Saturday, December 18, 2010

Pupila nichi

El P. Alfonso, apellido desmemoriado casi medio siglo después, era un duro entre los duros. Férreo, severo. Su renombre de exigente, fuera en las aulas o en los recreos, debía de habérselo labrado con merecimiento durante los cursos anteriores. Su fama le precedía. Cuando empezamos primero de bachillerato en 1967 su reputación de estricto era “vox populi” entre los acoquinados alumnos. Algunos le empezamos a temer incluso desde la primera tarde, cuando los colegas de los cursos mayores, experimentados en tildar con apodos y calificar con adjetivos, a veces jocosos, ocasionalmente despiadados, a los profesores, ya nos lo anunciaron.

 “Veréis cómo se aprenden en su clase de geografía cúales son las principales regiones cerealistas de la península ibérica”, comentaban los más atrevidos de segundo entre susurros y con no poco aire reverencial. Transformado, en los ojos de algunos otros que habían pasado por sus clases, en fundado temor, fronterizo con el pánico. No teníamos ninguna opción para sortearlo. Al menos en las clases. El apellido nos jugaba malas pasadas. Dependiendo si empezaba por la “C” o la “Ye”, el P. Alfonso te podía tocar, o no tocar, en sus temidas clases de geografía. Ponerte firme, para ser precisos, a golpe de capón desabrido, guantazo raudo y tentetieso.

Bastante joven, a mediados de los sesenta no debía de haber alcanzado todavía la cuarentena, de estatura más bien baja, tenía el rostro adusto y reseco de los castellanos viejos. Como si durante años se hubiera dedicado a las labores del campo. No exactamente curtido porque el P. Alfonso cuidaba con esmero su aspecto exterior. La mirada concentrada y alerta, en perpetua vigía, bajo sus gafas de concha, no hacía sino acrecentar su apariencia de celoso oteador de nuestras candorosas conductas infantiles, puntualmente convulsas, a veces tan dislocadas, en aquel primer año de internado. Peinado, incluso repeinado hacia atrás, siempre impoluto, de punta en blanco, la expresión en su más pura literalidad, puesto que su hábito permanecía semana tras semana impecable e inmaculado. Eso  sí, excesivamente atrincherado bajo el cinturón del que pendía el rosario de cuentas negras. Hasta el punto de que cuando se recogía el escapulario entre el cinto y la saya para jugar con nosotros, aquel ceñidor de cuero tenía toda la apariencia de haber sido ajustado un agujero de más. Como excesivo nos parecía el brillo de los zapatos, ni una mota, ni una rozadura mate, en el calzado de punteras negras y alargadas, cordones ajustados milimétricamente a la simetría del charol. Su aspecto pulcro, irreprochable, hasta el punto de ser relamido, aumentaba, si cabe, las distancias que guardaba con la casi totalidad de los alumnos. Que ejerciera de prefecto de disciplina y entrenador deportivo amalgamaba en él todo el peso de las normas y reglamentos existentes en el Pabellón de Menores. Unas cuantas, por cierto.

Algunos profesores nos caían mal por concomitancia con una asignatura que nos resultara intratable, otros porque nos habían castigado al sorprendernos en alguna trastada, pero el P. Alfonso nos caía mal porque sí. Porque nos precavían sobre él, antes, incluso, de habérnoslo topado, azarosos, en la escalera de subida al dormitorio. La cabeza gacha: “Buenas tardes, padre”. Recién caídos de páramos y barbechos, de prados y montañas en aquellos campos de deporte inmensos, en aquellas aulas con tan amplias cristaleras, no podía decirse que tuviéramos, ni siquiera una sóla razón lógica, en el incomodo que nos causaba. Salvo, claro está, en el prestigio acumulado a través de los cursos pasados. 

