Un breve recorrido por las
instalaciones del colegio: todo el recinto estaba amurallado, sin
fisuras, pero no daba la sensación de enclaustramiento por la extensión
inmensa del mismo. En la “parte noble”, a la que teníamos acceso
restringido, había tres maravillosos claustros: el pequeño claustro del
Noviciado, el del Silencio, decorado con yugos y flechas de los RRCC, y
el impresionante claustro de los Reyes, palacio de verano de los citados
monarcas. Curiosidad: en el ala sur de este claustro se hallan las
aulas, ya remodeladas, de la desaparecida Universidad de Santo Tomás de
Ávila, establecida aquí a mediados del siglo XVI y clausurada en el
siglo XIX, donde se graduaría Gaspar Melchor de Jovellanos. Los
utilizábamos para pasar desde la iglesia hasta la residencia y quien más
quien menos, tenemos en ellos alguna foto vestidos con el hábito blanco
de los dominicos o posando de escorzo con alguna llamativa vestimenta
que nos parecía que estaba de moda. Un pequeño huerto estaba a la
derecha de la entrada, adornando la vista desde las habitaciones de la
residencia. Pasando el comedor y subiendo por una pequeña escalinata se
entraba en la residencia, pero continuando por el paseo se llegaba a un
campo no cultivado, solo había unos pocos y viejos árboles y una piscina
llena de algas que nunca se utilizó, inexplicablemente había tortugas;
al lado estaba el campo de fútbol de tierra. Más adelante había una
especie de tierra de nadie, “terra ignota”, que estaba fuera de la vista
de los frailes y alguno, como el gallego Gustavo de un curso superior,
aprovechaba para “reblandecer” el suelo y aliviar la caída en el famoso
salto de la muralla.
Consistía este acto en una
escalada inicial a la muralla de unos 3-4 metros de altura sirviéndose
de las piedras de la misma; una vez conseguida la hazaña de la
ascensión, el descenso a la calle era muy sencillo, valiéndose de los
escalones de un poste metálico para los cables de la luz –
afortunadamente bien aislado -. Lo peor era la operación inversa: el
ascenso era fácil pero el descenso para la residencia era ligeramente
arriesgado, sencillamente había que saltar a tierra en medio de la
oscuridad y para ello el buen Gustavo cavaba la tierra al efecto. El
último trance sucedía en el sótano lleno de trastos viejos: había que
entrar por una ventana e iluminar los pasos con una cerilla hasta
acceder al pasillo de las habitaciones, donde el corazón se serenaba;
pero hete aquí que en una ocasión me quedé yo solo para la vuelta porque
quise quedarme más tiempo donde estuviese a la sazón, salté bien, pero
no tenía cómo iluminarme y tuve que ir a oscuras por el sótano con los
brazos delante por si acaso, además recuerdo que era una noche ventosa y
había muerto el P. Igelmo, yo me imaginaba su cadáver en la iglesia y
con aquel rugir del viento llegué a la habitación levitando. En otro
desafortunado percance el compañero Rufino quedó atascado en lo alto y
los desalmados compañeros no le esperaron, fue pillado in situ y
expulsado unos días. Las razones para el susodicho salto de la muralla
no eran de sitio y asedio, sino para todo lo contrario, para escapar del
asedio ya que solo nos dejaban salir hasta las 10 pm, por lo tanto,
teníamos que ampliar ese horario contraviniendo las órdenes medievales.
Las razones de las escapadas nocturnas no eran malignas: unas veces para
salir al cine, la película más laureada era Romeo y Julieta, con
repetidos visionados; otras veces era para ir a las famosas verbenas de
los barrios cercanos y poder comenzar a practicar algún tímido baile y,
las más de las veces, a ver qué era eso de ligar. En el campo de fútbol
de Real Club de Ávila (ja) había baile con orquesta los domingos por la
tarde y allí íbamos alguna vez Colino, Vega, Casas y yo; evocadoras eran
las canciones del grupo “Los Albas”: Quién será la que me quiera a mí,
Porque no engraso los ejes.
La música ejercía un gran atractivo en nosotros en aquellos años de adolescencia y juventud. Dentro de la inquietud cultural que siempre mostraron los frailes (sin ironía), una manifestación de la misma era el uso de una de las aulas de la planta baja para escuchar música, había un tocadiscos y varios discos (no recuerdo si eran del colegio o personales) que nos encantaba escuchar, eran discos de música moderna de la época y de la que éramos entusiastas escuchantes: Simon Says, Yummy Yummy, Sugar, First of May, Honey I love you, Adieu jolie Candy…; La Bambola, El río y Vuelvo a Granada.El gran profeta Lucinio, a quien le encantaba “un tal” Bob Dylan, nos introdujo en su música, y nunca comprendimos cómo le podían gustar aquellos “balidos”, poco a poco nos encantó por aquello de revolucionario, la canción resultó ser la aclamada Like a Rolling Stone. En las habitaciones también nos las arreglábamos para escuchar música, alguno de los “externos” que residían con nosotros nos traían los últimos lanzamientos atrevidos como J’e taime, moi non plus, que marcaría época y nos abría la mente a nuevos horizontes. Famosos eran los bailes en las habitaciones, primero con música de bailar “suelto”, pero luego había otras canciones con cuyo ritmo había que agarrarse a alguien y, como ese alguien resultaba ser de nuestro mismo género… pues teníamos que poner una almohada en medio, por aquello de que la carne de mancebo con mancebo no resultaba muy seductora.
