Mi equipaje literario antes de aterrizar en las Arcas Reales era más bien ligero. « El Parvulito » y la « Enciclopedia Álvarez de 2º Grado » tenían no pocas limitaciones pedagógicas. Como mucho, Don Tino, nuestro maestro de la escuela mixta, nos hacía aprender de memoria algunas greguerías de Gabriel y Galán o nos aleccionaba con moralinas de las fábulas de Félix María Samaniego, Iriarte y otros adelantados a la SGAE, sin que el bueno de Esopo pudiera protestar. ¡Tantos siglos bajo las malvas helénicas!. La más repetida, por aquello de que en las aldeas de Castilla el trabajo era una de las virtudes supremas, solía ser la de la cigarra y la hormiga. La sagacidad tampoco estaba mal vista y, dado que encajaba, por lo fácilmente comprensible para nosotros, en lo que actualmente se denomina “medio natural” -“con”, por conocimiento natural, dicen ahora los de la ESO- la de la zorra y las uvas verdes también era muy popular. No necesitábamos mucha imaginación para identificar, las metáforas eran claramente prescindibles, el fruto prohibido. La tapia por la que se asomaba el parral del Sr. Sinforiano, en la huerta que estaba cerca del río, era excesivamente alta para escalarla, incluso encaramados en los hombros de nuestros compañeros de correrías. De metáforas literarias no entendíamos nada, pero el tapial de adobe coronado con los culos rotos de botellines verdes de Cruzcampo era claramente equiparable a las agraces de Iriarte.
Este modesto bagaje literario, impartido más por su densidad moralizante que por su valor literario, se vió ligeramente incrementado por mor de la rama maternal de la familia. Mi tía maestra, docente en un pueblo de la ribera burgalesa, partido judicial de Aranda de Duero, apreció que las buenas intenciones de Don Tino no eran suficientes para sortear el intrincado periplo académico que, según ella, me depararían las Arcas Reales. Así que durante un año me acogí al amparo de su generoso regazo familiar y magisterial. Aquel grupo escolar, perdido en la linde de Burgos con Segovia, se convirtió de alguna manera en la escuela preparatoria de Arcas. Hasta aquellos parajes ondulados con vides y choperas llegó el P. Santiago González cabalgando en su renqueante dos caballos. Tan convencido él, ignorante yo de ello, de mi vocación apostólica y evangelizadora. Sí, una semillita, pero vocación en ciernes, al fin y al cabo, que convenía apacentar en las Arcas Reales antes de que se desperdigara por los andurriales de las adolescencias inexistentes de las aldeas mesetarias.
Con lo cual, entre mi piadosa tía y el bueno, hasta más no poder, del P. Santiago, aunque me temo que poco perspicaz por lo que concernía a mi sino misionero, estaba claro que mi destino era tanto o más transparente que el MENE, MENE TEQUEL U PARSIN de Belsasar. En aquel año tan añorado de Fuentenebro, habiendo dejado atrás los páramos esteparios de la Palencia norteña, gané un concurso literario, el primero, único y último. Por mi dignidad profesional, quiero creer, aunque siempre queda la duda, cerca de cincuenta años después, que la maestra fue tan honrada como neutral y justa, aunque las madres de los otros alumnos pusieron el grito en el cielo, obligándola a devolver mi preciado trofeo, recuperado con posteridad de algún desván. Seguro que el contenido fue alguna redacción sobre puestas de sol entre robles (verano), la dura vida de los labradores en (invierno) o algunas líneas sobre el bucólico recorrido de los pastores en la trashumancia (primavera). Quizá la caida de la hoja (otoño). El premio era un libro de la Caja de Ahorros del Círculo Católico de Obreros de Burgos. El título, no podía ser de otra manera, “Lecturas burgalesas”. El prólogo no prometía nada bueno: “Al cumplirse el veinticinco aniversario de la exaltación del Caudillo Franco a la Jefatura del nuevo Estado, ha sido proclamada oficialmente nuestra heroica ciudad como “Capital de la Cruzada de liberación”, añadiendo de este modo otro honrosísimo blasón, etc. etc.”. El autor, A. Manzanares Beriaín, nihil obstat, de Luciano, arzobispo de Burgos.
