Monday, October 19, 2015

BUSCANDO SER HUMANO: Adolescencia con los Dominicos (Magín Borrajo)

El 27 de septiembre de 1949, día de despedida. Saldría después de comer para tomar el tren en Sobradelo. La primera vez que me iba de mi casa. 
    Mi madre preparaba mi maleta en silencio y las lágrimas corrían por su cara. No me atrevía a mirarla, ni a hablar con ella. Me sentía triste y no quería que me viesen llorar. Sin decir nada, desaparecí y fui caminando a regar un prado situado a casi una hora de casa. No sabía mostrar mis sentimientos y opté por la soledad.    
Regresé a la hora de comer. Mis padres y hermanos habían empezado a inquietarse por mí. No recuerdo qué comimos. Después de la comida me despedí en silencio de mi madre y hermanos y fui caminando con mi padre y Xenxa hasta Sobradelo, la estación de tren. La maleta la cargaron en la burra de casa, que se llamaba Perica. Por el camino mi hermana Xenxa iba dándome consejos. Mi padre, en silencio, sin mostrar sus sentimientos, me acompañó hasta el colegio.
El tren, que llamaban Correo, llegaba a las cuatro de la tarde y frecuentemente traía retraso, era de largo recorrido, con máquinas de carbón, avanzaba lento e iba hasta Madrid.
En Medina del Campo hicimos trasbordo. Tomamos otro tren de cercanías que nos llevó hasta Olmedo, a cuatro kilómetros de La Mejorada.
     El tren me fascinó. Recuerdo el largo viaje con muchos túneles, subiendo lentamente por las montañas de Galicia y León, cruzando aquellas tierras áridas y desiertas de Castilla. Todo el tiempo fui mirando por la ventanilla. Mi cara y camisa se ennegrecieron con la carbonilla del tren.
Por fin, después de viajar toda una tarde y una noche, llegamos a Olmedo, provincia de Valladolid.
Un hermano dominico, vestido de blanco y negro, nos estaba esperando y nos llevó hasta La Mejorada.
Cuando llegué al colegio nos ofrecieron desayuno. Me impresionaron los grandes edificios, con sus amplios salones y largos corredores, y sentí cierto pánico, como que estaba entrando en un lugar al que no pertenecía.     
    Nunca supe qué sintió mi padre. Sabía que él quería lo mejor para mí y, posiblemente, me animó para que me quedase en el colegio. Me impresionó mucho el primer sacerdote que vi, un vasco robusto y calvo, vestido de blanco, con cara sonriente.
    Después de desayunar nos invitaron a salir al campo, donde había otros niños jugando al fútbol. Yo nunca había jugado al fútbol y recuerdo que me acomplejé un poco, pero enseguida empecé a correr tras el balón.
A mediodía fui a comer con el resto de los colegiales que habían llegado el mismo día o en días anteriores.
A mi padre lo invitaron a un comedor distinto con el resto de los padres del resto de estudiantes.
Después de comer, un sacerdote nos llevó de paseo a un pinar cercano. Al regresar, como dos horas más tarde, pregunté por mi padre y me informaron que se había marchado porque no quería perder el tren de regreso.
    Me sentí engañado, pero al mismo tiempo pensé que tal vez era mejor, así me libraba de la agonía de decirle adiós. El paseo había sido una manipulación para evitar las despedidas de nuestros padres.
Aquella tarde, por primera vez, me sentí solo, consciente de que no regresaría a mi casa hasta el final del año escolar.
No pude contener las lágrimas. Me sentí solo entre tantos desconocidos, lejos de mi casa y de mi familia, en un ambiente completamente distinto de lo que yo conocía.
Esos nueve meses de separación de la familia parecían una eternidad. No me habían preparado, ni anticipaba cómo sería la vida en un internado de dominicos.
El trauma de la primera despedida, las lágrimas de mi madre, la separación de la familia, son temas que han seguido afectándome el resto de mi vida. Tal vez por eso, todavía hoy, evito, si es posible, las despedidas.
Con el estudio de la psicología me di cuenta de cómo las condiciones de nuestra niñez influyen en nuestra autoestima.
La imagen que tenemos de nosotros mismos depende mucho del significado que asignamos a las circunstancias de nuestra niñez.
Hay personas que no crecen, o quedan estancadas, por las circunstancias o eventos de la infancia.
Otras sí cambian, debido a la educación, psicoterapia y el ambiente en que viven.
En mi vida adulta, los recuerdos de mi infancia me han ayudado a comprender y ser compasivo con muchos emigrantes que han tenido que desraizarse de su país y separarse de sus familias para buscar mejores condiciones de vida.
En España, conocí padres de familia que fueron al extranjero a buscar mejores condiciones económicas y dejaron a sus hijos con los abuelos.
En los Estados Unidos traté a muchos padres mexicanos que también por razones económicas dejaron a sus hijos en México, sin poder regresar a verles durante más de siete años.
Algunos de esos padres marcharon a escondidas de los hijos. Otros, les engañaron o los dejaron sin ninguna explicación. Cuando se encontraban nuevamente, ni los hijos ni los padres eran los mismos, se había roto el apego emocional.
En mi profesión de psicoterapeuta observé el sufrimiento de muchos de esos padres, separados de sus hijos. Y muchos de esos padres no comprendían el daño emocional que habían causado a sus hijos.
