El señor Maurino, nuestro vecino de 75 años, ya ha pasado
dos veces por delante la portada. La primera llevaba un azadón para regar sus
patatas tempranas de la vega. Ha vuelto de vacío y ahora lleva una carretilla
con un saco, quizá de nitrato para abonar, y un bote de conserva envuelto en una
media, a modo de sulfatador, para exterminar, supongo, los escarabajos de sus
plantas.
Al pasar la primera vez me ha mirado de reojo, con
desconfianza y un cierto aire de desdén. Por un momento, he creído que me iba a
lanzar una de sus humoradas, pero en el último instante ha preferido acelerar
el paso camino del puente. Matar escarabajos es imperativo antes de que el
sofocón de mediodía aje sus tubérculos. La calorina aprieta a finales de julio
en las extremidades de la meseta castellana. Permanezco bien guarecido a la
sombra, en la vieja portada, mientras me aplico a mi tarea con renovado ardor.
Por la mañana he cortado, encaramado en un salce de la
orilla del río, un poste, una vara como dicen en el pueblo, de unos dos metros
de altura. Tiene algunos nudos y alguna leve curvatura, pero enhiesta aparece
medianamente derecha. Cuando el señor Maurino pasa por segunda vez estoy
enfrascado en una tarea algo más complicada. He desarmado, a golpes de
martillo, una caja de mandarinas “El Pillín” (Cieza, Murcia) y, con no pocas
fatigas, he conseguido ensamblar con sus tablillas un cuadrado más o menos de medio
metro de ancho y otro tanto de largo. He clavado en la parte trasera otras dos
en sentido longitudinal lo que refuerza su solidez, aunque, finalmente, la
superficie no queda todo lo plana que a mí me hubiera gustado.
El señor Maurino -que pasa por ser uno de los expertos
del pueblecito, en todo lo que se tercie, desde si la avena tardía hay –o no-
que sembrarla a primeros de abril o a últimos de mes, hasta como deben repicar
los monaguillos las campanas antes de las misas de difuntos- me ha observado durante
un par de minutos. Aparentemente mis habilidades de ebanista aficionado,
escasas por lo demás, no sólo no le han convencido, sino que han terminado por
intrigarle del todo. Sin decir nada, se sienta en la peña que sirve de banco en
los atardeceres, asentada enfrente de la portada, mientras observa mis
tejemanejes concienzudamente. El sol de media mañana comienza a hacer estragos
en las gallinas que buscan reparo debajo del carro de las vacas. El señor
Maurino se cala la boina, la ladea hacia la parte que más le da el sol, hasta
el punto de cubrirse sólo media cabeza, pero así protege la totalidad de su
curtido rostro, producto de resecos estíos y gélidas sementeras. Tras diez
minutos de minuciosa observación y ante la imposibilidad de recrear en su mente
la finalidad del artilugio que estoy modelando, termina por exclamar, con
rotundidad, a medio camino entre la pregunta y la interjección: “¡Qué putas
mierdas no os enseñarán los jodidos frailes!”
Los jodidos frailes, percibo un ligero matiz sardónico en
su entonación, son muy conocidos en el pueblo ya que no hay menos de cinco de
la misma orden, la dominicana, en el ejercicio de sus funciones. Además, el
señor Maurino, que ha tenido un hijo hasta hace poco en su internado, les
conoce bien. En realidad, sus salidas de tono son consustanciales a su manera
de hablar, no hay nada ofensivo en su lenguaje.
Es católico devoto, jura sólo en casos extremos y suele
llevar la cruz procesional el día del santo patrono. Como toda la gente del
pueblo, se muestra hacia ellos, hacia los jodidos frailes, extremadamente
respetuoso y considerado. Así, cuando el P. Félix, el P. Emiliano y el P.
Agapio, tres hermanos misioneros repartidos por el mundo, aparecen en las
vacaciones veraniegas, siempre les saluda condescendientemente, besándoles la
mano que se le ofrece, como hace con el obispo, precedido de una ligera
inclinación de cabeza y, naturalmente, retirando la boina.
Todo ello forma parte de un ritual obsequioso, lindando
con la lisonja, hacia el aura que, supuestamente, les envuelve, en gran parte
admiración por haber podido escapar de la reja del arado con sus
correspondientes sementeras. Más, si cabe, porque el P. Agapio es quinto suyo y
ahora predica en la lejana Manila. Y ¡cómo no!, porque a finales de los sesenta,
el dar la misa, como los parroquianos suelen decir, es harina de otro costal.
