“Repetir” era una palabra clave, muy popular en el refectorio. Cuando en aquellos curiosos vasos de aluminio, multicolores: plateados, azulados, anaranjados, se acababa la leche con el colacao, los servidores pasaban entre las mesas con aquellas gigantescas cántaras de estaño – era necesario agarrar las dos asas con las manos- gritando “¿quién quiere repetir?”. No que la oferta fuera cotidiana y habitual. Sólo cuando sobraba alimento. Bien los primeros o últimos días de curso, cuando muchos se habían ido o unos cuantos todavía no habían llegado. También en lo más frío del invierno cuando la gripe hacía estragos y los huecos en los bancos eran claramente visibles. Quizá el cocinero, desde el primer día del curso hasta el último, hacía sus cálculos de forma idéntica, sin considerar que por razones diversas entre los 240 alumnos de primero y segundo podía faltar una veintena. Acaso, el vaquero no podía conservar la leche hasta el día siguiente y sobre dejarlo en las ubres prefería despacharla para la cocina. ¿Quién quiere repetir?.
Ocasionalmente, algunos alumnos colaborábamos en los suministros alimenticios. Al menos en su preparación. Las situaciones más traumáticas acontecían cuando el prefecto de disciplina nos asignaba la tarea de “escoger” la legumbre. En la aldea, esta era una tarea relativamente común que nuestras madres nos encargaban realizar al calor de la gloria, antes de que pusiera a remojo los garbanzos del cocido. O separar las piedrecillas que se habían colado en el escriño de lentejas, una vez venteadas éstas. Era una tarea sencilla, bien que necesitada de paciencia. Se hacían pequeños montoncitos de la legumbre y con el índice se iban pasando a otro, dejando a un lado las impurezas. Tarea fácil cuando se trataba de un kilo de alubias. Separar varias decenas de kilos resultaba más aburrido y monótono. Las legumbres se almacenaban en unas paneras, localizadas enfrente de la casa donde habitaban las monjas. Paredes a media altura dividían el producto, en cada habitáculo había centenares de kilos, incluso toneladas, de diversas legumbres, patatas y cebollas.
Separar la porción correspondiente a una comida de cuatrocientos alumnos –el menú del pabellón de mayores era previsiblemente igual al de menores- significaba toda una tarde, montoncito va, montoncito viene de diminutas lentejas, ejercitando los índices. Para acelerar el proceso, lo hacíamos con las dos manos. Aunque no lo parezca, aquella tarea, por razones desconocidas, constituía un premio a los que se habían portado bien durante la semana. Supongo que limpiar los wáteres debía ser un castigo. O quizá fuera una selección natural del prefecto de disciplina, adivinador de que fuéramos expertos en tales menesteres. En cierta ocasión, con estupor – viniendo del pueblo, donde los animales de todo tamaño y condición eran usuales, por lo tanto difícil que nos asustáramos con ellos- observamos que el rincón dedicado a las lentejas pululaba con toda clase de insectos. No sólo los que popularmente llamábamos comecocos, especie de pequeñas mariquitas que se deslizaban a impresionante velocidad por encima de la montaña de lentejas. Lo peor era que había gusanos blancuzcos, una visión horripilante, de uno o dos centímetros de longitud. Por más esfuerzos que hicimos para vencer nuestro asco y desasosiego, más de uno y de cien acabó flotando en los platos de nuestros queridos camaradas.
Otro pequeño grupo, junto con el prefecto de disciplina en persona, muy aficionado a las labores hortícolas, Luis Alberto Martín Rey –que en gloria esté-, Fr. Santiago Sáiz, Fr. Orencio, el P. Cándido Pérez y, ¡cómo no! Fr. Emeterio, nos dedicábamos con cierta regularidad a cultivar la huerta. Todos, fuera por herencia genética o por haberlo experimentado, literalmente, desde el seno materno, éramos expertos en esa tarea. De hecho, la huerta situada en la parte de la finca que lindaba con las madres francesas -¿o eran irlandesas?- podía haber sido, de no haber pasado el P. Santiago Cóbreces por la escuela mixta del pueblo, la del abuelo, al otro lado del río, o la más modesta de mi padre, en el mismísimo patio de la casa familiar. Después de todo, en las vacaciones de verano hacíamos tareas absolutamente idénticas. Así que cardos, lechugas, puerros y otras hortalizas daban, sino el ciento por uno, sí un fruto abundante. Fr. Emeterio, hermano lego, como se decía entonces, cooperador como se diría más tarde, era el líder incontestable en aquellos desempeños agrarios. Ennegrecido por las tareas del campo, como cualquiera de mis paisanos, resultaba curioso verle azada en mano, excavando los surcos con notable energía y destreza sobresaliente. Todo ello, con el sempiterno hábito dominicano. La sóla licencia que se concedía era arremangarse las mangas y meter el escapulario bajo el cinto para que éste no se le enredase con el mango de la azada.
En el refectorio, el equipo de servidores se afana sacando los carritos del “lofis”, palabra aún más extraña, si cabe, que la de refectorio. Las puertas batientes que dan acceso a la cocina se convierten en un pequeño juego con las idas y venidas de los compañeros servidores del turno semanal. Se trata de acarrear, desde la cocina, las perolas con el segundo plato y recoger los platos vacíos de la sopa de maizena para llevarlos al “lofis” con la mayor celeridad posible, evitando chocar con los compañeros que hacen lo mismo en sentido inverso. Algunos, con intenciones más bien dudosas, empujan la puerta de doble hoja con toda la fuerza para que el resorte forzado al máximo la lleve veloz hacia el otro extremo. Si en el camino choca con el carro de un compañero que viene raudo a recoger otra cestona de pan, diversión asegurada. Eso sí, que no se aperciba el prefecto de disciplina. Las buenas hermanas de la cocina son más bondadosas y, ocasionalmente, hasta se divierten con el juego infantil que imita la entrada en el saloon de fieros pistoleros. Al cocinero atareado en los fogones no parecen preocuparle demasiado las gamberradas de los alumnos. Ni siquiera los bichitos en las lentejas. Lo cierto, al decir de algunos, es que la calidad de la comida –si alguna vez la tuvo- se ha ido degradando con el paso de los meses. Perspicaces como nos hemos vuelto con el paso de los años, siempre le recordamos con el cigarro encendido, la ceniza, inevitablemente, desparramándose por filetes rusos y hojas de lechuga. Algunos aseveran, tantos años después, que la calidad desquiciada de la comida tuvo orígenes familiares. Hasta recuerdan, osados, que al morirse su esposa, le debió de entrar tal tristeza y depresión que los puñados de sal los repartía al azar, y el aceite requemado había perdido por completo todas las moléculas esenciales, evaporadas, para que pudiera ser denominado como tal. Para mí, resulta un misterio, aunque no lo desdigo, que alguien sea capaz de recordar desde los 12 años una tragedia familiar ajena asociada a unas lentejas mal condimentadas. O acaso semejante capacidad de la memoria posea toda la lógica del mundo.
Deben de ser las mismas razones, plenas de misterio, poderosas, por las cuales me acuerdo, de la sopa de leche fría y una gruesa y espesa tortilla de patatas. Como si lo hubiera cenado anoche. ¡Quiero repetir!
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