Imagen: Javier Yuguero |
En el colegio de La Mejorada, aquel curso de 1953 –
1954, además de los Padres Dominicos responsables de nuestra formación y de los
Hermanos Cooperadores pendientes de la cocina, de la sacristía, de la traída de
alimentos, de la llevada cada semana de las cestas de mimbre con la ropa sucia
de los colegiales, de la huerta del colegio, etc, también vivían otras dos
personas que ayudaban en tareas de infraestructura. No eran religiosos y los
denominaban “fámulos”, una especie de laicos que ayudaban a los frailes en
tareas materiales.
Uno de ellos era al que nosotros conocíamos con el
nombre de su oficio: “El Zapa”, porque era el zapatero encargado de arreglar
los zapatos rotos y demás calzados. Era un hombrecillo mal vestido, que tenía
su habitación y su taller en una “celda” en el primer piso al lado de las
desgastadas escaleras por donde subíamos a los dormitorios. Era pequeñito, con
gafas graduadas y con notoria miopía que se apreciaba por el elevado número de
aros que sus gafas lucían apenas dejando ver sus ojos bajo aquellos numerosos aros
de miopía. No se comunicaba con nadie. Salía a descansar y tomar el aire cuando
los críos nos retirábamos al estudio en el salón. Bajaba de su habitáculo con
un balón que llevaba entre sus brazos dándole patadas en solitario desde la
galería hasta la cañada. Nos parecía un personaje muy siniestro y triste, pues
vivía allí solo. Los Dominicos le alimentaban e ignoro si le darían algo de
ropa pues parecía un pobre de solemnidad. Parecía que le tenían recogido y le
sostenían a cambio de su trabajo de zapatero. Nunca le ví charlar con nadie ni
acompañado de nadie. Desde mi ventana del salón de estudios veía la luz de las
“celdas” de nuestros
profesores y también de la solitaria “celda” del “Zapa”.
Otro personaje que cuidaba del ganado, sobre todo de
las ovejas que tenían los Dominicos de La Mejorada, era un hombre al que llamaban
“Cachorro”. La primera vez que le vi en la “Cañada” al frente de decenas de
ovejas me pareció ver la figura de Sancho Panza, del Quijote. Era un hombre
curtido, moreno, mal vestido. Al menos eso me parecía a mi. Me sorprendió su
calzado. Un par de trozos rectangulares cortados de una rueda de camión hacían
de suelo y base de su calzado que amarrado y entrelazado por sus piernas atrapaban
unos sucios calzones oscuros. En su hombro descansaba una manta replegada y con
su mano derecha acariciaba una onda de pastor para lanzar piedras con certera
puntería sobre cualquier lugar que se le señalase. Con este medio de la onda
dirigía hacia donde quería a su numeroso rebaño de ovejas. “Cachorro” dormía en
las cuadras del Colegio, aunque algún que otro día iba a ver a su mujer e hijos
hasta la ruinosa casa de adobe que tenía a las afueras de Olmedo. Pudimos
conocer su mísera casa cuando fuimos a conocer la iglesia de la Soterraña de Olmedo a
donde nos llevaron los frailes.
El encargado de llevar los asuntos materiales de
manutención de la granja, cuyos edificios estaban en el interior cercado del
Colegio, lo llevaba un hermano cooperador dominico, Fray Germánico Revuelta,
natural de Castillejos (Cuenca). Fray Germánico era todo un personaje que
animaba nuestros encuentros en las tardes aburridas en las que no podíamos jugar
por el intenso frío de las heladas castellanas. Solía salir a pasear siempre
solo por la solitaria cañada, después de terminar sus quehaceres agropecuarios.
Nos llamaba la atención que paseara solo. Nunca le vi paseando al lado de
alguno de los demás frailes. Ignoro la causa. La realidad era que los hermanos
cooperadores vestían un hábito distinto del hábito blanco de los sacerdotes
Dominicos. Mientras los frailes sacerdotes dominicos todos vestían un hábito
blanco en su totalidad, los hermanos cooperadores vestían una capilla y
escapulario negro que les diferenciaba. Pasados los años sería abolida esta
diferencia en la vestimenta, siendo todos vestidos con el mismo hábito blanco.