Un costal intangible e intocable al que se le debe, nunca mejor dicho, un
sagrado acatamiento. Tengo casi trece años y yo pretendo, de la mano de esos
jodidos frailes, escapar también de los barbechos baldíos y de la recogida de
remolacha azucarera a diez grados bajo cero. Cierto que con esa edad yo no soy
plenamente consciente, aunque algo intuyo, mayormente por la insistencia de mi
madre, de que no aprobar tercero equivaldrá a volver para arrear las vacas
camino de los pastos del monte, cuando las hojas de los robles estén todavía
muertas. Así que mejor aplicarse. Por el momento, a mediados del verano de 1969
-antes de ayer contemplé boquiabierto sobre la pantalla en blanco y negro como
un americano caminaba sobre la superficie de la luna- acabo de recibir las
notas del internado. Segundo de bachillerato ya es historia. Notable, salvo en
Formación Manual y Educación Física: Suficiente.
Finalmente, el señor Maurino se rinde ante la
incomprensión de mis apaños con las tablas, clavos y martillo. Estoy a punto de
cumplir 13 años, pero los juramentos y exabruptos de mis paisanos no me llaman
la atención. Son moneda corriente cuando la vaca suelta una coz al iniciar el
ordeño o cuando el cerdo en la matanza no deja de chillar pese a que, del
cuchillo, clavado en su papo, apenas se percibe el mango. “¿Pero que hostias
estás enredando?”. Si acaso me sorprendo por el uso del vocablo enredar, en la
aldea usado como sinónimo de idear, maquinar. Supongo que es consecuencia de
ver los primeros telediarios de TVE en blanco y negro. Intento recordar si
Jesús Hermida usó durante la retransmisión del alunizaje la palabra maquinar.
No me suena.
La pregunta del señor Maurino me llega en el momento más
delicado de mi tarea. Con unas tenazas he conseguido hacer una aproximación a
un círculo usando el asa de un cubo de latón que mi madre ha desechado porque
ni los quinquilleros han podido reparar el fondo adecuadamente. Ni siquiera
sirve para transportar la avena gruesa con que alimentamos a los polluelos en
el corral. El problema consiste en conseguir que la circunferencia de latón,
perpendicular a la tabla, se fije sobre ella. Dos clavos retorcidos en torno al
precario aro lo ajustan sobre el tablero, pero sé que, al primer golpe del
balón, el aro se desencajará y meter la pelota dentro, con él semipegado contra
la tabla resultará imposible. “Una canasta de baloncesto, señor Maurino”. Que
el señor Maurino me haya descentrado de mi cometido imposible (Suficiente
raspado en Trabajos Manuales) no significa que evite dirigirme a él con el
deferente apelativo de señor. Aunque sé, de ahí mi trabajo en esforzado
silencio, que enhebrar la conversación, por sucinta que ésta sea, es darle pie
para que empiece a ofrecerme lecciones interminables sobre lo que me traigo
entre manos. Aunque sea la primera vez en su vida que observa un artefacto
semejante. No tiene ni idea de lo que es una canasta de baloncesto. Como mucho
ha visto porterías de fútbol que los mozos del pueblo han erigido en un
descampado de las eras, al otro lado de la carretera, por el simple
procedimiento de cortar dos árboles de la chopera. Pero ellos no se han
enfrentado a la dificultad de colocar un aro.
Sin embargo, para el señor Maurino, tan didáctico como
charlatán, esto no representa ningún problema. El caso es disertar a cualquier
precio. Peor aún. Para mí ya disminuida autoestima de carpintero, me arrebata
el martillo de las manos y a la vez que intenta engarzar otro par de puntas más
largas entre el aro y la tabla de las mandarinas exclama: “Pero, ¿qué coño te
enseñan los jodidos frailes?”. Para él, lo de jodidos debe ser un adjetivo
indivisible con el sintagma nominativo de frailes. Lo de “coño”, termina por
parecerme un epíteto demasiado suave para sus habituales imprecaciones.
El machacar la cabeza de las puntas debe haber templado
su ánimo, hasta el punto que se ha percatado repentinamente de mi rigurosa
educación religiosa porque, disimuladamente, se persigna al acabar su faena.
Satisfecho de su breve, por lo demás inútil enseñanza, puesto que la
sustentación del aro, me temo, no ha mejorado ni una pizca, se despide con un
lacónico y condensado: “¡Aprende, cojones, chaval, ¡cómo se hacen las cosas!”,
mientras toma, de nuevo, la senda hacia la cañada.
