Las primeras jornadas escolares eran siempre una lucha denodada por la supervivencia y la adaptación. Montaraces como éramos –por ejemplo, en el pueblecito huíamos por la ventana mientras Don Constantino se adormilaba con el Diario Palentino encima la mesa, para ir a jugar a fútbol en las eras- la novedosa y exigente disciplina de horarios resultaba insuperable para muchos. Algunos ya habíamos gustado de aquellas mieles del rigor horario en el cursillo de verano. Pero muchos, aspirantes recién aterrizados, carentes del rodaje del estío, sin comerlo ni beberlo, creyendo con soberbia ingenuidad que lo más importante del internado eran los campos de deportes, se topaban con el inmisericorde ritmo marcado por el estridente silbato del prefecto de disciplina. A las 11 en punto, menos un minuto, allí estábamos bien sentaditos y no poco atemorizados ante el P. Alfonso, considerado uno de los "malos", un hueso duro de roer, memorizando que el Duero nace en los picos de Urbión, provincia de Soria. ¡Ay de los desventurados –llanto y crujir de dientes- que pensaban en comenzar la tercera hora de clase a las once y un minuto!.
En aquella disciplina férrea no cabía el término medio. Se estaba o no se estaba. No valía aquello de decir, hoy me castigan por esta insolencia insignificante, mañana por la otra minucia y pasado por una trastada menor. Los castigos intermedios de prevención ni formaban parte de los invisibles principios metodológicos, ni estaban valorados como acicate a una mejora de la conducta. En menos que canta un gallo, más de uno se encontró rehaciendo la maleta de cartón apenas deshecha, camino de Campogrande. Como consecuencia, por temor, pavor, pánico, terror o un precoz sentido del deber, la gran mayoría acatábamos las reglas, sin el menor desliz, con toda la naturalidad del mundo. Para mediados de octubre, como si la mitad de nuestra corta vida hubiera transcurrido entre aquellos inmensos ventanales, detrás de aquellas puertas con aspecto de corcho y que el diseñador había adornado con aquellas curiosas mirillas en forma de trapecio ovalado, nosotros nos aplicábamos en descifrar cuáles eran los complementos circunstanciales de lugar en las oraciones con las que el P. Llanos nos instruía.
La primera semana era fundamental para conocer nuestra templanza académica y nuestras habilidades de adaptación, como ahora se diría, a un entorno tan ignoto como hostil. Capacidad de adaptación, mucho más amplia de la que jamás hubiéramos imaginado. Sí, nos abrumaba la nostalgia cuando con la maleta de cartón subíamos pesarosos al dormitorio corrido. Nos embargaba la pena cuando tiritando de frío nos dormíamos rememorando el calorcillo del cuartón de estar en el hogar paterno. Sin embargo, allí aguantamos, contra heladas y nieblas, los cuatro años de lo que para muchos constituyeron los cimientos de –bastante imperfecta, sí, para lo que podía haber sido- una muy buena educación. Ítem más, el andamio sobre el que se forjaron muchas ilusiones, deseos y esperanzas, más o menos, convertidos en realidad muchos años después.
¿Los mejores años de nuestra vida? Aserción excesiva, éramos demasiado jóvenes para así considerarlos. Previsiblemente, hemos tenido unos cuantos más por delante, hasta llegar a la cincuentena, como para no encontrar algunos igual de buenos o mejores. Pese a todo, no cabe duda, el internado fue una auténtica escuela, quizá no tan apostólica como pretendían nuestros buenos padres dominicos, pero, sin llegar a excelente, notable, al fin y al cabo. En aquellos cuatro años, entre los once y los catorce, muchos de nosotros –que con toda certeza no hubiéramos disfrutado de aquellas oportunidades- comenzamos a deleitarnos con el cine, disfrutar con las representaciones teatrales (las obras, que decíamos nosotros), hacer amigos con el deje bable, oímos, por primera vez, hablar de Calderón de la Barca y La vida es sueño, nos aprendimos los afluentes del Ebro (Gállego, Mantecón, Gállego, con acento en la “o”, ¿cuántas veces se lo tengo que decir?). Y sí. Sufrimos con las matemáticas. Algunos.