Fray Germáncio nunca hablaba con nosotros. Quizás lo
tenía prohibido, pero sin embargo entrábamos en contacto con él y a través de
gestos se comunicaba con los que le rodeábamos para que nos mostrara sus artes
de “magia”. Nunca le oí pronunciar materialmente ninguna palabra, ni mantener
una conversación verbal con nosotros. Años más tarde descubrimos que era un
gran poeta. Cuando aparecía por la puerta de salida del Colegio hacia la
cañada, los colegiales que esa tarde no jugábamos al futbol, al frontón o al
péndulo, nos acercábamos a él con muestras de cariño y simpatía. Él se dejaba
rodear de toda la chiquillería esbozando una amplia sonrisa, pero mudo en
palabras.
Alguien nos había dicho que extraía de las
profundidades de su estómago un palillo mondadientes. No lo creíamos y le
pedíamos que nos lo demostrara si era verdad. Él no hablaba y por tanto no nos respondía
con palabras. En la parte exterior de su boca no había ningún mondadientes a la
vista. Después de hacerse rogar por nuestras súplicas, comenzaba a “entrar en
trance”, sin mediar palabra, a contonearse, a retorcer su cuerpo y en un
momento de aparente paroxismo y “éxtasis” el palillo mondadientes iba
apareciendo lentamente entre sus labios. Luego simulaba que lo volvía a
engullir hacia su estómago. Nosotros, boca abiertos, no podíamos comprender
cómo podría realizarlo y si es que fuera posible. Le decíamos que tenía
guardado el palillo mondadientes dentro de la boca, que no le creíamos que
fuera capaz de extraerlo desde el estómago. Él abría la boca, sin decir
palabra, para que la examináramos y así lo hacíamos sin ver rastro de la
presencia del palillo. Era todo un espectáculo lo que nos hacía Fray Germánico
y que él se hacía de rogar en medio de su silencio, comunicándose con nosotros
con su mirada, con sus sonrisas y gestos faciales.
Lo único que pudimos oírle eran dos palabras con
resonancia del latin. Se cruzaba ante nosotros de ida o de vuelta por las
dependencias del Colegio y con su mano derecha exhibía los dos dedos, índice y
mayor, en señal de bendecirnos y exclamaba:
- ¡Bonisía…..bonis… bonis….!. De aquí que todos le
denominábamos Fray Bonisía.
Cada sábado alterno nos obligaban a pasar por la
tarde a todos los chicos del colegio por el confesonario. Varios confesores se
ponían al lado de las gruesas columnas laterales de la Capilla a la hora de
estudio del final de la tarde. Del salón de estudios bajaba un primer grupo de
diez colegiales. Cuando volvía uno de los confesados y se incorporaba al salón
de estudio, bajaba el siguiente y así hasta los trescientos chicos. Los
confesores más solicitados eran el Padre Eugenio y el Padre Silva.
La bajada hasta la capilla para confesarse era un
tiempo de libertad, casi sin vigilancia y difícil de ser controlados por el
padre Zurdo o el padre Félix Salvador que nos cuidaban exigiéndonos el riguroso
silencio de aquel tiempo de estudio. Todas las tardes, en esas horas de estudio
y de confesiones previas a la cena, el silencio reinaba por todo el Colegio. Algunos
de los del curso mayor aprovechaban para bajar por las escaleras que
comunicaban el salón con la galería. Siempre había pupitres vacios de los que
supuestamente habían ido a confesarse.
Una de aquellas tardes de un sábado de octubre unos
gritos nos sobresaltaron a todos. Provenían del fondo de la galería. El “Zapa”,
corriendo asustado, se dirigía a través de la galería hacia las escaleras que
ascendían hacia el salón de estudios.
-
¡Socorrooooo….. socorrooo…. que me quieren pegar...!
Aquellos gritos que más bien parecían chillidos de un cerdo en el día de su
“San Martín” nos sobresaltaron. El padre Zurdo que era el vigilante en aquellas
horas de nuestro silencio y de nuestro estudio se dirigió veloz escaleras
abajo.
Se hizo un denso silencio. Todos mirábamos hacia
atrás, al fondo del salón por donde descendían aquellas escaleras. Al poco
tiempo vimos ascender compungidos, como a quienes cogen “in fraganti”, a tres
adolescentes de los del curso mayor. Nadie sabía lo que había sucedido.
Cabizbajos y andando delante del padre Zurdo atravesaron por uno de los
pasillos entre los pupitres en dirección a la “celda” del padre Rector. Un
murmullo reprimido se hizo en todo el salón. Todos sabíamos que el ser llevado
a la “celda” de padre Rector era algo temible y que presagiaba malos augurios.