En las aulas los pupilos tienden a magnificar cualquier acontecimiento, resaltar los rasgos de un profesor hasta caricaturizarlo con gracia o desdén. La caricatura, fiel reflejo de la realidad, era que el P. Alfonso,  por menos que cantaba un gallo, solía soltar sopapos o coscorrones con la celeridad del rayo. Eran tiempos donde el castigo físico no estaba mal visto. Al contrario. Hasta nuestros padres aleccionaban a profesores y prefectos de disciplina a fin de que no se inhibieran en ponernos de rodillas, darnos con la regla en los nudillos o dar quince vueltas al campo de fútbol envuelto en la niebla espesa. Los fundamentos pedagógicos del P. Alfonso, cualesquiera que fueran –aunque sospecho que como los de tantos otros, posiblemente ninguno, había pasado, directamente, de estudiar Dios uno y trino a enseñarnos el censo de la ganadería hispana en aquel año de gracia, por ejemplo, 45 millones de gallinas, según el libro de texto de S.M. para 1º- se reducían a un sencillo e inquietante dilema. O sabías la lección de carrerilla o guantazo al canto. No había términos medios. Y, efectivamente, como nos habían anunciado nuestros amilanados predecesores, las bofetadas que soltaba eran frecuentes, por minucias tan trascendentales como ignorar que las cabezas de ganado cabrío superaban los dos millones y medio desde las columnas de Hércules al Cabo de Gata. Así que mientras no fuera absolutamente necesario, lo mejor era mantenerse alejado de su radio de acción. Esto es, de la de su palma abierta con tanta agilidad.

Las únicas ocasiones en las que resultaba comedido, hasta cercano, era cuando jugaba con nosotros a fútbol, eso sí, siempre, con el hábito. Ni él, ni nadie, osaba quitárselo cualesquiera fueran las circustancias. Hasta el punto de que durante años siempre pensé que el hábito era tan inherente al monje que hasta dormían con él. Se lo levantaba lo justo, el extremo inferior de la saya, para entrelezarlo con el cinturón, pudiendo así correr con más comodidad. Allí estábamos una veintena corriendo detrás del balón y del P. Alfonso, levantando una polvareda considerable. No era malo con el esférico entre los piés, incluso hasta nos gastaba la broma de esconder la pelota en los pliegues de la saya y el escapulario. Ocasión que algunos, aprovechaban para darle patadas, sabedores que en el barullo resultaba improbable que fueran  identificados en su alevosía. Darle puntapiés a diestro y siniestro resultaba una insignificante venganza, inocente resarcimiento como devolución de los sopapos encajados por no saberse de memoria en que provincia están, estaban, las Lagunas de Ruidera.

Usaba una curiosa expresión, a medias amenazadora, a medias cautelar, para incitarnos a estar vigilantes en nuestras actitudes de comportamiento, en nuestro aprendizaje académico. Tras explicar una lección, digamos, el perfil del río Segura, o asignarnos un ejercicio con alguna truculencia en medio, su exposición siempre terminaba con la expresión: “Pupila, nichi”. Un modo de decir que no bajáramos la guardia y que permaneciéramos ojo avizor para recordar que las dos poblaciones principales de Guinea Ecuatorial, que recientemente había obtenido su independencia, eran Rio Muni y Fernando Poo. La expresión se hizo extremadamente popular. Al poco, nosotros la repetíamos con nuestros compañeros, a veces, con el mismo tono amenazante, antes de llegar a las manos con algún compañero, a veces en tono festivo, para denotar que habíamos pasado por alto alguna anotación banal: el conteo en una partida de pingpong, por ejemplo. Es más, reforzábamos la locución con redundancias: “Ojo, pupila, nichi”. La superfluidad del todo, el ojo, y la pupila, como parte del continente servía para resaltar la alerta que, bajo ningún concepto, debíamos ignorar. En realidad, la expresión es “Pupila, ninchi”. Por alguna razón la “n” intermedia la perdimos al asimilarla a nuestro lenguaje infantil. Quizá la ignoramos presos del temor que el emitente nos inspiraba, quizá el propio emisor la pronunciaba de forma errónea.

La procedencia de semejante expresión es de difícil localización. Según el murciano Pancracio Celdrán, experto en insultos, en ámbitos achulados, entre personas que conocen el argot de los bajos fondos, equivale a punto filipino; pájaro de cuentas; sujeto informal y carente de sentido común; mequetrefe que a pesar de ser un mierda puede hacer daño. Parece que procede del caló, lengua en la que significa "chico, muchacho", no entendiéndose lo negativo de su semántica a partir de un sustantivo poco sospechoso de tan extremas maldades. Sea lo anterior cierto o incierto, el caso es que no está mal, encaja con el tono achulado del P. Alfonso y las exigencias que nos insuflaba. Se me escapa lo de “punto filipino”. Efectivamente, éramos unos mequetrefes, incapaces de hacer daño.

