La salida del Estudiantado a la huerta (Imagen del autor) |
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Mens sana in corpore sano
Tratándose de muchachos
de entre 17 y 20 años no era suficiente con atender a la formación de la mente
había que cuidar también del cuerpo que se encontraba en fase de pleno
desarrollo biológico. “Mens sana in corpore sano” fue el lema de la pedagogía
clásica y también un principio muy en consonancia con la antropología de Sto.
Tomás, para quien el hombre era un compuesto de alma y cuerpo unidos
sustancialmente, de modo que todo lo que sucedía en la materia repercutía en el
espíritu y viceversa, por eso dentro de la tradición dominicana el ejercicio
físico siempre ha sido un capítulo importante para la educación integral
humana.
Para atender a este
tipo de exigencias en Ávila disponíamos de un escenario ideal, una magnífica
huerta con algunas hectáreas de extensión donde se podía contemplar cultivos y plantaciones,
árboles frutales, muchos frutales, acacias, encinas, pinos, matorrales, paseos,
espacios salvajes y naturalmente el recinto deportivo. Diríase que era un
pequeño paraíso artificial que servía de desaguadero a tanta fogosidad juvenil.
A ella solo podíamos
acceder por un angosto pasillo donde estaba situada la biblioteca que conducía
a una estrecha puerta de salida al exterior y que una vez traspasada te sentías
liberado para dar rienda suelta a nuestros impulsos, llenando los aires y los
espacios de griterío y de alegría juvenil. Según la época del año el paisaje
iba cambiando de tonalidad y siempre podías encontrar el sitio adecuado para
realizar cualquier tipo de actividad manual, había lugares apropiados para el
calor y para el frío todos ellos propiciaban la sana relación entre nosotros
deseosos de hablar y comunicarnos después de estar sometidos el resto del día a
la ley del silencio.
De entre todos había un
lugar muy especial desde donde podías ver sin ser visto, un punto
estratégico situado entre la tapia y el cementerio , el sitio idóneo para hacer
alguna travesura donde podías compartir con los tuyos algunos suministros
gastronómicos, intercambiar recortes de prensa, fumar algún cigarrillo furtivo
o comunicar a los más próximos que estabas pasando una crisis y que te andaba
rondando la idea de abandonar el convento, todo esto y muchas cosas más se
podían hacer en este lugar clandestino sin levantar sospechas y con la complicidad del silencio de los
muerto.
Aparte de todo esto,
naturalmente la huerta era para nosotros sobre todo el recinto deportivo donde
podías quemar calorías jugando al baloncesto, al frontón o al futbol. La
afición al básquet, que es como nosotros le llamábamos, había crecido
considerablemente desde los tiempos de Sta. María de Nieva, cuando Fernando
Chamorro fue contratado para ser profesor de educación física y Espíritu
Nacional o algo así, continuando luego con la labor en Arcas Reales logrando un
equipito bastante competitivo. Al terminar el curso en Arcas Reales, Chamorro decide
ingresar en la Orden de Predicadores tomando el hábito con nosotros, de esta
forma seguimos teniendo a nuestro lado al entrenador de básquet que nos
organizaba partidos en la cancha de la huerta del noviciado de tal modo que cuando
llegamos a Ávila teníamos cierta experiencia en la práctica de este deporte que
intentábamos compaginar con otros juegos.
En Ávila había también
un hermoso frontón y ahí sigue como un enorme muro de contención que se yergue
en solitario, sirviendo como punto de referencia. En realidad, con el juego de
frontón nos encontramos en todos los centros de formación por los que fuimos
pasando. La Mejorada, Sta. María de Nieva, Ocaña, Ávila. En cambio dejó de
entrar en los planos de construcción de Miguel Fisac acabando por desaparecer
en Arcas Reales y en S. Pedro Mártir o tal vez no fuera responsabilidad suya,
sino que no se lo autorizaron.
En Ávila como en el
resto de los centros de formación, el deporte rey era el fútbol por el que casi
todos sentíamos una atracción especial. Se formaban varios equipos, que
competían entre sí enfrentándose varias veces en el mismo mes. En uno de ellos
siempre se alineaba el P. Claudio que jugaba de delantero centro y por más
consideraciones que los defensas tenían con él, siempre dejaba la impresión de
que su cabeza estaba hecha para la teología y no para rematar a portería. Según
se iban jugando los partidos iban repartiéndose los puntos como en una liga de
verdad.
En fiestas y fechas
señaladas, los filósofos y los teólogos nos mediamos las fuerzas o bien los diferentes
cursos se echaban un pulso. Se invitaba incluso a equipos de fuera, El
Seminario, la Residencia, y creo que también nos visitó el Real Ávila. Cuando
esto sucedía había mucha pasión en el graderío animando a los de casa. Los resultados nos acompañaban por lo que
llegamos a creernos que estábamos a un buen nivel. A decir verdad había compañeros con una
cierta clase, quiero recordar a Manuel Canal, Julio Rodriguez, Dionisio
Reguero, los hermanos Francisco y Fernando Martínez, sobre todo éste último, Valverde,
Rebollo etc.
