El teatro, espacio de tantas proyecciones y actuaciones teatrales |
En el aspecto formativo
los frailes tenían muchas iniciativas que nosotros sabíamos apreciar, aunque no
siempre agradecer, como por ejemplo el cine, hito cultural en nuestras vidas;
muchos de nosotros habíamos visto un par de películas en el cine de nuestro
pueblo o en el de al lado. Es de extrañar que no haya salido de entre nosotros
ningún director famoso de aquella época, dado el interés que poníamos en las
imágenes en movimiento. Películas que nos impactaron nuestras retinas: Ben-Hur, Los Diez Mandamientos, El albergue
de la sexta felicidad (una de mis favoritas, con Ingrid Bergman), Taras Bulba (Yul Brynner, pobre hijo a
quien tiene que matar por una traición por ayudar a su gran amor), El hombre que sabía demasiado, y aquella
famosa canción “qué sará será” que nos humedecía los ojos cuando la madre,
Doris Day, recuperaba a su hijo), La
colina de los diablos de acero, La
llamada (esta trataba de la llamada de Dios a un adolescente y nos la
pusieron al menos tres veces, en una libreta que conservaba y donde apuntaba
las películas que veíamos yo la tenía clasificada como 3R), Cuando el viento silba, El milagro de Ana
Sullivan, El diario de Ana Frank, El zorro del desierto, Viaje al centro de la tierra (con sus
monstruos y decorados de cartón piedra), King
Kong (incluidos varios cortes en escenas clave de la chica en manos del
monstruo), Las aventuras de Tom Sawyer - y
la famosa tía Molly -, El Padresito y
otras de Cantinflas, los inmensos cortos del Gordo y el Flaco, el sempiterno y
ubicuo Nodo. Generalmente nos cortaban las escenas en las que aparecían besos
bucales, comenzaban a verse manchas o rayas en la película hasta que cambiaba
la escena, fue famoso un corto de “ballet acuático” que se les pasó censurar,
quedó grabado en nuestra retina. Alguna serie de crímenes y varias de Ivanhoe, lo que nos daba pie a imitarlos
en el recreo jugando a espadachines. Españolas: Marcelino, pan y vino, Fray Escoba, La gran familia. De contenido
religioso, como Rut, San Francisco de Asís, Diálogo de carmelitas… Por supuesto,
no podían faltar las películas de romanos, Nerón, un tal Corvino, Los últimos días de Pompeya, La rebelión de
los esclavos, Quo Vadis, siempre nos enamorábamos de la bella y casta
cristiana que no accedía a los deseos del impío, la teníamos en nuestro corazón
hasta la siguiente heroína, como la de Los
Robinsones de los Mares del Sur. Las películas más antiguas no tenían el
sonido incorporado y llevaban una especie de gran altavoz al escenario. ¿Y qué
decir del Séptimo de Caballería de las películas de indios y vaqueros? En el
momento de más peligro para el protagonista, llegaban ellos al mando de John
Wayne; la hermosa hija del indio se fugaba con el capitán, ahí estaban Horizontes Lejanos y otras. Películas
del Oeste no veíamos muchas, Solo ante el
peligro sí fue impactante con la figura de Gary Cooper. Cuando no había
cine se decía: “¿hay cine hoy? Sí, de las sábanas blancas”, valiente tontería.
En tercer curso
accedimos al pabellón de los mayores y allí teníamos la oportunidad de leer la
prensa, periódicos desplegados sobre unas mesas altas, teníamos que estar de
pie, por lo que no creo que la lectura durase mucho tiempo. Podíamos pedir
prestados libros a la biblioteca, libros de aventuras, de esclavos, de romanos,
Fabiola, La cabaña del tío Tom, Quo
Vadis… En cierta ocasión contraje la enfermedad de las “paperas” y me
aislaron en la enfermería durante tres días, me dejaron el libro de las
Cruzadas: Tancredo, nunca olvidaré
cuando mata a su amada, disfrazada de guerrero: “muerta soy”, dice ella. (Había
que estudiar cómo pueden las neuronas recordar estas tonterías que quedaron
marcadas en las circunvoluciones cerebrales, ya podía haberse quedado grabada
la tabla de los elementos o las fórmulas del P. Alberto…). El enfermero llamado
Fray Román era un hermano lego peculiar, le llamábamos “miraculos” por razones
obvias, nos molía a pinchazos con sus famosas inyecciones, decían las malas
lenguas que algunas contenían solo agua y las ponía para disuadirnos de
quedarnos en cama en invierno en vez de ir a clase. Donatilo era su ayudante y
nos llevaba la comida a la cama.
