Las butacas de madera, duras y resistentes como los escalones de un anfiteatro romano, pero mucho más ruidosas, propagan cada leve movimiento que, inevitablemente, alguno de los cuatrocientos o más alumnos hace para acomodar mejor sus miradas hacia el escenario. Aunque a decir verdad, los movimientos son apenas perceptibles. El interés de casi medio millar de adolescentes bien focalizado al pié de la gigantesca pantalla. Eso que la proyección aún no ha comenzado. Encandilados por los gestos y las palabras del ilusionista tratando de hacernos comprender los arcanos del séptimo arte.
Nuestra atención obnubilada por las explicaciones del P. Isidro Rubio, cuyo segundo apellido tan vasco, Intxausti, nos resulta exótico. Acostumbrados como estamos a la multitud de González y Rodríguez tan profusos en esta parte de Castilla, tierra de pinares y el padre Duero. En aquella época, mediados de los sesenta, cuando la geografía de provincias y regiones en nuestras aulas preautonómicas estaba sólamente delimitada por líneas de puntitos y trazos, le adscribíamos, sin una pizca de duda a la Navarra de los Sanchos y otros reyes que, de memoria, aprendíamos en las clases del P. Reyero.
Por lo demás, el nombre de su pueblo, Cárcar, se prestaba a fáciles juegos de palabras infantiles. Ítem más, nativo de la misma ribera del río Ega lo era el P. Elías Arróniz al que las secuelas de una enfermedad le hacía tartamudear, algo que a nuestros ojos de preadolescentes resultaba, más que chocante, gracioso. Su problema de comunicación, al contrario de lo que podría haber sido en nuestra probable crueldad postinfantil, un motivo de risión, hasta nos resultaba enternecedor. Tal era la bondad de aquella pareja de carcareses, carcarujos o karkartares (en el supuesto de que el vasco tenga su plural españolizado allende Lodosa).
Sin embargo, el P. Intauxti quedó grabado en el sinuoso recorrido de nuestro currículum académico no tanto por su bondad cuanto por su sentido (común) pedagógico. Lo de común no es una adición huera. Cuando me tocó en clase, hacia 1968, segundo de bachillerato, no debían de hacer transcurrido más de cuatro cuatro años desde que había sido elevado al sacerdocio de Melquisedec. Presupongo, signo de los tiempos, que en ese leve espacio de tiempo sus superiores no le habían, en virtud del voto de obediencia, hecho hacer un curso universitario de pedagogía o algún máster, entonces no se estilaban, de aprendizaje acelerado en la enseñanza a salvajillos, lo que nosotros éramos, venidos de los páramos castellanos y las montañas astures. Asi pues, es más que probable que su discernimiento pedagógico fuera fruto de la intuición, innnato. Porque tenerlo lo tenía. Más de uno y de siete resultamos beneficiados por su magisterio, seguramente sin que el interesado se percatara, he ahí la grandeza. Las diminutas simientes que plantaba en las artes (aprecio por Kubrick, descubrimiento de Godard) y las letras (serranillas del Marqués de Santillana, la copla de pié quebrado de Jorge Manrique), “dejonos harto consuelo/su memoria”.
El caso es que allí estábamos, cerca de cinco centenas de montaraces zagales, antes de que nos refinaran con Howard Hawks y Miguel Delibes, embobados, absortos diría yo, con el truco de prestidigitador que, con su sombra chinesca proyectada en la gran pantalla, nos proponía el P. Intauxti. En estos años hodiernos de avatares, tres de, y realidades virtuales, la propuesta pedagógica para explicarnos las técnicas del celuloide usadas por Merian C. Cooper en 1933 era, si se me permite la expresión, bastante rupestre. Pero eficaz y comprensible como ella sóla. Como si fuera ayer, veo al P. Rubio con dos plásticos rígidos transparentes, de los usados antiguamente en los proyectores de filminas, intentando hacernos comprender, ora uno delante, ora otro detrás, cómo a través del uso de transparencias, el uso sagaz y truculento de las perspectivas, las sombras en las maquetas, Fay Wray se nos iba a aparecer, dentro de breves instantes, desvalida e inmensamente frágil en las garras del monstruo. Y así fue.
