ Mens tua est  tanquam tábula rasa in qua nihil est depictum”. Es decir, que teníamos la mente en blanco, no teníamos ni idea de lo que se estaba cociendo en aquel texto de latín.

Otras asignaturas eran más amenas o al menos eran explicadas con más alegría y nosotros participábamos con más energía y dedicación. Una de ellas era la asignatura de Geografía, que en segundo de bachillerato nos impartía el P. Alfonso. 

Para motivarnos ideó una clase con puestos por orden de resultados en las respuestas a sus preguntas en clase sobre la materia cada día. Todos estudiábamos con ahínco para copar las primeras plazas porque había premio. Un atlas mundial con todas las banderas de los países. A mí siempre me gustó la geografía y estudiaba con todas mis fuerzas para llevarme el atlas. Un contrincante fuerte en el tema era mi compañero Villacorta. Cada semana casi nos alternábamos con el primer y segundo puesto según el resultado en las sesiones de respuestas acertadas.

Cuando faltaban dos semanas para la evaluación trimestral y estando yo el primero de la clase me perdió mi espíritu de Jaimito. Preguntó el P. Alfonso ejemplos de roedores. Villacorta puso como ejemplo un conejo. Otro ejemplo, pidió el P. Alfonso. Veloz como el rayo, contesté: Otro conejo.

Me miró y me dijo: Rufino, vete hasta la puerta de la clase, abre con el picaporte y cierra la puerta desde el pasillo exterior. Fue una forma muy sibilina de expulsarme de clase. Lo peor era que por el pasillo solía pasear el Prefecto de Disciplina y a los que se alojaban en él, aunque fuese temporalmente, les añadía algún castigo más, como perderse la salida de los jueves o quedarse sin merienda. De propina solía llevarse un par de bofetadas que tenía en su zurrón con profusión y largueza.

A mí lo que más me dolió fue que en los días que faltaban para el examen final no pude mantener el primer lugar y el atlas se lo llevó Villacorta, que lo merecía tanto o más que yo, pero que yo se lo puse en bandeja por gracioso. Siempre he recordado con dolor este pasaje.

Había otras materias un tanto chocantes como Urbanidad. Teníamos un librito de texto en el que nos explicaban detalladamente desde cómo pelar con cuchillo y tenedor la fruta hasta cómo teníamos que pasear por un lugar a cubierto desde dos personas hasta cinco y cómo darse la vuelta sin perder la cara del resto de acompañantes. También dependía del rango de los acompañantes para girarse y situarse a su derecha o izquierda.

Lo más paradójico era que la utilización de cuchillos y tenedores para comer era todo teórico. Hoy se diría virtual. No veíamos un bistec en todo el año, como para saber cortarlo y comerlo. Para qué queríamos tanta técnica si conocíamos de antemano que no lo podríamos practicar en el comedor nunca.

Todavía recuerdo alguna frase del librito de marras que nos hacía aprender de memoria el P. Villarroel: “Dice muy poco en su favor la persona que lleva las punteras y talones de los zapatos despintados”.

Algunas de estas enseñanzas las puedo aprovechar ahora porque en aquella época con unas chirucas, unas bambas y unos zapatos para las grandes ocasiones, teníamos que arreglarnos. Otras normas ni se pueden aplicar por obsoletas y trasnochadas.

De las matemáticas casi mejor es no hablar. No teníamos profesorado cualificado para enseñarlas y siempre tuvimos dificultades para entenderlas. Desde cualquier curso salíamos cojitrancos con las mismas e íbamos acumulando el déficit hacia el resto de los cursos.

De hecho, cuando fuimos a examinarnos por libre al Instituto Zorrilla de Valladolid, para que nos convalidasen los estudios de Bachillerato Elemental, la Dirección del Colegio contrató durante varios meses a dos profesores ajenos al claustro de frailes para que nos impartiesen clases de matemáticas y de física. Ellos mismos tenían la certeza que las enseñanzas no eran muy buenas en estas materias.

En los diversos cursos tuve varios profesores. Recuerdo, entre otros, a la madre Amada, el P. Gil, el P. Alberto. Cada uno tenía su impronta, pero quien se llevaba la palma en el recuerdo amargo de las matemáticas fue el P. Alberto. No podía ser que tuviese dos roles tan ingratos. Profesor de Matemática en cuarto de bachiller y Prefecto de Disciplina. Él mismo, muchas veces, no distinguía entre ambos papeles y en clase castigaba faltas de disciplina. A veces juzgaba a un alumno por el concepto que tenía de él como buen chico y no por sus conocimientos de la materia.

Era cruel en clase con muchos alumnos. Los sacaba al encerado y se mofaba de ellos. Muchas veces les golpeaba la cabeza contra el encerado para demostrar si se podía o no, extraer una cifra, incógnita o quebrado de un paréntesis. Si se podía cambiar de signo a una proposición, etc. Tenía tal método de terror en la enseñanza que nuestra única esperanza era que no nos preguntara o sacara al estrado para explicar cualquier problema o supuesto matemático.
-                     ¿Alguien no ha entendido lo que he dicho?
Si alguno en un arrebato de valentía levantaba la mano y decía que no, la respuesta, casi siempre era: A ver, sal a la pizarra. Explica lo que no entiendes.
-Padre, no he entendido nada o casi nada.
-Eres tonto de capirote!, te espetaba

Ya habías quemado tus naves. No había más supuesto que tú no estabas atento y que no escuchabas sus explicaciones. No se planteaba nunca que él no explicaba bien o que la forma y modo de explicar nos tenía tan atemorizados que no podíamos abrir nuestra mente a la explicación sino a pasar desapercibidos.

Una de las clases más sangrientas que recuerdo, y digo sangrientas porque así fue literal y físicamente, fue cuando se enzarzó con Maté, un chico bastante inteligente que comprendía bien las matemáticas y que para mayor redundancia era sobrino carnal suyo. Le discutió una solución a un problema por un error en el cambio de signo de una cantidad teniendo razón el alumno.

Los golpes, cabezazos contra la pared, puñetazos y bofetadas fueron de verdadero ring de boxeo. No sé qué le nubló la mente, pero aquello fue algo irreal. Maté sangraba por la nariz y la ceja y los gritos y jadeos de uno y otro eran atroces. Los demás estábamos encogidos en nuestros pupitres y nos sobraba la mitad del asiento. No recuerdo exactamente lo que duró. Lo que sí recuerdo que pasado el momento larguísimo del asalto unilateral debió ver la sangre y salió con su sobrino hacia la enfermería y nosotros no nos atrevíamos a salir para ir al refectorio.

No sé si se disculpó con su sobrino, pero al día siguiente tenía moretones por la cara y brazos, algún esparadrapo en la cara y el P. Alberto estuvo muy calmado durante varias semanas. Pero lo genético es lo genético y al poco tiempo la metodología de que la letra (en este caso los números) con sangre entra se aplicaba a pies juntillas.

Tengo que reconocer que, aunque yo no era un dechado de buena conducta, según su criterio, al menos en la consideración académica del P. Alberto, en sus clases, tuve una cierta tolerancia. Me habían avisado que, por mi nombre, Rufino, procurase estudiar bien el teorema de Ruffini, porque era su gracieta para sacarme a la pizarra. Gracias a los buenos oficios de algunos compañeros del curso y del curso superior, como Vecina, que me explicaron bien el problema y salí airoso del paso, tuve una relativa tranquilidad.



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