Detrás de la Virgen de Lourdes, al fondo del patio, la granja (Imagen: VS) |
Todos
éramos de pueblo, pero muy de pueblo y, como se suele decir, a mucha honra. El
más capitalino debía ser Fernando Gil, de Soria ciudad. Aunque a principios de
los setenta, seguramente Soria no era más que un pueblo grande. Más grande que
los demás, pero pueblo, al fin y al cabo. Como es natural, todos nos habíamos
criado entre barbechos, rastrojos y animales de variada índole. En mi casa, por
ejemplo, siempre hubo conejos, vacas, cerdos, perros, gatos. En la del P. César ciertamente ganado ovino y palomas por
doquier, en la del P. Santiago no debieron de faltar las caballerías, seguro
que a los progenitores de Dámaso y a los del P. Antonio no les faltaban
gallinas y polluelos en el corral.
Así
pues todos éramos más o menos expertos, la necesidad obligaba, en animales de
granja. Dadas las similitudes de conocimientos, desconozco, pues, como César y
el que esto suscribe terminamos ocupándonos de las conejeras y los patos,
heredados del curso anterior, albergados en el fondo del patio de recreo y
separados de éste por una pequeña verja. Claro que tampoco el P. Sáiz tenía
conocimientos específicos para ocuparse de la caldera. En otras épocas tales menesteres habían sido
llevados a cabo por los hermanos cooperadores, otrora conocidos como legos.
Pero por aquellos años, las vocaciones de tal figura religiosa escaseaban, así
que eran destinados a otras tareas más prioritarias como convertirse en
improvisado cocinero o despierto sacristán. Cualesquiera fuera el motivo, si es
que lo hubo, muchos de nuestros ratos de ocios los dedicábamos a procurar que
los conejos se aparearan con las conejas y a limpiar los inmundos cuchitriles donde
los patos pernoctaban. Para mí los patos eran un animal nuevo de compañía y,
todo sea dicho, me parecían guarros a no más. O quizá les confundía con la
inmaculada blancura de los cisnes, el caso es que sus plumas siempre estaban
llenas de suciedad y el pequeño estanque donde se bañaban repleto de su
asqueroso plumaje.
Fruto
de su inercia reproductiva o que el entorno se prestaba a la multiplicación de
la especie, con el paso de los meses, los pocos patos heredados aumentaron con
creces de tal forma y manera que andar por el patio donde estaban encerrados
terminó por resultar relativamente complicado. Al abrir la verja acudían en
tropel, cuac, cuac, pensando, si es que piensan, que tras cada rezo canónico
nuestra obligación más esencial era llenarles el gaznate de grano. La población
llegó a ser tan densa que llegar a las jaulas de los conejos sin pisar encima
de algún animalucho de aquellos requería una notable destreza y una vista
excelente: unos acurrucados a la sombra, otras desovando, los más abyectos
copulando. Con los conejos tuvimos menos éxito, aunque se reproducían como
acertadamente afirma el dicho popular, resultó que más de una vez, para
sorpresa y espanto nuestro, si no llegábamos a separar en el momento adecuado
las crías de la mama, ésta devoraba a sus vástagos. Mientras, la mitomatosis
hacía estragos.
Así que
una y otra vez nos veíamos obligados a, tal y como habíamos visto hacer en
nuestros pueblos, aislar a la coneja durante un tiempo y llegada su hora de
quedar preñada, ayudar al conejo, levantando la colita de la primera a ejercer
sus funciones de macho. Mirando para atrás, estas actividades, con el paso de
los años, no pueden sino resultar cómicas. Dos recién consagrados, aunque fuera
mediante votos simples, a Dios, a la Iglesia, a N.P. Santo Domingo y a toda la
corte celestial, imbuidos cuerpo y alma en tareas cuando menos peregrinas, sino
banales y absurdas. Después de todo, nos consagrábamos a aquellas tareas con la
misma intensidad que acudíamos a la plegaria de Sexta o escuchábamos con
devoción la gloriosa historia de la Orden de boca del P. Fueyo, mientras éste
arrugaba el ceño cada vez que hacía un movimiento en falso y el cilicio le
apretaba el muslo.
En
realidad, en el noviciado, una vez vencidas las mínimas resistencias iniciales,
todo lo hacíamos con un ardor inusitado. Con diecisiete años, recién salidos de
nuestras adolescencias tardías, la delgada línea que separa el concepto de
vocación y obligación era puramente inexistente. Todo era bueno, puro y santo.
Y lo era en un grado supremo. Desde cantar el Pange Lingua a las serviles
tareas de la granja. Todas nuestras
actividades, por pedestres que fueran, estaban edulcoradas en el tan atractivo
como abstracto e inútil envoltorio de aquello que denominábamos vocación. En
nuestras mentes y corazones, apenas hollados por el discurrir de la vida que
bastantes años más tarde nos despertaría a la sólida realidad de sus
desventuras y amores, todo lo que hacíamos era todavía más bueno, puro y santo
porque teníamos el pleno convencimiento, algunos incluso la fe, de que nuestra
juventud apenas iniciada iba a salvar al mundo.
Íbamos
a ser los misioneros que como el Beato Berriochoa revelaría a las hordas
vietnamitas la maldad de sus mandarines, resistiríamos impertérritos el
martirio de los maoístas en Fukieng y nuestros conciudadanos españoles, al otro
lado de la tapia del convento, de quien vagamente percibíamos que comenzaban a
abandonar las prácticas religiosas volverían al redil. Al de los buenos,
evidentemente. Este planteamiento tan aparentemente rocoso como realmente
etéreo tenía una importante carencia: íbamos a salvar el mundo con la juventud
que nunca tuvimos. Entrar en el noviciado fue pasar de la burbuja
extremadamente infantil del internado a considerarnos desmedidamente adultos,
sin que en realidad lo fuéramos.