La radio – más bien el
transistor del P. Félix - y la
televisión también hicieron acto de presencia en nuestras vidas. El primero
solo nos lo dejaba para escuchar los partidos de la liga los domingos por la
tarde, a eso se resumía su uso. Con la TV siempre había polémica, que si solo
los mayores, que si se iba la emisión, que si este programa no es adecuado; uno
de los primeros que vimos fue la clausura del Concilio Vaticano II (1965). El
famoso programa de teatro “Estudio 1” estaba reservado para los mayores, era
buenísimo, nos abría un poco nuestras mentes; también nos dejaban ver el fútbol
hasta la hora de cenar, el Madrid ganaba siempre y del Barsa solo éramos media
docena, por lo que estábamos arrinconados. Nos impactó también la serie de
terror: Historias para no dormir, de Chicho Ibáñez Serrador, sobre todo la
titulada La zarpa. Otras series del
oeste o medio oeste, como Bonanza,
Rintintín, et. alt. Nos intercambiábamos cromos de los actores y, sobre
todo, de las actrices, hasta que venía un tal Linera y nos las confiscaba si,
las pobres, no tenían suficiente ropa para vestirse. Otra colección de cromos
popular era la llamada Vida y color,
que la conservo como un tesoro, aunque me quedaron media docena de cromos para
completarla.
Durante las Navidades
de los tres primeros años nos quedábamos en el colegio para evitar los peligros
del mundanal ruido, pero en realidad no era ningún castigo ni lo tomábamos como
una aberración; nos acordábamos mucho de la familia, pero para compensar
teníamos mucho tiempo libre para jugar, leer novelas de aventuras, ver cine… y
además las comidas eran mejores. Como ya dije antes, los de la coral estábamos
muy ocupados con los ensayos, las salidas a Valladolid y las actuaciones en las
veladas. Además, venían los familiares a vernos, quienes de seguro nos echaban
mucho de menos; estar nueve meses separados de los hijos sería muy duro para
ellos también. Venían los padres, abuelos y algún tío, a ellos les daban una
comida mucho mejor, luego nos decían que no se comía tan mal; nos traían
“paquetes” con comida y navideces. La comida también era un tema importante en
esa época porque mejoraba y añadían un poco de turrón de frutas, peladillas o
almendras (me suena, no estoy seguro si era así o me traiciona la memoria). En
la iglesia los actos religiosos se multiplicaban, aunque no tanto como en
Semana Santa, que si adoración al Niño, misas, rosarios, villancicos. A partir de cuarto curso nos fue concedido el
honor de disfrutar las Navidades con la familia, sin peligro de que nuestra gran
vocación se depreciase. Por supuesto que nos produjo mucho regocijo y volvíamos
con algo de la vida mundana socavando nuestra integridad religiosa; lo peor era
vuelta, tanto física como moralmente: ese año cayó una buena nevada y para
venir a León a coger el tren mi padre y yo tuvimos que ir en bicicleta unos 3
kms. por encima de la nieve: la única que iba cómoda era la maleta en el
portabultos, mi padre guiando y yo empujando, ambos caminando por encima de la
hermosa y p. nieve. Una vez en León cogimos el tren hasta Valladolid, pero yo
tenía tanta hambre que en el tren me comí todos los filetes que mi madre había
reservado de la matanza y me había metido en la fiambrera; al día siguiente
batí el récord de velocidad hasta el baño.
La biblioteca |
En Semana Santa la cosa
era más seria. El día de Jueves Santo se representaba el lavatorio de los pies
por Cristo a los Apóstoles, el primer año fui elegido como apóstol (hubiera
preferido ser Cristo, habría sido más popular). El día de Viernes Santo los
frailes leían la Pasión de Cristo con gran dramatización. Aunque no teníamos
clase, nos pasábamos horas en la capilla cantando salmos y salmodias, los
alumnos de una nave de la iglesia cantaban una estrofa y los de la otra le
contestaban y así ad infinitum, (De
lamentatione Jeremiae Prophetae, Jerusalem Jerusalem), Palestrina, Tomás Luis
de Vitoria. En verdad era soporífero pero yo creo que nadie protestaba
porque era lo que estaba establecido y no nos planteábamos otra cosa porque
creíamos firmemente en los que hacíamos; cuando teníamos 14-15 años en los
últimos años, la cosa ya cambiaba, eran años de incertidumbre personal y de
empezar a cuestionarnos las cosas, el despertar de la naturaleza y la edad del
pavo. Las salidas a la ciudad rompían en cierto modo la monotonía. Había varias
procesiones en el colegio, se salía de la iglesia y se iba desfilando por el
pabellón de los mayores con sus infinitas columnas; aprovechábamos para ver a
las chicas de la limpieza y a las cocineras, el género femenino frecuentaba
poco el colegio.