El frontón (Imagen del autor) |
El resto del equipo éramos
espartanos que le echábamos casta, lo cual no deja de ser importante si tenemos
en cuenta las condiciones en que jugábamos, sin calzado ni vestimenta apropiada,
en un campo con porterías sin redes y sin ellas sigue, el suelo de tierra arcillosa
y áspera donde se podía adivinar que debajo había piedra y si te caías te
dejabas la piel, de ello puedo dar testimonio fehaciente como portero que fui.
Más de una vez las raspaduras eran tan profundas que llegaban a sangrar y como
allí no había botiquín ni nada que se le pareciera, te las tenías que apañar
para cortar la hemorragia y seguir jugando, ¿Cómo? Pues cogiendo un puñadito de
tierra seca aplicarlo a la herida para que al contacto con la sangre se formara
una plasta que la taponara, dejara de sangrar y a la vez te protegiera para la próxima.
El procedimiento era un poco bestia; pero a mí me funcionaba, aunque no se le
aconsejo a nadie.
Disponíamos también de
una piscina que durante los días de verano en que permanecíamos en Ávila la
sacábamos mucho juego. El agua estaba un poco fría y algo turbia, por supuesto
nada de depuración; pero era lo mismo, nos tirábamos de cabeza, nos
zambullíamos, buceábamos, nadábamos hasta quedar extenuados y cuando no podíamos
más salíamos para descansar a la sombra del peral o del tilo que siguen impertérritos
como si el tiempo no hubiera pasado por ellos. Con todas estas experiencias
podíamos estar seguros de que gozábamos de buena salud y podíamos aplicarnos
con toda propiedad lo de “Mens sana in corpore sano”. Desde fuera la gente podía
pensar que era aburrido pasarse la vida recluido entre cuatro paredes; pero lo
cierto era que teníamos todo lo que necesitábamos o para ser más exactos
teníamos todo lo que habíamos decidido tener por voluntad propia.
9
Las vacaciones en la Mejorada nos hacían recordar tiempos pasados
Pasada la festividad
del Fundador Santo Domingo de Guzmán, que siempre la celebrábamos en Santo Tomás
con toda solemnidad y regocijo, nos disponíamos a preparar apresuradamente las
maletas para pasar un tiempo de vacaciones en La Mejorada y allí reencontrarnos
con recuerdos de nuestra infancia y con personajes tan familiares y queridos
como el P. Eugenio o fray Germánico que siempre nos recibía con el buen humor
que le caracterizaba. Era un tiempo para el relax y el descanso que
nos permitía estar en contacto permanente con la naturaleza, tiempo en que se
intensificaban las relaciones humanas fraternas y de camaradería y nos
sentíamos más libres humana y espiritualmente. Cesaban nuestras actividades
académicas lo que nos permitía incrementar las lecturas de interés literario.
Lo único en lo no
bajábamos la guardia era en el plano espiritual; aunque no siempre lo
conseguíamos. Nuestras prácticas piadosas, misa, rezo del rosario y del oficio
divino etc. con menos solemnidad, tal vez, pero por lo demás no experimentaban
ningún cambio sustancial. Como digo, era
un tiempo en que nos volvíamos a encontrar con esa infancia que creíamos haber
dejado atrás; pero que en realidad no era así; porque en muchas cosas seguíamos
siendo esos niños que siempre fuimos con las mismas alegrías y las mismas penas,
con las mismas ilusiones y los mismos miedos. Habíamos madurado intelectualmente,
pero seguíamos mirando al mundo con la misma ingenuidad e inocencia.
La Mejorada no había
cambiado nada, habían pasado unos años pero las estancias y el mobiliario era
el mismo que nosotros conocimos de niños, la capillita donde todos los días
oíamos misa rezábamos el rosario, meditábamos, cantábamos, nos confesábamos, el
salón de estudios, nada había cambiado, el comedor con las mismas mesas de marmol con los mismos perolones, platos, cucharas,
tenedores y vasos de aluminio, donde más que comer devorábamos sin darnos
cuenta que es lo que había en el plato.
Allí estaban las
escaleras que subíamos de tres en tres a velocidad de vértigo, el dormitorio
con las camas corridas, las mantas cuarteleras y los lavabos alineados. Igual
de evocadores eran los lugares colindantes el jardín, la huerta, la piscina, la
cañada donde podíamos jugar y hacer competiciones atléticas. El mismo escenario
para los mismos personajes que había crecido al menos en estatura. Una Mejorada
que nosotros convertíamos en una residencia ideal para verano.
