Saturday, January 23, 2016

¡AHORA LOS CURAS Y FRAILES MANDEN MUCHU...FACES BIEN CHAVAL! (II) por Faustino Martínez García

Vista aérea de La Mejorada
Y llegó el día de mi marcha. Tenía que estar presente en el Colegio el día 29 de septiembre. Los consejos de mi madre y de mi padre se repitieron. Dimos un último vistazo al contenido de la maleta. Mi padre no iría a la mar esos días por lo que decidió marchar el Domingo, día 27 de septiembre a Gijón para coger el tren y así aprovecharía para llevarme a ver el partido de futbol del Real Sporting de Gijón que jugaba contra el Sevilla. Dormiríamos en casa de una familia amiga de mi padre y al día siguiente, lunes día 28 saldríamos de noche en tren hacia Valladolid.
La noche anterior a mi viaje (Capítulo I del relato en este enlace) dormí mal pues estaba nervioso, excitado ante aquella experiencia que se abría ante mí, llena de estímulos nuevos, personas nuevas desconocidas, paisajes, trenes, amigos.
Por la mañana nos levantamos temprano para dirigirnos a la estación del ALSA que está debajo de la escuela nacional de mi maestro Don Mariano. Mi padre llevaba la maleta. Mi madre nos acompañó hasta la estación mientras mi hermano José Manuel se quedaba cuidando a mi pequeña hermanina, Sagrario. Allí nos encontramos con unas cuantas personas que iban para Gijón y que se interesaron por mi presencia y con la maleta que portaba. Me preguntaron por mi viaje deseándome también lo mejor.
Me sentía contento y excitado por el viaje que iniciaba. Creo que no era totalmente consciente de los aspectos afectivos, la lejanía, la distancia física y emocional que se desencadenarían en aquel largo periodo de tiempo de mi ausencia. Apenas era consciente de lo que significaba e implicaba alejarme de mis padres y hermanos durante un año entero sin volver a verlos sin su presencia y apoyo. No sabía lo que ello podría afectar en esa edad sin la tutela, sin la presencia afectiva y orientadora de mis padres.
Mientras esperábamos que el ALSA se pusiera en marcha mi madre me miraba y me retenía entre sus brazos como si no quisiera separarse de mí. Yo sentía la protección y el cariño de sus brazos que se apoyaban en mis hombros. Por un momento sentí el desgarro de la despedida, aunque la compañía de mi padre que iría conmigo hasta La Mejorada lo atenuaba. Las puertas del ALSA se abrieron y llegó el momento de subir. Me daba la impresión de que mi madre no quería soltarme. Su impulso materno y protector sufría con mi marcha. Me llenó de besos y yo a ella. Y ví que quería llorar, pero contenía sus lágrimas.
- ¡Si tú non llores… yo non lloro…!  - me dijo una vez más como para justificar que estaba reprimiendo sus lágrimas. Pero algo muy profundo en su corazón de madre se revelaba al tener que dejar marchar a un hijo tan pequeño lejos de casa.
¡No mama…! non lloro…!  - le contesté queriendo aliviarla.
¡Ye por tú bien… fiu… ye el tu destinu…!  - me dijo mientras me daba el último beso.
¡Has de comer todo lo que te den…!  - me dijo preocupada y sabedora de mi mala comedera.
¡Sí mama…!  - le dije sabiendo que ella no estaba convencida sobre este aspecto.
Subimos y me instalé al lado de mi padre junto a una ventanilla desde donde podía ver a mi madre que lloraba mirándome fijamente.
El ALSA ascendió por las curvas de Llastres hacia Gijón. Volví a recrearme viendo la “velocidad” con que pasaban ante mí los árboles y la vegetación de las cunetas y de los prados. Cuando llegamos al Alto del Infanzón mi padre me enseñó las obras de la futura Universidad Laboral de Gijón que se estaban terminando. Todos los viajeros mirábamos por la ventanilla aquella obra gigantesca. Alguien comentó:
- ¡Dicen que Girón está comiendo de ello tou lo que quier y más…! Nadie apostilló aquel comentario dado el miedo a las manifestaciones políticas, pues nos decían que la policía secreta de Franco se infiltraba y controlaba los movimientos de la gente en los autobuses y trenes.