Otra celebración muy
popular era el día de Corpus Christi. Unos días antes de la festividad los
alumnos salíamos al campo a recoger flores para formar una alfombra floral en
el patio de los mayores; los alumnos más cualificados en el área de dibujo se
quedaban a perfilar los contornos de la alfombra, el resto pasábamos varias
tardes de mayo pelando flores, sobre todo amarillas de las escobas y alguna de
color rosa y azules. Era una auténtica maravilla y obra de titanes, venía mucha
gente de fuera y familiares a verla; cuando las flores se marchitaban, nos
daban permiso para deshacer lo creado pisoteándola y esparciendo los restos.
Durante los dos
primeros años de permanencia en el pabellón de los pequeños un halo de
inocencia y de espiritualidad flotaba en el aire, al menos en lo que a mí
respecta, quizás hubiese otro mundo al lado del mío, pero yo no me enteraba; si
es que estábamos medio día rezando y con gran responsabilidad por todo, hasta
nos sentíamos culpables de que la humanidad hubiese matado a Cristo. Cuando nos
pasamos al pabellón de mayores, en tercer curso, 13 años, ya empezaba a
despertar muy muy despacio cierta picardía y ganas de experimentar con una
rebeldía demasiado reprimida para aflorar al exterior. Comenzábamos a
escondernos en un lugar apartado llamado “gravera” o en la chopera durante los
recreos para fumar aquellos cigarrillos que sabían a rayos, Antillana y Rex eran dos marcas
conocidas, nos hacían toser, pero había que guardar las formas para aparentar
cierta madurez que no llegaba; el castigo era fulminante: al que pillasen
fumando in situ era expulsado al día
siguiente, no conocimos ningún caso, pero esa era la advertencia, el castigo
divino. Las conversaciones ya derivaban a temas “pecaminosos”, bajo el prisma
de la moral jesuítica; qué pecados íbamos a cometer, pobrecitos de nosotros, si
las únicas faldas que veíamos eran los largos hábitos blancos de los frailes
que teníamos que besar cuando nos encontrábamos con ellos y alguna visita un
poco colorida que nos hacía ruborizar. Todo estaba en nuestra imaginación,
alimentada por las películas censuradas primero por la censura civil, luego
eclesiástica y por último personal cuando el confesor nos decía que cerrásemos
los ojos en cuanto apareciese alguna escena desvergonzada, por Dios…
desvergonzada. Los primeros pelillos en el cuerpo nos hacían sentir mayores,
unos más que otros, claro, los había herederos de Wifredo el Velloso y otros
del conde de Lampín, entre los que me incluyo; al mismo tiempo hacía acto de
presencia ante nuestros ojos fuera de sus órbitas el primer y asombroso rocío
matutino que no era ni conocido ni invitado.
Porque había que
confesarse, claro, aunque cometiésemos la mínima falta; en realidad yo creo que
los diez mandamientos se resumían en uno y no era precisamente “amaos los unos
a los otros”, sino la carencia de ello: se pecaba de pensamiento, obra u
omisión, o sea, por todo, si hacías porque hacías, si no porque no, e incluso
por pensarlo, no había manera de escapar del Maligno y a la menor tentación ya
te encontrabas vagando por caminos descaminados. Era famoso el anciano confesor
P. Jordán, quien arrastraba sus pies en
zapatillas por el suelo de la iglesia y tenía cola para confesar porque
oía muy poco y obviaba mucho, mandaba poca penitencia y siempre decía lo mismo:
“hijo, te recomiendo que seas devoto de la Virgen María, si así lo haces te
salvarás, si no, te condenarás; que seas un buen dominico”. Y te daba la
absolución. Había otros más justicieros, aunque generalmente no confesaban los
mismos que nos daban clase, de lo contrario cualquiera les miraba a la cara.
Famosa fue la anécdota de uno de los mayores que tenía mucho desparpajo y en el
estudio le pidió permiso a un fraile de sobrenombre Chucho, que le contestó que
volviese a estudiar, que solo quería escaquearse, etc. el alumno no se arredró y
le contestó: “padre, ¿y si me muero esta noche?” Se le cruzó el cejo al fraile
y le dijo de malos modos que se fuese a confesar inmediatamente y se largase de
su vista. El mismo religioso con su voz peculiar (la vocal “a” dominaba al
resto en su dicción), le decía a nuestro Víctor Ruiz “parece qua vas da gala”
cuando este llevaba una chaqueta azul marino de espuma.
Otra anécdota digna de
mención fue cuando el padre Buena castigó a Javier Alegre, a Fran y a Lucinio
una semana por no haberse levantado (estábamos sentados) cuando pasó a su lado.
