Novicios en Ocaña, 1957 (Imagen: José Sergio de Cabo,"Panizo") |
En 1954, a la edad de 17 años, motivado por el idealismo
del sacerdocio, me enviaron a Ocaña, provincia de Toledo, para comenzar un año
de discernimiento, llamado Noviciado.
Ocaña, en la Mancha, cerca de Noblejas y
Aranjuez, era un pueblo con grandes eras, trigales, viñedos, campos de olivos y
molinos de viento. Me recordaban a Don Quijote y Sancho Panza. La dualidad de
los extremos. El idealismo y el materialismo.
En aquellos años me inspiraron la
carrera sacerdotal y el idealismo misionero.
El edificio del Noviciado tenía tres
pisos, dos de ellos con los dormitorios, una capilla y varias salas de
reuniones. El tercer piso estaba sin dividir; era una sala enorme que usábamos
para recreo cuando llovía. En este piso quedaban huellas de la Guerra Civil
española y eran evidentes los agujeros de las balas.
El convento de Ocaña había sido ocupado
por los rojos durante la guerra civil. Oí decir que usaron la iglesia como
garaje para camiones. En este convento los rojos mataron a varios frailes
dominicos.
Al lado del convento estaba el penal de
Ocaña, una prisión de máxima seguridad en la que había encarcelados muchos
presos políticos.
A las afueras del pueblo había un
«paredón» donde se decía que durante y después de la guerra fusilaron presos.
Dentro del recinto del convento,
separado por una valla, había un colegio de dominicos que estaba siendo
remodelado para estudiantes externos, la mayoría hijos de funcionarios del
gobierno que trabajaban en el penal.
Menciono esto porque, después de
invertir tiempo y mucho dinero en remodelar el colegio, cuatro años más tarde
el siguiente superior lo demolió, lo que causó muchas críticas en el pueblo de
Ocaña.
He vivido 36 años con los frailes
dominicos y tengo que decir que nunca fueron buenos economistas. Les faltaba
experiencia del mundo, no sabían de negocios y se dejaban manipular y engañar
por seglares más perspicaces y mejores negociantes.
Es posible que problemas similares
ocurrieran en otras congregaciones e incluso en el Vaticano, donde últimamente
se han dado a conocer algunos de sus desfalcos y la falta de transparencia.
El año de noviciado era un tiempo de
reflexión y estudio sobre el ideal y la vida dominicana. Teníamos interminables
horas de oración y meditación.
Todos los novicios éramos instruidos por
el mismo maestro o director espiritual, encargado de moldearnos a su imagen y
semejanza.
El propósito del noviciado era averiguar
si, en verdad, oíamos la invitación de Dios y teníamos vocación de Dominico.
Ser sacerdote dominico, así decían, era
un don especial de Dios que uno tenía que agradecer o una vocación a la que
teníamos que responder generosamente.
Durante ese año leí la vida de muchos
santos: Santo Domingo, Santo Tomás de Aquino, Santa Teresa de Ávila, Santa
Catalina, Santa Teresita de Lisieux, María Goretti, San Juan de la Cruz, San
Ignacio y sus Ejercicios Espirituales.
Periódicamente nos visitaban misioneros
que nos hablaban con altruismo de sus labores y de la importancia de las
misiones y del ministerio de Dios.
El año de noviciado era, como si
dijéramos, un año de retiro espiritual.
No se permitía la visita de familiares,
ni el contacto con seglares. Vivíamos completamente separados del resto de la
sociedad.
Al terminar el noviciado, estaba
plenamente convencido de que ser sacerdote era lo mejor del mundo y de que Dios
me había llamado de un modo especial para proclamar su palabra, o anunciar su
reino en los países de las misiones, o en cualquier parte del mundo, donde
quisieran mis superiores.
Reflexionando sobre mi vida, pienso que
mi convencimiento no se debía a una madurez emocional y espiritual, sino más
bien a un adoctrinamiento por parte de los religiosos, víctimas también del
tiempo y circunstancias en que habían sido educados.
En aquella época se ignoraban los problemas
psicológicos.
Muchos de los candidatos al sacerdocio
tapaban sus represiones, causa de tantos escándalos en los últimos años.
Afortunadamente, la jerarquía católica
ha comenzado cambiar. En algunas diócesis y congregaciones ya hacen evaluaciones
psicológicas a candidatos al sacerdocio.
Después del año de noviciado, sin
considerar otras opciones, pensando que tomaba la mejor decisión de mi vida,
hice alegremente los votos de pobreza, obediencia y castidad, requisitos para
comenzar los ocho años de filosofía y teología, preparación necesaria para la
ordenación de sacerdote dominico.
El voto de pobreza quería decir que uno
nunca sería dueño de nada. Uno estaría siempre desprendido o desposeído de todo
y limitaría sus necesidades al mínimo. Trabajaría incansablemente en cualquier
ministerio asignado por sus superiores y ellos proveerían las necesidades
básicas.
En esos primeros años recuerdo vestir
pobremente. Heredábamos hábitos y ropa interior de otros religiosos, vivos o
muertos, y debíamos usarla con humildad y agradecimiento. Se suponía que el
voto de pobreza ayudaba a desprenderse de las cosas materiales y a crecer
espiritualmente.
Durante treinta años con los dominicos
conocí algunos religiosos desprendidos de lo material. Otros, en cambio, se
apegaban a sus cosas personales y buscaban la amistad y beneficios de gente
pudiente. Su estilo de vida se parecía más al de los ricos que al de los
pobres.
