Saturday, October 30, 2010

Clases (2 de 4)

Las primeras jornadas escolares eran siempre una lucha denodada por la supervivencia y la adaptación. Montaraces como éramos –por ejemplo, en el pueblecito huíamos por la ventana mientras Don Constantino se adormilaba con el Diario Palentino encima la mesa, para ir a jugar a fútbol en las eras- la novedosa y exigente disciplina de horarios resultaba insuperable para muchos. Algunos ya habíamos gustado de aquellas mieles del rigor horario en el cursillo de verano. Pero muchos, aspirantes recién aterrizados, carentes del rodaje del estío, sin comerlo ni beberlo, creyendo con soberbia ingenuidad que lo más importante del internado eran los campos de deportes, se topaban con el inmisericorde ritmo marcado por el estridente silbato del prefecto de disciplina. A las 11 en punto, menos un minuto, allí estábamos bien sentaditos y no poco atemorizados ante el P. Alfonso, considerado uno de los "malos", un hueso duro de roer, memorizando que el Duero nace en los picos de Urbión, provincia de Soria. ¡Ay de los desventurados –llanto y crujir de dientes- que pensaban en comenzar la tercera hora de clase a las once y un minuto!.

En aquella disciplina férrea no cabía el término medio. Se estaba o no se estaba. No valía aquello de decir, hoy me castigan por esta insolencia insignificante, mañana por la otra minucia y pasado por una trastada menor. Los castigos intermedios de prevención ni formaban parte de los invisibles principios metodológicos, ni estaban valorados como acicate a una mejora de la conducta. En menos que canta un gallo, más de uno se encontró rehaciendo la maleta de cartón apenas deshecha, camino de Campogrande. Como consecuencia, por temor, pavor, pánico, terror o un precoz sentido del deber, la gran mayoría acatábamos las reglas, sin el menor desliz, con toda la naturalidad del mundo. Para mediados de octubre, como si la mitad de nuestra corta vida hubiera transcurrido entre aquellos inmensos ventanales, detrás de aquellas puertas con aspecto de corcho y que el diseñador había adornado con aquellas curiosas mirillas en forma de trapecio ovalado, nosotros nos aplicábamos en descifrar cuáles eran los complementos circunstanciales de lugar en las oraciones con las que el P. Llanos nos instruía.

La primera semana era fundamental para conocer nuestra templanza académica y nuestras habilidades de adaptación, como ahora se diría, a un entorno tan ignoto como hostil. Capacidad de adaptación, mucho más amplia de la que jamás hubiéramos imaginado. Sí, nos abrumaba la nostalgia cuando con la maleta de cartón subíamos pesarosos al dormitorio corrido. Nos embargaba la pena cuando tiritando de frío nos dormíamos rememorando el calorcillo del cuartón de estar en el hogar paterno.  Sin embargo, allí aguantamos, contra heladas y nieblas, los cuatro años de lo que para muchos constituyeron los cimientos de –bastante imperfecta, sí, para lo que podía haber sido- una muy buena educación. Ítem más, el andamio sobre el que se forjaron muchas ilusiones, deseos y esperanzas, más o menos, convertidos en realidad muchos años después.

¿Los mejores años de nuestra vida? Aserción excesiva, éramos demasiado jóvenes para así considerarlos. Previsiblemente, hemos tenido unos cuantos más por delante, hasta llegar a la cincuentena, como para no encontrar algunos igual de buenos o mejores. Pese a todo, no cabe duda, el internado fue una auténtica escuela, quizá no tan apostólica como pretendían nuestros buenos padres dominicos, pero, sin llegar a excelente, notable, al fin y al cabo. En aquellos cuatro años, entre los once y los catorce, muchos de nosotros –que con toda certeza no hubiéramos disfrutado de aquellas oportunidades- comenzamos a deleitarnos con el cine, disfrutar con las representaciones teatrales (las obras, que decíamos nosotros), hacer amigos con el deje bable, oímos, por primera vez, hablar de Calderón de la Barca y La vida es sueño, nos aprendimos los afluentes del Ebro (Gállego, Mantecón, Gállego, con acento en la “o”, ¿cuántas veces se lo tengo que decir?). Y sí. Sufrimos con las matemáticas. Algunos.