El castigo consistía en arreglar los jardines de la parte de detrás del pabellón
de los frailes durante el recreo de la tarde. Mientras hacían la labor, vieron
salir un gato de una ventana. Javi, con la ayuda de Fran se subió a mirar por
la ventana y vio que era el almacén de las viandas. Habías varales con
chorizos. Inmediatamente, con un palo de escoba y un alambre grueso, preparó un
gancho con el que extrajo algún chorizo. Todo funcionaba hasta que al tercer o
cuarto envite, se le cayó el gancho y tuvieron que desistir porque era evidente
que cuando viesen el gancho en el suelo del almacén descubrirían que algo raro
pasaba. Javi, subido a los hombros de Fran, era el extractor. Lucinio vigilaba
desde una esquina, eso sí con más miedo que cuerpo. Cuenta Jesús Rubín (“Yo soy
Rubín, el enchufado del Padre Pablo, aunque nunca supe por qué”) que él estuvo
subido en aquellas ventanas con rejas y con un gancho sacaban los chorizos y
eso fue debido a una traición de los frailes porque les habían ofrecido cinco
kilos de caramelos cuando terminasen la jardinería, pero les mandaban otra cosa
y no había caramelos.
Los finales de curso
eran emotivos; nuestros hogares, familia y amigos quedaban tan lejanos que en
esos últimos días de curso la mente se esforzaba por revivir la vida
considerada normal hasta ahora, después de nueve meses sin la presencia física
en ellos. Días ajetreados, las notas finales con el desfile solemne de los tres
frailes y uno de ellos haciendo resonar su fuerte voz y el reo puesto en pie,
el castigo fulminante a aquellos que tuviesen tres o más suspensos, sabiendo
que en septiembre no volverían; la preparación del viaje: el P. Felices
haciendo la lista de nuestros destinos, entra en la clase y pregunta sin más
preámbulos ni explicaciones al primero de la lista “¿destino?”, el pobre, con
la mente en blanco por la cuestión, responde: “padre dominico”; el consiguiente
bocinazo le hizo reaccionar y ya respondió al verdadero destino de su viaje. La
última tarde era la de la preparación de las maletas, alegría para unos por las
vacaciones, tristeza (o quizás no tanta) para los que no iban a volver en
septiembre. Nos homenajeaban con una comida especial al aire libre en la pista
de tenis (el único jugador conocido era el P. Villarroel), para lo cual sacaban
las mesas del comedor con gran parafernalia y, detalle ridículo grabado en las
neuronas que no tendrían otra cosa en qué pensar, nos daban una botella de Coca
Cola con sabor auténtico, ya que nunca la habíamos probado.
Los veranos eran un
gran peligro para nuestras firmes vocaciones, es por ello que nos aconsejaban
hacer ejercicios espirituales en algún colegio o seminario cercano; en nuestro
caso fuimos dos días al Seminario de La Bañeza, donde nos inculcaban la idea de
que esos ejercicios eran un “cortafuegos espiritual” para refrenar las
tentaciones mundanas. En el pueblo pertenecíamos al grupo de los seminaristas y
el cura tenía que mandar informes de nuestro comportamiento durante el verano.
De ahí que a alguno se le subiese la vena mística y al regresar de vacaciones,
cuando contábamos lo que habíamos hecho, J. Frang. narró unos hechos que
dejaron boquiabiertos a los frailes escuchantes: nuestro querido compañero
confesó en público a todos los fieles congregados en la iglesia de Pal. y les
autorizó a comulgar sin necesidad de pasar por el confesorio; algún fraile
sigue en estado de shock, pero
nuestro amigo fue un visionario, ya que hoy en día esta costumbre se ha
afianzado.
Durante el verano
después de quinto, antes de ir a Ávila, pasamos un mes en el colegio de La
Mejorada, gran verano de agradables recuerdos porque, para empezar, nos
liberaba del duro trabajo en el campo ayudando a nuestros padres; ellos solo
querían lo mejor para sus hijos, así que no había impedimento para obedecer las
órdenes supremas. En ese lugar no había clase, solo lectura, juegos,
meditación, paseos por el río, hasta nos acostábamos a dormir la siesta: como
cerraban las persianas completamente y estábamos totalmente a oscuras, el amigo
H. comenzó a dar voces diciendo que no podía aguantar la oscuridad; a día de
hoy reconoce que no ha superado la fobia. Por fin comíamos bastante bien, el
cocinero aquel verano era Fray Román (el hermano enfermero de Arcas), que
además de enfermero, era buen cocinero.
Al terminar el quinto
curso nuestras vidas tomaron nuevos rumbos y nos encaminaron al monasterio de
Santo Tomás en Ávila. Pero esa será otra historia y será contada en otra
ocasión.
Nihil
Obstat.
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*** Título original del texto: BREVE
Y SUCINTA HISTORIA DE LO QUE PUDO HABER SIDO Y NO FUE, DE LO QUE FUE Y
PUDO NO HABER SIDO Y OTROS SUCESOS QUE ACONTECIERON A LOS ASPIRANTES A
DOMINICOS DE ARCAS REALES 1963