Pasados
unos diez minutos de viaje encima del remolque que avanzaba lentamente por
aquel camino polvoriento [ENLACE A CAPITULOS PREVIOS EN LA PARTE INFERIOR], alguien señaló:
-
¡Ya se ve…ya se ve…. allí está La Mejorada!.
Todos
miramos hacia delante intentando ver el mítico Colegio. A lo lejos se divisaba
el edificio en un paraje solitario y aislado. Sobre su tejado podía leerse
pintado con grandes letras: “La Mejorada. PP. Dominicos”.
Inicio de la cerca del recinto de La Mejorada, por su lado sur (Foto del autor) |
Una
larga cerca ocultaba unas tierras que pertenecían al Colegio. Yo escudriñaba
desde el remolque esperando ver los verdes campos de futbol. Pero tan solo me
percaté de unas porterías de madera, sin red. El campo de futbol verde, como yo
me lo imaginaba, no existía. Era llano, pero lleno de guijarros.
El
tractor con su remolque cargado de gente paró ante una vistosa puerta de
piedra. Allí nos bajamos y esperamos durante unos minutos al lado de nuestras
maletas. Yo seguía mirando, cogido a mi padre, la larga cerca y los alrededores
a ver si veía a alguno de mis amigos de Llastres. Pero no los encontré en aquel
momento.
El
Colegio estaba dentro de una cerca que le rodeaba por todos los flancos.
Observé unas enormes paredes elevadas. Eran los frontones. Me parecieron
estupendos para jugar a la “manotada”, como decimos en Asturias. A mí se me
daba bien el frontón cuando jugaba contra la rugosa pared en el pórtico de la
Iglesia de Llastres. Pero aquellos parecían mucho mejores y estupendos. Sin
embargo, me resultaba difícil comprender cómo podría botar bien una pelota en
aquel suelo de guijarros.
De
mis observaciones y pensamientos me sacó la llegada de un Padre Dominico
vestido de blanco impoluto. Se dirigió a aquel primer grupo de la mañana que
esperaba con sus maletas delante de la entrada en el recinto del Colegio. Era
el Rector del Colegio. Me llamó la atención la forma especial un tanto afectada
que tenía de tocar las palmas de las manos como inicio de una orden. Luego supe
que era el P. Andrés Villarroel. Todos escuchamos sus palabras de bienvenida y
las indicaciones para ir al comedor del colegio a tomar un poco de desayuno y
subir a los dormitorios para asignarnos nuestras camas.
Aquella
primera orden me hizo experimentar que ya entraba dentro de unas normas y
disciplina que limitaría mi libertad durante muchos años. Me dio la impresión
de que comenzaba a depender de aquellos buenos frailes más que de mi familia. Y
de nuevo aquel sentimiento desconocido para mi hasta entonces comenzó a acrecentarse en mi interior. Era lo
que los “veteranos” llamaban “murria”, y los asturianos denominábamos
“morriña”.
Aquel
viaje físico había terminado. Comenzaba para mi otro viaje mucho más largo y
apasionante del que creo fuimos unos “privilegiados” en aquel momento de
nuestras vidas.
La
“murria” se fue acrecentando y se apoderó de mi. Aquel estado de ánimo nunca
experimentado por mi me fue embargando conforme pasaban las horas. Era un
sentimiento inédito en mi alma que me quitó las ganas de comer. Mi padre se dio
cuenta de mi tristeza.
¡Bueno…
ya estás en el Colegio y ahora tienes que quedarte y aprovechar bien el
tiempo…!. – Me dijo mi padre como queriendo que asumiera valientemente la
realidad en la que ya estaba sumergido.
Me
di cuenta que aquel viaje no era una simple excursión, sino que me tenía que
quedar allí. Al oír a mi padre que me tenía que quedar aumentó más en mi el
sentimiento de “morriña”. Todavía no se había ido de vuelta para Llastres y yo
ya no quería separarme de él y quedarme allí solo durante un año.
Creo
que en el fondo de mi subconsciente siempre se mantendría un eco de aquel
sentimiento mientras estuve alejado de mi familia y de mi tierrina. La
evidencia de la separación de mi padre, su marcha, la lejanía de mi gente, la
perspectiva de tener que quedarme allí durante todo un curso sin verlos, fue
calando en mi según avanzaban las horas.
A
mi amigo Andrés y a Ángel Lleral (“Yondrín”), por mucho que miraba a ver si los
veía, no logré divisarlos. Eran del curso mayor que los recién llegados y
deberían estar en algún salón. Nosotros éramos los recién llegados y tenían que
situarnos en nuestros dormitorios y transmitirnos las primeras instrucciones
sobre el funcionamiento del Colegio.
