Wednesday, October 17, 2018

IN MEMORIAM: P. Ildefonso González Cóbreces (1937-2018)

El P. Fonso en la guardería de Niihama, Japón, 1983

A veces no son los lazos de sangre los que encauzan el discurrir de las personas para que se solapen las encrucijadas de nuestras vidas. Como suele acaecer con frecuencia, son otras las circunstancias, aparentemente más aleatorias que los genes, las que nos conducen a entrelazar nuestras idas y venidas en este valle de lágrimas, que dice la Salve. Aunque con Fonso, el P. Fonso, como familiarmente le llamábamos, bien podría haber sido el ADN de las aldeas perdidas entre valles y páramos del norte palentino. Después de todo, coincidíamos, y esto no era casualidad, claro, en el apellido Cóbreces.

De hecho, él entró en mi vida mucho antes que uno tuviera uso de razón. En una anécdota que rezuma crueldad y dulzura a partes iguales. La dulzura procedía de la miel que mi bisabuela Catalina tenía en un cántaro de la alcoba trasera. Fonso debía de estar ya en el internado dominicano de La Mejorada, o quizá Santa María de Nieva. La posguerra bien avanzada, pero la escasez de la época y la golosura que le persiguió toda su vida, le encarrilaba desde el pueblo de al lado, Polvorosa, al nuestro, Renedo, derechito, derechito, orilla del río, por el camino del Tresmolino, hasta casa de la bisabuela y la dulcísima miel del colmenar catada por la señora Catalina.

Y allí estaba yo, cruel como crueles éramos los niños en los pueblos con los animales. La diversión en aquella hora de siesta era, en el río que bordeaba la casa familiar, hacer aguadillas a los patos de la bisabuela, hasta ver como hacían cuac cuac, para liberarlos de su agonía en el último instante. San Antonio de Padua nos perdone. Genuina diversión de la época a falta de consolas y móviles última generación. Hasta que Fonso, entre bocado de miel y dentellada a la hogaza, se lo dijo a la bisabuela y ésta vino a todo correr a salvar sus polluelos de nuestro implacable entretenimiento.

Pasaron los años y todos, previsiblemente, fuimos creciendo en gracia y sabiduría. Como primos segundos, que poco a poco se desperdigaron por el mundo, aparecían muy de ciento en viento, cuando la superioridad lo permitía. En los contornos eran conocidos como “los frailes”. El plural no era para tomarlo en vano. Porque Fonso tenía otros dos hermanos dominicos, uno exmisionero en Venezuela, Gonzalo, otro profesor en Arcas Reales, el P. Santiago y un tercero, Teodoro quien, desgraciadamente, falleció en el noviciado en Ocaña. Eso que no hemos acabado de contar, porque la profesión religiosa en la familia era de Guinness. A los cuatro citados habría que añadir otras tres monjas de diversas congregaciones. O sea que lo de “los frailes” (sin decir nombres la gente ya sabía de quien se hablaba) no era una metáfora. Si acaso, deberían haber añadido “los frailes y las monjas”. Siete religiosos en total. Ni en el Lago de Genesaret hubo tantas vocaciones en menos kilómetros a la redonda.

Aunque la miel de la bisabuela desapareció con su muerte, en las raras ocasiones que Fonso venía de vacaciones, no solía perdonar su golosura de antaño, que ahora había encontrado una legítima y más que sabrosa sustitución en las natillas con galletas María de mi madre, postre a perpetuidad el día de la fiesta del Santo Patrón. De hecho, mi madre guardaba una fuente “para cuando viniera Fonso”. Por el camino del Tresmolino, claro. Ahí podían haber acabado aquellos encuentros ocasionales, regularizados con el paso del tiempo en las vacaciones que cada tres años concedía la autoridad para los misioneros que evangelizaban a los paganos en las lejanas tierras del Sol Naciente, como era el caso del P. Fonso. Donde me lo volví a encontrar: yo sin patitos para ejercitar la crueldad aldeana y él sin las natillas de huevo de corral. Esto ya era como veinte años más tarde, otoño de 1981.