En una de las salas de la entrada, junto a la carbonera, tenía su sede el llamado “club Santo Tomás”, formado por jóvenes de ambos sexos que no pertenecían a la residencia, pero se les cedían las instalaciones para sus reuniones; los domingos por la tarde hacían baile y nos invitaban a algunos del colegio, allí comenzábamos a aprender a movernos al compás de Venus (de Shocking Blue, de cuya tristemente desaparecida líder yo estaba prendado) y otras canciones modernas. Algún domingo en primavera iban de visita a pueblos cercanos en autobús, los frailes no nos dejaban ir con ellos, pero nos las arreglábamos para ir: un día no llegamos para la hora de la cena y yo fui directamente a la cama sin cenar, mis compañeros dijeron que estaba enfermo, el P. Virgilio no les creyó y fue inmediatamente a comprobarlo… y allí estaba yo con muy mal aspecto; me sacaron algo del comedor y así no desfallecí.
En las habitaciones estaba prohibido hacer reuniones en las horas de estudio, aunque la disciplina era más bien laxa y hacían la vista gorda, excepto cuando vigilaba el P. Félix, el de punzante mirada. No teníamos llave, con lo cual cualquiera podía acceder a ellas; cierto día había gran alboroto en una de ellas, puse un almohadón en mi brazo a modo de ancha y colgante manga de los dominicos, abrí la puerta despacio y enseñé solo el brazo, los parlanchines palidecieron durante unos instantes esperando ver la figura entera del susodicho vigilante… hasta que me vieron a mí y me persiguieron por pasillos; la venganza fue que otro día estaba yo duchándome y me quitaron toda la ropa y toalla, tuve que quitar la cortina del baño para envolverme y salir hasta mi habitación por aquello del escándalo público de hacer el paseíllo desnudo mostrando las partes pudendas.
El curso comenzaba a primeros de octubre, con lo cual siempre nos coincidía con las fiestas de Santa Teresa de Jesús, 15 de octubre. Disfrutábamos de varios días sin clase, nos dejaban salir hasta algo más tarde y de este modo nos divertíamos en la feria, nunca había visto cosa igual, los coches de choque, bailes en los barrios… y poco más, la verdad.
Estas eran algunas pequeñas distracciones dentro del ambiente general de estudio durante la semana. Las habitaciones eran sencillas pero confortables y pasábamos largas horas concentrados en el estudio, sobre todo para el difícil y comprometido año denominado Preu(niversitario). A veces cuando necesitábamos más horas, madrugábamos y en un pequeño infiernillo (toda la vida llamándole “infernillo” hasta que el corrector informático me advierte del error) poníamos agua a calentar para hacernos un café y así despejarnos; el café era de la marca Eco, era un placebo total: años más tarde descubrimos que el café no era tal café sino un conglomerado de cereales tostados. La reválida de sexto fue la segunda prueba seria que tuvimos que pasar en nuestra infinita serie de exámenes a lo largo de la vida (la primera fue la Reválida de cuarto en Valladolid). La hicimos en el propio instituto y en el momento en que recibimos las notas favorables, cumplimos la promesa que habíamos hecho: un grupo de compañeros alquilamos unas bicis y subimos al santuario de Nª Sra. de Sonsoles (donde creo recordar que había un caimán disecado en una urna).
Más trascendente fue sin duda la Selectividad, llamada entonces “Prueba de Madurez”; tuvimos que ir a examinarnos a la universidad de Salamanca: no recuerdo muy bien dónde nos alojamos, probablemente en alguna pensión barata, pero recuerdo que nos bañamos en el río Tormes, al lado del puente, y que fue muy triste la despedida entre nosotros porque sabíamos que a algún compañero querido no lo volveríamos a ver… hasta 50 años más tarde. Ahí estaba el autodenominado grupo de los “Ches”, cuya foto aún se conserva y cuyos ínclitos miembros éramos (aproximadamente): Rufino, Rampérez, Colino, Blanco, del Río, Generoso, Lucinio, Lamela, Casas, José López y quien suscribe. Cuando salieron publicadas las notas, Generoso y yo fuimos a buscar los libros de escolaridad que estaban alineados en el suelo de un aula e la universidad, sin mala intención los recogimos y nos fuimos: al poco tiempo recibimos una carta muy dura e insultante del P. Virgilio diciéndonos que no habíamos pagado por recogerlos, que toda la vida habíamos estado aprovechándonos de ellos, etc., no se me olvida el disgusto; cobraban por ir a recoger los libros.