¿Cómo, con once años, descepados de nuestra infancia y nuestro medio natural, éramos capaces de aclimatarnos en menos de una semana –salvo raras excepciones- a los rigores de la disciplina extrema, castrense, casi prebélica, donde todas las jornadas se presentía una aguerrida batalla por no caer en las tan numerosas tentaciones que podían soliviantar el implacable ritmo a que éramos sometidos? Silencios por aquí, filas por allá, estudios por acullá y rezos por doquier. Sólo caben dos explicaciones. Ingenuidad de los once años, cuando la inconsciencia era total, pese al supuesto usufructo del uso de razón a los siete años que proclamaba, tan gloriosamente, el catecismo. Es decir, todo lo que nos entraba por un oido, no nos salía por el otro. Justamente, lo contrario de lo que algún padre dominico repetía machaconamente. Esta versión del acatamiento disciplinar si hubiera acontecido en otros tiempos más contemporáneos se habría calificado de lavado de cerebro. En aquella época, tales conceptos ni se nos ocurrían y, en cualquier caso, demasiado afortunados, y jóvenes, éramos –en comparación con otros compañeros de fatigas del pueblo que ni siquiera tuvieron la oportunidad de que se lo lavaran- como para hacer disquisiciones sobre si la educación impartida era puramente ideológica o refinadamente académica. ¿Suponemos que en la mezcla está la virtud?.


La segunda explicación: en alguna parte de nuestro inconsciente, tan inconsciente por lo demás que ni sabíamos que existía, ¡toma ya, Freud!, nos llevaba a presentir, inconscientemente, claro está, que por duro que fuera levantarse a golpe de corneta, perdón, de atronador timbre, infinitamente pero era el desperezarse con el canto del gallo como infernal preludio al ungimiento de la pareja de mulas camino del acarreo.

Así que allí estábamos, contra viento y marea, mejor, contra heladas y friuras (¡cómo olvidar los penosos sabañones de la niebla del Pisuerga!) a las once en punto. Al mes, los profesores nos tenían catalogados entre torpes, listos y del montón. Aunque en esto íbamos a la par. Aunque nunca abiertamente, también a ellos les calificábamos en nuestros corrillos, durante los recreos, en las conversaciones, ida y vuelta por la galería en los días de lluvia. Nosotros de su inteligencia no teníamos ninguna percepción pero sí de los que eran “buenos” y “malos”. Pese a nuestros pocos años, o acaso por ello, no se puede decir que careciéramos de principios maniqueístas. La línea divisoria era clara. Con el agravante de que se heredaba de curso en curso. Los del curso de arriba ya nos prevenían de que el P. Cándido Pérez era un cacho de pan. Por lo tanto, era muy complicado que un profesor calificado de “hueso”, en algún momento de su carrera académica se tornara bueno. Así que el P. Cándido, curso tras curso, año tras año, fue uno de los “buenos”.

Muchos años después, no es el caso del P. Cándido Pérez, salva sea su honra, algunos hemos recordado que ciertos profesores “huesos” eran, eso, buenos profesores. Y al revés. Pero a los once años, otorgábamos primacía a la bondad sobre los principios metodológicos de la enseñanza. De la misma manera que heredábamos de los cursos mayores la adscripción de un determinado profesor a la categoría de buenos/malos, recibíamos el legado, entre cómico y malintencionado de los motes. Raro era el profesor que no tenía uno. Algunos hasta dos o tres. Se ve que la transmisión oral de un curso al siguiente se había solapado. Estos apodos eran susurrados en murmullos. Creíamos, quizá no nos faltaba razón, que si a un buen padre le llegaba el sobrenombre con el que le conocíamos, a él o a un compañero de enseñanza, las consecuencias eran funestas. Constituía un delito de lesa majestad, el preludio para meter la manta en la maleta de cartón y camino de Campogrande. Pese a la gravedad en la que podíamos incurrir, los soniquetes de los diferentes profesores eran “vox populi”. Como con muchos padres el principal contacto se producía en el aula, los alias tenían –supuestamente- su origen en aspectos académicos. Algunos poseían una clara vena humorística, otros abundaban en la malicia y, los menos, rayaban la crueldad. Por cierto, apenas me acuerdo de un par de ellos. Cosas de niños.

