Gran festejo el Día de las Familias, especialmente los primeros años cuando el primer semestre del año se hacía todo de un tirón, sin volver a casa para las vacaciones de Semana Santa. ¿No habíamos dicho que Arcas Reales era un internado?. El Día de las Familias era una jornada festiva, desde el desayuno especial con galletas María hasta el fatídico momento en que despedíamos a nuestros familiares en el patio central. Esperábamos con ansiedad que los nuestros llegaran a principios de la mañana y, aunque la breve estancia en el colegio ya había servido para desmadrarnos, no soltábamos a nuestros progenitores ni a sol ni a sombra. Más bien lo último, ya que el mes de marzo en Pucela solía estar cubierto día sí y día también de la imperturbable niebla del Pisuerga. ¡Con qué orgullo les hacíamos recorrer las instalaciones! “Mama, éste es mi pupitre”.
En la misma clase había otros diez compañeros gesticulando a sus progenitores hacia aquel reducido mobiliario donde ellos estaban plenamente convencidos de que nos estábamos haciendo hombres de provecho. ¡No les faltaba razón! Aunque en nuestra mente infantil, lo esencial era hacerles admirar los amplios campos de fútbol, las canchas de baloncesto (¡de cemento y con las líneas verdes perfectamente marcadas!) y el no va más, las líneas elípticas de la pista de atletismo, dibujadas con cal y no con paja como en el pueblo, bordeando el campo de fútbol de los mayores, donde al mediodía íbamos a exhibir nuestras habilidades atléticas. Nuestros padres eran de pueblo tanto, qué digo, más que nosotros, así que la sorpresa de contemplar el imponente altar mayor de la iglesia de Fisac, sin un solo S. Isidro Labrador con sus espigas resecas, que echarse a los ojos, resultaba incluso más enigmática para ellos.
Acabada la visita guiada a las instalaciones, perdón, se me olvidaba que nuestras madres, ¿cómo podían sobreseir ese aspecto tan fundamental para ellas?, nos habían obligado a enseñarles el aparador del dormitorio donde los calzocillos se mezclaban, insensibles ellos, con camisas, zapatillas de deporte, lindando con el instrumental del aseo. “Pero hijo, ¿cúantas veces tengo que decirte que el cepillo de dientes tienes que dejarlo siempre en la bolsa de aseo que te compré en la tienda de la Calle Mayor ?” Admonición cuando menos curiosa porque ellos en el pueblo ni usaban, ni nadie les había enseñado a usar el cepillo de dientes. Afortunadamente, los consejos maternales sobre el orden que debía de reinar en el aparador venían acompañados del paquete, ¡ay el paquete!, que edulcoraba las exigencias maternales con su promesa de chorizo casero, lonchas del jamón curado al son de las heladas del pueblo en el desván y la inevitable reposición del bote de Cola Cao.
Yo aparezco extrañamente encorbatado lo que me da qué pensar. La siguiente corbata que recuerdo es una, muchos años después, en 1990, el día de mi boda, cuando el P. Ildefonso González me enseñó a hacerme el nudo del invento. Deduzco, pues que nunca aprendí a hacerlo, así que mi corbata de adolescente es de las que nunca quitábamos el nudo, simplemente nos limitábamos a apretarlo y a soltarlo, como si de una simple soga se tratara. Tan aferrado estaba el nudo a la corbata y, viceversa, que así sigue en algún baúl de la buhardilla, innombrable metáfora de una infancia a un internado anclada. Aunque no había uniforme escolar, la corbata y la chaqueta –siempre demasiado corta o demasiado larga, consecuencia de haberla heredada de hermanos mayores o de que nuestras madres las compraban “para que te valga hasta la Reválida, hijo”- es lo más parecido a un atuendo escolar. De hecho, en las fotos de la época, especialmente los días de fiesta o para ocasiones celebratorias, sea en grupos o fotos individuales, el signo de distinción viene marcado por la imprescindible corbata y la sempiterna americana.
Los dos, hermano pequeño y hermano mayor, aparecemos con el mismo peinado a raya, enseñado, casi con toda seguridad, en unas clases inolvidables llamadas de “Normas de Urbanidad”, donde aprendíamos un poco de todo, desde como asearnos hasta la manera de coger el cuchillo para cortar el filete de carne. Bastante salvajes como éramos, de donde veníamos, sólo sabíamos usar la navaja, y eso más bien para hacer silbatos con las ramas de los fresnos. La carne, si la había, la solíamos cortar con el único “cuchillo gordo” existente en nuestras cocinas pueblerinas.
