Supongo que tendría que haber sido él, el P.
Claudio, quien recién horneaditos por la piedad y devoción amasadas en el
noviciado de Ocaña, debería de habernos recibido en la portería de Alcobendas,
dado que tenía el cargo de Maestro de Estudiantes. Era finales de agosto de
1974 y la furgoneta con la media docena de profesos simples nos depositó a los pies
de la Despeinada, la magnífica torre de Miguel Fisac en S. Pedro Mártir. Quien
nos recibió, en cambio, fue el P. Chamorro que ejercía, creo recordar, las
funciones de Vicemaestro de Estudiantes. Como veníamos con nuestras escasas
pertenencias y alguna que otra jaula con sus canarios (sic) dentro, no le faltó
tiempo para bromear que la afectividad no podíamos depositarla en aquellas
diminutas aves cantoras a las que, con tanto cariño, habíamos echado alpiste en
la inmensa llanura manchega.
En los días que pasaron hasta que comenzó el
curso y el P. Claudio comenzó a ejercer de Maestro, a los de los cursos
superiores les faltó tiempo para precavernos de que el P. Claudio era menos
dado al humor que su socio, el Vicemaestro. Esto no resultó del todo cierto. A
nosotros, imberbes en plena pos adolescencia de nuestros tardíos 17 años, nos
resultaba complicado percibir entonces los matices de su discurso socarrón y
pleno de ironías. Pero no cabe duda de que en aquellos tiempos revueltos de
mediados de los setenta, el Generalísimo las espicharía en poco más de un año,
el P. Claudio dispensaba unas notables dosis de guasa que, a veces, lindaba con
la causticidad. Eso sí, en los temas banales. Los asuntos serios eran harina de
otro costal. Uno no puede ser profesor de Teología Dogmática y exhibir el mismo
sentido del humor que Oleg Popov. ¿Es posible que fuera hincha del Atlético de
Madrid? En temas futboleros, por ejemplo, respiraba sorna y retintín por los
cuatro costados.
Lo cual, por cierto, no encajaba muy bien con
su aspecto de castellano viejo, bien que entonces apenas contara 53 años (Roa,
Burgos, 1921). Pero sí, era un hombre recio de apariencia y carácter. Como
dicen en Castilla, muy recto y exigente. A veces en demasía para nuestra trastocada y
tardía pubertad. Poco o nada dado a las confidencias y siempre marcando las
distancias con sus discípulos. Era un maestro a la antigua usanza, ferviente
defensor del cumplimiento de las reglas y deberes al milímetro, entre las que
ocupaban un lugar primordial, ¡cómo no!, las devocionales.
Era de aquella generación a la que todos los
cambios eclesiales y los del siglo la habían pillado en una tierra de nadie. Demasiado
mayor, si es que se puede ser mayor a los cincuenta y pico años, para asumir, a
la chita callando, el “aggiornamento” tan voceado desde el Vaticano. No era difícil
percibir en los frailes de esa generación a quienes les habían impartido
magisterio en la posguerra, las tensiones inherentes entre lo que habían
aprendido y aquello que ahora se veían, literalmente, obligados a enseñar. Y el P. Claudio, por inteligente que fuera, y
lo era, estaba atrapado en aquel laberinto del querer y no poder. O viceversa. Alrededor
todo parecía desmoronarse: el franquismo, la unidad patria, el poder
omnipresente de la Iglesia.
Y por supuesto, las actitudes, aparentemente
poco ejemplares, de los estudiantes, teólogos y filósofos no hacían si no
socavar más los cimientos. Estudiantes que, por lo demás, también caminábamos
en tierra de nadie. Demasiado jóvenes para asumir los cambios que fluían
torrencialmente en los medios de comunicación, en los partidos políticos hasta
hace tan poco proscritos y en las algaradas en las facultades madrileñas. No fue
fácil, para el P. Claudio, hacer de faro y luminaria en unos tiempos tan
convulsos.
El alrededor más próximo éramos
principalmente nosotros, la cuarentena de estudiantes, unos cuantos
supervivientes de naufragios espirituales y algunos otros salvados de las zozobras
del siglo sólo con el propósito, inconsciente quizá, de ascender a toda costa en
el escalón social. En realidad, una mera huida del campesinado bajo de Castilla,
estrato original de la inmensa mayoría de nosotros. El Padre Claudio, aunque a
nosotros, para bien o para mal eso nos traía entonces al pairo, acarreaba una
formación académica de alto standing, exquisita: Licenciado en Teología
(Angelicum), Doctorado en Misionología (Urbaniana), Maestro en Teología, además,
para entonces ya lo había dejado tras 10 años, había sido director de la
revista “Studium”.