El P. Virgilio instauró la tradición de los debates filosóficos a pequeña escala: se celebraban alrededor de una mesa en su habitación y trataban de temas filosóficos que estudiábamos en el instituto o de libros que leíamos con tal motivo; a veces continuábamos con la conversación por los paseos del convento. En general teníamos buenos profesores y había buen ambiente de estudio, aparte de la diversión o bromas que podíamos hacer. No recuerdo una preparación especial de cara a la Prueba de Madurez, pero algunos compañeros que se salieron antes de terminar o los expulsaron, habían terminado magisterio al mismo tiempo que nosotros nos presentábamos a la Prueba. En los últimos meses de nuestra estancia en el colegio el P. Virgilio nos entrevistó uno a uno temiéndose una desbandada general, como así sucedió; nos preguntó si teníamos intención de seguir en la Orden y tomar los hábitos en Ocaña o dirigir nuestra vida por otros derroteros; la mayoría elegimos esta última opción, y nos permitieron permanecer en el colegio hasta que acabase el curso, a sabiendas de que no seguiríamos; fue todo un detalle por parte de los frailes.
El tema religioso se relajó ostensiblemente respecto al bagaje que traíamos y cuyo peso soportamos en AR. Los domingos íbamos a misa en la magnífica iglesia del monasterio, nos posicionábamos justo al lado de la tumba del infante D. Juan, hijo de los Reyes Católicos y muerto “de exceso de amor” según Carlos I, aunque en realidad murió de tuberculosis, a la edad de 19 años:
El sepulcro del príncipe Juan, hijo de los Reyes Católicos, es un monumento funerario renacentista, realizado en mármol de Carrara, que se halla en lugar preferente y junto al altar mayor de la iglesia de Santo Tomás de la ciudad de Ávila, (España). Su autor es el italiano Domenico Fancelli. Fue saqueado por los franceses y sus restos están en paradero desconocido.
La iglesia en sí es una joya del gótico flamígero: el retablo mayor fue realizado por Pedro Berruguete en 1494 y el coro es espectacular con su sillería de nogal. Era todo un lujo asistir a misa en semejante lugar, aunque también había otras distracciones, porque la iglesia estaba abierta al público. Durante los días de la semana la misa se celebraba en una pequeña capilla situada en el primer piso – cerca del famoso museo de arte oriental - y todo era mucho más informal, hasta tal punto que la fe perdía progresivamente fuerza y no consistía solo en “creer en lo que no vimos”, teníamos muchas conversaciones sobre la existencia de Dios y los más avanzados comenzaban a cimentar un incipiente ateísmo. Cierto día, cierto compañero hizo una apuesta con ciertos condiscípulos diciendo que iba a comulgar sin confesarse ni arrepentirse, que todo aquello era un montaje, etc. etc. “a que voy”, dijo, e imprimiendo valor a su afirmación se puso en la fila y comulgó; el resto del grupo esperábamos que un rayo cayese en ese mismo instante y dividiese en dos al osado blasfemo… no llegó a tal, todavía seguimos esperando.
En la planta baja de la Residencia había varias salas de reuniones o aulas que daban a una amplia galería, punto de reunión cuando hacía mal tiempo; por ella paseábamos y cantábamos aquellas canciones de la época (recuerdo tonto, cantábamos “Esta noche hay una fiesta, de los Valldemosa”, las eurovisivas “Vivo cantando”, “Gwendoline” y otras). Una de las salas aledañas estaba destinada a la televisión que, aunque no la veíamos mucho, sí ayudaba a pasar los ratos libres; solo nos dejaban ver ciertos programas de música, cine, partidos de fútbol o durante las tardes del fin de semana, y era un castigo muy habitual quedarse sin verla durante cierto tiempo. Durante las tardes de los domingos solíamos ver: El hombre y la tierra, Viaje al fondo del mar, con aquel soniquete tan característico del submarino. Si el tiempo era adverso para salir, quedábamos en la habitación y gozábamos de plena libertad para leer, juegos de mesa, aprender a escribir a máquina - yo aprendí con la Olivetti verde del amigo José López -.