    Aunque sufrí mucho con la separación de mi familia, me adapté y completé el bachillerato en el Colegio de los Dominicos, dos años en el colegio La Mejorada, Valladolid y tres en Santa María de Nieva, Segovia.
Fueron años de una vida estructurada, rígida, con mucha disciplina y estudios rigurosos.
Los dominicos exaltaban los valores de la oración, del estudio y el deporte: “Anima sana in corpore sano”, un alma sana en un cuerpo sano.
Después de levantarnos, el aseo de la mañana, la misa, el desayuno, cuatro o cinco horas de clase, con recreos intercalados, varias horas de silencio y estudio en el salón.
Sin atreverme a cuestionar nada, gradualmente me fui adaptando al horario y disciplina del colegio. Nos levantábamos a las seis de la mañana. Los lavabos estaban a la esquina del dormitorio y esperábamos nuestro turno. Los inodoros estaban en un piso distinto y también íbamos por turno. Nos poníamos en fila y, en silencio, levantábamos un dedo, o dos, para indicar al sacerdote que estaba de inspección si teníamos necesidades menores o mayores.
    No había agua caliente. Durante el invierno el agua estaba congelada, con el frío me salían sabañones en las manos. Las duchas estaban en un piso distinto. Nos bañábamos solamente dos o tres veces durante el año escolar, siempre también por decisión de los sacerdotes y esperando nuestro turno.
En aquellos años veía eso con normalidad. En mi vida adulta, reflexionando sobre el ambiente de mi adolescencia, me he ido dando cuenta de que viví una vida sin opciones, controlada por  educadores dominicos, muy estrictos, conservadores, víctimas también de sus circunstancias y de una educación cerrada, producto de su tiempo y, peor todavía, algunos de estos sacerdotes tenían problemas psicológicos: castigaban físicamente, mandándonos poner de rodillas, pegaban pellizcos en los brazos, bofetadas en la cara, y a veces, castigaban quitando la merienda o la comida.
Ya adulto tuve la posibilidad de visitar a uno de mis profesores sacerdotes. Comentando con él sobre esos años de colegial, le pregunté por qué no nos habían enseñado a ser más libres. Me respondió: «No podía ayudaros a ser más libres porque yo estaba peor que vosotros».
Durante mi estancia con los Dominicos no sentí ningún apoyo emocional. Los padres y familiares tenían el privilegio de las visitas durante las Navidades o Semana Santa. El resto del curso estábamos solos. Mis padres, como vivían lejos, nunca fueron a visitarme. Les veía solamente durante las vacaciones del verano.
La carencia emocional, a tan temprana edad, impactó mi vida. Años después, gracias al estudio de la psicología y al ambiente en que viví, fui capaz de superar este vacío emocional.
He conocido a muchos sacerdotes que han sido incapaces de superar esta negligencia y han tenido problemas psicológicos, sufriendo lo que en sicopatología se conoce como desorden de personalidad y estancamiento de crecimiento emocional.
Los primeros meses en el colegio fueron difíciles. Todas las semanas esperaba cartas de mi padre, que no siempre llegaban. Cuando las recibía, las leía varias veces y después las archivaba en mi pupitre.
Gradualmente, fui haciendo amigos y nos consolábamos mutuamente.
No hace mucho, un compañero de entonces me recordaba una escena del recreo, cuando nos reuníamos a llorar detrás del pajar. También me ha mencionado que me llamaban «tanque» por mis zapatos típicos y mi estilo de jugar al fútbol. No jugaba bien, pero era bruto.  Mi lema era: si me pasaba la pelota, no pasaba el jugador.
  Al comenzar el curso, me di cuenta que académicamente no estaba a la altura de los colegiales que venían de las ciudades pero enseguida me puse a su nivel.
Los Dominicos valoraban la buena conducta, la excelencia académica y las cualidades deportivas. Si sobresalíamos en alguno de estos aspectos, éramos premiados y eso ayudaba a mejorar la autoestima, o el concepto de uno mismo. Recibí varios diplomas durante los cinco años escolares y me sentí valorado.
    Durante mi infancia había oído muchas cosas negativas sobre los sacerdotes diocesanos. Con la excepción de mi padre, casi todos mis familiares eran anticlericales. A los sacerdotes se los consideraba bichos raros. Los llamaban «cuervos» porque se vestían de negro e infundían miedo. La gente se mantenía a distancia y solamente eran solicitados para bautismos, bodas y funerales.
En mi adolescencia seguí oyendo estas críticas: mis familiares y vecinos me aconsejaban que no me hiciera sacerdote. A mi madre tampoco le agradaba, pero nunca se opuso.  En cambio, a mi padre le gustaba y me animaba.
Durante mis años de colegial, mi opinión sobre los sacerdotes fue gradualmente cambiando. Empecé a observar en algunos de ellos sentido del humor, sacrificio, altruismo. Otros, eran abusivos, física y emocionalmente. Incluso se rumoreaba que un sacerdote abusaba sexualmente de alumnos.
Recibí algunos castigos corporales, como pellizcos, bofetadas en la cara, pero la mayoría de los sacerdotes me trataron bien.
Quizás por eso, sin tener otras opciones, comencé a contemplar seriamente la idea de hacerme sacerdote.  
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Por cortesía de Magín Borrajo, publicamos el capítulo II de su libro "BUSCANDO SER HUMANO", Palibrio, Bloomington 2014. Puedes adquirir el texto completo en Amazon o bien en esta página http://www.maginborrajo.com/