Sunday, October 24, 2010

Clases (1 de 4)

Las choperas del pueblo comenzaban a amarillear. El coche de línea de los Herreros había pasado puntual como siempre a las 8 menos veinte. Apenas roto el día, nos había recogido delante del bar de Abundio. Por primera vez habíamos divisado Vallisoletum en el camino que desde la estación de Campogrande, pasando por el, para nosotros pueblerinos de poca monta, grandioso Arco de Ladrillo, llegaba a los arrabales y enfilaba el pinar de Antequera. Nos habían asignado cama y  aparador en los dormitorios corridos. Y a media tarde, pegados con celofán a los ladrillos rojizos de cara vista de la galería, habíamos descifrado los primeros listados del curso de 1967. Veintitrés de septiembre. Clases A, B, C y D. Con nuestros nombres y apellidos. Éstos los primeros, en las cuartillas impresas por el carboncillo de la máquina de escribir. Listados que en un par de días serían carne de las punzadas que con bolígrafos, navajitas, incluso el meñique, nos atrevíamos a perforar entre los huecos  conformados por la disposición de los ladrillos.

En el pueblo, los apellidos apenas eran usados, incluso la pertenencia a las familias más que tomar como referencia el apellido paternal, se nos reconocía siempre por los nombres de pila, aderezados con algún diminutivo para distinguirnos del padre y abuelo que, inevitablemente, también se llamaban Jesús. Es decir, que el tercero en el pedigrí de los Santos González era, ni más ni menos,  Chuchito. Chus el padre y Jesús el abuelo. Eso sí, siempre con el artículo determinado como entrometido heraldo. Esto es: el Chuchito. Si menester había de distinciones; no era raro que hubiera varios Chuchitos de diferentes familias, entonces sí: el Chuchito de Jesusón. Aunque no habitual, no era raro que ocasionalmente para evitar confusiones se terminara por hacer referencia a algún apodo. De los abuelos o bisabuelos, a quien ni siquiera habíamos llegado a conocer, pero  de quien heredábamos –como algún día no muy lejano haríamos con la yunta de bueyes y la grada- el remoquete. El de Jesusón era aceptable –aludía a la estatura- otros a profesiones recibidas de generación en generación. Finalmente, los menos, insinuaban aviesas intenciones refiriéndose a eventos del pasado o, maldad aldeana, defectos físicos. Jesusón el carpintero. Jesusón el rojo. Jesusón el chepilla.

Sin embargo, aquella tarde del 23 de septiembre, los listados mecanografiados nos pasaban a todos por el mismo rasero de apellidos, coma y nombre de pila. Solíamos llevar cuando menos dos. Juan Antonio; Pedro José; Ramón Luis; Jesús María, claro. El orden alfabético no hacía distingos por el físico, la procedencia o la profesión paternal. Así que allí estaba yo en la clase A que, como es lógico, abarcaba desde la primera letra del abecedario hasta la sexta o la séptima. Antolínez, Catón, Durántez, Gamarra, Gil, Hierro. Presentes. De repente, en los listados de la Escuela Apostólica, la cercanía de las letras en el abecedario constituían una referencia esencial. En muchos casos, la pura casualidad de las letras iba a convertir a desconocidos en amigos, a extraños en íntimos, a los clánicos asturianos hacerles salir de su tribu montaraz y emparejarles con alguien de Tierra de Campos, a abulenses ariscos de la sierra de Gredos, compañeros de juegos de gallegos con marcado acento, a quienes apenas entendíamos. Las amistades infantiles nos llegaban por el abecedario, las complicidades que se creaban con el vecino de pupitre tenían como origen aquellos listados escritos a máquina que cada finales de septiembre encontrábamos sobre los ladrillos de la galería. Cuarenta y pico años después, cualesquiera hayan sido los hados del destino, la Providencia, dirán algunos, que nos hayan guiado por las rutas de la vida, aquel primer listado constituyó la piedra angular de relaciones amistosas que todavía perduran para muchos de aquellos asilvestrados preadolescentes a quien el abecedario colocó como vecinos.

De los seis espacios esenciales que conformaban nuestra reducida geografía infantil: iglesia, comedor, galería, dormitorio, campos de deportes y aulas, esta última, sin duda ninguna fué la que más mellas, para lo bueno y para lo malo, hendió en nuestras agrestes pero virginales mentes. Es posible que se debieran a las interminables horas que allí pasamos entre clases y horas de estudios. Ciertamente, por muchos rosarios que recitáramos o misas que nos embutieran, el tiempo transcurrido al lado de las cristaleras por las que divisábamos los campos de deportes, fueron bastantes más –y ya fueron muchas- que las pasadas en la deslumbrante iglesia del admirado D. Miguel.

