Las porterías son de verdad, las primeras que yo veo como las que salen en la tele en blanco y negro, en la casa del molinero del pueblo. Un hijo emigró a Alemania, la televisión debe ser parte de la pequeña fortuna que consiguió. O quizá todas las ganancias fueron invertidas en la Telefunken, convertida en la envidia de todos los paisanos en veinte kilómetros a la redonda. Los jugadores corren de un lado a otro de una nebulosa blancuzca, tan deficiente es la recepción,en medio de la cual, más por sus ademanes que por los dorsales, se puede adivinar a Amancio y Gento corriendo hacia el córner. En la parte inferior de la casa se oye el runruneo del agua del cuérnago discurriendo entre las gigantescas ruedas del molino, ahora detenidas en honor al Real Madrid. Empate hasta el minuto 76, momento en que el Madrid mete gol de la victoria y el señor Honorino se encarama encima de la mesa del comedor y, hombre religioso donde los haya, de misa y comunión diaria, grita ¡Viva Jesucristo!. Como si el Señor se hubiera transformado en Serena. La sexta, mayo de 1966, está en manos de la quinta “ye—yé”.
Tubos de hierro bien redondos y soldados al larguero, no es necesario señalar los postes con jerséis o camisetas. Esto rebaja la intensidad de las disputas sobre si el balón ha traspasado o no la línea de meta según dicta el reglamento que algunos listillos dicen saber de carrerilla. El campo, eso sí, padece de cierto exceso de piedrecitas, incluso algún guijarro no pequeño, a diferencia del césped de las eras del pueblo en mejor estado, producto de las trillas veraniegas y las ovejas que suelen mordisquear la otoñada de los escasos granos abandonados que han germinado como consecuencia de las primeras lluvias de septiembre. Además, el balón es de auténtico cuero, no de plástico como el de la escuela de la aldea que alguien ha conseguido a través de la tenaz paciencia de su madre completando el álbum de las figuras de la Liga con los cromos que vienen en los paquetes de detergente Wilco.
Algunos compañeros hábiles con la lezna y el cáñamo tienen que remendarlo con cierta frecuencia. Pero lo cierto es que rueda y rueda entre las líneas del campo de tierra, aquí marcadas con cal seca y no paja molida. Detrás de él una veintena de chavales de 11 años, salvo los guardametas, corren sin ninguna táctica, pero con un entusiasmo desbordante, con el único propósito de propinarle una patada, lo más fuerte posible, hacía adelante. No es rugby pero como si lo fuera. De lo que se trata es de acercarse a la portería contraria, vía el empuje colectivo. No es fácil avanzar en medio de la maraña de atacantes y defensores, todos arremolinados en torno a la pelota.
Hay especialistas, no obstante, que son capaces de hacerlo corriendo la banda, tras una carrera en estampida, mientras los menos veloces, por edad o por rechonchez, miramos con estupor como el equipo contrario se adelanta en el marcador 11-10. Son los “chupones”, egoístas que se pueden permitir el lujo de regatear en un palmo de terreno, por habilidad y rapidez. Son buenos, realmente buenos. En cada clase, hay media docena de ellos. Sin duda ninguna, un par de los mejores en esa media docena, si entonces hubiera habido escuelas de fútbol, no habrían tenido dificultades para destacar y proseguir una carrera profesional. Desgraciadamente, a muchos de ellos, no por “chupones”, sino por motivos académicos y comportamiento, la alegría del desborde por los laterales les duró hasta que el P.Prefecto les dijo en las vacaciones de Navidades o Semana Santa que se llevaran la manta a casa.
Signo ominoso de la vuelta a la reja y al barbecho. Cuando ibas a salir para la estación de Campogrande te comunicaban, mientras plañían desconsoladamente, que en la maleta, con las mudas, doblaran también la manta. Uno de los pocos y más preciados bienes de que disponíamos en los crudos inviernos, niebla perenne en el Pisuerga, el que lleva la fama pero no el agua. Seguro que alguno de ellos, en lugar del retiro más o menos dorado del que disfrutan muchos futbolistas de entonces (comentaristas, críticos, rentas de antaño), sobreviven gracias a las subvenciones PAC de la Unión Europea, jugando al mus todas las tardes en el bar del pueblo que les vió nacer y volver desde el internado de la Virgen del Rosario.
Los “chupones” eran una especie que gozaba de ciertos privilegios. Los profesores tenían un cierto miramiento por ellos y, ocasionalmente, algunas faltas de conducta eran sobreseídas por mor de la excelencia deportiva. Si además eras rubio, había pocos, las carantoñas rondaban una sospechosa sobreabundancia. En general, los que eran buenos en una actividad deportiva, lo solían ser en todas las demás. Cierto, tenían que entrenarse los sábados por la mañana, sacrificarse corriendo por los arenosos pinares antes de las citas deportivas. A cambio tenían el privilegio de desplazarse por toda la provincia, dondequiera que se celebrase un cross (campo a través, lo llamábamos entonces), una manifestación atlética del Frente de Juventudes o un campeonato de fútbol de la OJE. Los campeones en tierras pucelanas incluso se desplazaban a las regiones vecinas para las competiciones interprovinciales. Para los que no íbamos a casa de vacaciones ni en Semana Santa, pese a que estábamos a 130 kilómetros del pueblecito, aquellas expediciones deportivas generaban una insoportable envidia.