Por la mañana, mi padre me llevó a ver grandes barcos mercantes atracados en el puerto del Musel. Nunca había estado tampoco en aquel famoso puerto del que tanto había oído hablar. Mis ojos de adolescente no cesaban de fijarse en aquel nuevo mundo que se abría ante mí con motivo de mi marcha hacia el Colegio de La Mejorada. También, por primera vez, me puse en un tranvía para trasladarme por la ciudad de Gijón. Era un tranvía en los que el chofer tocaba la campana para avisar a los transeúntes.
Por la tarde me llevó hasta el Estadio del Molinón. Observé una marea humana que iban andando hacia el estadio. Otros venían en los tranvías. Mi padre sacó las entradas y pude contemplar y traspasar las puertas de aquel mítico Estadio del Molinón, que yo tenía en mi álbum de cromos. Como a todos los niños de pueblo, creo que mis ojos se deberían abrir como platos contemplando aquel espectáculo.
La imagen de aquel estadio y la plantilla de jugadores la tenía memorizada con su imagen y con sus nombres en mis cromos que coleccionaba. Ahora los tenía ante mí. Ya no eran cromos. ¡Eran la realidad que deslumbraba mi admiración futbolera de adolescente! Y allí estaban para mi contemplación y fascinación. Casi los podía tocar o pedir un autógrafo. Por primera vez ví jugar al Real Sporting de Gijón en el Molinón contra el Sevilla.  Mi padre y yo nos sentamos en las gradas -” Este” que están al pie del campo, casi a mitad del estadio. Mis idolatrados jugadores de adolescente pasaban a mi lado, corrían, saltaban, regateaban, sacaban “corners”, e incluso se pegaban, casi los podía tocar con mis manos. ¡Eran los jugadores que tenía memorizados en todas las alineaciones de mi colección infantil de cromos! Parece increíble, pero cierto. ¡Me sabía de memoria todas las alineaciones de los equipos de Primera División, además de la lista de los Reyes Godos! Allí había visto al mítico Campanal, a Sión, a Prendes, Molinucu, Guillamón, Sánchez, etc.
Comenzó el partido y el griterío del público era también un fenómeno de masas nunca visto y oído por mí. Pronto comenzaron los insultos dirigidos especialmente al árbitro, que me pareció que estaba atemorizado por aquella impresionante presión y vocerío. Los insultos a coro contra el árbitro arreciaron de forma increíble. ¡Nunca había visto ni oído una masa humana vociferando al mismo tiempo contra una persona! Le gritaban” Cucaracha…” (debía ser porque iba vestido totalmente de negro…” Hijo de…. “. No había insulto que no le gritaran.
En un momento dado vi cómo delante del propio árbitro un jugador del Gijón dio un rodillazo intencionado, como una auténtica maña sucia, en los testículos de un jugador del Sevilla. El jugador sevillista cayó al suelo fulminado. El árbitro lo tuvo que ver y no le expulsó ni sancionó al jugador del Gijón. Creo que no se atrevió ante la presión del público. Por aquel entonces no había tarjetas amarillas ni rojas. El partido terminó con la victoria del Sporting por 4 a 2. ¡Ya podía decir que había visto mi primer partido oficial de futbol de Primera División ni más ni menos que en el Estadio del Molinón!
Estaba feliz… y aquello de ir para un colegio se presentaba la mar de interesante.
Ahora me quedaba otra experiencia que me hacía mucha ilusión: viajar en tren. En mi vida pensé que siendo tan pequeño pudiera tener aquellas experiencias que niños de mi edad no solían tener. Mis “amiguinos” de Llastres, la mayoría no habían viajado nunca en tren y creo que tampoco los habían llevado a ver un partido de Primera División. Me sentía un privilegiado y me hubiera gustado compartirlo y disfrutarlo con ellos.
Por la tarde, después del partido, mi padre me llevó al cine Robledo, que está al final del Paseo de Begoña. Su grandiosidad en comparación con el cine “Roge” de Llastres, me deslumbró. Vimos la película “La guerra de Dios” en la que trabajaba Fernando Fernán Gómez haciendo el papel de cura.
Luego nos dirigimos en tranvía hasta el barrio obrero de Gijón, a la Calzada, donde tenía mi padre unos amigos, que alguna vez se habían hospedado en nuestra casa de Llastres durante las fiestas de San Roque. Nos recibieron muy bien y nos acomodamos en unas modestas camas. A mí me habilitaron una pequeña y estrecha en el pasillo. A pesar de las incomodidades de aquella casa capté el cariño que tenían a mi padre aquellos amigos suyos que pusieron lo que tenían a nuestra disposición. Creo que su amistad les venía de cuando la guerra y posiblemente aquel señor fuese el que le puso al corriente de todos los desmanes que se habían producido en Gijón, en la cárcel del Coto, en la “Iglesiona” y en la Iglesia de San José durante y después de la guerra.
