Monday, October 26, 2015

BRIGITTE Y CLAUDIA EN EL ROSARIO VESPERTINO

El único parecido con la Bardot y la Cardinale, de idénticos nombres de pila, eran el ligero tono rubio y castaño, respectivamente, de sus cabelleras, porque del resto de sus exuberantes cualidades físicas no había ni rastro. En realidad desconocíamos sus nombres reales en el siglo, y los apodos cinematográficos los habíamos heredado de los cursos anteriores. Pero nosotros, a medio camino entre la humorada y nuestros sarpullidos juveniles, radicalmente truncados con la entrada en el noviciado de Ocaña, seguíamos usándolos con profusión. Así que allí estaban ellas dos, un día sí y otro también, camino de convertirse en treintañeras solteronas, justamente una fila por detrás de en las que piadosamente nos prosternábamos la quincena de novicios para nuestras interminables devociones, variables según la época litúrgica: triduos, exposiciones del Santísimo, rosarios, novenas, profesiones simples, y un largo etcétera de plegarias y rituales. Ocasionalmente las acechábamos por el rabillo del ojo, aprovechando que nos levantáramos a apagar o encender los cirios en el altar mayor o en el pequeño revuelo que se armaba cuando había un cambio de guardia en el presbiterio, esto es, que sin pausa ni intermedio, pasáramos de cantar el Pange Lingua a la misa cuaresmal. Que la apoteósica y, de alguna manera, temible imagen, que nuestro profesor de dibujo en Arcas, el P. Julio Ibáñez, había pintado, a modo de retablo, tras el altar mayor, nos haya perdonado por esos pecados oculares de nuestra juventud incipiente y nunca gozada.

Llegamos al noviciado en una época de absoluta transición. Si biografías tan insignificantes y diminutas como las nuestras pudieran trasponerse a eventos históricos más heroicos, nuestra entrada en el noviciado acaeció cuando un mundo terminaba y otro nuevo estaba a punto de alumbrarse. Por decirlo en palabras menos hueras, estábamos fuera de sitio y del tiempo. Fuera de tiesto. O, quizá, para ser más exactos, el tiempo y el sitio estaban fuera de nosotros. Esto no fue en sí mismo ni bueno, ni malo, simplemente ocurrió y la historia nunca volverá para atrás. Benjamín Button, por fortuna, sólo es un personaje de ficción.  De aquellos barros vinieron estos lodos, o si somos optimistas en las expresiones, aquellos resplandores engendraron estas glorias. Un cierto mundo, del que de forma tan radical nos vimos eximidos en aquel caluroso verano de la inmensa llanura manchega, estaba desmoronándose como un castillo en la arena del mundanal ruido. En lo político a Franco le quedaban un par de años de telediarios, en lo social, si separarse puede de lo político, la España de las barriadas obreras y de la burguesía viajada estaba a punto de explotar (aunque nunca llegarían a hacerlo del todo). En lo religioso, como casi siempre, las fuerzas conservadoras eclesiales, siempre mayoría desde el siglo III, reprimían los sarpullidos que brotaban aquí y acullá, con referencias al fin del mundo, moralinas de perra gorda y una insufrible con-fusión de poderes eclesiales y estatales.

Allí estábamos nosotros, en medio de la nada, recién cumplidos nuestros dulces 17 años. Habíamos pasado de puntillas sobre nuestra adolescencia, de los ásperos barbechos de Castilla, sin intermedios lúdicos, a insobornables admiradores del can de Nuestro Padre Santo Domingo en su imparable lucha contra albigenses, cátaros y cualquier hereje que expandiera la mala nueva en el sur de la impía Francia. Nosotros no nos apercibíamos, pero lo mismo que nos habían arrebatado la adolescencia, estaban comenzando a hacer “tabula rasa” con nuestra vislumbrada mocedad. Estaban a punto de aniquilarla y nosotros tan tranquilos, tan rebosantes de inconscientes fervores, flotando en la nube de nuestra piedad efímera, debatiendo temas a cual más incomprensibles e inútiles para la sociedad que no nos rodeaba.

Sobre si seríamos capaces de aguantar el cilicio que, tan misteriosa y dolorosamente, portaba el sufriente P. Fueyo, o  si alcanzaríamos la dicha bienaventurada de imitar las heroicas hazañas del Beato Berriochoa en la lejana Indochina. ¿Quién de nosotros soportaría que un mandarín vietnamita nos introdujera astillas de bambú entre la carne y las uñas de los piés?. Que habitáramos aquel nirvana inmenso durante un año, como si el mundo no existiera a nuestro alrededor -de hecho no existía- no tiene nada de extraordinario. El embudo, otrora denominado vocación, que nos había conducido sin sobresaltos a aquella nube etérea había sido tan fresco como el rocío de la aurora y tan dulce como la miel que destilan tus labios, ¡oh rosa de Sarón!.

Con 17 años era imposible, además de inútil, regresar al pasado. Habíamos puesto la mano en el arado sin volver la vista atrás –paradójicamente la literalidad evangélica no se avenía bien con nuestra existencia real, puesto que muchos lo que habíamos hecho había sido justamente lo contrario: apartar la mano del arado- y los surcos de la vida se abrían vírgenes en nuestros horizontes, lo mismito que nosotros, al rezar maitines en cada alborada. Siempre para adelante, aunque nuestro horizonte vital era tan cómodo y ocioso como inmediato. Una existencia liberada de toda preocupación e inquietud, limitada al cumplimiento de los ritos litúrgicos y un notable cúmulo de tareas meniales, verbigracia: encender la caldera, la crianza de conejos, regar los geranios, barnizar ventanales. Estábamos bien alimentados, el vino blanco de los almuerzos era excelente y, además, aprendimos a jugar al julepe.

