Los dormitorios de los alumnos eran grandes salas
rectangulares que tenían en el centro una pared medianera que unían las
columnas centrales y servían de división para albergar los armarios empotrados
de cada alumno junto a su respectiva cama. Cada cierto espacio había un pequeño
pasillo para poder pasar de un lado a otro de la sala y poder acceder a los
servicios que estaban ubicados en los laterales de la sala. Se disponía de tres
servicios en cada lado con múltiples lavamanos, duchas y baños.
Al final y al principio de cada sala de dormitorios
había una celda para el fraile encargado de nuestra vigilancia y control. Tenía
un amplio despacho con un ventanal que le permitía ver casi todo el dormitorio
común de los alumnos, un baño completo y su habitación para dormir.
Cada curso tenía asignada una sala y dentro de ella
la colocación de las camas y sus respectivos ocupantes se llevaba por riguroso
orden alfabético, salvo algunas excepciones que escogía el Padre Prefecto de
Disciplina, del que más adelante hablaré. Ambos dormitorios se comunicaban por
una escalera en los dos extremos de la sala hacia el otro piso y hasta la
galería inferior que llevaba al exterior, a las clases y al refectorio.
El dormitorio puedo decir que era una de las piezas
claves de nuestra vida escolar. En nuestro armario se guardaba todas nuestras
posesiones, desde el vestuario y calzado hasta los paquetes de alimentos que
nos enviaban nuestros familiares. Algunos, como yo, no teníamos excesivos
paquetes. Recuerdo muy pocas recepciones. De vez en cuando algún bote de leche
condensada y algunos chorizos de la matanza. Desde luego en mi casa no nadaban
en la abundancia y por tanto no podían distraer alimentos cuando había tantas
bocas en el hogar para alimentar.
La cama, además de servir para nuestro descanso
nocturno, era nuestro cuarto de plancha. Me explico. Entre el colchón y el
somier solíamos colocar los pantalones, cuidadosamente doblados, para que se
fuesen planchando con el peso del colchón y del que dormía en la cama. Aquí
tuvimos fracasos estrepitosos hasta que conseguíamos conocer todos los trucos.
A veces nos salían los pantalones trufados de cuadritos del somier porque no
habíamos colocado una manta para evitar las marcas del mismo. Otras, con el
movimiento de las camas, las rayas de los pantalones eran todo menos dos líneas
paralelas.
Pero a mí lo que más me ha marcado del tema de la
cama era la competición sobre las camas mejor hechas. Se hacían verdaderas
florituras para conseguir una cama totalmente lisa, semejante a una mesa de
mármol. La colcha perfectamente alineada y sin una arruga. Se pasaba revista
varias veces al mes y sin previo aviso, quien mejor tenía y cumplía estas
técnicas de hechura de cama recibía como premio una tableta entera de
chocolate.
Algunos alumnos para conseguir que la cama
pareciese una plancha habían quitado todos los cordones del colchón de lana
para evitar cualquier depresión en el mismo. Después repartían la lana
equitativamente y planchaban todo como si fuera un mar de cristal. Tengo que
reconocer que nunca logré premio alguno, es más, algunas veces sufrí algún
castigo por considerar la superioridad mi negligencia en la hechura del lecho.
Desde entonces me acompaña una aversión atroz a
hacer la cama que me dura hasta hoy en día. Es una de las tareas domésticas que
más odio. No soporto tener que hacer la cama. Prefiero cualquiera otra
actividad. Cuando tengo que hacerla me supone un esfuerzo tremendo y siempre me
retrotraigo a los tiempos de colegial. Desde luego que me marcó.
En el dormitorio se han generado las acciones más
divertidas, las más lúdicas y también algunas muy dramáticas. A través de los
cursos y en función de la madurez las anécdotas han ido variando para adaptarse
a la edad, pero siempre teníamos un campo propicio para la iniciativa y
creatividad tanto para jugar como para evitar la vigilancia del fraile en su
celda.
Las diabluras más habituales era el hacer la petaca
en la cama de la víctima elegida. Se le hacía un dobladillo por la mitad de la
sábana de arriba que imitaba a las dos sábanas y cuando se intentaba introducir
en la misma, con prisa, porque se apagaba la luz, no lograba entrar en su
habitáculo y después de patalear mucho o rompía la sábana o tenía que deshacer
la cama y acostarse rápidamente para no ser pillado “in fraganti” por el
Prefecto de Disciplina sin haberse acostado.
Las risas sofocadas del resto del entorno de su
cama parecían una jauría de hienas. Pero había que dejar de hipar cuando se
acercaba el fraile vigilante. Esta jugarreta se repetía entre muchos alumnos,
sobre todo cuando había que hacer alguna venganza o castigo por haberse chivado
o por ser un enchufado.
Más desafortunada era la acción de mojarle la cama
a alguien. No se hacía muy a menudo, pero era muy desagradable y aquí sí se
tenía en cuenta la gravedad del castigo a infligir a nuestra víctima. No se
hacía porque sí, sino para castigar algo muy deleznable realizado por el
infractor.