Nuestra
juventud se redujo a tres meses, los que pasaron desde el fin de curso en Ávila
al 18 de agosto, fecha de la profesión en Ocaña. Pero de eso nos daríamos
cuenta mucho más tarde, al menos yo. Entre la relativa libertad de la
Residencia en Ávila y los muros infranqueables de Ocaña algo nos habíamos
saltado o nos habían hurtado. De repente, sin darnos cuenta, estábamos
enganchados a una maraña interminable de plegarias rituales, imitación
imposible de los ejemplos piadosos de centenares de santos que nos habían
precedido en el glorioso camino de la fe, y clases devocionales, tan llenas de
buenas intenciones como vacías de cualquier espíritu crítico.
Incluso
cuando con toda la mejor intención del mundo proclamamos con nuestros votos que
seríamos obedientes, castos y pobres, la nube etérea en la que habitábamos nos
resultaba inconcebible. Algo que por lo demás parecía natural, estábamos
renunciando a algo que no sabíamos ni que existía. La desobediencia era un
término meramente infantil y como mucho un pecado leve para soltar al párroco
del pueblo en la carrerilla de nuestro acto de atrición. La pobreza era
intrínseca a nosotros, difícilmente podíamos rehusarla. Por eso cuando nos
hicieron firmar un documento por el que renunciábamos a la herencia terrenal de
nuestros padres, nos entró la risa. Allí, dentro del claustro, éramos mucho más
ricos, incluso considerando que reinaba una prudente austeridad. La castidad
era un concepto tan abstracto, salvo por algún inocente picorcillo
postadolescente, que seguramente nos hubiera resultado más comprensible
comulgar con ruedas de molino que desear a la mujer del prójimo. Más si se
considera que ninguno de nuestros prójimos disfrutaba de señora, al menos que
nosotros supiéramos.
Total,
que allí nos encontrábamos en un mundo que difícilmente podía ser mejor, en un
nirvana perfectamente tangible donde los días se consumían apaciblemente, salvo
por los sobresaltos de Valle, Candanedo y algunos otros que decidieron o fueron
obligados, en nuestro fuero interno les considerábamos unos traidores,
pobrecitos, a abandonar el claustro y habitar el siglo. La rueda de maitines,
desayuno, clases, tercia, almuerzo (¡excelente vino blanco manchego!), siesta,
cuidado de los conejos, rosarios, cena, vísperas, Radio Vaticano, evitar las
tentaciones de la carne, dormir, maitines… Un año, donde pasamos de tímidos
adolescentes a imberbes adultos sin que nadie nos avisara de que los diecisiete
años no volverán jamás. In aeternum.
César y
yo, alarmados por la imparable población de patas decidimos con nuestro mejor
criterio caritativo compartir nuestra producción con las buenas madres
dominicas, tan generosas ellas con sus pasteles, oraciones y buenos deseos
hacia los jóvenes novicios. Ni cortos ni perezosos y, tras no pocos ajetreos,
conseguimos meter media docena de patas en un par de sacos de yute atados con
una cuerda, mientras las patas revoloteaban salvajemente en su interior.
Acarreamos los sacos en una carretilla hasta el convento de las monjas,
distante no más de un kilómetro del nuestro.
Como
era preceptivo llamamos al torno para avisar de nuestra llegada y, por primera
vez, no nos subieron al locutorio –hubiera sido imposible entregar las patas a
través de las rejas del mismo ya que como mucho hubiéramos podido pasar un
gorrión- sino que nos abrieron los antiguos portones del claustro. Al otro lado
del portal media docena de monjas a quien hasta ese momento siempre habíamos
visto a través de las rejas, nos miraban con sorpresa y no poco regocijo
mientras nos esforzábamos por calmar a las patas dentro de los sacos. Al abrir
el primero, inexperiencia suya o impericia nuestra, el saco se dio la vuelta y
media docena de patas echaron a correr despavoridas, intentando alzar el vuelo,
lo que era imposible, por el silencioso claustro. Todas las monjas revoloteando
con el hábito, muchas de ellas por encima de la sesentena se apresuraban, sin
conseguirlo, a atrapar las patas.
Ni
Buñuel, ni Azcona juntitos hubieran imaginado en sus días más inspirados una
escena tan surrealista semejante. Una monja había conseguido agarrar las patas
de una pata, otra intentaba hacer lo propio a cuatro patas por el suelo del
claustro con otro animalico, un tercero se había subido a una repisa, mientras
dos buenas hermanas le rogaban encarecidamente que bajara. Nosotros, temiendo
lo peor, agarrábamos férreamente el segundo saco, en cuya ímproba tarea nos
ayudaba la madre priora. Sus cerca de ochenta años no nos resultaban de mucha
ayuda. En medio del alboroto y del
griterío sus palabras nos llegaron como las de una profetisa recién surgida del
Antiguo Testamento: “Menos mal que habéis traído las patas porque esta noche no
teníamos absolutamente nada para comer”. Lo que de alguna manera explicaba el
ardor con que las madres perseguían a las patas por el claustro.
Fueran
sus palabras ciertas o me las haya inventado yo, fruto del paso de los años, lo
cierto es que todo aquello a nosotros nos pareció un milagro. El primero y el
último que he contemplado.
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