Inmediatamente nos subieron al gran salón de estudios. Las clases
comenzarían al día siguiente. El padre dominico José María Reyero, un hombre
alegre que siempre nos animaría y nos llenaría de cariño, era el Jefe de
Estudios del Colegio y el administrador encargado de llevar la contabilidad y
proporcionarnos libretas, lápices, gomas, etc. Entró en el gran salón
acompañado de varios chicos mayores del curso superior que portaban cajas llenas
de libros de texto. Comenzaron a repartirnos por cada pupitre los libros de
texto de cada asignatura del primer curso de bachillerato. Encima de mi pupitre
fui haciendo un pequeño montón de libros de texto: Ciencias Naturales, Lengua
Española, Latín, Matemáticas, Geografía, Dibujo y Religión. Aquel año no
daríamos idioma extranjero. Ignoro el por qué. Nos asignaron el horario de cada
clase y los correspondientes profesores junto con las aulas a donde teníamos
que desplazarnos. Debajo de mi pupitre fui guardando los libros, después de
hojearlos. Me gustaron porque venían iluminados con dibujos y fotografías.
Aquello se presentaba interesante y me ponía un poco nervioso pues ya no
era la clásica enciclopedia de “Álvarez”, sino que cada asignatura tenía un libro
de texto y un profesor especial. Aquellos profesores no me conocían ni yo a
ellos por lo que no sabía cómo me iría con cada uno. Una vez entregados los
libros de texto nos dio a cada colegial una libreta, un lápiz y una goma y nos
dijo que este material tenían que pagarlo nuestros padres en la mensualidad
correspondiente. Todo ello lo aportaba gratuitamente el Colegio, los Padres
Dominicos, excepto el material fungible. Me di cuenta de lo que había dicho mi
maestro Don Mariano de que habría becas para los que fuéramos a estudiar pero
también me acordé de lo que podría acarrear a mis padres aquellos gastos y de
que tenía que mirar por ello.
Mientras hojeábamos los libros de texto, entró el Padre Rector, Andrés
Villarroel y comenzó a darnos una breve charla sobre la finalidad de nuestros
estudios y formación. ¡Allí estábamos como “Aspirantes a la Orden de
Predicadores”, que es lo mismo que decir que estábamos para estudiar y
formarnos como futuros Dominicos y que en nuestras cartas deberíamos poner las siglas:
“A. O. P” = Aspirante a la Orden de Predicadores. Era lógico, pero no creo que
todos los que estábamos allí lo tuviésemos igual de claro y decidido. Nos
encareció guardáramos las normas de disciplina y del silencio, sin el cual no
podía haber clima de estudio ni orden. En un momento dado de sus palabras nos
advirtió de que quienes se portasen indebidamente o no rindieran lo suficiente
en los estudios podrían ser “expulsados” del Colegio.
Aquella posibilidad de “expulsión” me preocupó. Yo no estaba dispuesto a
que pudiera afectarme, pero era uno de tantos expuesto a que esta advertencia
pudiera alcanzarme. Volví a reafirmarme interiormente de que no me expulsaran
de aquel Colegio. Ni yo ni mis padres lo asumiríamos, pues nos parecían
palabras mayores hablar de expulsión o que te pudieran tildar en la familia o
en el pueblo de que te “habían expulsado del Colegio”. La imagen que yo tenía
en aquel entonces de mi mismo era incompatible con que alguien pudiera
“expulsarme” por alguna de aquellas razones. Pero tendría que tener cuidado,
tanto en los estudios como en la conducta.
El padre Rector continuó hablándonos de cómo los Dominicos se habían
distinguido en su historia por ser una Orden Religiosa que había dado muchos
sabios y santos, como Santo Domingo de Guzmán, Santo Tomás de Aquino, San
Alberto Magno, San Vicente Ferrer, San Raimundo de Peñafort, Santa Catalina de
Siena, San Pio V, etc. Nos informó que en este Colegio nos íbamos a formar para
ser futuros misioneros en las Misiones del Oriente: Japón, Filipinas, Formosa,
Vietnam y China, aunque ahora los comunistas estaban persiguiendo, metiendo en
las cárceles y expulsado a los misioneros.
Yo me acordaba de los misioneros que recordábamos el día del Domund y de
la Santa Infancia, de los chinitos y japoneses que tan mal los pintaban en las
películas de propaganda norteamericana y en los tebeos. Además aquello de que
los metieran en la cárcel, o los pudieran matar no me parecían muy bien. Yo no
tenía madera de futuro mártir en medio de aquellos “chinos y japoneses” de las
películas que parecían tan malos y feos.
Iba tomando nota mentalmente de
todo cuanto decía el Padre Rector para adaptarme a ello tal cual me lo habían
recomendado mis padres. Parecía que no había norma más importante que la de
guardar silencio total. El alumno que
guardase silencio…. parecía que ya iba a ser “bueno”, “buen chico”, no tendría
problemas. Además de la norma disciplinaria del silencio, nos advirtió de que
tendríamos que rendir en los estudios. Cada quince días se nos darían en
público las calificaciones. Quienes suspendieran dos o más asignaturas tendrían
que abandonar el Colegio yendo para sus casas. Aquella advertencia me puso en
guardia pues no quería ser uno de los que echaran a perder tanto sacrificio
como habían puesto mis padres y mi hermano. A pesar de mi “morriña” y ganas de
irme otra vez para Llastres me prometí a mí mismo de que no me expulsarían del
colegio por ser mal estudiante. Por tanto, reforzaría mi dedicación al estudio.