Hasta lo de pupila entona perfectamente con otra de las recomendaciones, dado su carácter convendría hablar de instrucciones, a las que reiteradamente nos conminaba el P. Alfonso: a comer mucha zanahoria para preservar la vista, según me recuerda mi compañero Valentín, de insondable memoria. La paradoja, que no moraleja, de este magisterio nutritivo, es que retornando en cierta ocasión de asueto con él, desde Puente Duero, cuando todavía el camino desde las riberas hasta Arcas se hacía sin apenas impedimento, por sendas de campo a través y pinares, bordeando la Fasa y Laguna, la noche nos cayó encima. Con once años, en un lugar completamente desconocido para nosotros, terminamos por desorientarnos y meternos en un maizal. Un gigantesco laberinto de mazorcas y cañas del que a duras penas pudimos salir desperdigados por las cuatro esquinas del sembrado. Descarriados del buen camino atinamos, saltando por acequias, senderos ignotos y pinares idénticos a divisar, cuando nuestro pavor era tan denso como la oscuridad, las curvas blancas de la casa de las dominicas francesas -¿o eran irlandesas?-, como un faro salvador en la noche cerrada. En aquella infausta ocasión lo de pupila nichi no había surtido demasiado efecto, o quizá es que no habíamos comido suficiente zanahoria. Todavía.

Tras cuarenta y tres años, me pregunto que habrá sido del P. Alfonso. El libro de geografía sigue intacto en mi estantería, lo abro al azar por la página 137 y allí están esos mapas por regiones que tanto me gustaban. Con sus pequeños dibujitos, según las zonas de producción, ovejas, espigas, guisantes, mantas, racimos de uva, cerdos, naranjas (en la Huerta de Murcia). Hasta la torre de una mina pegadita a Barruelo de Santullán. Cuarenta años y tantas cosas han desaparecido. En Barruelo hace siglos que cerraron las minas, las mantas de Palencia son las importadas de China, y, apuesto, que de la huerta murciana no quedan más de unos centenares de tahúllas.  En algún rescoldo de la memoria, la severidad extrema del P. Alfonso permanece inmutable. Pupila nichi.

Saturday, December 11, 2010

Septiembre 1967 (2 de 3)


En el tren, camino de Valladolid, la primera vez que veía y montaba en artilugio semejante, admiraba los paisajes del Cerrato, tan diferentes de los verdeantes robledales y pinares del norte de la provincia. Estábamos a 100 kilómetros, pero para mí era como si descubriera otro continente. El curso del Pisuerga –el que lleva la fama aunque otros lleven el agua- se me antojaba, comparado con mi modesto Valdavia, lo más parecido al Amazonas o al Nilo. De éstos, sí que nos había hablado D. Constantino Mazuelas en la escuela. A medida que el pueblo se alejaba en la distancia, una existencia, completamente nueva y desconocida, se entreabría ante mi mirada infantil.

En la llegada a Valladolid se producían los primeros encuentros, al menos entre los cursos más veteranos. Porque para los nuevos, como yo, el inmenso reloj que ya marcaba las 13.30 era la única referencia en el grandioso hall. Como muchos alumnos llegábamos a la misma hora, la camioneta de los buenos padres, conducida por el hermano cooperador, lego, les llamábamos entonces, sin que el vocablo desmereciera para nada su insobornable servicialidad, venía a recogernos para transportarnos sanos y salvos por el camino del Pinar de Antequera. En los años posteriores nos las teníamos que arreglar para, entre varios, compartir un taxi, cuyo costo, incluso a escote, representaba una verdadera fortuna para nuestros magros viáticos.

Asustados, atemorizados incluso, llegábamos al patio de las Arcas con su campana vietnamita, en aquel entonces yo creía que era china, sus elegantes techumbres onduladas, el apabullante ladrillo rojo del edificio de los padres y su diminuto campanario que, para sorpresa mía, era notablemente pequeño comparado con el de la torre de mi pueblo. Los buenos padres aguerridos en lances similares durante los años precedentes, todos de inmaculado blanco, nos daban ánimos, mientras no pocos de entre nosotros rompían (¿rompíamos?) a llorar.