Otras tardes de los sábados o domingos practicábamos el deporte nacional: el paseo por el (mercado) Grande y el Chico a vueltas como jóvenes potrillos atados a una noria y asombrados más allá de todo asombro, sobre todo al principio con tanto contacto visual. El Grande era el más popular, era un paseo típico parecido al de todas las pequeñas ciudades; estaba flanqueado por la hermosa iglesia románica de San Pedro a un extremo, por las murallas a otra y por una arcada con ancha acera para el paseo. Todavía no estaba construido el horroroso y desproporcionado edificio moderno de Rafael Moneo. Una tarde a la semana algún compañero asistía a la sesión de baile que se celebraba en el cine Lagasca y entre nosotros se conocía por el nombre del “Tranca”, a saber por qué. Otra discoteca (entonces se llamaban clubs) famosa era “Los Caballeros”, alguna vez fuimos a bailar los nuevos ritmos y a admirar a quien bailaba mejor que nosotros, nos dejaban entrar a pesar de la edad. Era también costumbre en ciertos compañeros avanzados y avezados ir a tomar un vino especial en el bar llamado “Teodorillo”, también llamado “quitapenas”, vino de dudosa calidad y de rápida fluidez en su ascenso a la cabeza del tomante. Y algunos aún más avanzados y admirados por encima de toda admiración ya tenían novia, mientras el resto andábamos como pavos. Al lado de nuestra residencia estaba el colegio de la Milagrosa, femenino, y allá se dirigían nuestras miradas.
Un detalle curioso de la nueva situación de placidez en la que nos encontrábamos fue el hecho de que ya podíamos disfrutar de las vacaciones de Semana Santa con nuestras familias, pero nos dieron la posibilidad de quedarnos en el colegio en vez de ir a nuestras casas, y, ¡oh paradojas del destino!, ahora que pudimos no quisimos: un grupo preferimos quedarnos a saborear la soledad del colegio; soledad recompensada por el disfrute del tiempo libre para jugar, leer, dar paseos por la ciudad, ver la tele. Era famosa la colección de recortes de la última página de la revista AS, popular por sus “selecciones deportivas”; las tenía G. escondidas en su cajón, y allí buscamos lecturas e ilustración.
Yo tenía dieciséis años y era un total quinceañero, hablar con las chicas era todo un reto para algunos de nosotros, no había manera de borrar por completo el estigma de tantos años enclaustrados; como ya dije antes, estaban los más adelantados que tenían sus primeras novias y eran considerados semihéroes, la mayoría soñábamos con amores platónicos. La primavera en Ávila era el fin del período oscuro de un invierno largo y cruel cuando subíamos por las cuestas heladas camino del instituto y la brisa nos taladraba los huesos; por esa razón la Semana Santa suponía un alivio y un descanso en la lucha contra el frío, eran muy agradables y reconfortantes los paseos al lado del río Adaja bordeando las murallas. Durante el segundo curso nos fuimos haciendo hombrecitos y el grupo de los “Ches” vestíamos de un modo ligeramente hortera para la época actual (y también para aquella, me temo), pero nosotros estábamos orgullosos de ir llamando la atención: yo tenía un colgante de espejos y un polo blanco calado con círculos, un pantalón azul marino al que mi madre había cosido unos botones plateados y un ancho cinturón, camisa amarilla para el conjunto elegante… y a pasear por el Grande o bailar en el club Santo Tomás.
Hicimos varias excursiones a Madrid y una especial al observatorio de Robledo de Chavela; en Madrid fuimos al Teatro Español para ver El condenado por desconfiado de Tirso de Molina, y he aquí que vimos a una joven actriz de nuestra edad que tenía el papel de ángel, era Ana Belén. También descubrimos el Corte Inglés, no creo que comprásemos mucho, dado el alto nivel económico del que disfrutábamos. En otra ocasión el compañero Domingo y yo nos presentamos a un examen en Madrid porque había unas becas para pasar un año en Estados Unidos; fuimos en tren, como señores, pero nunca contactaron con nosotros para la soñada beca, dormimos en el colegio de los dominicos de Alcobendas, donde había un compañero mayor llamado Julián. Domingo había hecho amistad con un grupo de estudiantes de arquitectura que habían venido a pasar un fin de semana a Ávila animados por un capellán de la Escuela, fuimos a visitarlo en Madrid. Otra excursión fue a las cuevas del Águila en Arenas de San Pedro, de la que solo recuerdo el nombre y el hecho. En las excursiones solíamos cantar aquellas canciones de base literaria como Guantanamera o la de rima consonante de Carrascal.
Y de este modo y manera llegó el final de curso y el examen de Preu en Salamanca. Creo que fue un éxito para la mayoría de nosotros, hicimos una postrera foto del grupo de los Ches y nos despedimos previendo el fin, sin darnos cuenta de que iban a pasar unos cincuenta años para volver a vernos de nuevo. La vida y sus ironías… de vez en cuando en el futuro volveríamos a oír hablar de algún compañero o coincidirían nuestros destinos, sobre todo en la enseñanza, como Félix, José López, Ríos, Mariano, Colino… y un buen día una llamada de Rufino reavivó las neuronas adormiladas. Aquí estamos de nuevo reunidos hasta que disponga “la separadora de amigos, la destructora de las delicias”.