Curiosamente, obviando la exaltación patriótico-provinciana de los prohombres históricos de la provincia a lo largo de los siglos, las biografías y hagiografías estaban narradas con cierto encanto. O al menos eso me parecía a mí. De otro modo ¿por qué lo he conservado durante cuarenta y cuatro años?. Desde “a la caza va Rodrigo/lleva en su mano un halcón/seis criados le acompañan/y su halconero mayor” hasta el himno de Burgos (sólo la letra): “Cantemos unidos a la insigne grandeza/de nuestra Castilla, de nuestro solar/sus piedras sagradas que son fortaleza/y escuela y alcázar y trono y altar”. ¿No es más enfervorizadora esta descripción, incluso desconociendo la tonadilla que lo de Asturias, patria querida?.
Por resumir. A finales de septiembre de 1967 mis conocimientos literarios se resumían en las fábulas de Samaniego y la biografía del Duque de Lerma, entre otros, que por muy burgalés que fuera, Manzanares Beriaín le atiza con la cita de una copla de la época: “Para no morir ahorcado/el mayor ladrón de España/se vistió de colorado…” (esto es, había logrado que lo eligieran cardenal de la Santa Iglesia). De alguna forma, las moralinas de Iriarte y compañía se compensaban con el ojo, sorprendentemente crítico, de las Lecturas Burgalesas. Parece evidente que estas muletillas literarias no parecían demasiado para mi inminente inmersión lingüística en el envolvente vozarrón del P. Gregorio Buena, cuyo curso de primero consistía esencialmente en los análisis gramaticales y en la inversión a la voz pasiva. El perro muerde a Pedro; el perro es mordido por Pedro.
Nuestros cuadernos de espiral, con las hojas cuadriculadas se llenaban rápidamente de frases, mayormente inanes, con el único propósito de espaciar bien los sintagmas (este vocabulario novedoso, en realidad nos llegó unos tres años más tarde, en cuarto), subrayando –requisito necesario la regla- con el bic rojo las diferentes partes y describiendo, según el mejor de nuestros conocimientos lo de sujeto, verbo y predicado. Todavía no existían definiciones impenetrables como ditransitivos, el corrector informático se empeña en corregir el vocablo, designativos, sintagma verbal, núcleo pronominal. Todo era mucho más claro o gris, depende como se mire. No había otra otra cosa más allá de adverbios, pronombres personales, verbos copulativos, numerosas variaciones del complemento circunstancial. De lugar, tiempo, modo, etc. Pese a todo, tareas gramaticales, tan sencillas como ésa, resultaban infranqueables para muchos de nosotros, naúfragos de escuelas mixtas con alumnos de 6 a 14 años, donde la principal preocupación del maestro, con tan buenas intenciones como escasos medios, era evitar que acompañáramos a nuestros progenitores a gradear los barbechos o a tirar el nitrato en los trigales.
Primero debíamos aprender la nomenclatura, después separar las partes, asignar las siglas correctamente: S, V, CD. Como buenos castellanos que éramos, los complementos indirectos siempre se nos atravesaban entre preposiciones y verbos. El laísmo, leísmo y el loísmo eran una epidemia aparentemente irreversible, aunque no mucho peor que el deje, a veces incomprensible, de gallegos, de Astorga para allá, y astures. Aunque sin duda, lo peor, bien que la denominación nos cayera en gracia, provenía de la voz perifrástica. ¿Diga?
En cualquier caso, con el P. Gregorio, como para el 99,9º de los enseñantes de Arcas, cualesquiera que fuera la asignatura, el quicial por el que se penetraba en el umbral, mínimamente digno del 5, era la memoria. Aprenderse el listado de preposiciones (a, cabe, con, contra, etc.) de carrerilla, recitar a Espronceda (“Viento en popa a toda vela…”) con los ojos entornados, silabear las conjugaciones de memoria, especialmente el dañino pluscuamperfecto de subjuntivo, era más que suficiente para pasar la barrera del aprobado. Si, además, el estribillo atañía a todos los “hubiera / hubiese” que en el mundo gramatical existen, el sobresaliente se convertía en un cantar y coser. “Perfeeeecto, Duráaantez”, aseveraba con la voz engolada, ronca de Celtas cortos, agravada por los sin filtro, el P. Buena. La retentiva, incluso en una materia tan rebosante de creatividad y meandros como la lengua, era la llave para alcanzar la verdad suprema. La de no repetir curso. Así que alli estamos, todavía Pabellón de Menores, pero en las aulas de segundo, al otro lado del campo de baloncesto. Mil novecientos sesenta y ocho. (Continuará…)
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