Mi canasta es precaria, mi pelota de baloncesto es una de
fútbol medio deshinchada, pero al menos tengo las herramientas para emular al
inimitable Emiliano en el Torneo de Navidad del Real Madrid. Atravieso el
pueblo con mi frágil armatoste deportivo a las espaldas: poste, tablero y aro
que, amenazadoramente, vibra con cada paso que doy. Como si de un momento a
otro se fuera a desplomar. Las artes carpinteras del señor Maurino, como me
temía, son bastante inferiores a la rotundidad de su parla. Mal que bien, llego
con el artilugio al antiguo campo de fútbol de las escuelas. Era el terreno de
juego donde, en las tardes somnolientas de principios de junio, saltábamos por
la ventana y, ni cortos ni perezosos, organizábamos a gritos los equipos, disputando,
mientras nuestro maestro dormitaba encima de su mesa, interminables partidos.
El campo está delimitado por el alféizar de canto rodado de un antiguo corral
cuyas paredes han desaparecido hace tiempo. De los postes sólo queda el hoyo
semienterrado.
Extraigo un poco de tierra, introduzco mi poste y con
unas piedras ajusto su base lo mejor que puedo, aunque su firmeza deja mucho
que desear. Cada vez que el balón golpea el tablero se tambalea como los juncos
del río en las tardes de cierzo. De un montón de paja, hallado en una era
vecina, marco el oval de la zona de personales. Puedo sentirme orgulloso. Soy
el único jugador de baloncesto en 140 kilómetros a la
redonda. Poco me importa que haya llegado el mediodía y los olmos que delimitan
las riberas del río se agostan bajo la desabrida canícula. Yo lanzo una y otra
vez la pelota, me sitúo de espaldas al aro y practico los ganchos que he visto
hacer con pasmosa facilidad a Luyk. El poste es demasiado alto y a duras penas
consigo alcanzar la pelota con el aro. Afortunadamente la pelota, demasiado
fofa, no le golpea con dureza, así que, milagrosamente, la canasta resiste mi
larga sesión de entrenamiento.
Mi padre, que por casualidad pasa con el motor de riego
camino de la huerta de La Rinconada, también se sorprende al verme usar una
pelota de fútbol, no en una portería, sino en el aro del antiguo caldero. Menos
expresivo y menos dado a las excentricidades lingüísticas que el bueno del
señor Maurino, se limita a comentar: “¿Dónde has discurrido todo eso? Venga,
arrea p’a casa a por la manguera”. Así acaba mi primer día de práctica
baloncestística en solitario, al que siguen un par de días más, hasta que el
aro cede, las tablas se desclavan y el poste termina por desplomarse.
Al menos, o eso creía yo, ya estaba casi preparado para
que en la próxima temporada del equipo DAR de baloncesto no chupara tanto
banquillo. Durante todo el curso pasado me habían incluido en la plantilla,
mayormente por mi altura y no tanto por mis cualidades encestadoras. Aunque yo
me había negado a reconocerlo. Había jugado escasos minutos, los de la
vergüenza, casi siempre cuando íbamos ganando por 15 o 20 puntos de diferencia
a los de Cristo Rey. La canasta era un plato de segundo gusto. A mí lo que
realmente me hubiera apetecido hubiera sido formar parte del equipo de fútbol.
Desgraciadamente para mí, otros camaradas, que, si hubieran persistido seguro
que se habrían convertido en profesionales destacados, estaban mucho más
dotados que yo para el regate.
Mientras me había entrenado en solitario, habían revenido
las imágenes traumáticas de la final del campeonato vallisoletano, unos tres
meses antes, en la que apenas había participado. Envueltos en la espesa neblina
de un final de abril pucelano, no me habían concedido la gracia de despojarme
de mi espléndido chándal azul con sus impecables hombreras blancas. La
inmaculada camiseta blanca con la inscripción DAR (Dominicos Arcas Reales) no
rezumó ni una sola gota de sudor preadolescente en aquella proeza infantil.
Mis compañeros, sobre un rugoso campo de arcilla empapado
por la niebla, que apenas dejaba ver la canasta contraria desde el medio campo,
me proclamaron campeón alevín de Valladolid, sin que yo tocara ni una sola vez
la bola. Contra el, hasta entonces, invencible equipo de la SAFA. Ni un solo
segundo pude disfrutar de aquella victoria heroica. Desde aquel día comencé a
detestar tanto la niebla como las matemáticas. Cierto, nada tiene que ver el
fenómeno meteorológico con las ciencias exactas. Pero en mi memoria infantil
quedo grabado para siempre, de manera traumática, que el entrenador, además de
ser mi profesor de matemáticas, no me concedió la mínima oportunidad para
convertirme en héroe deportivo del victorioso Club DAR. No pude disfrutar ni un
solo minuto de gloria al amparo de la espesa niebla del Pisuerga.
Magnífica descripción de una vocación frustrada y de cómo cosas ajenas condicionan nuestro futura orientación profesional.
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