El 27 de septiembre de 1949, día de despedida. Saldría después de comer
para tomar el tren en Sobradelo. La primera vez que me iba de mi casa.
Mi madre preparaba mi maleta en
silencio y las lágrimas corrían por su cara. No me atrevía a mirarla, ni a
hablar con ella. Me sentía triste y no quería que me viesen llorar. Sin decir
nada, desaparecí y fui caminando a regar un prado situado a casi una hora de
casa. No sabía mostrar mis sentimientos y opté por la soledad.
Regresé a la hora de comer. Mis padres y hermanos habían
empezado a inquietarse por mí. No recuerdo qué comimos. Después de la comida me
despedí en silencio de mi madre y hermanos y fui caminando con mi padre y Xenxa
hasta Sobradelo, la estación de tren. La maleta la cargaron en la burra de
casa, que se llamaba Perica. Por el camino mi hermana Xenxa iba dándome
consejos. Mi padre, en silencio, sin mostrar sus sentimientos, me acompañó
hasta el colegio.
El tren, que llamaban Correo, llegaba a las cuatro de la
tarde y frecuentemente traía retraso, era de largo recorrido, con máquinas de
carbón, avanzaba lento e iba hasta Madrid.
En Medina del Campo hicimos trasbordo. Tomamos otro tren
de cercanías que nos llevó hasta Olmedo, a cuatro kilómetros de La Mejorada.
El tren me fascinó. Recuerdo el
largo viaje con muchos túneles, subiendo lentamente por las montañas de Galicia
y León, cruzando aquellas tierras áridas y desiertas de Castilla. Todo el
tiempo fui mirando por la ventanilla. Mi cara y camisa se ennegrecieron con la
carbonilla del tren.
Por fin, después de viajar toda una tarde y una noche,
llegamos a Olmedo, provincia de Valladolid.
Un hermano dominico, vestido de blanco y negro, nos
estaba esperando y nos llevó hasta La Mejorada.
Cuando llegué al colegio nos ofrecieron desayuno. Me
impresionaron los grandes edificios, con sus amplios salones y largos
corredores, y sentí cierto pánico, como que estaba entrando en un lugar al que
no pertenecía.
Nunca supe qué sintió mi padre.
Sabía que él quería lo mejor para mí y, posiblemente, me animó para que me
quedase en el colegio. Me impresionó mucho el primer sacerdote que vi, un vasco
robusto y calvo, vestido de blanco, con cara sonriente.
Después de desayunar nos
invitaron a salir al campo, donde había otros niños jugando al fútbol. Yo nunca
había jugado al fútbol y recuerdo que me acomplejé un poco, pero enseguida
empecé a correr tras el balón.
A mediodía fui a comer con el resto de los colegiales que
habían llegado el mismo día o en días anteriores.
A mi padre lo invitaron a un comedor distinto con el
resto de los padres del resto de estudiantes.
Después de comer, un sacerdote nos llevó de paseo a un
pinar cercano. Al regresar, como dos horas más tarde, pregunté por mi padre y
me informaron que se había marchado porque no quería perder el tren de regreso.
Me sentí engañado, pero al mismo
tiempo pensé que tal vez era mejor, así me libraba de la agonía de decirle
adiós. El paseo había sido una manipulación para evitar las despedidas de nuestros
padres.
Aquella tarde, por primera vez, me sentí solo, consciente
de que no regresaría a mi casa hasta el final del año escolar.
No pude contener las lágrimas. Me sentí solo entre tantos
desconocidos, lejos de mi casa y de mi familia, en un ambiente completamente
distinto de lo que yo conocía.
Esos nueve meses de separación de la familia parecían una
eternidad. No me habían preparado, ni anticipaba cómo sería la vida en un
internado de dominicos.
El trauma de la primera despedida, las lágrimas de mi
madre, la separación de la familia, son temas que han seguido afectándome el
resto de mi vida. Tal vez por eso, todavía hoy, evito, si es posible, las
despedidas.
Con el estudio de la psicología me di cuenta de cómo las
condiciones de nuestra niñez influyen en nuestra autoestima.
La imagen que tenemos de nosotros mismos depende mucho
del significado que asignamos a las circunstancias de nuestra niñez.