¿Cómo, con once años, descepados de nuestra infancia y nuestro medio natural, éramos capaces de aclimatarnos en menos de una semana –salvo raras excepciones- a los rigores de la disciplina extrema, castrense, casi prebélica, donde todas las jornadas se presentía una aguerrida batalla por no caer en las tan numerosas tentaciones que podían soliviantar el implacable ritmo a que éramos sometidos? Silencios por aquí, filas por allá, estudios por acullá y rezos por doquier. Sólo caben dos explicaciones. Ingenuidad de los once años, cuando la inconsciencia era total, pese al supuesto usufructo del uso de razón a los siete años que proclamaba, tan gloriosamente, el catecismo. Es decir, todo lo que nos entraba por un oido, no nos salía por el otro. Justamente, lo contrario de lo que algún padre dominico repetía machaconamente. Esta versión del acatamiento disciplinar si hubiera acontecido en otros tiempos más contemporáneos se habría calificado de lavado de cerebro. En aquella época, tales conceptos ni se nos ocurrían y, en cualquier caso, demasiado afortunados, y jóvenes, éramos –en comparación con otros compañeros de fatigas del pueblo que ni siquiera tuvieron la oportunidad de que se lo lavaran- como para hacer disquisiciones sobre si la educación impartida era puramente ideológica o refinadamente académica. ¿Suponemos que en la mezcla está la virtud?.
La segunda explicación: en alguna parte de nuestro inconsciente, tan inconsciente por lo demás que ni sabíamos que existía, ¡toma ya, Freud!, nos llevaba a presentir, inconscientemente, claro está, que por duro que fuera levantarse a golpe de corneta, perdón, de atronador timbre, infinitamente pero era el desperezarse con el canto del gallo como infernal preludio al ungimiento de la pareja de mulas camino del acarreo.
Así que allí estábamos, contra viento y marea, mejor, contra heladas y friuras (¡cómo olvidar los penosos sabañones de la niebla del Pisuerga!) a las once en punto. Al mes, los profesores nos tenían catalogados entre torpes, listos y del montón. Aunque en esto íbamos a la par. Aunque nunca abiertamente, también a ellos les calificábamos en nuestros corrillos, durante los recreos, en las conversaciones, ida y vuelta por la galería en los días de lluvia. Nosotros de su inteligencia no teníamos ninguna percepción pero sí de los que eran “buenos” y “malos”. Pese a nuestros pocos años, o acaso por ello, no se puede decir que careciéramos de principios maniqueístas. La línea divisoria era clara. Con el agravante de que se heredaba de curso en curso. Los del curso de arriba ya nos prevenían de que el P. Cándido Pérez era un cacho de pan. Por lo tanto, era muy complicado que un profesor calificado de “hueso”, en algún momento de su carrera académica se tornara bueno. Así que el P. Cándido, curso tras curso, año tras año, fue uno de los “buenos”.
Muchos años después, no es el caso del P. Cándido Pérez, salva sea su honra, algunos hemos recordado que ciertos profesores “huesos” eran, eso, buenos profesores. Y al revés. Pero a los once años, otorgábamos primacía a la bondad sobre los principios metodológicos de la enseñanza. De la misma manera que heredábamos de los cursos mayores la adscripción de un determinado profesor a la categoría de buenos/malos, recibíamos el legado, entre cómico y malintencionado de los motes. Raro era el profesor que no tenía uno. Algunos hasta dos o tres. Se ve que la transmisión oral de un curso al siguiente se había solapado. Estos apodos eran susurrados en murmullos. Creíamos, quizá no nos faltaba razón, que si a un buen padre le llegaba el sobrenombre con el que le conocíamos, a él o a un compañero de enseñanza, las consecuencias eran funestas. Constituía un delito de lesa majestad, el preludio para meter la manta en la maleta de cartón y camino de Campogrande. Pese a la gravedad en la que podíamos incurrir, los soniquetes de los diferentes profesores eran “vox populi”. Como con muchos padres el principal contacto se producía en el aula, los alias tenían –supuestamente- su origen en aspectos académicos. Algunos poseían una clara vena humorística, otros abundaban en la malicia y, los menos, rayaban la crueldad. Por cierto, apenas me acuerdo de un par de ellos. Cosas de niños.