Con tiempos más reducidos, los deportes, el recreo, las comidas y el sueño han terminado por contar mucho menos. En la escuela de la aldea, la mixta, tanto en edades como en géneros, Don Constantino se esforzaba –Enciclopedia Álvarez y El Parvulito mediante- por saltar de grupito en grupito entre la tabla de multiplicar y las raíces cuadradas, de allí a la geografía patria y, a última hora de la tarde, D. Juan Santos, el párroco de la mano suelta, repasaba el Catecismo. Un auténtico “tohu babohu” de la escolarización española a mediados de los sesenta. En las Arcas Reales la primera sorpresa, aparte de que los pupitres no eran dobles, y carecían de hueco para el tintero, consistía en que cada asignatura era impartida por un padre, dominico, obviamente. Sólo de refilón, en primero, creo nos tocó alguna buena monja que el año siguiente desapareció de nuestra vida estudiantil, aunque durante muchos años siguieron desempeñando una impagable labor de apoyo en la cocina y la lavandería. No sólo un profesor por cada asignatura, también un libro para cada una. Así que en lugar de la espesa Enciclopedia Álvarez teníamos casi una decena de libros. La mayoría de la editorial SM, Edelvives o Santiago Rodríguez. De repente, los cocientes en la división venían explicados en más de una docena de páginas del texto llamado “Matemática Moderna”. Y como dicen los autores en el prólogo: “hemos orientado el libro según el método eurístico. A toda regla precede un ejemplo concreto sobre el cual el escolar debe discurrir”.

Pues ni por esas. Lo mío con las matemáticas es un defecto genético, una desgracia como otra cualquiera. El caso es que de todos los profesores de la materia que tuve en Arcas no me acuerdo de ninguno. No dudo de que Don Sigmund tendría algo que decir al respecto. Bueno, de niguno no. Me acuerdo del inefable P. Regino Borregón. Tan inmenso en su bondad, como pequeño era en estatura, que me aprobó en cuarto (¿o era en segundo?) porque tenía la excelente costumbre de avalar incluso a los más obtusos, los que éramos incapaces de discernir entre un ángulo recto y triángulo isósceles. Más Freud al canto. (Continuará...)

Thursday, October 14, 2010

Correspondencia (4 de 4)

El P. Juvencio, que en gloria esté, insinuó que algunos paseos, durante el recreo posterior a la comida, que hacía con un par de amigos por la chopera que separaba las aulas del pabellón de mayores de la carretera del Pinar de Antequera, eran merecedores de ser calificados como poco convenientes, ítem más, nuestra noble e ingenua camaradería adolescente tenían todos los tintes –aquí no cabía la apelación- de ser “amistades peligrosas”. No que entonces tuviera yo la mínima idea de lo que la expresión pudiera significar, mis conocimientos sobre aspectos sensuales o sexuales se reducían a la fertilización de estambres, pistilos y abejas. Nada, en absoluto, que pudiera relacionarse con cualquier afecto encubierto o confuso hacia mis camaradas. Desconozco como llegó el bueno, aunque malpensado, del P. Juvencio a tan esotérica conclusión. Nuestros temas de conversación eran Julio Verne, la película del domingo y, en época de exámenes, preguntarnos las fechas del Tratado de Antequera o en qué año se retiró Carlos V a Yuste. Por lo demás, la rala chopera distaba muchos troncos de albergar un bosque espeso donde pudiéramos ocultar nuestras inexistentes cuitas.

Cualesquiera fueran las razones, ante el temor de que el asunto pasara a mayores, sin apenas entender nada de lo que claramente insinuaba, los paseos, más inocentes que los de un grupo de jóvenes novicias en un claustro renacentista, quedaron, para evitar lo peor, inmediatamente suspendidos. Por orden, mejor, insinuaciones, de la autoridad competente. Ni que decir tiene que en mi carta quincenal obvié tantas explicaciones. Pero que me acuerde de aquello curenta años después, salvo que lo haya soñado, significa que algún hondo rasguño me causó aquella supuesta y, ante todo, presunta, mala conducta. Bastó con aquello de “me han dado un aprobado en Conducta”. Y un aprobado pelón  en aquella magna asignatura del comportamiento humano en un internado religioso barruntaba alguna desgracia en el porvenir. Aciago mes de abril de 1971. Cuando las candorosas conversaciones en torno a “20.000 leguas de viaje submarino” se confundían con inconfesables apetitos inexistentes.