La burbuja que nos poseía era aterciopelada, inmensa, con el único propósito de pasar el año lo mejor posible, mientras aquella alfombra mágica nos transportaba, otra cosa era impensable, al siguiente indoloro e inconsciente embudo: el de la profesión simple y nuestros votos provisionales de castidad, pobreza y obediencia. Nunca hubo, eso en el caso de que con 17 años hubiéramos sido capaces de hacerlo, una discusión, un sólo debate, una mera conversación informal sobre la impronta con que la castidad quedaría marcada en nuestra ignorada sexualidad o si la pobreza quedaba resuelta “in aeternum” con la carta que tuvimos que firmar, eso sí, voluntariamente, si se puede decir que en aquel contexto hubiera algo voluntario, por la que renunciábamos a nuestras posesiones presentes y futuras, sobre todo las potenciales y magras herencias de nuestros adorados padres. En aquella sala de comunidad, donde tronaba los miércoles en la radio la voz del Papa apelando desde Roma a mantenernos firmes en la piedad y la pureza, yo renuncié al carro y las vacas de mi padre, amén de a la huerta donde mi madre sembraba las patatas al final de la primavera.

El voto de castidad tampoco representaba problemas insolubles. Después de todo el sexo era algo malo en sí, toda herramienta capaz de suprimirlo, mejor aún, aniquilarlo –más adelante nos enseñarían una palabra tan bonita como ineficaz, sublimarlo- no podía ser sino buena. Los borbotones juveniles de nuestra sexualidad, se convertían así, en un remordimiento pasajero sanable con el ungüento de una confesión rápida y tres avemarías. Por mor de la seguridad, añadíamos alguna ducha fría, muchas lecturas piadosas, y el mantra de que nuestro cuerpo nos era ajeno, no nos pertenecía y cuanto más alejados estuviéramos de él, tanto mejor para evitar el pecado, las ocasiones del mismo y aún los mismos pensamientos que pudieran incitarnos a él. La negación de lo imposible, esto es, negarnos a nosotros mismos.

En cuanto a la obediencia, como ya veníamos con el tosco caparazón del internado y la intocable jerarquía de horarios, prefectos, jefes de estudio, directores y una amplia estructura de ordeno y mando, aquello era coser y cantar. El concepto de obediencia era inmediato y banal. Si hay que barrer el claustro, se barre. Punto. ¿Hacer de monaguillo al P. Mendoza en misa de doce? Se hace. Y a otra cosa mariposa. Si quince años después, en nombre de la santa obediencia alguien te decía que terminar el doctorado en la Escuela Bíblica y Arqueológica de Jerusalén para ser profesor de Nuevo Testamento (caso real como la vida misma, soy testigo de primera mano) no era lo adecuado para los propósitos misioneros de la Orden en Japón, terminaría por convertirse en otro cantar. La madurez, la consciencia, por fin, a la bíblica edad de los treinte y tres.

Discurría, pues, nuestra cotidianeidad en rutinas de oraciones y devociones, clases de apologética dominicana, que no de historia, sin el mínimo espíritu crítico. Faltaría más. Nuestro santo padre fundador y los carismáticos maestros generales de la primera hora eran intocables en su hornacina histórica. En nuestra ingenuidad historiográfica, hasta la Santa Inquisición, de la cual los dominicos habían sido adalides y portaestandartes, se tornaba en institución heroica, en la única tabla de salvación para convertir a nuestras Españas medievales en una, grande y, sobre todo, católica. Como rutinarias eran las salidas de los miércoles para jugar al fútbol; hasta aquí llegaba la obediencia: incluso los que nunca habían destacado por dar una patada al balón, las eras de Ocaña les convertían en inútiles delanteros centros. Asuetos trimestrales, procesiones parroquiales, visitas a las monjas de clausura. Más lejos no íbamos. Salvo aquel afortunado al que, a destiempo, le saliera una muela del juicio, le tocaba en suerte ir de excursión al dentista de Aranjuez. Resumiendo, un año de existencia tan agradable como ociosa e inútil. Un año al que nunca sabremos si llegamos demasiado tarde o demasiado pronto. Eso es lo que tiene de malo el vivir en unos tiempos donde todo estaba a punto de ser nuevo y diferente. Pero nada aún lo era.


Una existencia donde Brigitte y Claudia recitaban “Dios te salve María” al unísono con  un grupo de muchachos, con quince historias tan distintas y, a la vez, tan parecidas, arrastrados a aquel limbo del que saldrían en pocos meses, muchos supuestamente contentos y felices, otros traumáticamente expulsados por la fuerza, al mundo, pero por el cual, todos, sin excepción, tarde o temprano íbamos a pagar el precio de un año, con sus días y sus horas, vanamente perdido. Desgraciadamente Brigitte y Claudia, cuyos nombres reales desconocíamos, no eran protagonistas de una trama de ficción. Eran reales como la vida misma. Lo mismo que nosotros. Aunque nosotros creyéramos a pies juntillas  que la vida era una telenovela donde agachar la cerviz ante el prior nos llevaría al paraíso, el ser pobres, aunque sólo fuera mentalmente, a la gloria eterna; y el no pecar contra el sexto (el octavo ni nos lo planteábamos) nos tenía reservados halos de resplandor eterno.

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