De vez en cuando se hacían algunas novatadas, mejor
dicho, inocentadas, como poner algo de leche condensada en los zapatos o botas
de alguien. Parecía que iba esquiando cuando caminaba hacia la fila para la
siguiente actividad escolar. No digamos si tenía que jugar un partido de
fútbol.
Otra jugarreta que se usaba era el untar con betún
la cara de alguno de los alumnos, sobre todo de los que roncaban. Se les echaba
unos chorretes de betún en la cara y después se les ponía en la cara algo fino
como un hilo o cenizas de papel quemado. Al notar el durmiente esa sensación en
la cara se frotaba para quitar esa brizna y lo que conseguía era repartirse el
betún por toda la cara. A la cara le acompañaban en su coloración tanto la
almohada como la sábana.
Estas jugarretas solían acarrear sanciones para
todo el grupo de alrededor porque el escándalo montado al descubrirse el
desaguisado llevaba la presencia del Padre Prefecto o del Mayor del curso que
denunciaba el hecho y tenía las mismas consecuencias.
En nuestro curso teníamos un compañero muy
roncador, Fernando Arroyo, que era de los mayores del curso. Muchas veces le
pusimos los calcetines sudados en la cara para castigarle sus sonoros ronquidos
pero no siempre teníamos resultados favorables. No se despertaba ni teniendo
una despensa de quesos olorosos en sus mismas narices.
Otras acciones más reprobables eran los robos de
los paquetes o de algunos alimentos. Aquí siempre había muchas rencillas y
denuncias. Era difícil su custodia porque los armarios no tenían cerradura y
así era exigido por la superioridad que hacía incursiones sin previo aviso y
registraban nuestras pertenencias para buscar cosas prohibidas.
Estaba terminantemente prohibido subir a las
habitaciones después de haberse aseado y hecho la cama. Si se necesitaba algo
del armario o se encontraba uno enfermo tenía que pedir permiso para subir a
las habitaciones, pero como toda prohibición era muy excitante poder burlar la
vigilancia. Más si se organizaban en grupos para quitarle algo a alguien de
otro grupo para vengarse o reírse de ellos.
Recuerdo una ocasión en que en nuestro curso,
dividido en dos grupos muy antagónicos nos enzarzamos en una estrategia de
quitarnos una lata de sardinas del 2 kilos que ya no recuerdo quien la había
conseguido. Para hacer la puñeta al otro grupo se la enseñábamos para darles
envidia del atracón que nos íbamos a dar. Con el hambre que había… Los otros
consiguieron una barra grande de pan y se intentó consensuar el reparto, pero
no hubo acuerdo. Lo que sí recuerdo es que cada hora aproximadamente la barra
de pan y la lata de sardinas habían cambiado de manos.
Pero la hazaña no consistía sólo en lograr
quitársela al otro grupo sino hacerles ver que se les había birlado su tesoro.
No recuerdo cómo finalizó el tema pero sí que hubo más salidas de clase y
visitas al dormitorio en ese día que en toda la semana siguiente.
Con estas nimiedades íbamos pasando nuestra
adolescencia en un entorno que, en principio, no tenía grandes problemas
vitales, puesto que dentro de la escasez de la época teníamos más o menos
cubiertas nuestras necesidades básicas aunque teníamos un régimen disciplinario
bastante rígido y una falta de libertad muy considerable.
A nuestro curso en segundo de bachillerato, le
ocurrió un hecho que nos perturbó enormemente. Teníamos un compañero, un
bondadoso y excelente compañero, de nombre Rubén, leonés de nacimiento. Un buen
día se quedó en la cama porque tenía mucha fiebre y muchos dolores de barriga.
Recuerdo que su cama estaba en uno de los rincones más alejados del ventanal
del P. Agripino.
Pasaron los días y Rubén no mejoraba. Es más, cada
vez se le vía más amarillento y dolorido. Los frailes le instaban a que
ofreciese sus dolores por la conversión de los chinitos y los comunistas de la
Unión Soviética. Hubo días en que se quejaba con gritos contenidos pero muy
clamorosos. Un buen día cuando subimos a verle estaba su cama vacía. Nos
informaron que había sido trasladado a un hospital de Valladolid para ser
operado de apendicitis.
No volvimos a verle. Una peritonitis aguda se lo
llevó por delante. Fue una conmoción terrible entre todos nosotros. Los frailes
intentaron acallar los comentarios sobre su dejadez con pamplinas y frases
socorridas de que era la voluntad de Dios, pero todos éramos conscientes de su
negligencia. Desconozco cómo se lo contaron a sus padres, pero en la época en
que vivíamos y procedentes de una familia humilde solo les quedaría la
resignación y el dolor.
Yo hice el firme propósito de recordar para siempre
a Rubén. De hecho, el nombre que habíamos decidido poner a nuestro segundo hijo
era el de Rubén. No fue posible porque la casi coincidencia en el nacimiento
con el hijo de mi amigo Román que puso a su hijo Rubén no nos pareció
conveniente repetir el mismo nombre. Sin embargo, siempre le digo a mi hijo
Carlos que él debería llamarse Rubén y le he explicado la historia muchas
veces.