El voto de pobreza sigue siendo un
problema serio para la Iglesia y los sacerdotes católicos. Hablan
frecuentemente de la preferencia de Dios por los pobres, pero muchos de los
obispos y eclesiásticos no dan ejemplo con su vida, ni aman ni viven como los
pobres.
El voto de castidad significaba una
renuncia total a los placeres sexuales, tanto solo, como sería la masturbación,
o con otras personas. Uno tenía que entregarse totalmente a Dios, quien no
quería «corazones divididos».
El voto de castidad requería una entrega
de holocausto, una sublimación total. Recuerdo al director espiritual decir
«sed modestos, mantened los ojos bajos en presencia de mujeres, evitad mirarlas
a los ojos y conversar con ellas».
La modestia es una buena cualidad, pero
se presta a malos entendidos. Aclaro esto con una anécdota de un gurú budista y
su joven discípulo. Caminando a la orilla de un riachuelo se encuentran a dos
doncellas mirando el río. El gurú les pregunta a las jóvenes que qué hacen
allí. Ellas contestan que quieren cruzar a la otra orilla pero les da miedo la
corriente. De manera espontánea, el gurú pasa en sus brazos a cada una de
ellas. Las jóvenes le agradecen su amabilidad y sin más comentarios el gurú y
su discípulo siguen caminando. Al cabo de un rato, el discípulo rompe el
silencio y pregunta: «Maestro, te he oído hablar de la modestia, sin embargo tú
no tienes ningún inconveniente en pasar a estas jóvenes en tus brazos». El gurú
le responde: «Sí, las tomé en mis brazos, las crucé a la otra orilla y todo
terminó allí. Tú, en cambio, las tienes todavía en tu mente».
He conocido a sacerdotes alegres, bien
integrados, que aceptaron el voto de castidad como uno de los consejos
evangélicos. Crecieron emocionalmente y fueron capaces de sublevar la
sexualidad y el amor por una mujer.
Conocí a otros sacerdotes descontentos,
amargados, insensibles, con ideas peyorativas y degradantes sobre la mujer. Y a
otros que violaban el voto.
La Iglesia Católica se resiste al
cambio, a pesar de que casi cien mil sacerdotes han dejado de ejercer el
sacerdocio para contraer matrimonio. No quiere enfrentarse a la realidad de
miles de sacerdotes que siguen activamente en el ministerio y mantienen
relaciones amorosas con mujeres.
Estos últimos años, los medios de
comunicación y las Naciones Unidas han divulgado el escándalo de tantos
sacerdotes reprimidos y pedófilos que nunca debían haber sido sacerdotes, ni
han tenido la valentía de dejar el ministerio.
Han permanecido en el claustro o en sus
parroquias cometiendo crímenes obscenos contra menores.
Tristemente, la jerarquía eclesiástica
se ha mostrado insensible con las víctimas, se ha esforzado en proteger a los
abusadores, en vez de a las víctimas hasta que los tribunales civiles le ha
obligado a pagar billones de dólares.
La jerarquía católica no comprende la
sexualidad humana. Está compuesta de hombres célibes, aunque muchos de ellos no
lo son y ellos son los que legislan sobre la sexualidad y las parejas
católicas.
Reflexionando sobre la sexualidad y la
poca influencia que tiene la Iglesia sobre el mundo de hoy, el verano de 2014,
caminando por las playas de Cambrils, observando el destape y comportamiento de
la gente, me vino a la mente el gran humorista Francisco de Quevedo. Si él
caminase por esas playas, quizás más liberado, no escribiría «Érase un hombre a
una nariz pegado». Tal vez reservaría su humor para la infinidad de tetas, o
quizás ni siquiera haría comentarios, porque las vería como algo normal, como
debe ser, porque así son las mujeres, producto de la evolución, o como Dios las
ha hecho, con tetas o pechos que todos hemos mamado o debimos haber mamado.
En fin, no me opongo a ciertas normas de
conducta y decencia humana. Sí me opongo a los tabús, prejuicios y tapujos
sobre la sexualidad, herencia de monjes y religiosos, reprimidos y mal
integrados, que han impuesto y quieren seguir imponiendo sus prejuicios y
creencias injustificadas.
El voto de obediencia consistía en
someternos completamente a la voluntad de los superiores que mandaban en nombre
de Dios.
Así como Jesús de Nazaret no vino a
cumplir «su voluntad, sino la voluntad del Padre», del mismo modo los
religiosos teníamos que renunciar a nosotros mismos y someternos ciegamente a
la voluntad de los superiores.
Años más tarde, en Washington, defendí
ante mi profesor de teología moral que la obediencia ciega era irracional e iba
en contra de la dignidad humana.
Dios nos había dado la inteligencia para
usarla y poder cuestionar a los superiores.
Sus mandatos no siempre eran en nombre
de Dios. A veces, ni eran razonables, sino que ordenaban por capricho o por
motivos personales.
A los 18 años veía la vocación al
sacerdocio y la profesión de los votos como un ideal digno y altruista. Estaba
completamente de acuerdo.
Años después, reflexionando sobre mi
vida en el claustro, pienso que los maestros dominicos y los superiores, tal
vez con buenas intenciones, me adoctrinaron. Me subieron, como si dijéramos, al
pico de un monte y me empujaron lanzándome cuesta abajo. Corrí ciegamente porque
no tenía frenos, ni opciones para contemplar otras alternativas.
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Por cortesía de Magín Borrajo, publicamos el capítulo III de su libro "BUSCANDO SER HUMANO", Palibrio, Bloomington 2014. Puedes adquirir el texto completo en Amazon o bien en esta página http://www.maginborrajo.com/
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