Comentario del compañero Domingo:
Aquí me reconozco mejor que en el relato de Arcas, sin que sepa decir con precisión por qué. Quizá porque vivimos más sueltos, más libres o con menos presión que en el colegio de Arcas, internado al fin, y el recuerdo sea más personal, propio de quien ha dejado la infancia y. de golpe y porrazo, se encuentra en la adolescencia abulense. No sé, quizá sea que este relato me suena más fresco y alegre, frente al otro más crudo. En cualquier caso, con uno y con otro, "no le podrán quitar el dolorido sentir", no me podrán quitar... el sentir de la melancolía por el paso del tiempo, ese "que ni vuelve ni tropieza".
Ávila fue para mi el estirón personal debido al instituto y sus profesores, que consiguieron el estirón cultural. La ganas de saber, la curiosidad insaciable fue más o menos dirigida por esos profesores para siempre: el griego de Adelaida y su pasión por las aventuras de los héroes (Jenofonte); el arte de aquella profesora, arte que nos llevaba a visitar la catedral identificando los estilos en el edificio, en los retablos y tras saludar al Tostado bajar al Teodorillo; la literatura, la poesía de Unamuno a Ávila recitada in situ, con la pasión, el ansia de inmortalidad del mismo Unamuno; las discusiones filosóficas sobre la existencia de Dios, etc. También recuerdo la visita maravillosa al laboratorio, el otro mundo de las ciencias, y coger el microtomo de mano, cortar una lámina de cebolla para ver sus células al microscopio. Qué maravilla, aún en mis ojos, y claro el estirón emocional del compañerismo, la aventura compartida del saber, de las escapadas, de la tapia-muralla, las chicas, los bailes en el club, etc. Vamos a dejarlo ahí. ¡Cuántos vectores vitales trazados!
La música ejercía un gran atractivo en nosotros en aquellos años de adolescencia y juventud. Dentro de la inquietud cultural que siempre mostraron los frailes (sin ironía), una manifestación de la misma era el uso de una de las aulas de la planta baja para escuchar música, había un tocadiscos y varios discos (no recuerdo si eran del colegio o personales) que nos encantaba escuchar, eran discos de música moderna de la época y de la que éramos entusiastas escuchantes: Simon Says, Yummy Yummy, Sugar, First of May, Honey I love you, Adieu jolie Candy…; La Bambola, El río y Vuelvo a Granada.El gran profeta Lucinio, a quien le encantaba “un tal” Bob Dylan, nos introdujo en su música, y nunca comprendimos cómo le podían gustar aquellos “balidos”, poco a poco nos encantó por aquello de revolucionario, la canción resultó ser la aclamada Like a Rolling Stone. En las habitaciones también nos las arreglábamos para escuchar música, alguno de los “externos” que residían con nosotros nos traían los últimos lanzamientos atrevidos como J’e taime, moi non plus, que marcaría época y nos abría la mente a nuevos horizontes. Famosos eran los bailes en las habitaciones, primero con música de bailar “suelto”, pero luego había otras canciones con cuyo ritmo había que agarrarse a alguien y, como ese alguien resultaba ser de nuestro mismo género… pues teníamos que poner una almohada en medio, por aquello de que la carne de mancebo con mancebo no resultaba muy seductora.
En una de las salas de la entrada, junto a la carbonera, tenía su sede el llamado “club Santo Tomás”, formado por jóvenes de ambos sexos que no pertenecían a la residencia, pero se les cedían las instalaciones para sus reuniones; los domingos por la tarde hacían baile y nos invitaban a algunos del colegio, allí comenzábamos a aprender a movernos al compás de Venus (de Shocking Blue, de cuya tristemente desaparecida líder yo estaba prendado) y otras canciones modernas. Algún domingo en primavera iban de visita a pueblos cercanos en autobús, los frailes no nos dejaban ir con ellos, pero nos las arreglábamos para ir: un día no llegamos para la hora de la cena y yo fui directamente a la cama sin cenar, mis compañeros dijeron que estaba enfermo, el P. Virgilio no les creyó y fue inmediatamente a comprobarlo… y allí estaba yo con muy mal aspecto; me sacaron algo del comedor y así no desfallecí.
En las habitaciones estaba prohibido hacer reuniones en las horas de estudio, aunque la disciplina era más bien laxa y hacían la vista gorda, excepto cuando vigilaba el P. Félix, el de punzante mirada. No teníamos llave, con lo cual cualquiera podía acceder a ellas; cierto día había gran alboroto en una de ellas, puse un almohadón en mi brazo a modo de ancha y colgante manga de los dominicos, abrí la puerta despacio y enseñé solo el brazo, los parlanchines palidecieron durante unos instantes esperando ver la figura entera del susodicho vigilante… hasta que me vieron a mí y me persiguieron por pasillos; la venganza fue que otro día estaba yo duchándome y me quitaron toda la ropa y toalla, tuve que quitar la cortina del baño para envolverme y salir hasta mi habitación por aquello del escándalo público de hacer el paseíllo desnudo mostrando las partes pudendas.
