Wednesday, September 30, 2015

ASÍ FUE MI VIDA: La Mejorada (Memorias del P. Niceto Blázquez)*

El  P. Niceto Blázquez en su celda de S. Pedro Mártir (Madrid)
La llegada al colegio de La Mejorada tuvo lugar en una tarde de septiembre de 1950. Me llevó mi padre, con el cual yo me sentía siempre protegido contra todos los males. A pesar de mi niñez hablaba conmigo de las cosas como si yo fuera una persona mayor, lo cual era para mí motivo de orgullo e invitación constante a la responsabilidad. El trayecto desde Hoyocasero a Ávila lo hicimos en autobús y de Ávila a Medina del Campo, en tren. Por cierto, era la primera vez que yo viajaba en tren ya que hasta entonces no sólo había viajado a Ávila desde Hoyocasero. 

Allí, si mal no recuerdo, nos fue alguien a recoger para llevarnos directamente al colegio de La Mejorada, situado a pocos kilómetros de Olmedo y a donde había que acceder por un camino polvoriento entre viñedos. Al llegar a la puerta principal me alegró mucho ver el frontón de pelota aunque no tan bien acondicionado como el de mi padre en Hoyocasero, donde a mi corta edad era yo todo un líder en ese deporte. Lo primero que hicimos fue saludar al P. Román Azcoaga, el cual era un venerable fraile dominico del que en mi casa sólo se habían oído decir palabras laudatorias y él mismo nos presentó al Rector del colegio. Este primer encuentro con el Rector fue meramente protocolario y expeditivo de suerte que a los pocos minutos perdí de vista a mi padre. En aquel momento me sentí como perdido entre una “muchachería” sin nombre. Fue una separación muy brusca de mi padre pero yo sentí el deber de ser consecuente con la decisión que había tomado de iniciar una vida nueva radicalmente distinta de la que había llevado hasta aquel momento. 

Yo había puesto en juego mi propio futuro y había que perder el miedo. Algunos de aquellos muchachos que empecé a tratar terminaban de llegar como yo y otros eran veteranos del año anterior. En el colegio sólo se impartían los dos primeros cursos académicos del Bachillerato. Recuerdo que inmediatamente nos llevaron al comedor para tomar la merienda y, de repente, cuando yo conversaba animadamente con el compañero de al lado, que también terminaba de llegar, presentándonos y comentando el viaje, se oyó una voz potente gritando: ¡Silencio! Era el fraile responsable de la disciplina en aquel momento el cual nos conminaba a tomar la merienda sin hablar unos con otros. Esta fue la primera sorpresa desagradable. ¿Será malo hablar con el compañero de al lado mientras merendamos?, pensé yo, y todo parecía indicar que sí. Los veteranos nos informaron después de que en el comedor había que guardar silencio y escuchar una lectura durante el almuerzo y la cena. No me pareció mal en absoluto que se escucharan interesantes lecturas en aquel lugar para lo cual, obviamente, había que guardar silencio.

Lo que no cabía en mi cabeza es que no me hubieran informado previamente de esta costumbre viéndome obligado a oír un reproche innecesario cuando yo lo único que estaba haciendo era saludar y darme a conocer como persona bien educada al compañero que tenía a mi lado. Las sorpresas fueron en aumento y algunas de ellas bastante desagradables quedaron grabadas en mi memoria. Por ejemplo. Llegó la noche y con ello la hora de dormir. Pero ¿dónde? Yo había dejado mis pertenencias en un salón inmenso con dos filas de camas. ¿Será aquí?, pensaba yo. Allí era, efectivamente, y ésta fue otra sorpresa desagradable para mí, recién llegado al colegio. Yo me sentí indefenso al tener que aceptar que aspectos esenciales de mi vida privada quedaran a la vista de los curiosos y tuve la impresión de que me robaran la intimidad al perder aquel trato personal y confidencial al que yo estaba acostumbrado. Digamos que me sentí despersonalizado y masificado como un objeto cualquiera. Yo entendía, por ejemplo, que el dormir y la higiene personal son aspectos de la vida íntima de una persona que en el dormitorio común son fatalmente violados. En La Mejorada cursé los dos primeros cursos de bachillerato: 1950/1951 y 1951/1952. Mi padre volvió por Navidad para conocer mi situación y mi alegría fue inmensa al verle después de tres meses de ausencia. Pero no le hablé de mis desilusiones pues yo no quería bajo ningún concepto que él regresara a casa insatisfecho pensando que se había equivocado llevándome allí. Yo entendía sin dificultad que había que dejar pasar el tiempo hasta ver cómo evolucionaba la situación. 

Un hermano mío me había dado este consejo: si ves malas y no buenas, te vienes a casa y asunto terminado. Como balance global de mi paso por el colegio de La Mejorada cabe decir lo siguiente. No encontré el trato personal que yo necesitaba y me sentí tratado como un objeto perdido en una masa bulliciosa de muchachos que buscaban hacer deporte y divertirse inocentemente. Yo necesitaba algo más y no lo encontraba tampoco en la docencia de las aulas ni en las relaciones con las autoridades educativas del colegio. En algún momento no descarté la idea de tirar la tolla y volver a casa con mis padres siguiendo el consejo de mi hermano Mariano. Pero había un anciano misionero que del Extremo Oriente discapacitado y fue para mí un referente admirable. Se llamaba Eugenio González y la enfermedad había convertido su cuerpo en un montón de ruinas, pese a lo cual, su cabeza y su corazón eran admirables. Era el párroco de Calabazas y hacía el camino desde el colegio al pequeño pueblo arrastrándose por los pinares y cruzando el río Adaja con serio peligro de caer al agua. 

Cuando los estudiantes estábamos por los campos de deporte y le veíamos asomar de vuelta a casa, algunos salíamos a su encuentro y nos sentábamos a su alrededor en el suelo bajo la copa de un pino. Luego cargaba la pipa de tabaco, nos hablaba de las misiones en Vietnam y respondía a nuestras preguntas. Cuando considerábamos que el tiempo no daba más de sí, le ayudábamos a levantarse del suelo y continuaba su viaje de vuelta a casa arrastrando una pierna por el polvoriento camino sosteniendo a duras penas la pipa. Era un espectáculo de debilidad y grandeza humana al mismo tiempo. Este hombre, aparentemente inútil, fue mi verdadero maestro durante los dos años académicos que estuve en La Mejorada. De él recibí el trato personal y comprensivo que yo necesitaba cuando me sentía perdido en una masa de muchachos colectivizados y sometidos a un sistema de educación masiva. 

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* Por cortesía del autor, adelantamos el capítulo 2 de "Así fue mi vida", editado para este blog en tres partes. ASÍ FUE MI VIDA. Recuerdos y pensamientos. Tomo I. Niceto Blázquez, O.P. © 2015 Editorial: Liber Factory. Está prevista su publicación en unas semanas

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