Paradójicamente las impresiones de mi estancia en Arcas
Reales quedaron grabadas con más intensidad que lo narrado en este siguiente
capítulo de nuestro paso por los dominicos. La vida se fue normalizando en
parte porque paulatinamente nos estábamos integrando en la sociedad, nunca sentimos,
yo al menos, el estigma de “estar en los frailes”, casi al contrario. Es por
ello que los recuerdos se han resistido a aflorar con la misma fluidez que en
el capítulo anterior.
Una vez concluido el período de iniciación en el colegio
de Arcas Reales, al terminar el quinto curso accedimos al Noble y Real
Monasterio de Santo Tomás de Ávila. Estábamos en plena edad de la adolescencia
quinceañeril, plagada de dudas de personalidad, dudas religiosas, vocacionales
y hasta existenciales, si es que sabíamos lo que era eso. Con este bagaje en
nuestras maletas, más los nervios ante lo desconocido, emprendimos camino hacia
la ciudad de pétreas murallas (como diría Homero en boca de la querida
profesora Adelaida) en septiembre de 1968; teníamos entre 16 y 18 años.
Siempre conservaré en mi retina la primera vista de la
ciudad al acercarse el tren: elevada sobre una verde colina y rodeada por murallas
- a las que tantas vueltas daríamos con el tiempo, como si de una ciudad
medieval sitiada se tratase -; murallas majestuosas, asentadas sobre rocas,
misteriosas cuando estaban iluminadas. Situada en medio de duras tierras
castellanas, de paisajes áridos y pedregosos, la ciudad amurallada era como
refugio después de atravesar campos yermos.
La primera visión del monasterio-colegio era impactante
por su extensión y esbeltez al mismo tiempo; el edificio fue construido entre
los años 1482 y 1493 por encargo de los Reyes Católicos, quienes lo usaron como
residencia de verano y donde fue enterrado el heredero de la corona, el
príncipe Don Juan. En los dos años que permanecimos
allí, creo que no apreciamos el privilegio que teníamos por residir en un
edificio histórico como el nuestro.
Solo disponía de dos accesos: la puerta principal, la de
la iglesia, estaba, y sigue estando, rodeada por una muralla de altura
variable, unos tres o cuatro metros; por la segunda puerta entrábamos los
alumnos y se accedía directamente a la residencia y otras instalaciones terrenales
(en contraposición a las religiosas y artísticas). Había un tercer acceso, el
salto de la muralla, de cuya épica se hablará más tarde.
El monasterio era un edificio enorme con multitud de dependencias
clásicas que databan de la época de su construcción y posteriores renovaciones,
la última de las cuales era la residencia para los “aspirantes”, quienes a
partir de ahora pasarán a llamarse estudiantes, a secas. Era ésta un edificio
moderno, obra del arquitecto Fisac, de cuatro pisos con largos pasillos y
celdas, que a partir de ahora pasarán a llamarse habitaciones, la aureola
ligeramente laica que nos iba envolviendo tiene que reflejarse en el lenguaje.
Las habitaciones eran sencillas pero acogedoras, mobiliario elemental, cama,
mesa de estudio y pequeño armario; baños comunes que también servían para
tertulias en tiempo de estudio. Cuando llegamos el primer año tomamos posesión
de las del norte, gélido lugar en cuyos imperios nunca se ponía el sol, ya que
nunca llegó a salir; una vez que ascendimos a sexto curso y pasamos a ser
veteranos, nos concedieron el honor de residir en las habitaciones del sur,
mucho más calientes y con acceso directo a unos canalones por los que - solo en
caso de necesidad y si lo exigía el guión para tomar el sol o escapar de la
vista del prefecto, P. Félix - podíamos deslizarnos y dar con nuestros cuerpos
en la terraza sobre las aulas o salas de reuniones y usos múltiples.
Cuán diferente era nuestro modus vivendi en Santo Tomás. El cambio más significativo se
resumía en una simple pero compleja palabra, “libertad”. En total creo que
comenzamos el curso unos cuarenta (¿??) alumnos, y fuimos el segundo (¿??)
curso con quienes experimentaron los frailes el cambio de Arcas Reales a Santo Tomás
para los dos últimos cursos. El director era el P. Virgilio, que ya había
estado con nosotros en AR como profesor de Griego; también nos acompañaban el P.
Ajates y el P. Félix Rodríguez, que venía igualmente de AR. La gran novedad fue
que asistíamos a clase al instituto Isabel de Castilla, por primera vez en
nuestras vidas estábamos codo con codo con alumnos laicos y los profesores lo
eran en mayor o menor grado, los había liberales, conservadores, progresistas,
franquistas…
Como en el instituto la mayoría de los alumnos escogían
francés, ante nuestra llegada masiva de estudiantes de inglés se produjo un
gran cambio en la distribución de los grupos, siendo el nuestro un grupo
enorme, formado por nosotros más media docena de alumnos “externos”, varios de
cuyos nombres me vienen a la memoria, como el simpático Arenas, que nos hacía
las delicias imitando a los profesores en los intermedios de las clases, otro
llamado Antonio Mª Claret Sáez Gordo, los amigos Ríos y Mariano - con quienes
años más tarde compartiría piso, gracias y desgracias en Salamanca -, Celso
Rojo, Tejada y otros; creo que no había chicas en nuestro grupo. Tan grande era
el grupo que el primer año no encontraban profesor de inglés y estuvimos casi
un mes sin clase de dicha asignatura.