La puerta de comunicación del salón que comunica
con el pasillo hacia la “celda” del padre Rector, se cerró tras ellos. Nos
imaginamos, por lo inusual y por los escandalosos chillidos provenientes de la
galería, que algo gordo había sucedido y que quizás nuestros compañeros lo iban
a pasar muy mal.
Pasados unos minutos volvió a abrirse la puerta del
salón y apareció la figura seria y temible del padre Andrés Villarroel, Rector
del Colegio. A su lado, compungidos, cabizbajos y llorosos aparecían los tres
compañeros. El silencio se cortaba en el salón. El padre Villarroel ocupó el
centro de la cabecera del salón junto con los tres adolescentes.
- ¡Estos
tres chicos, ahora mismo son expulsados del Colegio por haber cometido una
falta incalificable!.
La
expectación era total e impregnada de temor por nuestros compañeros.
-
¡Han pegado al “Zapatero”.
-
Al oírlo no sabíamos si reírnos o compadecer a
nuestros amigos.
-
- ¡ Salieron sin permiso del salón, se introdujeron
en la “celda” del “Zapa”, le pidieron tabaco para fumar y se lo negó y ante su
negativa arremetieron contra él pegándole!.
El silencio de todos nosotros se fue mezclando con
un esbozo de risas reprimidas. ¡Pero no estaba el horno para bollos...!
-
¡Hagan el favor de recoger sus cosas del pupitre,
subir para el dormitorio a hacer la maleta y esta noche marcharán para sus
casas...!
La palabra expulsión tenía unas connotaciones
temibles entre el alumnado. Yo me preguntaba cómo se presentarían ante sus
padres aquellos compañeros sin previo aviso, pues no había teléfonos para
anunciar a sus casas su inminente llegada para que les fueran a recoger a la
estación más próxima de sus pueblos. Me ponía en su lugar y no me imaginaba
llegar yo “expulsado” de aquel Colegio hasta Gijón, sin dinero, sin previo
aviso a mis padres. Pero también regustaba y casi envidiaba aquella posibilidad
de volver con mis padres y hermano a quienes tanto echaba en falta en aquellos
primeros días, si es que por algún motivo me “expulsaran” del Colegio. Pero
deseché inmediatamente la idea de dar motivos a esa posibilidad.
La “expulsión” implicaba algún tipo de comportamiento
“incalificable” que podría tildar y etiquetar de por vida a un alumno, como
“expulsado de un Colegio” por mal comportamiento. Y a esto no quería yo
prestarme, por lo que me reafirmé por adaptarme al medio y sobrevivir.
Aquella noche, durante el recreo posterior a la
cena, los comentarios sobre aquel incidente eran jocosos. Nos parecía una de
tantas trastadas de unos adolescentes que rompían la monotonía y la disciplina
del silencio y estudio implacable que nos imponían los dominicos. Entre nosotros
había chicos que les gustaba el estudio, que se aplicaban, que se concentraban
en las tareas encomendadas por los profesores. Pero también había otros, cuyo
temperamento e intereses eran más lúdicos y propensos a las trastadas típicas
de la edad de la adolescencia. Como he dicho, guardar silencio y sacar buenas
calificaciones, parecían las normas supremas y las referencias máximas de buena
conducta, de ser buen chico, de ser un buen “Aspirante a la Orden de Predicadores”.
La atmósfera rutinaria de la disciplina del Colegio
se iba imponiendo en nuestras vidas de adolescentes. La repetición de actos
engendra hábitos. Y si estas costumbres o hábitos son buenos y saludables
aportan siempre buenas consecuencias. El hábito del estudio se fue felizmente apoderando
de nuestras inquietudes intelectuales, el hábito del silencio nos iba aportando
una férrea voluntad de control, el hábito de las misas diarias, rosarios,
visitas al Santísimo, etc, iba forjando paulatinamente en nosotros lo que
llamaban “espíritu de oración”.
Las clases se mantenían con toda regularidad, sin
una pedagogía clara por parte de nuestros profesores, que habían sido formados
en Filosofía, Teología, para ser buenos frailes dominicos misioneros, pero no
profesores de adolescentes. Pasados los años pudimos evaluar esta primera
andadura al lado de los Padres Dominicos. Pudimos valorar los beneficios del
hábito metódico adquirido de estudiar, buscando las causas de los hechos, distinguiéndolas
de las circunstancias, aprendiendo a diferenciar lo esencial de lo accidental, profundizando
y huyendo de la superficialidad, no juzgando por las apariencias a nadie, el
participar de una visión universal, abierta, cosmopolita que nos permitía mirar
más allá de nuestro terruño. Lo mismo cabe decir de la adquisición de buenos
hábitos saludables de conducta. Desarrollamos el hábito saludable de hacer deporte,
ejercicio sistemático todos los días jugando al futbol, al péndulo, al frontón,
al criquet.