Al día siguiente, lunes, acompañé a mi padre que visitó a sus amigos pescadores de Cimadevilla. Admiraba a mi padre por la cantidad de amigos que tenía entre los marineros de Gijón. Le conocían y él conocía a todos de coincidir en el puerto en diversas costeras. Me parecían gente buena y sencilla, como si perteneciesen a otro “Gijón”, al popular, el que estaba separado de la Calle Corrida, del “Gijón” de los señoritos que no vestían mahón.
Lo más lejos que había viajado de niño había sido a Covadonga con mis padres y a Villaviciosa. Ahora en cuestión de poco tiempo ya había ido a Gijón y pude ver grandes barcos atracados al Musel. Todo parecía como si ir a estudiar a La Mejorada trajera consigo un sin fin de novedades y experiencias estupendas para un adolescente.
Al caer la tarde–noche llegó el momento de montarme en el tren. Fuimos en tranvía hasta la estación del Norte. Nunca había visto un tren e iba a ser mi primer viaje en tren. Tan solo los había visto en las películas. Nada más entrar en la estación me sobrecogió ver aquellos largos trenes y la majestuosidad de las máquinas de vapor que bufaban y lanzaban al aire humo y pitidos.
El trajín de viajeros y maleteros era estresante, lleno de prisas como si la gente temiera perder el tren. Por los altavoces de la estación sonaban las convocatorias y últimas llamadas de “¡viajeros al tren!  Mi padre me dijo que teníamos que estar atentos a la llamada para el nuestro en la que se nos anunciaría el andén y destino. Mi padre dominaba aquello de los trenes. Seguramente era de cuando había estado en Madrid, como prisionero del Batallón de Trabajadores, cargando y descargando trenes y cuando vino de vuelta de la guerra hasta esta estación del Norte de Gijón.
- ¡Pasajeros con destino a Madrid, estación del Norte “¡Príncipe Pío”, tren situado en anden 2, próximo a salir!  – anunció por la megafonía una voz de hombre -. Pasamos a nuestro andén y aquel tren que tenía frente a mi tenía una enorme máquina de carbón que vomitaba vapor y además era muy largo.
Como todos los viajeros nos dimos prisa como si fuéramos a perder el tren y nos montamos en uno de aquello largos vagones introduciéndonos en uno de los compartimentos. Mi padre puso en lo alto mi maleta y nos acomodamos en uno de los asientos mirando en dirección de la marcha. Desde el lado izquierdo del vagón iba observando todo el bullicio que se movía por la estación del Norte: gente que se despedía de los que viajaban aquella noche, quintos que iban de vuelta para el cuartel, novias, padres. En nuestro compartimento entraron otras personas que se despedían, bajada la ventanilla, de sus seres queridos. Yo me acordé de mi madre y de mis hermanos que quedaban en Llastres.
Y el tren se puso en marcha lentamente. Me llamó el ritmo “in crescendo” que producía el tren a lo largo de todo el trayecto. Me acordaba y canté para mis adentros la canción del “chachachá del tren”. Me gustaba lo que estaba viviendo. Era de noche y a lo lejos, a mi izquierda, tan solo veía y se me despedían las luces de las afueras de Gijón y de las aldeitas que hay entre Gijón y Oviedo. Por el pasillo del tren deambulaban muchos viajeros que no estaban dispuestos a sentarse todavía en su largo viaje hacia Madrid. Nosotros no nos movimos de nuestros sitios y aprovechó mi padre a sacar unas chuletas empanadas que nos había preparado nuestra madre. Estaban frías pero muy ricas teniendo en cuenta la calidad de la buena carne que había comprado. Algunos de los que compartían con nosotros el mismo compartimento sacaron sus tortillas y nos intercambiamos entre todos algo de cenar. Me gustó la amabilidad de todos los que íbamos aquella noche en aquel compartimento. Cada cual se interesó por el motivo de su viaje. Mi padre les indicó el destino del nuestro y alguien dijo:
- ¡Ahora los curas y los frailes manden muchu…. faces bien chaval…! - me dijo mientras partía un trozo de chorizo.