Otra recomendación sorprendente que nos advirtió el Padre Rector fue
algo nunca oído por mí. Hablaba de que estaban prohibidas las “amistades
particulares” y que deberíamos relacionarnos principalmente con los compañeros
del propio curso. El Rector no nos hablaba con claridad sobre el porqué del
supuesto peligro de las “amistades particulares”. En la edad en que estábamos
era natural que hiciéramos amigos nuevos, que nos apoyáramos entre nosotros y
nos encariñáramos como lo hacen todos los amigos. ¡Pero el Rector venía a
insinuar que había que controlar los “afectos”, “mortificarlos”,
“reprimirlos”!. ¡No lo entendía… pero capté la esencia del mensaje que me
parecía antinatural!: ¡Nada de amistades profundas con ningún compañero!
Si algo hay de hermoso en la verdadera amistad es la acogida, la
comprensión, la comunicación, la ayuda recíproca, la gratuidad, el sentirte
entendido y cómplice con tu amigo o amigos, la profundización en las
conversaciones libremente expresadas, la libertad y el cariño resultante entre
los verdaderos amigos. ¡Hay pocas vivencias tan hermosas en la vida como la
verdadera y profunda amistad entre los “alter egos”, experimentar la suerte de
tener buenos amigos!
¡Pues “na nay”!! ¡Que mucho ojo…. con las “amistades particulares”!
Ahora empezaba a entender el distanciamiento y la inesperada “frialdad” de mi
amigo Andresín. Le veía siempre con los de su curso. Apenas me dedicaba tiempo
para charlar y estar juntos como en Llastres. Tenía su propia y amplia pandilla
entre chicos de su curso con quienes estaba a la hora de los recreos y durante
lo que llamaban “paseos largos”. ¡Me resigné e intenté adaptarme a la situación
que se nos marcaba, aunque en mi interior procesaba críticamente todo cuanto
iba viendo y oyendo!
Pasados los días deduje que tras aquella antinatural advertencia
prohibitiva de no “tener amistades particulares” se escondía el temor de los
frailes a que hubiera tentaciones de homosexualidad entre los propios chicos,
sobre todo de los mayores respecto de los pequeños.
Aquella tarde, durante el recreo, mientras Andresín y el “Yondrin” se
centraban en los compañeros de su curso, tal como estaba recomendado, yo
comencé a interesarme por los chicos que estaban próximos a mí en las filas.
Fui dándome cuenta de que se sentían tan desamparados afectivamente como yo lo
estaba, por lo que se fue despertando entre nosotros una simpatía llena de
comprensión y compasión mutua. Recuerdo a chicos de Ávila, de Palencia, de
Orense, de León con especial cariño. Solían juntarse, arroparse mutuamente
según la procedencia. Si eran del mismo pueblo se agrupaban en los recreos y en
los paseos. Los de la Cuenca Minera parecía como si se conocieran todos entre
sí, y creo que se conocían pues habían venido muchos del mismo Campomanes y de
Pola de Lena. Yo estaba solo, pues por lo visto y oído no estaba bien visto que
mis amigos Andresín y el “Yondrin” formaran parte de mi grupo o yo pretendiera
entrar en un grupo de amigos del curso superior. Pasados los días fui haciendo
amistad entrañable con un chico de Torquemada (Burgos) llamado Antolín, así
como con otro pequeño de un pueblo de Ávila llamado Desiderio y otros del Barco
de Valdeorras (Orense) llamados Carlos Sarmiento Prieto y Ricardo López.
Fui descubriendo también al pequeño grupo de Colunga, formado por Juan
Luis Martínez y Pepe Brau, a los que me juntaba, a pesar de los “prejuicios” y
rivalidad estúpida que tienen los de Llastres contra los de Colunga. Lo
hablamos y creo que lo superamos prescindiendo de ello, por lo que nos hicimos
amigos y nos apoyábamos en nuestros recreos y “paseos largos”. Juan Luis, el hijo del Juez de Colunga, era
muy bueno, muy inteligente y ya venía muy bien preparado para los estudios del
Bachillerato. Pepe Brau, hijo de un guardia civil del cuartel de Colunga,
todavía era más inteligente que todos nosotros. Era un poco mayor y tenía una vasta
cultura que la veríamos desplegar en las clases que comenzarían el día 1 de octubre. Brau, -así le llamábamos- estaba más
desarrollado físicamente que el resto. Posiblemente tuviera dos años más que
nosotros. Lo que le hacía llamar la atención de su persona, además de sus
conocimientos, era su corpulencia y que iba vestido como un niño pequeño con
unos pantalones muy cortos. Nosotros le apreciábamos y valorábamos mucho por
sus conocimientos y por ser el mayor del pequeño grupo que se iba formando,
pero algunos de los del curso mayor se metían con él intentando ridiculizarle.
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CASTILLA LA VIEJA: ¡MIRA…NENU…PAEZ LA MAR! (III)
¡AHORA LOS CURAS Y FRAILES MANDEN MUCHU...FACES BIEN CHAVAL! (II)
Hacia La Mejorada. 29 de Septiembre de 1953 (I)
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