Lo que quizás fue marcando más nuestra adolescencia
en aquel “cuartel” de formación para ser unos futuros misioneros dominicos, era
la disciplina personal que implicaba un refuerzo constante de “sometimiento” al
que manda. Éramos como un pequeño ejército. Estábamos en una especie de “mili”
pero con once años, cerrados, sin comunicación con el mundo, sin manejar
dinero, ni ver a chicas de nuestra edad, sin contacto con nuestros padres a no
ser por cartas censuradas. Nos fueron inculcando la aceptación estoica del
sacrificio, de aprovechar los momentos y circunstancias difíciles para
“curtirnos” y endurecernos para mejor encajar los futuros tiempos duros que
pudieran presentarse ante nosotros. Nos inculcaban en sus pláticas y en sus
exigencias el saber estar a solas con nosotros mismos, ser los mejores amigos
de nosotros mismos, saber convivir en silencio con nosotros mismos, aprender a
estar solos y moderar nuestros afectos, evitando las “amistades particulares”
que consideraban peligrosas.
Esta labor constante e implacable marcada por la
finalidad educativa del Colegio nos iba troquelando. La pedagogía no era lo
fuerte de la metodología y didáctica de las clases, aunque el contenido era el
exigido para el primer curso de bachillerato. A pesar de estas carencias
pedagógicas la motivación y exigencia en el estudio era primordial. Siempre nos
ponían de referencia el prestigio histórico que tenían los Dominicos en el
ámbito del saber. Por eso nos exigían la máxima dedicación y aplicación.
Había un factor muy interesante en la dinámica de
nuestras relaciones con nuestros profesores y educadores. Era el aspecto
afectivo que se generaba entre nosotros con ellos. La verdad es que, pasados
los años, casi todos los antiguos alumnos nos acordamos más de los profesores
que supieron querernos, animarnos, acogernos, que nos escucharon y animaron,
que del contenido teórico de sus clases. Y en este sentido las carencias
pedagógicas de nuestros profesores dominicos se compensaban con este otro
factor determinante de toda buena formación.
Pasados los días me fui dando cuenta de que me
conocían por mi nombre, de mi procedencia, y que me trataban con cariño y
simpatía. Por mi parte la respuesta fue recíproca por lo que se iban
estableciendo lazos afectivos entre mis profesores y mi persona. Esta
circunstancia me predisponía positivamente y me motivaba más en mis estudios y
en mi adaptación a lo que ellos esperaban de mi por lo que el afecto fue
acrecentándose conforme pasaba el tiempo.
Muchos de nosotros, pasados los años,
compartiríamos con nuestros antiguos profesores la evaluación de aquellos años,
de aquella formación, de aquellas expulsiones. Llegamos a la conclusión de que
se perdieron muchos futuros dominicos entre aquellos expulsados, que en otro
contexto cultural, social e histórico, habían sido excluidos y descalificados no
siendo buenos “Aspirantes a la
Orden de Predicadores” (“AOP”). Las chiquilladas las hemos
hecho todos, y en esas edades ningún chico dice su definitiva verdad, por lo
que nos pareció que por aspectos insignificantes propios de aquella edad y de
aquel contexto formativo se habían desaprovechado a futuros buenos dominicos o
profesionales en la vida civil. Hicimos, pasados los años, balance de estos
antiguos compañeros “expulsados” y muchos de ellos destacaron en la vida civil
en diversas profesiones como empresarios, profesores, con manifiesto éxito
profesional. ¿No hubiera sido posible también que profundizasen y sobresalieran
en la vida dominicana?
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LA MEJORADA: APRENDIENDO A SOBREVIVIR (IX)
LA MEJORADA: TOMANDO POSESIÓN (VIII)
La Mejorada: tomando posesión (VII)
MI PRIMER DÍA EN EL COLEGIO DE LA MEJORADA (VI)
LA MEJORADA: Despedida de mi padre (V)
LA MEJORADA A LA VISTA: PRIMERAS IMPRESIONES Y SENTIMIENTOS (IV)
CASTILLA LA VIEJA: ¡MIRA…NENU…PAEZ LA MAR! (III)
¡AHORA LOS CURAS Y FRAILES MANDEN MUCHU...FACES BIEN CHAVAL! (II)
Hacia La Mejorada. 29 de Septiembre de 1953 (I)
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