Nosotros no comentamos nada y nos sorprendió la llegada a la Estación del norte de Oviedo. Tampoco había estado nunca en la capital del Principado. Luego llegamos y paramos en Mieres y en Pola de Lena. Observé cómo subían al tren muchos niños como yo, con sus padres. Los padres llevaban boina y parecían, como el mío, curtidos trabajadores de la mina. Curiosamente las madres no venían. No sé por qué, pero tan solo venían los hombres con sus hijos.
El tren se llenó rápidamente de una algarabía nerviosa de adolescentes, que portando sus maletas con ayuda de sus padres iban buscando sus compartimentos. Eran nuevas caras, futuros amigos. Nos mirábamos unos a otros estudiándonos e intuyendo unas mismas vivencias y sentimientos. Aquella noche de tren tardé en conciliar el sueño. Estaba excitado por lo vivido y visto aquel día memorable, así como por mi primera experiencia de ir toda aquella noche en tan largo viaje en un tren tan largo. El rítmico traqueteo de los vagones sobre las vías me incitaba a abandonarme sobre el regazo de mi padre. Mientras intentaba dormirme repasaba todo aquél cúmulo excitante de experiencias nuevas que había vivido. Mi imaginación se proyectaba sobre La Mejorada. Intuía, a mi manera, lo desconocido que me esperaba, lo que podría significar el vivir lejos de mi conocida “tierrina” frente a la mar, la nueva oportunidad de proyectarme y crecer como persona, quizás como futuro Dominico, o lo que Dios tuviera a bien depararme. La verdad era que mi único horizonte vital conocido en mi infancia y al que estaba habituado era el mar, las verdes praderas asturianas y el macizo de la Sierra del Sueve. Apenas había viajado y ahora estaba sumergido en una excitante excursión. Según ascendíamos el Pajares y cruzábamos los innumerables túneles que algunos de aquellos futuros amigos contaban, repasaba los consejos que mis padres me habían dado para aquella nueva etapa de mi vida.  La excitación de tanta novedad e ilusión por ir a La Mejorada me hacía pensar que aquello de ir a estudiar a un colegio, era realmente algo apasionante y lleno de oportunidades nuevas que nunca había podido imaginar años antes en mi “pueblin” marinero.
Podrá creerse que no es propio de esas edades valorar, a su modo, la importancia que yo le daba a aquella situación nueva para mí. Sin embargo, debo decir que, bien por los consejos de mis padres, por las palabras de mi maestro Don Mariano, por el ejemplo que ya había visto en otros seminaristas que estaban en el Seminario de Oviedo, como José Antonio Olivar y Carlos Capellán, bien por mis amigos que me precedieron, Andrés Cueva, Ángel Llera y Ángel del Valle, o bien por mis propias reflexiones, era consciente de lo que dejaba atrás. También es verdad que me faltaba conocimiento más amplio, madurez.  Aquella decisión que habían tomado por mi y que yo también asumía con las limitaciones, condicionamientos e inmadurez de la edad y de aquel momento de nuestra historia, la hacía mía. Por todo cuanto había experimentado desde entonces, me ilusionaba, a pesar de todos los condicionamientos de mis intereses de adolescente.
Tenía claro que quería ir a un colegio, que quería estudiar más, que aquella era una oportunidad para mi futuro que no estaba dispuesto a desaprovechar. Tenía “claro” que no tenía “claro” lo de ser algún día fraile, pero estaba dispuesto a experimentar y ver qué me podría deparar aquel tren que estaba pasando por delante de mi vida de adolescente. Tenía “claro” que no sabía en qué terminaría “aquel viaje vital” que estaba iniciando, pero no estaba dispuesto a apearme por el momento.
 Aquella oportunidad, aquel privilegio que se me brindaba –como tantas veces he venido diciendo-  me llevaba a valorar el esfuerzo de mi familia que se desprendía de mi a pesar de que me necesitaba para que sumase mis fuerzas en las faenas de la mar. Mi padre me necesitaba para ir en su día para ayudarle en las tareas de la mar y sin embargo había renunciado a ello. Mi hermano mayor también se sacrificaba pues no tendría mi ayuda en la mar. Mi hermana pequeña acababa de nacer unos días antes de mi marcha y yo apenas era consciente de aquel nuevo ser que ocupaba mi lugar en casa.