En
sexto curso (primer año en Ávila) subíamos
al Instituto todas las frías mañanas abulenses (rezaba el lema “el frío más
seco de España”) y alguna tarde; en general el profesorado era muy bueno
académicamente y el alumnado también: el director se llamaba Iniesta y nos
enseñaba Lengua y Literatura, nuestra querida profesora Adelaida, Griego: nos
inculcó un gran amor al griego y a la cultura griega que aún perdura en
nosotros, en los años de la universidad en Salamanca vivimos de las rentas de
lo que habíamos aprendido, daba sus clases “peripatéticamente”, paseando y
dictando sabiduría; quizás fuese la profesora más carismática, era de Salamanca
y en alguna ocasión nos llevó a comer a dicha ciudad desde Ávila.
Un
cura bonachón llamado Argimiro impartía Filosofía, siempre con sotana y muy mal
conductor en su sempiterno Seat 600; Lengua Española era dictada por ¿????? apodado “Torrezno”, que simplificaba
el origen de las palabras con “por analogía con …” La profesora de Arte era
María Teresa, llamada la Piltra, profesora exigente y competente, muy enjoyada
y maquillada. Como muestra del franquismo teníamos la asignatura llamada FEN (Formación
del Espíritu Nacional), cuyo profesor era Cubillo, de la Falange, sin embargo,
no nos adoctrinó políticamente, pues la asignatura que dimos en su clase era
Estructura Económica de España, con los libros de Fuentes Quintana y Velarde
Fuertes, sus clases de economía era muy buenas (comentario y fotos de los
libros facilitados por Lucinio de Prado).
Magdalena
nos enseñaba Latín. En Preu María Teresa (que murió joven por un cáncer) y July
nos dieron clase de inglés: buena de María Teresa, asistida con mucho
entusiasmo (sobre todo por parte de los alumnos) por la joven y atractiva
inglesa July; esto sucedía en sexto cuando durante un tiempo teníamos las
clases en el propio colegio en el aula al lado de la carbonera: July tocaba la
guitarra sentada en la mesa el profesor y, quien más quien menos tiene en su
mente grabada su figura, - para hablar con precisión, la de su minifalda -, por
alguna inexplicable razón caían los bolígrafos al suelo y era menester
agacharse a recogerlos; el profesor de francés, de tupidos bigotes, vociferaba:
“en la clase de al lado se trabajaaaa”.
En Historia de España teníamos un
profesor que hablaba muchísimo y fumaba más, ¡¡¡oh complicado e inexplicable siglo
XIX de España, entre conservadores y liberales, isabelinos y carlistas, reyes,
reinas y regentes!!
Según
Lucinio le llamábamos el GU porque tenía un 4L matrícula de Guadalajara y
fumaba cuatro cigarrillos en cada clase, alternaba rubio y negro. Y qué decir
del profesor de Biología Trujillano, profesor entusiasta y enérgico donde los
hubiera: no olvidaré aquella inolvidable y cruda escena de la pobre rana
diseccionada con el corazón aún latiente para ser examinada por nuestros ojos
atónitos abiertos o cerrados, ni cierto día que llevaba yo el aparato llamado
“microtomo” para diseccionar plantas y usarlas en el microscopio, lo cogí con
la caja boca abajo, se cayó el maldito aparato y se rompió; el profesor vino
hacia mí como un energúmeno, no sé cuántas cosas me gritó y acabó por
expulsarme de clase.
Un
tal José Ignacio nos enseñaba Gimnasia. Religión era impartida y disfrutada por
un cura algo mayor, don Luis Sastre, cura y secretario del Instituto que nos
calificaba por el número de folios que escribiésemos, yo ponía un punto en una
parte del folio y el reto consistía en llegar escribiendo hasta allí; los más
gamberros se le escapaban a media clase reptando por el suelo hasta la puerta.
En los recreos salíamos rápidamente por un descampado
(hoy es una zona de pisos, claro) e íbamos a dar un paseo rápido hasta el
“Grande”, que tantas veces patearíamos los domingos por la tarde; veíamos
escaparates o íbamos a un bar a escuchar canciones en el jukebox o “máquina de música o gramola”, cuando me tocaba meter
dinero a mí ponía La casa del sol
naciente y Honky Tonk Women.
En las listas de éxitos siempre estaban número uno Delilah (en verano descubrí que era la
famosa “Dilaila” de Tom Jones) y Eloise.
Era la moda que las chicas llevasen el pelo largo, moreno y liso, y así nos
gustaban, como Enc., la de la tienda de Tricot. Había un teatro y allí
representaron alguna obra como la del Cardenal, con varios de nuestros
compañeros de protagonistas, Rufino, Alegre, Lucinio; también fue memorable la
actuación de los entonces jovencitos y
rebeldes cantantes revelación: el leonés Ricardo Cantalapiedra, Patxi Andión y
Mariano Díaz con el himno que cantábamos en la calle: “La juventud tiene razón, hay que seguir
luchando por un mundo mejor donde se grite la verdad”. Patxi con su voz ronca y aguardentosa cantaba
otro himno nuestro como era Rogelio. Poca
vida social teníamos en el instituto a excepción de algún baile en el gimnasio,
parecido al de las películas americanas, pero sin tanto glamour.
Regresábamos a comer a la residencia, donde teníamos un
comedor o refectorio digno de un monasterio, con pinturas murales; la comida
mejoró muchísimo respecto a AR, éramos muchos menos y las cocineras se
empleaban. A veces ampliábamos el postre con alguna manzana o pera del huerto
de los frailes que estaba al lado de las instalaciones deportivas. Curiosamente
no tengo recuerdos especiales respecto a las comidas, en contraposición con AR,
alguna razón oculta habrá o sencillamente se normalizó el tema alimenticio.
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