Hubo algunas películas antes. Ciertamente no pocas en la onda de la exaltación piadosa, Fray Escoba, El agua de Bernardette, La señora de Fátima y un rosario más de ellas. Algunos buenos padres creían que el arrepentimiento de nuestros pecados, pecadillos, más bien, nos llegaría de un momento al otro mientras el Cristo silencioso de la cruz alargaba su mano para tomar el pedazo de hogaza que le tendía Marcelino. El de Marcelino pan y vino. Miles de ellas después. Y sin embargo, aquella proyección de King-Kong quedó grabada, un auténtico bautismo cinematográfico que imprimió carácter, en nuestras virginales memorias infantiles. Soy testigo de ello.
Durante varias semanas, con nuestros escasos doce años, apenas escapados de barbechos y sementeras, nos pasábamos los recreos discutiendo si en tal o cual escena, el ardid se había basado en el uso de un plano en contrapicado, si las chozas modeladas de los salvajes isleños del Pacífico eran de mentirijillas o cómo el Empire State debía de haber sido filmado desde un dirigible. Por supuesto, nuestro conocimiento de las técnicas cinematográficas era inexistente. Sin embargo, como por arte de birbiloque, durante unos días nos olvidamos de Amancio, dejamos de discutir sobre los orsays para pasar durante los recreos a usar las cortezas del pinar vecino simulando las canoas que arriban a la isla Calavera, a la vez que acosábamos al P. Cándido Pérez, profesor de manualidades, para que nos enseñara a construir maquetas a troche y moche. De repente, por obra y magia del P. Isidro, el cine, evasivo y subversivo, quedándose para siempre, había aterrizado en nuestras vidas de rutina, horarios y disciplina paramilitar.
Es muy posible que cuarenta y dos años después, el tiempo y la distancia hayan embellecido los recuerdos. No obstante, puedo jurar y perjurar por todos los santos de la corte celestial que en todas las discusiones cinematográficas sobre la Nouvelle Vague francesa en las que he participado, en cada una de mis asistencias a cineclubs madrileños variopintos y semiclandestinos, el Caudillo espichándolas, y, por supuesto, cada vez que King-Kong se me aparece en sueños o en Canal Satélite Digital, ahí está, ¡cómo no!, el P. Intauxti con sus transparencias de plástico rígido, sus perspectivas y sus maquetas.
Posiblemente, como él suele afirmar, no es para tanto, amigos, ahora todo es evocación y tiempo marchito. ¿O no?. Siempre resultan misteriosos y enigmáticos los mecanismos, de modo especial en la adolescencia, por los cuales una persona se decanta por una afición, una profesión, una senda por recorrer. Algunos pueden llamarlo azar, otros Providencia, los de más allá destino. Asuntos aleatorios, código genético, vocación, escrito en las estrellas, pura casualidad. Millones de casualidades. Sea. Sin embargo, casi todas las personas son capaces de tomar una referencia muy concreta: acontecimiento preciso, conversación con un familiar, comentario de un profesor: una, la, circunstancia puntual y exacta que les ha hecho, en lenguaje coloquial, tirar por aquí o tirar por allá. Y por ningún otro camino.
A mí no me cabe, ni la más mínima duda, que la obsesión por destripar los guiones y así puntualizar donde el guionista tramposo da una voltereta para tomarnos el pelo y salir del callejón sin salida en el que se ha metido, el ansia por descubrir las necedades de directores pretenciosos, la paciencia y el aguante ante tostones insoportables en nombre del séptimo arte, pero sobre todo, las miles de horas de diversión que he gozado con el desfile interminable de imágenes en la gran pantalla tuvieron su inicio exacto en aquella tarde de domingo. Con el P. Isidro Rubio Intxausti. Y King-Kong.
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