Este sacrificio de mis padres formaba también parte de mi sacrificio y disposición a sacrificarme, lo estaba asumiendo y formando parte de él. Ir a La Mejorada, - como he dicho -  era un “tren existencial” que pasaba ante mi vida de casi niño que no quería perder ni desaprovechar. Este talante y estado de ánimo me acompañaría siempre desde entonces, como si fuera el trasfondo psicológico y afectivo de todo cuanto iba viviendo en esta nueva andadura de mi adolescencia.
El olor a humo que entraba por las ventanillas, las toses, las voces y la algarabía que se producía al cerrar las ventanillas de los compartimentos para que no entrara la humareda de la máquina del tren no facilitaba el dormir.  Nunca había pasado por un túnel. Parece una tontería, pero me hacía ilusión experimentar aquella vivencia de comprobar cómo aquel largo tren se introducía por las entrañas de la tierra. Cada entrada en un túnel se convertía en un jolgorio y “zafarrancho” de emergencia en el que la gente de los compartimentos se apresuraba a cerrar las ventanillas del tren. Incluso me alegraba ante tanta algarabía. Desde mi compartimento oía las voces de chicos como yo que deberían ir en grupo y se conocían entre sí. Algunos de ellos salieron de sus compartimentos y ocuparon el pasillo del tren. Pasados los días, comprobé que iban para el mismo colegio que yo. Eran casi todos ellos hijos de mineros de la zona de Pola de Lena, Campomanes y aldeas próximas. Me encantaba oír sus voces y risas, así como descubrir el rítmico traqueteo del tren y sus pitidos.
Aquellos nuevos y desconocidos compañeros míos que iban en compartimentos próximos al nuestro, al parecer por lo que se desprendían de sus comentarios, sabían mucho más que yo de trenes y de túneles. Algunos hablaban del túnel de La Perruca como el más largo de España. Yo solo había oído nombrar en la escuela al túnel del Simplón en Suiza. ¡Pasar por primera vez bajo un largo túnel como aquel que parecía interminable era una hazaña para mi cuenta de experiencias que no todos mis amigos adolescentes de Llastres podrían contar! ¡Cuántas vivencias podría yo contarles a los amiguinos de mi pandilla que dejaba atrás!
Debió ser, pasado el túnel interminable de La Perruca, cuando me caí rendido apoyado en el hombro de mi padre. Entre sueños, me pareció oír más adelante, que habíamos llegado a León. Allí, en medio del silencio, iban ascendiendo más críos con sus padres. Luego supe también que muchos procedían especialmente de Ponferrada, Cacabelos y otros pueblos del Bierzo, así como de Astorga. Unos golpes de martillo contra las ruedas del tren verificando su seguridad me parecían anunciar la inmediata marcha.
La noche también se fue adormeciendo en silencio con el traqueteo monótono del tren. Recuerdo que, a mitad de la noche, nos despertaron sin contemplaciones un par hombres. Abrieron las puertas de compartimento e hicieron un amago de enseñar bajo la solapa de sus chaquetas unas insignias de policías secretas. Con un semblante serio repasaron las caras de todos lo que allí estábamos, especialmente de los hombres, pidiéndoles el carnet de identidad. Era evidente que venían buscando a alguien o controlando a la gente que viajaba en nuestro tren. Preguntaron por la presencia de tantos niños en aquel vagón. Recuerdo que mi padre les advirtió que iban para el Colegio de los Padres Dominicos de La Mejorada. Me dio la impresión de que mi padre utilizó a “los frailes y a la iglesia” para impresionar la arrogancia de aquellos policías. Comprobé que al nombrar a los frailes Dominicos suavizaron las formas y la tensión de aquella brusca visita.

Pasado un tiempo, sin saber donde estaba, recostado sobre el costado de mi padre, me pareció escuchar que estábamos en Venta de Baños. Volví de nuevo a oír los martillazos que recorrían tanteando y “despertando” las ruedas para que no se “durmieran” en medio del silencio de todos los viajeros.

1 comment:

  1. Amigo Faustino, gracias por tu excelente "recuerdo de viaje". El mío, desde Peñafiel (Valladolid) al colegio fue más breve y cómodo, pues nos llevó, a mi padre y a mí, en su coche el Jefe de Almacén del S.N.T. (Servicio Nacional del Trigo) en Olmedo, donde asistimos a un concierto de rondalla celebrado en el Teatro de la villa, en el que tocaba un hijo del citado Jefe que, además, nos ofreció su casa para cenar y pasar la noche. Al amanecer, nos trasladó al colegio "La Mejorada", donde nos esperaban el director, Padre Villarroel, y el padre Panizo, primo de mi padre.

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