Nuestros paseos largos
o asuetos, sobre todo éstos que nos permitían comer en el campo la tortilla de
patatas junto a los filetes empanados que estaban buenísimos, tanto unos como otros
tenían los mismos puntos de destino entonces que ahora, los pinares, el rio Adaja,
el puente de hierro, el molino del tío Judas, los pozos, el cañón, el río
Eresma, Hornillos Calabazas, camino de Olmedo, lugares todos ellos plagados de
recuerdos que sería imposible enumerar.
Hubo un destino, no
obstante, que durante el postulantado nunca se pudo hacer pero que algunos sí lo
realizaron vestidos ya de blanco, fue nada menos que Medina del Campo. Según
mis informaciones hubo un grupo de valientes que lo tenían todo preparados y
nada más desayunar sin pérdida de tiempo emprendieron marcha a esta ciudad y a
las 14 horas estaban de regreso para comer. Lo que se dice toda una hazaña,
totalmente creíble, si tenemos en cuenta que muchos de los compañeros estaban
preparados para haber hecho un auténtico maratón.
Todos ellos eran
lugares que nos remitían a nuestra infancia que fue desarrollándose en
distintas etapas desde la Mejorada hasta Arcas Reales pasando por Sta. María de
Nieva y que en general fueron enriquecedores saldándose con resultado positivo;
aunque hubo de todo como en botica. Bien es verdad que la memoria sobre el
pasado suele ser selectiva y siempre nos quedamos con lo que más nos interesa,
hasta poder decir que “cualquier tiempo pasado fue mejor”.
10-
Nuestro paso por S. Pedro Mártir
Acabadas las vacaciones
del 1958 en la Mejorada, se nos había anunciado que el curso próximo 1958-59 ya
no lo haríamos en el Estudiantado de Ávila, sino que nos trasladaríamos a S.
Pedro Mártir de Alcobendas en Madrid y así fue. Con la natural expectación
llegamos allí dispuestos a emprender una nueva etapa de nuestra vida.
La piscina de Ávila (Imagen del autor) |
Fuimos acomodándonos a
la nueva situación y conformando nuestros esquemas mentales. Para empezar, he
de decir con toda franqueza que a mí la ubicación donde estaba emplazado S.
Pedro Mártir no me sedujo en forma alguna. Las barriadas circundantes, que no son
ciertamente las de ahora, y el entorno en general, con un descampado árido al
fondo, no era precisamente mi paisaje preferido. El complejo arquitectónico
resultaba ciertamente atractivo y muy funcional, las galerías amplias y
luminosas, las aulas alegres y soleadas con un mobiliario adecuado, las celdas
confortables con los espacios bien aprovechados y distribuidos; pero era
difícil conciliar el sueño porque una invasión de mosquitos seguramente
procedente de las aguas estancadas del cercano arroyo de Valdebebas se encargaba
de darte la lata y lo que es peor de chuparte la sangre.
De poco te servía
aplastarles porque venían otros de repuesto, lo único que conseguías era llenar
las paredes de manchones de sangre que parecía que habías estado flagelándote.
Aparte de esto, el olor penetrante de pintura por todo el edificio resultaba a
veces poco agradable. Tuvimos que acostumbrarnos también a soportar los ruidos
constantes de las excavadoras y los camiones que estaban haciendo el vaciado de
un montículo pegado al edificio.
La cuestión era que el
proyecto arquitectónico estaba sin concluir y todo ello originaba varias incomodidades.
El complejo deportivo tardaría mucho tiempo en habilitarse y si queríamos jugar
un partido de futbol tenías que ir a un terreno próximo que estaba sin
cultivar, de modo que casi no merecía la pena. El coro y la bellísima iglesia,
joya de la corona, no se inauguraría hasta el 11
de diciembre de 1959. En cambio, teníamos la gran suerte, eso sí, de estar en Madrid,
donde entre otras cosas podíamos recibir más visitas de los familiares, siendo
también más fácil la comunicación con el exterior.
Por lo que se refiere
al aspecto docente todo era como bastante difuso. Noté como que había más improvisación,
más provisionalidad. Así las cosas, yo tenía la sensación de que había cambiado
un Estudio General consolidado, histórico y con solera por otro, todo lo
funcional que se quiera; pero todavía en vías de formación al que llevaría un
tiempo aclimatarse. De modo que cuando recibí la noticia de que los superiores habían
tomado la decisión de que debíamos
regresar otra vez a Ávila en el fondo me alegré y llagado el día de partir no
sentí ninguna pena, más bien tuve la sensación de regresar a casa. Una vez allí
nos encontramos con un estudiantado de nueva creación con las mismas
características que el de S. Pedro Mártir del que parecía una réplica.
CAPÍTULOS ANTERIORES
Un concierto en Santo Tomás me retrotrae al pasado (I)
A Santa María de Nieva llegamos curtidos (II)
Estrenamos el colegio de Arcas Reales (III)
Un año de prueba en Ocaña (IV)
Ávila en mi retina (V)
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