La carta solía incluir algún acontecimiento extraordinario, aparentemente menor, pero que en nuestra vida de persistente rutina tomaba proporciones desmesuradas bajo el color de nuestras miradas preadolescentes. Verbigracia, si pertenecías a la élite de deportistas destacados, “el domingo me seleccionaron para el equipo de alevines que ganó la final de baloncesto en Valladolid”. Mi madre desconocía las particularidades y las generalidades de tan elitista deporte, pero seguro que aquello de formar parte del DAR de baloncesto, le llenaba de orgullo maternal. Eso sí, me cuidaba bien de mencionar que sólo me sacaron del banquillo en el último minuto, cuando ganábamos por más de 15 puntos. Las notas finales en las misivas eran una mención de la buena salud de los compañeros paisanos. “Gerardo, el de Polvorosa (como si fuera necesario la especificación sobre los gerardos del pueblo vecino en el internado) se cayó jugando a futbol y ha estado dos días en la cama sin bajar a clase”. Todo terminaba con las despedidas, tan austeras como las suyas, y los saludos. “Espero que hayáis cogido las manzanas de la huerta, un abrazo muy fuerte de vuestros hijo que tanto os quiere y jamás os olvida”.

En aquella época no había El Corte Inglés que promocionara el Día de la Madre o la colonia del del Padre. O quizá sí, pero en aquella Pucela predemocrática eran mucho más conocidos otros comercios como Galerías Preciados o Simago. Este último de infausto recuerdo para algunos de mi curso, a quienes pillaron con las manos en la masa, en la masa del hurto se entiende, los guardias de seguridad. Tras una admonición grave “face to face” con el padre Prefecto de Disciplina, por un quítame allá unas gafas de sol o un disco de 45 r.p.m. (véte a saber para qué pensaban que podría servir, excepto por acelerar la arritmia con la adrenalina de la ratería, pues no teníamos tocadiscos), otro grupito terminó en la estación de Campogrande, para montar en el expreso de madrugada, camino de Gijón, Zamora o Barco de Valdeorras, de dondequiera procedían aquel grupito de ingenuos colegas cacos. Todo esto viene a cuento, porque la tercera calle en el retablo de nuestra correspondencia, tras la ansiada misiva, el añorado paquete, partía, sí, de nuestra propia iniciativa, con motivo del Día de la Madre y, como queda dicho, pese a que jamás en nuestra vida habíamos oído hablar de la popularización que de tan cariñoso evento realizó la cadena de grandes almacenes.

¿De dónde vino aquella idea? ¿Quién y cuando se propagó entre los internos? Estoy seguro que nació entonces. No recuerdo que en la escuela del villorrio hiciéramos manualidades para felicitar a nuestras progenitoras. Quiero pensar que fue el P. Cándido Pérez, en clase de dibujo, el que nos instaba a colorear una rosa con sus pétalos ondulados, quizá una amapola en las salidas que hacíamos –dibujo al natural- por el pinar de Antequera. Los más hábiles, vive Dios que los había, con los escasos medios que teníamos, lapicero de carboncillo afeitado a punta de navaja y escasas pero bien usadas pinturas, pinturines era el vocablo de entonces, acertaban con maestría - el que esto suscribe era un absoluto inútil en tales menesteres, de ahí la persistente envidia, cuarenta años después al rememorarlo- a colorear la rosa con sus sombras, los trazos de dolorosas espinas en el tallo y el no va más, diseminadas gota de rocío destilando del exterior del cáliz.

Los menos dotados debíamos contentarnos con una rosa tan tiesa como una coliflor, los pétalos asemejaban más a los de un repollo de brócoli y, claro está, imposible pergeñar las deliciosas gotas de rocío. Si acaso, nos las arreglábamos, en clase de manualidades para decorar el marco de la cartulina con lo que llamábamos papel charol. Un socorrido barroquismo que, más que nada, terminaba por arrebujar nuestra más que modesta obra de arte en un maremágnum de puntitos, estrellas y tiritas de variopintos colores. En cualquier caso, atractivos en nuestro limitadísimo sentido de la estética.

De todos modos, lo importante era el mensaje, que aunque breve, no era menos enardecido, exaltado y cariñoso: “En el Día de la Madre, tu hijo queridísimo no te olvida y reza a la Virgen del Rosario por ti”. Como no podía ser de otra manera.

Sunday, October 10, 2010

Correspondencia (3 de 4)

A diferencia de las cartas, una vez la preciada posesión de la caja de zapatos en nuestras manos, teníamos permiso para subirla al dormitorio. Allí comenzaba una pequeña ceremonia de orden y degustación. Como si de una excavación arqueológica se tratara, quitábamos el papel y la cuerda que, cuidadosamente, colocábamos encima de la cama. Ungidos por el olor a las viandas familiares destapábamos la caja, temerosos, quizá, de que la longaniza o las peladillas echaran a correr. 