Para entonces, Fonso ya llevaba desde mediados de los sesenta en Japón, donde permanecería hasta 2016. Es decir, la friolera de 53 años. Lo que se dice toda una vida. Excelente narrador de anécdotas e historias, una de las más épicas, en el sentido literal y figurado de la palabra, era la de cómo llegó hasta tan lejanas tierras de infieles. Ni más ni menos que siguiendo, con ligeras variantes, el recorrido que habían hecho los misioneros pioneros dominicos en el siglo XVI para alcanzar Cipango, Formosa y las Islas Filipinas. En barco y tras hacer escala en las Américas. Fonso contaba aquella interminable travesía con el gracejo que nunca le abandonaba. Sólo que él no partió de Veracruz en una nao, sino de San Francisco en un carguero estadounidense, donde las historietas parecían infinitas. Como la de la omnipresente Cocacola que tomaban hasta para desayunar y la del escaso peculio que el padre prior les había entregado para tan oceánica travesía.

De fisonomía fuerte, él bromeaba con los kilos de más que portaba y los intentos tan repetidos como absolutamente infructuosos por aligerar peso, era perfectamente visible en cualquier reunión, asamblea. No por sus dimensiones ni porque le gustara destacar, que era más bien de natural discreto, sino por su magnífico sentido del humor, bonhomía y servicialidad. Raro era verle sin una sonrisa en los labios o una palabra de ánimo.

Su dominio del japonés era insuperable. Decíamos y, seguramente fuera verdad, que al teléfono ni los propios japoneses podían saber si era o no un nativo. En un lenguaje tan jerarquizado y clasista como el japonés, se pueden conocer al dedillo las estructuras gramaticales, el vocabulario o la sintaxis, pero las sutilezas y matices son un rompecabezas para un extranjero. No para Fonso.

En cinco minutos, en su querida parroquia y guardería de Niihama (sureste de Japón), podía pasar de hablar con los chavales de cuatro o cinco años, con tono y vocabulario de chaval de cuatro o cinco años, a dar instrucciones a las maestras en un tono estrictamente reservado a su categoría de responsable de la guardería (Sensei, sí, sensei, no) y unos instantes más tarde hablar con las feligresas, en una inflexión y modulación completamente diversos a los dos anteriores, a las puertas de la iglesia, sobre la próxima festividad de S. Alberto Magno, el patrón de la parroquia (Shimpusama, sí, shimpusama, no).

Pero ahí no terminaba la historia. Podía aparecer en el Colegio Aiko, en la misma isla de Shikoku, donde ejerció muchos años de guía y maestro, y ser recibido por los alumnos adolescentes, arremolinados a su alrededor, con inusitada algarabía. Si minutos más tarde tenía que reprender a algunos por cierta barrabasada, las palabras usadas y el tono aparentemente severo hacía que se cuadraran como si fueran reclutas de la Armada Imperial (Jai, sensei, ie, sensei).

Pero más allá del insuperable dominio del “nihongo”, que no es poco, las cualidades de Fonso se resumían en una sóla palabra: BONDAD. Con mayúsculas. Envuelta en un aire de afabilidad, tan inabarcable que resultaba imposible no pensar que tal carácter no tuviera nada que ver con su robustez. Sí, gordura, para qué andarse con medias tintas. A él no le importaba, a veces, palparse la tripa sobresaliente y gastar bromas sobre ella o relamerse los labios delante de una tarta regalada por alguna beata, como hacen los personajes de los dibujos animados delante de una montaña de golosinas.

Esa amabilidad se manifestaba de mil maneras. Si alguna vez discutió con algún compañero nadie lo vió. Quizá tampoco era el más arrojado a la hora de hacer propuestas o tomar iniciativas en los debates conventuales o las asambleas de Vicaría y, sin embargo, siempre tenía la palabra amable, sabía escuchar, asentir, incluso estar de acuerdo con tal de no llevar la contraria. Lo de polemista y contencioso no iba con su forma de ser.

Evidentemente, pareja a su benevolencia, iba su generosidad. Un servidor, mismamente, fue testigo, objeto y depositario de la misma. A principios de los noventa era, supongo que más por obediencia debida que por devoción, superior de la pequeña comunidad dominicana en Tokio. Lo de superior es un concepto reservado al derecho canónico porque, más que nada era un compañero y amigo. Lo mismo hablábamos de béisbol -era un gran aficionado, sobre todo a la popular competición veraniega de los institutos de bachillerato- que de los pagos que separaban su pueblo del mío: el Cerrillo, el Espinar, el cuérnago. O conversábamos sobre expresiones japonesas que al resto nos resultaban ignotas.