Sana, en general, supongo. Porque admirábamos a los velocistas capaces de hacer los 80 metros en 10 segundos o a los saltadores de pértiga que volaban, con su inmaculada camiseta DAR, por encima de la barra de los 3,15. A falta de que alcanzaran la fama los jugadores de la selección de Brasil (México,1970), que el Real Madrid conquistara la séptima (faltarían muchos años), nuestros colegas deportistas eran nuestros héroes del pupitre vecino. Debido a las cualidades físicas de algunos de nosotros, fueran producto de la genética o de no haber corrido en demasía al lado de los perros, durante la temporada de caza en el pueblo, nos dábamos por satisfechos con conformar la plebe, categoría rasa, que se desmelenaba en los recreos detrás del balón redondo. Allá, en el campo de arriba, el más cercano al pinar y a los cipreses de la piscina. Pinos y arbustos formaban una barrera tan invisible como infranqueable para los menos dotados por la naturaleza.(Continuará)
Hay especialistas, no obstante, que son capaces de hacerlo corriendo la banda, tras una carrera en estampida, mientras los menos veloces, por edad o por rechonchez, miramos con estupor como el equipo contrario se adelanta en el marcador 11-10. Son los “chupones”, egoístas que se pueden permitir el lujo de regatear en un palmo de terreno, por habilidad y rapidez. Son buenos, realmente buenos. En cada clase, hay media docena de ellos. Sin duda ninguna, un par de los mejores en esa media docena, si entonces hubiera habido escuelas de fútbol, no habrían tenido dificultades para destacar y proseguir una carrera profesional. Desgraciadamente, a muchos de ellos, no por “chupones”, sino por motivos académicos y comportamiento, la alegría del desborde por los laterales les duró hasta que el P.Prefecto les dijo en las vacaciones de Navidades o Semana Santa que se llevaran la manta a casa.
Signo ominoso de la vuelta a la reja y al barbecho. Cuando ibas a salir para la estación de Campogrande te comunicaban, mientras plañían desconsoladamente, que en la maleta, con las mudas, doblaran también la manta. Uno de los pocos y más preciados bienes de que disponíamos en los crudos inviernos, niebla perenne en el Pisuerga, el que lleva la fama pero no el agua. Seguro que alguno de ellos, en lugar del retiro más o menos dorado del que disfrutan muchos futbolistas de entonces (comentaristas, críticos, rentas de antaño), sobreviven gracias a las subvenciones PAC de la Unión Europea, jugando al mus todas las tardes en el bar del pueblo que les vió nacer y volver desde el internado de la Virgen del Rosario.
Los “chupones” eran una especie que gozaba de ciertos privilegios. Los profesores tenían un cierto miramiento por ellos y, ocasionalmente, algunas faltas de conducta eran sobreseídas por mor de la excelencia deportiva. Si además eras rubio, había pocos, las carantoñas rondaban una sospechosa sobreabundancia. En general, los que eran buenos en una actividad deportiva, lo solían ser en todas las demás. Cierto, tenían que entrenarse los sábados por la mañana, sacrificarse corriendo por los arenosos pinares antes de las citas deportivas. A cambio tenían el privilegio de desplazarse por toda la provincia, dondequiera que se celebrase un cross (campo a través, lo llamábamos entonces), una manifestación atlética del Frente de Juventudes o un campeonato de fútbol de la OJE. Los campeones en tierras pucelanas incluso se desplazaban a las regiones vecinas para las competiciones interprovinciales. Para los que no íbamos a casa de vacaciones ni en Semana Santa, pese a que estábamos a 130 kilómetros del pueblecito, aquellas expediciones deportivas generaban una insoportable envidia.
Sana, en general, supongo. Porque admirábamos a los velocistas capaces de hacer los 80 metros en 10 segundos o a los saltadores de pértiga que volaban, con su inmaculada camiseta DAR, por encima de la barra de los 3,15. A falta de que alcanzaran la fama los jugadores de la selección de Brasil (México,1970), que el Real Madrid conquistara la séptima (faltarían muchos años), nuestros colegas deportistas eran nuestros héroes del pupitre vecino. Debido a las cualidades físicas de algunos de nosotros, fueran producto de la genética o de no haber corrido en demasía al lado de los perros, durante la temporada de caza en el pueblo, nos dábamos por satisfechos con conformar la plebe, categoría rasa, que se desmelenaba en los recreos detrás del balón redondo. Allá, en el campo de arriba, el más cercano al pinar y a los cipreses de la piscina. Pinos y arbustos formaban una barrera tan invisible como infranqueable para los menos dotados por la naturaleza.(Continuará)
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