Naturalmente, su excelente formación escolar
se manifestaba en sus charlas, muy preparadas y estructuradas. En realidad,
bajo un leve barniz espiritual, como correspondía a la relación maestro-hijos
espirituales del Estudiantado, eran una continuación de las clases de
Sacramentos que impartía en el aula. Especializado en dogma, más
específicamente en el sacramento de la Eucaristía, el cumplimiento de toda la
normativa ritual constituía, según él, nuestra tabla de salvación, el pilar
esencial para consolidar nuestro aspirantado al orden sacerdotal. Algo sobre lo
que no pocos de entre nosotros, por comodidad o rebeldía, discrepábamos. Aunque,
ni que decir tiene, no osábamos manifestarlo. Si alguien, por holgar o
cansancio no acudía a la plegaria matutina, otras habría al cabo del día, las
semanas y los meses que la suplieran, nos decíamos. Esto representaba, para el
P. Claudio, una pirueta en el vacío, uno de los peores y más visibles signos de
que la vocación en ciernes del estudiante dormilón comenzaba a perderse en el
laberinto de la pereza y la ociosidad.
En su verbalidad, estaba dotado de una
prominente mandíbula, recalcaba, como si las estuviera masticando, las
consignas con las que subrayaba nuestro destino en lo universal. Recién
llegados del noviciado, nuestro curso obedecía sin rechistar el prolijo listado
de normas y obligaciones en vigor. No obstante, los de los cursos mayores
comenzaron a buscarle las vueltas con pocas sutilezas, de manera más bien
frontal, con notificaciones y advertencias de diversa índole que colocaban, no
sin cierto descaro y por escrito, en el tablón de anuncios. Al lado mismo, de manera provocativa, de la
nota con el horario de los rezos diarios.
En realidad, resultó ser un segundo maestro
de novicios, tras el P. Jesús Santos en Ocaña, dotado de una excelente
formación académica, pero acaso poco preparado para tratar con casi cincuenta
jóvenes, en su mayoría, desbrujulados. O quizá su mundo pertenecía ya a otra
época. No pudo o no supo buscar el equilibrio entre la rigurosidad de sus
planteamientos y el imprescindible colchón de aire libre que los tiempos en que
vivíamos demandaban. Era más partidario del palo que de la zanahoria y, aunque
no recuerdo los detalles, terminó por hacer mutis por la puerta trasera. No que
no le guardáramos aprecio y cariño en los años que continuó impartiendo su
magisterio académico.
En el curso de sus enseñanzas, resulta imposible olvidar la intensidad que
ponía para explicarnos la racionalidad de la transubstanciación. La importancia
que atribuía al sujeto, al verbo y al predicado en las palabras de la Última
Cena: “Essssssste es mi cueeeeeeeeerpo”. Y en ello le iba la vida, fe ciega de
que estaba forjando misioneros indómitos. Resultaba curioso que una cuestión
tan de fe se redujera a una mera cuestión sintáctica. ¿Dogma vs. Gramática?
Naturalmente, pese a que habían pasado ya cuatro o cinco años desde que
llegamos con las jaulas y los canarios al Estudiantado, los temas dogmáticos
eran intocables. Nadie se atrevía a rechistar sus aserciones. Cierto, nos
explicaba el luteranismo y el simbolismo de la Eucaristía protestante. Pero
sólo como herramienta para apalancar la verdadera fe, la realidad de la transubstanciación.
Podíamos discutir en clase de Moral, precisamente con el P. Chamorro, la
categoría de pecado en que debíamos clasificar el onanismo. Pero los dictados
del P. Claudio en clase eran, nunca mejor dicho, dogma sagrado. Con alguna
excepción como aquella en la que se deleitaba poniéndonos al borde del precipicio
doctrinal: “Si el vino y el pan son
elementos insustituibles para la consagración eucarística ¿Podréis usar Coca-Cola
cuando no dispongáis de vino en lo más profundo de la jungla vietnamita?”
En el fondo, sus enseñanzas eran fáciles de digerir y de aprobar. Bastaba
aceptarlas y estudiarlas de memoria para los exámenes. Y en cualquier caso nos
resultaba mucho más cómodo. Aprenderse los apuntes vomitados por el ciclostil
era más fácil que tener pesadillas con lo que dice el Evangelio durante la
Última Cena, no digamos ya como pasó del arameo al griego y del griego al latín.
¿Habrá sujeto-verbo-predicado en arameo
con la misma lógica gramatical con la que el P. Claudio intentaba inculcarnos
el dogma?
Pero esto son reflexiones después de muchos años. Lo cierto es que el poco
tiempo que lo tuve como Maestro y los bastantes años que lo tuve como profesor
dejó un poso, más allá de las cuestiones de fe y eclesiología, de vino, a la
vez envejecido, de solera, como el de la Ribera de donde procedía. Cierto que
era un poco añejo, pero entonces nosotros no lo sabíamos. Tampoco nos
preocupaba demasiado. Los asuntos dogmáticos se aceptaban y punto pelota. Lo cierto es que en la bruma de la memoria
queda siempre la imagen de un hombre exigente, pero justo y honrado. Profundo
cumplidor de sus obligaciones. Y dotado de una excelente memoria. Cuando unos
30 años después lo encontré al pie de la escalera volada que sube al Estudiantado,
donde había sido su discípulo, se acordaba perfectamente de mi nombre y de las
clases que nos había impartido. Y, por supuesto, aunque yo no vivía en la selva
del Tonkín, más bien habitaba la de Tokio, salió a relucir lo de la Coca-Cola. Hic est enim calix sanguinis mei, novi et
aeterni testamenti: mysterium fidei.
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*** El P. Claudio García Extremeño falleció en Madrid, el 7 noviembre 2016
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