Con los ojos bien abiertos contemplábamos absortos, sin desviar por un momento la vista, puro éxtasis, cada alimento colocado en el interior, temerosos de que si los tocábamos se evaporaran. Sólo tras los cinco primeros minutos de unción, nos atrevíamos a sacar las piezas, una a una, para observarlas con cuidado, pensando en el cariño con que habían sido depositadas. No era nada raro que, pastilla de chocolate en la mano, nos echáramos a llorar a lágrima viva. Satisfechos porque íbamos a degustar el sabor infantil e imperecedero del chocolate de la aldea, nostálgicos porque nos faltaría, aparte del cariño de nuestros padres, la hogaza del panadero de Buenavista con qué degustarlo.

Examinados con precisión entomológica todos y cada uno de los objetos, íbamos colocándolos con precisión milimétrica en las diferentes espacios del aparador. Cuidadosos de esconder la pastilla de chocolate entre el jerséi de los domingos y la muda del lunes, supongo que para que nadie –aunque realmente era impensable que ocurriera- cayera en la tentación de compartirla sin pedirnos permiso. El chorizo se quedaba en la caja. Dentro de unos días, cuando se acabara y guardáramos la caja como mero souvenir, su continente evaporado rodaja a rodaja, el fondo restaría completamente empapado con el olor a aceite y pimentón.

Sólo una vez colocado cada manjar en su lugar adecuado, calculadas cuantas meriendas nos iba a durar y con que dimensión lo cortaríamos, sacábamos la navajita, algunos compañeros -los asturianos, siempre los asturianos- no se andaban con tapujos y no era raro ver algunas chairas más útiles para un bandido de Sierra Morena que para un interno de colegio de pago religioso- y con generosidad, pero sin excesos, disponíamos una pequeña parte de las vituallas para nuestros allegados o amigos más íntimos. Los dos o tres de nuestro círculo más entrañable habían contemplado, todo hay que decirlo, con encomiable paciencia, no poca envida y la boca hecha agua, nuestra minuciosa operación de desembalaje y ordenamiento. 

Como los perfumes que se quedan para siempre grabados en la memoria, incluso aunque no les hayamos vuelto a sentir en décadas. Por ejemplo, el polvillo de la paja en la bielda, la hierba de los prados cortada a mediados de junio,  o las cerezas de la huerta del tío Justo, antes de que nos persiguiera entre juramentos e invectivas a nuestra escasa moralidad, no me resulta para nada excepcional, el rememorar la textura endurecida del trocito de chocolate con el que cada noche, antes de dormir, perdón por la blasfemia, comulgaba con mis padres y mi infancia a tan pocos kilómetros de distancia y a la vez tan infinitamente lejos. Recuerdo la marca, Chocolates Mata (Herrera de Pisuerga) y, por supuesto, su sabor a cacao poco refinado, a chocolate del bueno, al que había que hincar el diente, una vez que el P. Prefecto apagaba las luces del dormitorio y el corazón se me encogía bajo las sábanas. Me río yo de las emociones y efluvios, puro marketing, que emanan de Ferrero Rocher, Suchard, Willy Wonka y compañía.

Las misivas de respuesta a nuestros padres eran tan frecuentes como las suyas. Responder a vuelta de correo no era una estricta obligación, pero casi. Tenían las limitaciones de nuestra insuperable rutina diaria, así que una carta se parecía a la siguiente como dos castañas peladas. Inevitablemente se repetía lo de “queridos padres, espero que al recibo de ésta, os encontréis bien como yo lo estoy”. Después venía una breve reseña sobre las actividades académicas, con mención de las notas, si la carta venía en la semana posterior al domingo donde el prefecto de disciplina, en voz alta y delante de todos los compañeros, en el mismo aula, leía las notas de todos y cada uno de nosotros. 

¿Quién habló de vergüenza torera? ¿Existía el concepto del derecho a la privacidad? Previsiblemente la base pedagógica de aquellos actos públicos, aunque muy lejos de las autocríticas revolucionarias, después de todo a nosotros no nos dejaban abrir la boca, ni siquiera para hablar en contra de nosotros, debía de ser el estímulo, a los torpes para que se espabilaran y a los que “chispeaban”, por usar la terminología de la época, “para que no te duermas en los laureles” (otra expresión muy común de aquel entonces). Para muchos, aquellas sesiones vespertinas mensuales de los domingos constituían un episodio, repetido una y otra vez, de pura humillación.