Las americanas, reservadas para los días de fiesta como éste, nos otorgan un aire de improbable elegancia, y eso que los “Almacenes Olmedo” de Palencia en donde fueron compradas no debían representar el último grito de la moda. En todo caso, comparados con los jerséys perennes tejidos por nuestras madres, heredados a veces de generación en generación, la chaqueta constituía el elemento de modernidad indefectible que, añadido a la elegante curvatura de las fuentes diseñadas por Fisac en las que nos apoyamos, parece transportarnos a una veintena de años después.
En el fondo los familiares observan atentamente alguna de las actividades que conformaban el siempre atractivo programa deportivo de la jornada. A continuación venía la misa. No se puede decir que al amparo de la admirable arquitectura de D. Miguel, la celebración no fuera un cúmulo, una montaña, una eternidad de fe. Religiosa y laica. Todo revuelto. Obviamente, los concelebrantes, no era raro que entre ellos se encontrara el cura de pueblo de algunos de nosotros, hasta allí llegaba su perseverancia en nuestra educación cristiana, tenían esa fe por obligación y devoción. Nuestros padres y familiares, por costumbre y porque estaban más que convencidos que a través de sus plegarias, nuestras conductas, nuestras notas en matemáticas y latines terminarían por convertirse en insuperables. Nosotros un poco de todo. Alborotados, como estábamos, por aquella irrupción familiar en nuestra rutina y cotidaniedad, orábamos por nuestras notas, claro, por nuestros profesores. Pero sobre todo, poníamos nuestro empeño en pedir que nuestros padres siguieran bien de salud. La misa, nunca mejor dicho, era una eucaristía real, auténtica, de creencias ciegas en el auxilio divino, de buenos deseos para nuestro porvenir. Una comunión.
El Día de las Familias continuaría con el almuerzo campero, conocidos y familiares del mismo pueblo se solían agrupar, como si de una romería se tratara, en las mismas mesas de piedra o en los bancos dispersos por las instalaciones. El punto final lo ponía la velada de la tarde. Casi todos participábamos de una forma u otra. La afamada Coral de la Virgen del Rosario era siempre uno de los momentos estelares de la velada, apreciadísima por todos los asistentes que aplaudían a rabiar sus interpretaciones de cantos religiosos y populares. Otro tanto pasaba con la obra de teatro representada por los cursos mayores. Según los años las obras elegidas, consciente o inconscientemente, hacían caso omiso de las barreras ideológicas. Un año tocaba una comedia, aparentemente inocua, de Mihura, y acaso al año siguiente se descolgaban con una obra de amarga crítica social de Sastre. No que nosotros percibiéramos que el abertzale en ciernes intentara colarnos, a nosotros, alumnos de colegio religioso de pago, una ideología prerrevolucionaria. En todo caso, para muchos de nuestros padres y familiares, cuyo acceso a la cultura se restringía a los feriantes que vagaban ocasionalmente por las aldeas de Castilla, caso de “Barbaché y el Hombre Foca”, aquellas “comedias”, como ellos siempre las llamaban, aunque fueran dramas durísimos como ‘Escuadra hacia la muerte’, siempre causaban una impresión extraordinaria.
Concluida la representación teatral –fueron sin duda la pequeña y muy apreciable semilla que sirvió para plantar numerosas inquietudes culturales en los años venideros- llegaba la hora desoladora de las despedidas. En el patio central los taxis y vehículos desfilaban para volver a sus hogares, mientras muchos, más que menos, lloraban abiertamente; los más tímidos procuraban esconder sus lágrimas por los rincones de los pabellones ahora silenciosos y desiertos. Para aligerar la carga emocional, se nos dispensaba del estudio nocturno. El griterío habitual del comedor durante la cena se convertía en un silencio sepulcral. A la hora de acostarse más de uno, volvía a soñar con los nidos en los salces de la ribera del río, agarrado con desesperación a la pastilla de chocolate que le habían regalado sus padres. Al sonar el timbre, siete de la mañana del día siguiente, las sábanas eran puro cacao.