Educados en la impronta genética de la austeridad castellana, el cariño y el amor maternal de las cartas era, sobre todo, implícito. Se deducía, más que se exhibía, se intuía, más que se testimoniaba y, antes de nada, se daba por hecho sin la obligación de demostrarlo. Los abrazos, ósculos, y efusiones varias de cuarenta años después, eran impensables entonces. El amor, como si dijéramos, era invisible, a primera, segunda y tercera vista, pero tan manifiesto como que existía el castillo de Jarandilla de la Vera estampado en la carta. La línea argumental de las cartas era siempre la misma. Lo único que cambiaba era el nombre de los convecinos enfermos o fallecidos, el progreso, dependiendo del mes, de la siembra o la cosecha, alguna admonición de tipo religioso (“he rezado a la Virgen del Brezo para que apruebes las matemáticas”) y el inevitable mantra del “pórtate bien”. Mi querida mama (sin acento en la “a”, al estilo italiano), sempiternamente preocupada, incluso angustiada por mi grado de conducta. O bien el expediente académico lo daba por hecho, o bien no le inquietaba demasiado.
Cualesquiera fueran las razones, carta a carta, una tras otra, el “pórtate bien” se repetía infatigablemente. La única novedad que podía aparecer en la misiva, aparte de la obvia, que los muertos fueran cambiando de nombre, consistía en que varios meses después de que me comunicara que la señora Eufrosina hubiera fallecido, siguiendo la costumbre de las aldeas de Castilla, la carta viniera acompañada del recordatorio del óbito, de sus apenados hijos, hermanos, tíos y el resto de la parentela política. De ciento en viento, de forma sorprendente, seguro que había estado toda la semana lloviendo a mares, como ellos decían - mi padre no habría podido salir a binar el barbecho- y con rasgos firmes, no exentos de un repujado barroquismo, firmaba alguna carta aislada. Su rúbrica, que a mi me recordaba, por su ensortijado trazado las de los facsímiles de algunos autores clásicos impresos en el libro de Lengua Española (recordemos que no existían lenguas autonómicas, ciencias del medio y otras materias variopintas), era su único y exclusivo mensaje. Aunque bien sabía yo que en ella había puesto todo el esfuerzo con que Don Lucio le había aleccionado cuarenta años atrás para que la E del nombre de pila se revolviera hacia arriba y hacia abajo como en una voltereta interminable. El apellido, eso sí, porque se firmaba con nombre y apellido aunque fuera una carta paterno filial, era lúcido y transparente
En cuanto al castillo de Jarandilla de la Vera, sin que nos lo pidiera expresamente nadie, tenía dueño asegurado. Varios padres –de los que aseveraban aquello de que “cuando lo seas comerás huevos”- eran empedernidos coleccionistas, y nosotros sabedores de con quien teníamos que ganarnos los favores por un quítame allá este prurito de sentirnos más importantes si aportábamos nuestras reducidas posesiones filatélicas, pongamos por caso, al P. Prefecto de Disciplina, y de paso, al menos eso creíamos nosotros, obtener alguna futura prebenda. La mayor de las cuales se condensaban en acceder al reducido círculo de los denominados “enchufados”. Algunos padres recogían las estampitas, según decían, para las misiones. Efectivamente, debía de haber un cierto comercio de sellos usados por el cual se conseguía algún dinero que se destinaría, más que a los negritos, a los chinitos –dada la brújula orientalizante por la que se guiaba nuestra provincia dominicana del Santísimo Rosario-, a los vietnamitas o a los filipinos. Aunque para nosotros todos cabían en el mismo mapa de las razas amarillas que describía nuestro libro de geografía universal.
Los profesores se las arreglaban para completar por sus propios medios las emisiones filatélicas, es decir, que no dependían única y exclusivamente de los sellos originados en Segovia, Salamanca, Soria –pocos sorianos había, por cierto-, las Vascongadas y en la periferia de Castilla la Vieja. Entre las más destacadas, la del P. Reyero quien con gran esmero tenía los sellos clasificados en cuadernos con hojas envueltas en franjas de celofán. Los llamativos sellos, de nuevo el Oriente con sus colegas misioneros en el confín de la Tierra, filipinos, vietnamitas, japoneses, nos los enseñaba con fruición. Como también las series de trajes regionales españoles –antes de las autonomías-, las sosas cabezas de la Marianne de la Republique Française o las de pintores españoles del siglo de oro. “Padre, aquí tiene dos descolocados, se le han quedado boca abajo”, le decíamos asombrados porque en tan impoluta catalogación hubiera dos mal colocados. Rápidamente pasaba hoja y nos instaba a que admiráramos el prerrománico español en una emisión de Santa María del Naranco. Intrigados, en un descuido, mientras subía a su habitación a buscar otro cuaderno de su interminable acopio, quisimos colocar la pareja de descolocados que no era otra que la Maja Vestida y la Desnuda de D. Francisco de Goya y Lucientes. Con la misma celeridad, dejamos los sellos boca abajo y regresamos a la obra de Ramiro I.
El no va más en la correspondencia eran los paquetes. Recibir un “paquete” (aunque fuera nombre común y con minúsculas, para el receptor y como beneficiantes colaterales sus amigos o paisanos, era el culmen de la correspondencia recibida) te otorgaba un prestigio único difícil de definir. ¿Has tenido paquete? Si la respuesta era positiva, ¿cómo podía no serla, si alguien tenía aquella caja rectangular entre las manos, cuando nunca teníamos nada?, nos arremolinábamos ante el afortunado, queriendo adivinar el misterioso contenido de aquel envidiado continente. Para empezar, el papel de estraza en el que solía venir envuelto ya venía coloreado con una extensa fila de sellos donde se mezclaban los bustos púrpura de Franco con estampillas llamativas del “IV Congreso de Municipios” o una serie entera dedicada al Monasterio de Veruela. El cartero del pueblo, rebasado por el peso de la mercancía, había echado mano de todos los valores que le quedaban en el basar de la cocina a fin de redondear el costo definitivo. Un festín para el P. Reyero et alia.
Mientras las cartas raramente eran abiertas por la superioridad competente, léase censura del P. Prefecto, los paquetes eran irremediablemente desliados por el susodicho y entregados en mano al destinatario en forma de revoltijo: cuerda reciclada para atar los sacos de nitrato convertida en soporte del papel de ultramarinos, el cual, a su vez, por la poca costumbre de los progenitores envolventes daba tres vueltas y media –estaba claro que sobraba papel por todas las esquinas- a la usual caja de zapatos. Con su tapa y todo. Lo importante, claro está, no lo envolvente, sino sino lo envuelto. Dependiendo de la procedencia de los remitentes, generalmente los padres, ocasionalmente alguna tía bondadosa, los contenidos variaban notablemente. Se podía adivinar una España de la gastronomía autonómica, incluso veinte años antes de que las autonomías existieran. Los abundantes gallegos, indefinidos entre la maragatería y el Miño, los del Barco de Valdeorras y cercanías, tenían una acendrada tendencia a recibir latillas. Mejillones, berberechos y todo bicho viviente y marino capaz de ser enlatado. La tribu astur, siempre tan peculiar y clánica, no podía obviar el mareante queso de Cabrales. Los periféricos cántabros, no muchos, pero todos dados a la golosina, sobaos. Los castellanos recibíamos una mezcla de dulce (chocolate de hacer, duro como la piedra, pero con la ventaja de que el calor no lo deshacía en el transporte) y picante (media sarta de chorizo). Generalmente de lo que en los pueblos llamaban el gordo (cular), propenso a conservarse con con más donaire entre la estranguladora niebla pucelana.
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