El curso comenzaba a primeros de octubre, con lo cual siempre nos coincidía con las fiestas de Santa Teresa de Jesús, 15 de octubre. Disfrutábamos de varios días sin clase, nos dejaban salir hasta algo más tarde y de este modo nos divertíamos en la feria, nunca había visto cosa igual, los coches de choque, bailes en los barrios… y poco más, la verdad.
Estas eran algunas pequeñas distracciones dentro del ambiente general de estudio durante la semana. Las habitaciones eran sencillas pero confortables y pasábamos largas horas concentrados en el estudio, sobre todo para el difícil y comprometido año denominado Preu(niversitario). A veces cuando necesitábamos más horas, madrugábamos y en un pequeño infiernillo (toda la vida llamándole “infernillo” hasta que el corrector informático me advierte del error) poníamos agua a calentar para hacernos un café y así despejarnos; el café era de la marca Eco, era un placebo total: años más tarde descubrimos que el café no era tal café sino un conglomerado de cereales tostados. La reválida de sexto fue la segunda prueba seria que tuvimos que pasar en nuestra infinita serie de exámenes a lo largo de la vida (la primera fue la Reválida de cuarto en Valladolid). La hicimos en el propio instituto y en el momento en que recibimos las notas favorables, cumplimos la promesa que habíamos hecho: un grupo de compañeros alquilamos unas bicis y subimos al santuario de Nª Sra. de Sonsoles (donde creo recordar que había un caimán disecado en una urna).
Más trascendente fue sin duda la Selectividad, llamada entonces “Prueba de Madurez”; tuvimos que ir a examinarnos a la universidad de Salamanca: no recuerdo muy bien dónde nos alojamos, probablemente en alguna pensión barata, pero recuerdo que nos bañamos en el río Tormes, al lado del puente, y que fue muy triste la despedida entre nosotros porque sabíamos que a algún compañero querido no lo volveríamos a ver… hasta 50 años más tarde. Ahí estaba el autodenominado grupo de los “Ches”, cuya foto aún se conserva y cuyos ínclitos miembros éramos (aproximadamente): Rufino, Rampérez, Colino, Blanco, del Río, Generoso, Lucinio, Lamela, Casas, José López y quien suscribe. Cuando salieron publicadas las notas, Generoso y yo fuimos a buscar los libros de escolaridad que estaban alineados en el suelo de un aula e la universidad, sin mala intención los recogimos y nos fuimos: al poco tiempo recibimos una carta muy dura e insultante del P. Virgilio diciéndonos que no habíamos pagado por recogerlos, que toda la vida habíamos estado aprovechándonos de ellos, etc., no se me olvida el disgusto; cobraban por ir a recoger los libros.
El P. Virgilio instauró la tradición de los debates filosóficos a pequeña escala: se celebraban alrededor de una mesa en su habitación y trataban de temas filosóficos que estudiábamos en el instituto o de libros que leíamos con tal motivo; a veces continuábamos con la conversación por los paseos del convento. En general teníamos buenos profesores y había buen ambiente de estudio, aparte de la diversión o bromas que podíamos hacer. No recuerdo una preparación especial de cara a la Prueba de Madurez, pero algunos compañeros que se salieron antes de terminar o los expulsaron, habían terminado magisterio al mismo tiempo que nosotros nos presentábamos a la Prueba. En los últimos meses de nuestra estancia en el colegio el P. Virgilio nos entrevistó uno a uno temiéndose una desbandada general, como así sucedió; nos preguntó si teníamos intención de seguir en la Orden y tomar los hábitos en Ocaña o dirigir nuestra vida por otros derroteros; la mayoría elegimos esta última opción, y nos permitieron permanecer en el colegio hasta que acabase el curso, a sabiendas de que no seguiríamos; fue todo un detalle por parte de los frailes.
El tema religioso se relajó ostensiblemente respecto al bagaje que traíamos y cuyo peso soportamos en AR. Los domingos íbamos a misa en la magnífica iglesia del monasterio, nos posicionábamos justo al lado de la tumba del infante D. Juan, hijo de los Reyes Católicos y muerto “de exceso de amor” según Carlos I, aunque en realidad murió de tuberculosis, a la edad de 19 años:
El sepulcro del príncipe Juan, hijo de los Reyes Católicos, es un monumento funerario renacentista, realizado en mármol de Carrara, que se halla en lugar preferente y junto al altar mayor de la iglesia de Santo Tomás de la ciudad de Ávila, (España). Su autor es el italiano Domenico Fancelli. Fue saqueado por los franceses y sus restos están en paradero desconocido.