Pisar el suelo y convertirse en magdalenas no era excepcional. Al lado del sauce llorón tomábamos conciencia, por muy infantil que ésta fuera, de que una etapa nueva acababa de iniciarse. Tampoco era raro que más de uno, tras pisar tierra, en lugar de besarla, volviera a cargar el equipaje en el coche y se marchara, huyera aspaventado, más bien, por donde había venido. Ni siquiera se dieron el tiempo, añorantes de prados y secarrales, para deleitarse con las mieles de aquella nueva tierra prometida. Disciplina y rigor, sí, pero también campos de fútbol reglamentarios, piscina casi olímpica y asuetos en los pinares de Simancas. Vocaciones diluidas en la añoranza de barbechos y pastoreos.

Tampoco resultaba extraordinario encontrar a los más llorones, al menos aquella primera tarde, en las esquinas de los pabellones, a lo largo de los pasillos o en algún rincón de los dormitorios. Íbamos camino de hombres pero desparramábamos nuestras lágrimas como niños. Como lo que éramos. A los que habitaban más cerca o a los más pudientes, sus padres les acompañaban en coche. Una ligera envidia me corroía. ¿Por qué a mí no me habían acompañado? Supongo que hubiera sido difícil recorrer los 125 kilómetros en un carro de vacas.

Algunos hasta tenían la suerte de que sus madres vinieran a colocarles sus pertenencias en los aparadores blancos de los dormitorios corridos. Aquellos armarios, muy parecidos en tamaño a un frigorífico, guardarían durante todo el año nuestras escasas propiedades. Para la lavandería, en ese primer día, se nos entregaba una bolsa y se nos asignaba un número. El 309 para un servidor. Tan imborrable como el nombre del prefecto de disciplina o el día de mi primera comunión.

Poco a poco, mientras caía la tarde y llegaban los más rezagados, se iban conformando grupitos, primeros rasgos de camaradería, entre los nuevos. En gran medida basados en paisanaje regional, o autonómico, como podríamos decir ahora. Los asturianos, hasta de adultos hechos y derechos me ha sorprendido su exacerbado sentido clánico, creaban sus pequeñas tribus inexpugnables para los, pongamos por caso, zamoranos o abulenses. ¡Cómo serían, para que paletos y pobres como nosotros éramos, a algunos de entre ellos, nosotros, castellanos viejos, les tildáramos de pueblerinos!. Los leoneses no les iban a la zaga en su concepto de la tribalidad.
 
 

Saturday, December 4, 2010

Septiembre 1967 (1 de 3)

Desde las eras todavía se desprendía el olor a centeno, mientras en el aire flotaba, con suavidad, el tamo de la paja cargada a gariadas en los carros. Las primeras escarchas del otoño recién estrenado se mezclaban con el polvo que desprendía la paja molida al asentarse en la caja del carro. Durante años, el mismo perfume de despedida hasta las navidades tan lejanas, esperando el autobús de línea de los Herreros para trasladarme a Palencia. A las 8.10 pasaba por el pueblo. El bolsillo del pantalón corto, para que no se perdieran, una vez introducidas las 580 pesetas de la pensión mensual, mi madre lo había cosido concienzudamente.

Quinientas ochenta pesetas que habían sudado, literalmente, desde la sementera del año pasado, extraídas azada por azada en el riego de las patatas tempranas y si ningún hado maligno (para ellos la voluntad del Señor) había revoloteado en la cuadra, en ellas estaba también alguna parte del ternero vendido en la feria de Saldaña. Quinientas ochenta pesetas que, según nos decía el prefecto de disciplina, no pagaban ni el agua. Quizá no le faltara razón. Pero con 11 años de aldea perdida en el mapa, nuestros conocimientos de economía eran más bien nulos. Algunos años más adelante supimos, o quizá fantaseamos, con que el déficit lo cubrían misteriosas minas en Filipinas o participaciones en la cervecería S. Miguel. Gracias a esta supuesta capitalización bursátil (¡oh, maligno capitalismo!), entre otros muchos factores, dei padri domenicani, ahora estamos donde estamos y somos lo que somos.

La historia había comenzado un año y medio antes, cuando el P. Santiago a bordo de su flamante dos caballos, había pasado por la escuela única de niños y niñas para despertar nuestro fervor misionero, incitarnos desde su desbordante bonhomía a convertir los paganos en buenos cristianos, allá en el Lejano Oriente. Nuestros padres, que compartían nuestro fervor religioso, probablemente incluso lo superaban, y habían experimentado las penurias de la posguerra, eran plenamente conscientes de la dualidad: las Arcas Reales o el barbecho. Nosotros, ciertamente, vivíamos en la ignorancia de tan excruciante dilema. Después de todo, el internado nos inspiraba no poco temor con sus reglas, sus disciplinas y sus potenciales castigos. En el pueblo, como mucho, algún escobazo de madre desobedecida o que el cura párroco te hiciera pasar la vergüenza de todas las vergüenzas poniéndote con los brazos en cruz, delante de la pila de agua bendita, los feligreses acudiendo a misa de 10, por no saberte de carrerilla las tres virtudes cardinales. ¿O eran, son, quiero decir, cuatro?.