Un caso muy similar ocurrió también con un hermano
de los frailes Santiago y Gonzalo, que eran captadores de vocaciones. Su
hermano Teodoro también sufrió un deceso muy similar y pienso que, por las
mismas circunstancias, aunque en este caso el conocimiento de las mismas,
estaría más cercano por el rango de su familia en el Colegio.
En el Colegio había una enfermería con un pequeño
botiquín y un hermano lego, Fr. Nieto, que hacía las veces de enfermero.
Desconozco si tenía formación adecuada o aprendió alguna habilidad por el
sistema de ensayo: acierto/error.
Generalmente se dedicaba a dar alguna aspirina,
tomar la temperatura y dar algún jarabe cuando los alumnos, después del permiso
pertinente, se desplazaban a la enfermería por encontrarse indispuestos.
Un día estaba yo esperando mi aspirina cuando
delante de mí le correspondió el turno a Fabián Albarrán. Le explicó al hermano
enfermero que necesitaba alcohol para después de afeitarse porque se le
irritaba la cara. Le escuchó muy atentamente y le dijo lo que tenía que hacer.
- ¿Dices que se te irrita la piel después de afeitarte?
- Si, Hermano, contestó raudo Albarrán.
- ¿Te entra como un calor fuerte en las mejillas, verdad?.
- Exacto, Hermano, un calor muy fuerte y con picores.
No te preocupes, te voy a dar una solución a tu problema.
Albarrán estaba muy eufórico porque había conseguido su sucedáneo de colonia o
masaje.
-
Mira, chico, para después de
afeitarte, coge una cuchara del comedor, te pasas el mango por la cara y con la
frialdad de la cuchara se te quitan todos los calores y picores.
La carcajada de todos y el color de la cara de
Albarrán marcaron un hito. El Hermano siguió tan serio atendiendo a los demás
como si su vademécum hubiera resuelto el mayor problema médico del alumno.
Yo creo que en esa época no teníamos muchas infecciones
y las enfermedades no querían quedarse con nosotros porque tenían poco de qué
alimentarse, porque con la gana que padecíamos no les apetecía residir en
cuerpos tan mal alimentados.
Este tema, el de la alimentación, lo hablaré
posteriormente cuando relate el tema de las comidas en el Colegio.
Aparte de algunos catarritos y sabañones crónicos,
lo más que nos acontecía eran los moratones, raspones y algún que otro golpe
con la práctica de los diversos deportes.
El dormitorio también podía ser nuestro laboratorio
o fábrica de caramelos. Me explico. Muchas veces cortábamos con una cuchilla en
pequeñas píldoras la pasta del tubo de dientes. Los trocitos los colocábamos en
un papel y sobre los radiadores dejábamos que se secasen. De esta manera obteníamos
unos pequeños caramelitos mentolados que nos servían para distraer el hambre en
las horas previas a la cena, especialmente.
Ahora bien, no siempre llegaba la producción
golosinera a su dueño, porque siempre había algún avispado que procuraba
cambiar la cosecha de sitio y poseedor.
En los lavabos se producían los primeros síntomas
de envidia por razones de la barba. Algunos alumnos de nuestro curso como
Galán, Valentín, San Emeterio, Villafruela, maduraron mucho antes y empezó a
salirlas la barba y se afeitaban. Qué envidia y admiración el verles
embadurnarse la cara con la brocha y el jabón de afeitar. Pasarse la cuchilla y
ver rastros de pelillos entre la espuma del jabón.
Eran unos hombres y nosotros unos chiquillos.
Además, casi todos se desarrollaron y crecieron en estatura antes que nosotros
y por tanto eran unos líderes por naturaleza física.
En una de las esquinas del dormitorio se situaba el
infierno. ¿Qué era este sitio? Pues el lugar donde se colocaba a los chicos que
se hacían pis en la cama por las noches. Era una forma vejatoria el modo en que
se les señalaba. Estaban apartados como apestados, cosa que también era así,
porque el rincón olía a mil demonios debido a que los colchones estaban
impregnados de los orines permanentes. Al estar en una esquina de la sala
tenían menos ventilación que el resto. Casi siempre estaban las camas sin hacer
para que pudiesen secarse, lo cual era un permanente escaparate de vergüenza
para los muchachos que sufrían ese inconveniente.
Era una de las formas que se tenían en aquella época de educar y modificar las costumbres. Castigos y vejaciones. Quizá el espíritu y el orden político imperante, además de la quintaesencia del espíritu dominicano influían en esa manera de intentar educar y formar a los alumnos. Lo cierto es que no servían de gran cosa pero sí que frustraban y procuraban motivos de vergüenza y crueldad por parte de los sufridores y de algunos de los demás chicos.
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Era una de las formas que se tenían en aquella época de educar y modificar las costumbres. Castigos y vejaciones. Quizá el espíritu y el orden político imperante, además de la quintaesencia del espíritu dominicano influían en esa manera de intentar educar y formar a los alumnos. Lo cierto es que no servían de gran cosa pero sí que frustraban y procuraban motivos de vergüenza y crueldad por parte de los sufridores y de algunos de los demás chicos.
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