¡Ya
estaba en La Mejorada!. ¡Aquel era el Colegio al que yo quería venir!. Pero no
todo era como mi imaginación adolescente, casi infantil, se lo había imaginado.
Mientras
me adentraba con mi padre y los demás por las estancias de aquel edificio
atravesamos un claustro interior ajardinado y presidido en su centro por una
fuente con cuatro caños.
Entrada del antiguo Monasterio de La Mejorada (Foto del autor) |
Como
tantas veces he dicho, de niño siempre había sido un mal comedor dándole muchos disgustos en este aspecto a mi
madre. Pero aquello, aquel líquido blanquecino que se nos ofrecía en un vaso
metálico no me sabía a leche. Estaba acostumbrado al sabor de la leche
asturiana recién ordeñada de las vacas de mi tío Benigno, en la aldea de Lluces.
Sin embargo la principal causa de aquel rechazo inicial no era tanto por el
sabor de aquellos nuevos alimentos. Era la “morriña” quien me impedía tomar
nada y me había quitado las ganas de comer. Mi padre se dio cuenta de que no
probaba bocado.
¡Tienes
que comer…. manín…! ¿Qué le digo a to madre…. si no comes…?.
Yo
no decía nada pues estaba embargado por mi sentimiento de morriña. No podía, ni
me atrevía, ni quería decirle a mi padre que me llevara otra vez de vuelta para
Llastres. Parecerá increible, pero asumía las consecuencias de aquel viaje y
todo cuanto implicaba de tener que quedarme allí. Otros niños lloraban a moco
tendido sin consuelo al lado de sus padres. A mi me querían saltar las
lágrimas, pero estaba dispuesto a resistir. ¡No podía decirle a mi padre que me
llevara de vuelta”!. ¡Aunque lo deseaba con toda mi alma, no quería pedirle tal
cosa después de tanto sacrificios, gastos e ilusión!. Mi padre se daba cuenta
perfectamente de mi estado de ánimo y trataba de animarme diciéndome que en pocos
días iba a hacer nuevos amigos, y que allí estaban Andres Cuevas y Ángel Llera (el “Yondrin”) y que no me quedaba
solo.
Salimos
del comedor. Yo sin desayunar absolutamente nada por la morriña. Esperamos en
una galería cuyo olor dominante que siempre detecté en ella desde aquel
momento, era una mezcla de olor a cocina, a pescado frito y olor de water mal
limpiado.
Pasado
un tiempo, desde la galería subimos las maletas con la ayuda de nuestros padres
hasta el dormitorio. La ascensión me pareció interminable hasta el piso más
alto del edificio. Las escaleras estaban muy desgastadas de tanto subir y bajar
generaciones de alumnos que allí habían estudiado – por lo que luego supe
- desde el año 1912.
El
Padre Dominico que nos acompañó nos fue asignando una cama en el dormitorio
corrido del piso superior. Entre cama y cama tan solo había cuarta y media de
separación. En aquel dormitorio corrido habría unas cien camas. Eran metálicas,
con un buen colchón de borra y muy limpias. En uno de los extremos del
dormitorio se ofrecían adosados a la pared unos diez lavabos con sus
correspondientes grifos de agua y espejos que tendríamos que compartir cada
mañana. Mi cama estaba al lado de la última ventana de aquel dormitorio y cerca
de una de las puertas de entrada al mismo. A la derecha de mi cama situaron a
un chico de Burgos. Lloraba desconsolado al lado de su padre. A mi izquierda
colocaron a otro chico de Villa de Cavia, (Burgos) llamado José García. Adosado
y separado por una pared de nuestro dormitorio que estaba abarrotado y
apretujado de camas, había otro pequeño dormitorio donde colocaron a muchos
chicos de la Cuenca Minera.
Debajo
de nuestras camas colocamos las pequeñas maletas. Eran el único rincón íntimo
personal y familiar que me quedaría. En la maleta estaba toda la ternura de mi
madre que la había llenado con lo mejor de sí misma y con lo que buenamente
había podido meter en ellas. Cada vez que la abriría me daba la sensación de
que allí me encontraba con ella.
Con
ayuda de mi padre saqué de la maleta los primeros objetos y ropas personales y
me familiaricé con aquel único espacio vital privado en el que me encontraría
cada noche antes de acostarme. Conforme desplegaba la maleta y tomaba posesión
de aquel reducido espacio vital, de aquella pequeña y limpia cama, la morriña continuaba
tomando posesión “in crescendo” de mi estado de ánimo. La cabecera de mi cama
daba al sur y desde aquella amplia ventana divisaba Olmedo y el interior del
Claustro-jardín del Colegio.
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