Hay personas que no crecen, o quedan estancadas, por las
circunstancias o eventos de la infancia.
Otras sí cambian, debido a la educación, psicoterapia y
el ambiente en que viven.
En mi vida adulta, los recuerdos de mi infancia me han
ayudado a comprender y ser compasivo con muchos emigrantes que han tenido que
desraizarse de su país y separarse de sus familias para buscar mejores
condiciones de vida.
En España, conocí padres de familia que fueron al
extranjero a buscar mejores condiciones económicas y dejaron a sus hijos con
los abuelos.
En los Estados Unidos traté a muchos padres mexicanos que
también por razones económicas dejaron a sus hijos en México, sin poder
regresar a verles durante más de siete años.
Algunos de esos padres marcharon a escondidas de los
hijos. Otros, les engañaron o los dejaron sin ninguna explicación. Cuando se
encontraban nuevamente, ni los hijos ni los padres eran los mismos, se había
roto el apego emocional.
En mi profesión de psicoterapeuta observé el sufrimiento
de muchos de esos padres, separados de sus hijos. Y muchos de esos padres no
comprendían el daño emocional que habían causado a sus hijos.
Aunque sufrí mucho con la
separación de mi familia, me adapté y completé el bachillerato en el Colegio de
los Dominicos, dos años en el colegio La Mejorada, Valladolid y tres en Santa
María de Nieva, Segovia.
Fueron años de una vida estructurada, rígida, con mucha
disciplina y estudios rigurosos.
Los dominicos exaltaban los valores de la oración, del
estudio y el deporte: “Anima sana in corpore sano”, un alma sana en un cuerpo
sano.
Después de levantarnos, el aseo de la mañana, la misa, el
desayuno, cuatro o cinco horas de clase, con recreos intercalados, varias horas
de silencio y estudio en el salón.
Sin atreverme a cuestionar nada, gradualmente me fui
adaptando al horario y disciplina del colegio. Nos levantábamos a las seis de
la mañana. Los lavabos estaban a la esquina del dormitorio y esperábamos
nuestro turno. Los inodoros estaban en un piso distinto y también íbamos por
turno. Nos poníamos en fila y, en silencio, levantábamos un dedo, o dos, para
indicar al sacerdote que estaba de inspección si teníamos necesidades menores o
mayores.
No había agua caliente. Durante
el invierno el agua estaba congelada, con el frío me salían sabañones en las
manos. Las duchas estaban en un piso distinto. Nos bañábamos solamente dos o
tres veces durante el año escolar, siempre también por decisión de los
sacerdotes y esperando nuestro turno.
En aquellos años veía eso con normalidad. En mi vida
adulta, reflexionando sobre el ambiente de mi adolescencia, me he ido dando
cuenta de que viví una vida sin opciones, controlada por educadores dominicos, muy estrictos,
conservadores, víctimas también de sus circunstancias y de una educación
cerrada, producto de su tiempo y, peor todavía, algunos de estos sacerdotes
tenían problemas psicológicos: castigaban físicamente, mandándonos poner de
rodillas, pegaban pellizcos en los brazos, bofetadas en la cara, y a veces,
castigaban quitando la merienda o la comida.
Ya adulto tuve la posibilidad de visitar a uno de mis
profesores sacerdotes. Comentando con él sobre esos años de colegial, le
pregunté por qué no nos habían enseñado a ser más libres. Me respondió: «No podía ayudaros a ser más libres porque
yo estaba peor que vosotros».
Durante mi estancia con los Dominicos no sentí ningún
apoyo emocional. Los padres y
familiares tenían el privilegio de las visitas durante las Navidades o Semana
Santa. El resto del curso estábamos solos. Mis padres, como vivían lejos, nunca
fueron a visitarme. Les veía solamente durante las vacaciones del verano.
La carencia emocional, a tan temprana edad, impactó mi
vida. Años después, gracias al estudio de la psicología y al ambiente en que viví,
fui capaz de superar este vacío emocional.
He conocido a muchos sacerdotes que han sido incapaces de
superar esta negligencia y han tenido problemas psicológicos, sufriendo lo que
en sicopatología se conoce como desorden de personalidad y estancamiento de
crecimiento emocional.