El caso es que a nuestros padres les llegaba cumplida reseña, quizá menos cuando las notas no llegaban al aprobado raspado, de nuestras peripecias académicas. “El P. Hospital nos ha leído las notas el domingo, en el estudio de la noche. He aprobado todas, gracias a Dios, pero las matemáticas, más bien por la bondad del P. Regino”. De aquellas lecturas en el ágora pública guardo un recuerdo horripilante, inolvidable, en cierto modo. La nota en conducta era, tanto para los padres reales como para los putativos, el vértice sobre el cual giraba el resto de materias, fuera la física, la historia, incluso el dibujo artístico. Podías ser un genio del álgebra, que si te habían pillado copiando en clase del P. Pablo S.-Fuentes, los logros intelectuales quedaba reducidos a ceniza por la tragedia del suspenso en conducta. 

Pero lo mío no fue por haberme pillado copiando, fue peor, por lo que se suponía, al menos entonces, que era un acto moralmente deleznable, degradante y, por supuesto, razón segura para que la furgoneta del hermano lego te llevara a la estación de Campogrande, etapa previa a la empuñadura del arado y la yunta de mulas en la próxima sementera.

Saturday, October 2, 2010

Correspondencia (2 de 4)

Educados en la impronta genética de la austeridad castellana, el cariño y el amor maternal de las cartas era, sobre todo, implícito. Se deducía, más que se exhibía, se intuía, más que se testimoniaba y, antes de nada, se daba por hecho sin la obligación de demostrarlo. Los abrazos, ósculos, y efusiones varias de cuarenta años después, eran impensables entonces. El amor, como si dijéramos, era invisible, a primera, segunda y tercera vista, pero tan manifiesto como que existía el castillo de Jarandilla de la Vera estampado en la carta. La línea argumental de las cartas era siempre la misma. Lo único que cambiaba era el nombre de los convecinos enfermos o fallecidos, el progreso, dependiendo del mes, de la siembra o la cosecha, alguna admonición de tipo religioso (“he rezado a la Virgen del Brezo para que apruebes las matemáticas”) y el inevitable mantra del “pórtate bien”. Mi querida mama (sin acento en la “a”, al estilo italiano), sempiternamente preocupada, incluso angustiada por mi grado de conducta. O bien el expediente académico lo daba por hecho, o bien no le inquietaba demasiado.

Cualesquiera fueran las razones, carta a carta, una tras otra, el “pórtate bien” se repetía infatigablemente. La única novedad que podía aparecer en la misiva, aparte de la obvia, que los muertos fueran cambiando de nombre, consistía en que varios meses después de que me comunicara que la señora Eufrosina hubiera fallecido, siguiendo la costumbre de las aldeas de Castilla, la carta viniera acompañada del recordatorio del óbito, de sus apenados hijos, hermanos, tíos y el resto de la parentela política. De ciento en viento, de forma sorprendente, seguro que había estado toda la semana lloviendo a mares, como ellos decían - mi padre no habría podido salir a binar el barbecho- y con rasgos firmes, no exentos de un repujado barroquismo, firmaba alguna carta aislada. Su rúbrica, que a mi me recordaba, por su ensortijado trazado las de los facsímiles de algunos autores clásicos impresos en el libro de Lengua Española (recordemos que no existían lenguas autonómicas, ciencias del medio y otras materias variopintas), era su único y exclusivo mensaje. Aunque bien sabía yo que en ella había puesto todo el esfuerzo con que Don Lucio le había aleccionado cuarenta años atrás para que la E del nombre de pila se revolviera hacia arriba y hacia abajo como en una voltereta interminable. El apellido, eso sí, porque se firmaba con nombre y apellido aunque fuera una carta paterno filial, era lúcido y transparente

En cuanto al castillo de Jarandilla de la Vera, sin que nos lo pidiera expresamente nadie, tenía dueño asegurado. Varios padres –de los que aseveraban aquello de que “cuando lo seas comerás huevos”- eran empedernidos coleccionistas, y nosotros sabedores de con quien teníamos que ganarnos los favores por un quítame allá este prurito de sentirnos más importantes si aportábamos nuestras reducidas posesiones filatélicas, pongamos por caso, al P. Prefecto de Disciplina, y de paso, al menos eso creíamos nosotros, obtener alguna futura prebenda. La mayor de las cuales se condensaban en acceder al reducido círculo de los denominados “enchufados”. Algunos padres recogían las estampitas, según decían, para las misiones. Efectivamente, debía de haber un cierto comercio de sellos usados por el cual se conseguía algún dinero que se destinaría, más que a los negritos,  a los chinitos –dada la brújula orientalizante por la que se guiaba nuestra provincia dominicana del Santísimo Rosario-, a los vietnamitas o a los filipinos. Aunque para nosotros todos cabían en el mismo mapa de las razas amarillas que describía nuestro libro de geografía universal.