La iglesia en sí es una joya del gótico flamígero: el retablo mayor fue realizado por Pedro Berruguete en 1494 y el coro es espectacular con su sillería de nogal. Era todo un lujo asistir a misa en semejante lugar, aunque también había otras distracciones, porque la iglesia estaba abierta al público. Durante los días de la semana la misa se celebraba en una pequeña capilla situada en el primer piso – cerca del famoso museo de arte oriental - y todo era mucho más informal, hasta tal punto que la fe perdía progresivamente fuerza y no consistía solo en “creer en lo que no vimos”, teníamos muchas conversaciones sobre la existencia de Dios y los más avanzados comenzaban a cimentar un incipiente ateísmo. Cierto día, cierto compañero hizo una apuesta con ciertos condiscípulos diciendo que iba a comulgar sin confesarse ni arrepentirse, que todo aquello era un montaje, etc. etc. “a que voy”, dijo, e imprimiendo valor a su afirmación se puso en la fila y comulgó; el resto del grupo esperábamos que un rayo cayese en ese mismo instante y dividiese en dos al osado blasfemo… no llegó a tal, todavía seguimos esperando.
En la planta baja de la Residencia había varias salas de reuniones o aulas que daban a una amplia galería, punto de reunión cuando hacía mal tiempo; por ella paseábamos y cantábamos aquellas canciones de la época (recuerdo tonto, cantábamos “Esta noche hay una fiesta, de los Valldemosa”, las eurovisivas “Vivo cantando”, “Gwendoline” y otras). Una de las salas aledañas estaba destinada a la televisión que, aunque no la veíamos mucho, sí ayudaba a pasar los ratos libres; solo nos dejaban ver ciertos programas de música, cine, partidos de fútbol o durante las tardes del fin de semana, y era un castigo muy habitual quedarse sin verla durante cierto tiempo. Durante las tardes de los domingos solíamos ver: El hombre y la tierra, Viaje al fondo del mar, con aquel soniquete tan característico del submarino. Si el tiempo era adverso para salir, quedábamos en la habitación y gozábamos de plena libertad para leer, juegos de mesa, aprender a escribir a máquina - yo aprendí con la Olivetti verde del amigo José López -.
Otras tardes de los sábados o domingos practicábamos el deporte nacional: el paseo por el (mercado) Grande y el Chico a vueltas como jóvenes potrillos atados a una noria y asombrados más allá de todo asombro, sobre todo al principio con tanto contacto visual. El Grande era el más popular, era un paseo típico parecido al de todas las pequeñas ciudades; estaba flanqueado por la hermosa iglesia románica de San Pedro a un extremo, por las murallas a otra y por una arcada con ancha acera para el paseo. Todavía no estaba construido el horroroso y desproporcionado edificio moderno de Rafael Moneo. Una tarde a la semana algún compañero asistía a la sesión de baile que se celebraba en el cine Lagasca y entre nosotros se conocía por el nombre del “Tranca”, a saber por qué. Otra discoteca (entonces se llamaban clubs) famosa era “Los Caballeros”, alguna vez fuimos a bailar los nuevos ritmos y a admirar a quien bailaba mejor que nosotros, nos dejaban entrar a pesar de la edad. Era también costumbre en ciertos compañeros avanzados y avezados ir a tomar un vino especial en el bar llamado “Teodorillo”, también llamado “quitapenas”, vino de dudosa calidad y de rápida fluidez en su ascenso a la cabeza del tomante. Y algunos aún más avanzados y admirados por encima de toda admiración ya tenían novia, mientras el resto andábamos como pavos. Al lado de nuestra residencia estaba el colegio de la Milagrosa, femenino, y allá se dirigían nuestras miradas.
Un detalle curioso de la nueva situación de placidez en la que nos encontrábamos fue el hecho de que ya podíamos disfrutar de las vacaciones de Semana Santa con nuestras familias, pero nos dieron la posibilidad de quedarnos en el colegio en vez de ir a nuestras casas, y, ¡oh paradojas del destino!, ahora que pudimos no quisimos: un grupo preferimos quedarnos a saborear la soledad del colegio; soledad recompensada por el disfrute del tiempo libre para jugar, leer, dar paseos por la ciudad, ver la tele. Era famosa la colección de recortes de la última página de la revista AS, popular por sus “selecciones deportivas”; las tenía G. escondidas en su cajón, y allí buscamos lecturas e ilustración.