La vida del pequeño salvaje, Rousseau en la Castilla la Vieja, la de los hidalgos y conquistadores tiempo ha evaporados. Sí, sufriendo mientras se arreaba la mula en la noria para regar el huerto o se apacentaban las vacas en la ribera del río. El resto del tiempo era puro y permanente recreo, salva sea la docencia de primaria. Consistía en recorrer el monte a la búsqueda de los nidos de las palomas torcaces, escondidos en los troncos de los robles; perderse en los trigales tras las huidizas codornices y en verano pasar mañanas y tardes en el río, salvo en la época de la trilla, pescando barbos y cangrejos. Antes de que la peste los extinguiera.

Así que las exhortaciones del P. Santiago González habían cundido efecto. Las exhortaciones o la inevitabilidad de las circunstancias geográficas. Incluso sin su aerodinámico Citroen, conmigo lo hubiera tenido fácil para reclutarme para la avanzadilla misionera de la Iglesia, el internado de Eton, o la legión extranjera. Me hubiera resultado igual. Como primo y paisano, ungido en las aguas crismales del bautismo por su propia diestra, que yo terminara en las Arcas Reales no era casualidad del destino, más bien la consecuencia insoslayable de la lógica. O lo dicho: surcos o libros. Así que allí estaba, delante del “Bar Abundio”, junto con mi compañero de infancia y juegos salvajes, Jesús Montes, temeroso e intrigado a la vez por el devenir histórico, oyendo como los pitidos del renqueante autobús, y con él mi futuro, se acercaban por la carretera bacheada, ineludibles, desde la curva de Polvorosa de Valdavia. Mis pertenencias, aparte de las existentes en el pantalón recosido, cabían más que de sobra en la maleta de cartón pluma (¡ojo, que no se moje!) que portaba. Un par de mudas. Sí, en aquella época, nos cambiábamos una vez por semana, no más manito. Algún jersey para los gélidos inviernos pucelanos, unas zapatillas de deporte (marca John Smith, décadas antes de que se pusieran de moda entre los adolescentes), un par de pantalones, camisas y pare Ud. de contar. El aro con la lanzadera, el artilugio que empujaba la rueda de metal, hecho con un agarradero de herrada quedaba escondido en algún rincón de la portada a fin de que mi hermano no aprovechara mi ausencia para apropiarse de uno de los pocos y, seguramente, mi bién más preciado.

Los Herreros llegaban a Palencia a las 9.30 y hasta las doce y pico no salía el tren para Campogrande. Las maletas las dejábamos en el cuartelillo de la guardia civil, en la estación de tren, donde un capitán, nada menos, del pueblo, nos las guardaba amablemente. No se puede decir que no estuvieran perfectamente custodiadas. Teníamos tiempo para recorrer la Calle Mayor, arriba y abajo, una docena de veces. Otra cosa, ni mejor ni peor, a falta de medios económicos, no podíamos hacer. Ni una perrilla para un preciado chupachups que echarnos al paladar. En cada ida y venida, me detenía ante la Librería Merino, extasiado ante las novelas que acababa de sacar la Espasa Calpe. No menos de una docena de libros, yo nunca había visto tantos juntos, decoraban el escaparate. Si en las Arcas Reales devenía en un hombre de provecho, pensaba yo, algún día podría comprarme alguno de aquellos atractivos tomos. Libros de los que por lo demás no había oido hablar en la vida. Valle Inclán, Machado, Juan Ramón Jiménez. El maestro del pueblo, D. Tino, jamás había ido más allá de El Parvulito y la Enciclopedia Alvarez de 2º Grado. Más de cuarenta años después la Calle Mayor todavía conserva esa atmósfera de capital de provincia marginal. La Librería Merino sigue firme en su puesto, con su escaparate en cristal biselado, encajado en un marco de madera marrón oscuro, rimbombante y barroco. ¡Que sea por muchos años!.