Los primeros meses en el colegio fueron difíciles. Todas
las semanas esperaba cartas de mi padre, que no siempre llegaban. Cuando las recibía,
las leía varias veces y después las archivaba en mi pupitre.
Gradualmente, fui haciendo amigos y nos consolábamos
mutuamente.
No hace mucho, un compañero de entonces me recordaba una
escena del recreo, cuando nos reuníamos a llorar detrás del pajar. También me
ha mencionado que me llamaban «tanque» por mis zapatos típicos y mi estilo de
jugar al fútbol. No jugaba bien, pero era bruto. Mi lema era: si me pasaba la pelota, no pasaba
el jugador.
Al comenzar el curso, me di
cuenta que académicamente no estaba a la altura de los colegiales que venían de
las ciudades pero enseguida me puse a su nivel.
Los Dominicos valoraban la buena conducta, la excelencia
académica y las cualidades deportivas. Si sobresalíamos en alguno de estos
aspectos, éramos premiados y eso ayudaba a mejorar la autoestima, o el concepto
de uno mismo. Recibí varios diplomas durante los cinco años escolares y me
sentí valorado.
Durante mi infancia había oído
muchas cosas negativas sobre los sacerdotes diocesanos. Con la excepción de mi
padre, casi todos mis familiares eran anticlericales. A los sacerdotes se los
consideraba bichos raros. Los llamaban «cuervos» porque se vestían de negro e
infundían miedo. La gente se mantenía a distancia y solamente eran solicitados
para bautismos, bodas y funerales.
En mi adolescencia seguí oyendo estas críticas: mis
familiares y vecinos me aconsejaban que no me hiciera sacerdote. A mi madre
tampoco le agradaba, pero nunca se opuso.
En cambio, a mi padre le gustaba y me animaba.
Durante mis años de colegial, mi opinión sobre los
sacerdotes fue gradualmente cambiando. Empecé a observar en algunos de ellos
sentido del humor, sacrificio, altruismo. Otros, eran abusivos, física y
emocionalmente. Incluso se rumoreaba que un sacerdote abusaba sexualmente de
alumnos.
Recibí algunos castigos corporales, como pellizcos,
bofetadas en la cara, pero la mayoría de los sacerdotes me trataron bien.
Quizás por eso, sin tener otras opciones, comencé a
contemplar seriamente la idea de hacerme sacerdote.
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Por cortesía de Magín Borrajo, publicamos el capítulo II de su libro "BUSCANDO SER HUMANO", Palibrio, Bloomington 2014. Puedes adquirir el texto completo en Amazon o bien en esta página http://www.maginborrajo.com/
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ReplyDeleteMe ha conmovido el texto de Borrajo. Tal vez, le faltó añadir que además de bofetadas y pellizcos, hubo un prefecto de disciplina que utilizó un palo de escoba. Yo mismo recibí (injustamente) esa brutal "punitio". Pero, gracias a los padres Félix Tejedor, Félix Gil Pastor y Felipe Pérez... recuperé mi autoestima al ser mis mejores mentores en lo literario y musical. Sic transit gloria mundi.
ReplyDeleteGracias por tu comentario.Soy consciente que la narracion de mi Adolescencia con los dominicos ha sido breve y selectiva. En mi libro Buscando ser humano,he omitido nombres y, cuando mencio nombres, estan cambiados por razones de confidencialidad. En mis 23 tres anos de sacerdote, y otros quince preparandome para ser sacerdote, he convivido con sacerdotes y amigos,sacrificados y buenos modelos de comportamiento, a quienes recuerdo con agradecimiento, y conoci muchos otros, inmaduros y deficientes, estancados emocionalmente, tal vez victimas de sus circunstancias. Como dices Pepe Pan: Sic transit gloria mundi.
DeleteHola, padre Borrajo. He vuelto a leer tu relato de alumno en La Mejorada. Y había olvidado decirte que, al salir del Noviciado (en Ocaña) mis padres y familia se habían trasladado desde Avila (mi padre era Jefe del SNT en Fontiveros, pueblo del Padre Alberto López y de los hermanos Luengo, que visité en septiembre de 1956 y toqué en el piano de un amigo, cuyo nombre he olvidado)a Lugo capital. Con esto quiero significar que he sido castellano vencellado a Galiza.
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