Yo tenía dieciséis años y era un total quinceañero, hablar con las chicas era todo un reto para algunos de nosotros, no había manera de borrar por completo el estigma de tantos años enclaustrados; como ya dije antes, estaban los más adelantados que tenían sus primeras novias y eran considerados semihéroes, la mayoría soñábamos con amores platónicos. La primavera en Ávila era el fin del período oscuro de un invierno largo y cruel cuando subíamos por las cuestas heladas camino del instituto y la brisa nos taladraba los huesos; por esa razón la Semana Santa suponía un alivio y un descanso en la lucha contra el frío, eran muy agradables y reconfortantes los paseos al lado del río Adaja bordeando las murallas. Durante el segundo curso nos fuimos haciendo hombrecitos y el grupo de los “Ches” vestíamos de un modo ligeramente hortera para la época actual (y también para aquella, me temo), pero nosotros estábamos orgullosos de ir llamando la atención: yo tenía un colgante de espejos y un polo blanco calado con círculos, un pantalón azul marino al que mi madre había cosido unos botones plateados y un ancho cinturón, camisa amarilla para el conjunto elegante… y a pasear por el Grande o bailar en el club Santo Tomás.
Hicimos varias excursiones a Madrid y una especial al observatorio de Robledo de Chavela; en Madrid fuimos al Teatro Español para ver El condenado por desconfiado de Tirso de Molina, y he aquí que vimos a una joven actriz de nuestra edad que tenía el papel de ángel, era Ana Belén. También descubrimos el Corte Inglés, no creo que comprásemos mucho, dado el alto nivel económico del que disfrutábamos. En otra ocasión el compañero Domingo y yo nos presentamos a un examen en Madrid porque había unas becas para pasar un año en Estados Unidos; fuimos en tren, como señores, pero nunca contactaron con nosotros para la soñada beca, dormimos en el colegio de los dominicos de Alcobendas, donde había un compañero mayor llamado Julián. Domingo había hecho amistad con un grupo de estudiantes de arquitectura que habían venido a pasar un fin de semana a Ávila animados por un capellán de la Escuela, fuimos a visitarlo en Madrid. Otra excursión fue a las cuevas del Águila en Arenas de San Pedro, de la que solo recuerdo el nombre y el hecho. En las excursiones solíamos cantar aquellas canciones de base literaria como Guantanamera o la de rima consonante de Carrascal.
Y de este modo y manera llegó el final de curso y el examen de Preu en Salamanca. Creo que fue un éxito para la mayoría de nosotros, hicimos una postrera foto del grupo de los Ches y nos despedimos previendo el fin, sin darnos cuenta de que iban a pasar unos cincuenta años para volver a vernos de nuevo. La vida y sus ironías… de vez en cuando en el futuro volveríamos a oír hablar de algún compañero o coincidirían nuestros destinos, sobre todo en la enseñanza, como Félix, José López, Ríos, Mariano, Colino… y un buen día una llamada de Rufino reavivó las neuronas adormiladas. Aquí estamos de nuevo reunidos hasta que disponga “la separadora de amigos, la destructora de las delicias”.
Comentario del compañero Domingo:
Aquí me reconozco mejor que en el relato de Arcas, sin que sepa decir con precisión por qué. Quizá porque vivimos más sueltos, más libres o con menos presión que en el colegio de Arcas, internado al fin, y el recuerdo sea más personal, propio de quien ha dejado la infancia y. de golpe y porrazo, se encuentra en la adolescencia abulense. No sé, quizá sea que este relato me suena más fresco y alegre, frente al otro más crudo. En cualquier caso, con uno y con otro, "no le podrán quitar el dolorido sentir", no me podrán quitar... el sentir de la melancolía por el paso del tiempo, ese "que ni vuelve ni tropieza".
Ávila fue para mi el estirón personal debido al instituto y sus profesores, que consiguieron el estirón cultural. La ganas de saber, la curiosidad insaciable fue más o menos dirigida por esos profesores para siempre: el griego de Adelaida y su pasión por las aventuras de los héroes (Jenofonte); el arte de aquella profesora, arte que nos llevaba a visitar la catedral identificando los estilos en el edificio, en los retablos y tras saludar al Tostado bajar al Teodorillo; la literatura, la poesía de Unamuno a Ávila recitada in situ, con la pasión, el ansia de inmortalidad del mismo Unamuno; las discusiones filosóficas sobre la existencia de Dios, etc. También recuerdo la visita maravillosa al laboratorio, el otro mundo de las ciencias, y coger el microtomo de mano, cortar una lámina de cebolla para ver sus células al microscopio. Qué maravilla, aún en mis ojos, y claro el estirón emocional del compañerismo, la aventura compartida del saber, de las escapadas, de la tapia-muralla, las chicas, los bailes en el club, etc. Vamos a dejarlo ahí. ¡Cuántos vectores vitales trazados!
CAPÍTULOS ANTERIORES
---------------
DESMEMORIADAS MEMORIAS DOMINICANAS (I)
DESMEMORIADAS MEMORIAS DOMINICANAS (II)
DESMEMORIADAS MEMORIAS DOMINICANAS (III)
DESMEMORIADAS MEMORIAS DOMINICANAS (IV)
DESMEMORIADAS MEMORIAS DOMINICANAS (V)
DESMEMORIADAS MEMORIAS DOMINICANAS (VI)
No comments:
Post a Comment