4 comments:

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  2. Me ha conmovido el texto de Borrajo. Tal vez, le faltó añadir que además de bofetadas y pellizcos, hubo un prefecto de disciplina que utilizó un palo de escoba. Yo mismo recibí (injustamente) esa brutal "punitio". Pero, gracias a los padres Félix Tejedor, Félix Gil Pastor y Felipe Pérez... recuperé mi autoestima al ser mis mejores mentores en lo literario y musical. Sic transit gloria mundi.

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    1. Gracias por tu comentario.Soy consciente que la narracion de mi Adolescencia con los dominicos ha sido breve y selectiva. En mi libro Buscando ser humano,he omitido nombres y, cuando mencio nombres, estan cambiados por razones de confidencialidad. En mis 23 tres anos de sacerdote, y otros quince preparandome para ser sacerdote, he convivido con sacerdotes y amigos,sacrificados y buenos modelos de comportamiento, a quienes recuerdo con agradecimiento, y conoci muchos otros, inmaduros y deficientes, estancados emocionalmente, tal vez victimas de sus circunstancias. Como dices Pepe Pan: Sic transit gloria mundi.

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    2. Hola, padre Borrajo. He vuelto a leer tu relato de alumno en La Mejorada. Y había olvidado decirte que, al salir del Noviciado (en Ocaña) mis padres y familia se habían trasladado desde Avila (mi padre era Jefe del SNT en Fontiveros, pueblo del Padre Alberto López y de los hermanos Luengo, que visité en septiembre de 1956 y toqué en el piano de un amigo, cuyo nombre he olvidado)a Lugo capital. Con esto quiero significar que he sido castellano vencellado a Galiza.

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