Los profesores se las arreglaban para completar por sus propios medios las emisiones filatélicas, es decir, que no dependían única y exclusivamente de los sellos originados en Segovia, Salamanca, Soria –pocos sorianos había, por cierto-, las Vascongadas y en la periferia de Castilla la Vieja. Entre las más destacadas, la del P. Reyero quien con gran esmero tenía los sellos clasificados en cuadernos con hojas envueltas en franjas de celofán. Los llamativos sellos, de nuevo el Oriente con sus colegas misioneros en el confín de la Tierra, filipinos, vietnamitas, japoneses, nos los enseñaba con fruición. Como también las series de trajes regionales españoles –antes de las autonomías-, las sosas cabezas de la Marianne de la Republique Française o las de pintores españoles del siglo de oro. “Padre, aquí tiene dos descolocados, se le han quedado boca abajo”, le decíamos asombrados porque en tan impoluta catalogación hubiera dos mal colocados. Rápidamente pasaba hoja y nos instaba a que admiráramos el prerrománico español en una emisión de Santa María del Naranco. Intrigados, en un descuido, mientras subía a su habitación a buscar otro cuaderno de su interminable acopio, quisimos colocar la pareja de descolocados que no era otra que la Maja Vestida y la Desnuda de D. Francisco de Goya y Lucientes. Con la misma celeridad, dejamos los sellos boca abajo y regresamos a la obra de Ramiro I.

El no va más en la correspondencia eran los paquetes. Recibir un “paquete” (aunque fuera nombre común y con minúsculas, para el receptor y como beneficiantes colaterales sus amigos o paisanos, era el culmen de la correspondencia recibida) te otorgaba un prestigio único difícil de definir. ¿Has tenido paquete? Si la respuesta era positiva, ¿cómo podía no serla, si alguien tenía aquella caja rectangular entre las manos, cuando nunca teníamos nada?, nos arremolinábamos ante el afortunado, queriendo adivinar el misterioso contenido de aquel envidiado continente. Para empezar, el papel de estraza en el que solía venir envuelto ya venía coloreado con una extensa fila de sellos donde se mezclaban los bustos púrpura de Franco con estampillas llamativas del “IV Congreso de Municipios” o una serie entera dedicada al Monasterio de Veruela. El cartero del pueblo, rebasado por el peso de la mercancía, había echado mano de todos los valores que le quedaban en el basar de la cocina a fin de redondear el costo definitivo. Un festín para el P. Reyero et alia.

Mientras las cartas raramente eran abiertas por la superioridad competente, léase censura del P. Prefecto, los paquetes eran irremediablemente desliados por el susodicho y entregados en mano al destinatario en forma de revoltijo: cuerda reciclada para atar los sacos de nitrato convertida en soporte del papel de ultramarinos, el cual, a su vez, por la poca costumbre de los progenitores envolventes daba tres vueltas y media –estaba claro que sobraba papel por todas las esquinas- a la usual caja de zapatos. Con su tapa y todo. Lo importante, claro está, no lo envolvente, sino sino lo envuelto. Dependiendo de la procedencia de los remitentes, generalmente los padres, ocasionalmente alguna tía bondadosa, los contenidos variaban notablemente. Se podía adivinar una España de la gastronomía autonómica, incluso veinte años antes de que las autonomías existieran. Los abundantes gallegos, indefinidos entre la maragatería y el Miño, los del Barco de Valdeorras y cercanías, tenían una acendrada tendencia a recibir latillas. Mejillones, berberechos y todo bicho viviente y marino capaz de ser enlatado. La tribu astur, siempre tan peculiar y clánica, no podía obviar el mareante queso de Cabrales. Los periféricos cántabros, no muchos, pero todos dados a la golosina, sobaos. Los castellanos recibíamos una mezcla de dulce (chocolate de hacer, duro como la piedra, pero con la ventaja de que el calor no lo deshacía en el transporte) y picante (media sarta de chorizo). Generalmente de lo que en los pueblos llamaban el gordo (cular), propenso a conservarse con con más donaire entre la estranguladora niebla pucelana.