Y aunque lo de ser superior no debía de llevarlo muy bien hizo algo que, con la perspectiva del tiempo, incluso tras tantos años, me sigue resultando sorprendente. Y aleccionador. Ejemplo imborrable del significado que palabras como bondad y generosidad significan cuando se transforman en hechos. Al margen de moralismos fáciles o juicios teológicos. A principios de los noventa, decidí emprender otro rumbo en la vida. Como se suele decir, con una mano delante y otra detrás, algo que en una ciudad como Tokio es mucho más fácil de decir que de hacer. Pero allí estaba el P. Fonso, superior, compañero, amigo, primo segundo, que me permitió durante unos cuantos meses acudir los sábados por la tarde, para ayudar a los frailes, con mis modestos conocimientos bíblicos, a preparar la homilía dominical.

Y aunque yo lo hubiera hecho por gusto o agradecimiento, sin necesidad de hacerlo, él llevaba a la práctica la enseñanza de la parábola: cada viñador merece su salario. Por lo que me pagaba en yenes el fruto de mis heterodoxos desvelos bíblicos. Algunos dirían que de renegado y hasta hereje. Yenes que me permitieron sobrevivir por encima de las apreturas en la jungla de la capital, en aquellos meses de desnudez material. Y lo hacía sin aspavientos, con discreción, con delicadeza.

Ítem más. Cuando unos meses más tarde le invitamos al convite nupcial, allí estaba el bueno del Padre Fonso en una celebración heteróclita de nacionalidades y religiosamente laica, dando conversación, en japonés impecable a todos los invitados nativos con los que se topó, sin que le importara lo que uno había dejado de ser. O lo que pudiera ser. Lo importante para él era que los novios se sintieran a gusto en las nuevas vidas por desgranar. ¿A gusto? Ni tanto. Puede parecer un chiste. Pero ante mi absoluta incapacidad para la danza, ni corto ni perezoso, el P. Fonso se ofreció voluntario para bailar el primer vals con la flamante novia, mi mujer. Como la cosa más natural del mundo. Hasta me había enseñado a hacerme el nudo de la corbata, cosa que en el noviciado habían pasado por alto. Allí paz y después gloria. Todos nos reímos, todos dimos rienda suelta al jolgorio. Y de paso, yo evité la vergüenza de pisar a la desposada.

Desde entonces, han pasado casi otros treinta años. Nos hemos vuelto a reencontrar en numerosas ocasiones, con el paso del tiempo, su peso parecía inmutable, aunque yo juraría que su cara fue tomando, con el paso de las décadas, rasgos orientales. Él, como siempre, bromeaba también con esto,  estirándose los párpados hacia arriba. Después, ha participado en tantas reuniones como ha podido de la Asociación de Antiguos Alumnos, no fallaba a la celebración de la fiesta de Santo Domingo, cada 8 de agosto en la provincia de León. Y sí, seguía viniendo a por las natillas de mi madre cada San Esteban.

Sin embargo, donde mejor se encontraba Fonso, era en el patio de la casa familiar en Polvorosa, cuando se juntaba con sus hermanos y rememoraba una y mil anécdotas de la parroquia, de la guardería, de los compañeros. De hecho, era un gran imitador, ¡cómo no! de los propios japoneses a los que tenía un aprecio y un cariño inconmensurable. Fuera por la larga estancia, fuera por el dominio del lenguaje y las costumbres, Japón y sus gentes, sobre todo las de su querida isla de Shikoku, le habían transformado en un japonés más. Aunque quizá él no se daba cuenta.

Y él se dejaba querer, no podía ser de otra manera, como si hubiera venido al mundo en aquel país lejano, a 14.000 kilómetros de su pueblo natal. De hecho, aunque resultaba improbable escucharle crítica alguna contra nadie, cuando, una vez más, hace un par de años, la superioridad dictó que volviera a España, no dejó de mostrar su extrañeza ante tal decisión. Estoy seguro de que le hubiera gustado terminar sus días en el país que le hizo suyo. Y viceversa. Eso sí, contemplando por alguna rendija las vegas y barbechos de su infancia.

Querido Fonso: 平和の中で休む (Heiwa no naka de yasumu) ¡que descanses en paz! y gracias por tantas cosas y, no menos importante, por librarme del martirio de bailar ese primer vals

1 comment:

  1. Qué bonito Ignacio, y qué gran hombre fue Fonso, le teníamos mucho cariño. Descanse en paz

    ReplyDelete