Hasta que el P. Mendoza, prefecto de disciplina, hacía sonar su silbato desde la puerta del Pabellón de Menores y, todos, tal como estábamos, perfectamente sudados, empolvada la ropa de los domingos y días de guardar, los zapatos de charol raídos de dar punterazos, acudíamos prestos a que el P. Gregorio Buena, ogro en apariencia y bondad personificada, nos asustara con castigos inauditos si no éramos capaces de leer, con el ritmo que se debía, las semicorcheas en el pentagrama. Música y deportes en el mismo santiamén por causa del archiconocido “mens sana in corpore sano”. Como otras asignaturas que ahora se consideran prehistóricas, las cuales, sin duda, conformaban un “corpus academicum”, al que debemos más de lo que creemos: Trabajos Manuales y Normas de Urbanidad, entre otras. Esta última, incluso disponía de un exiguo manual. Pero a través de él, dejamos en el pretérito nuestras loables costumbres campesinas, como desenvainar la navaja para despedazar la sarta de chorizos, y adquirimos los hábitos de la ennoblecida burguesía: como seccionar un filete, sin aposentar los codos en la mesa, mediante utensilios tan sofisticados como un cuchillo de sierra y un tenedor.
El paso de primero a segundo y después a tercero, no hizo sino elevar las cotas de popularidad de nuestros compañeros deportistas más premiados. Ahora participaban en competiciones de más categoría. Una cosa era ganar, con el equipo de alevines, el torneo de balonmano vallisoletano contra la Safa y otra bien distinta derrotar en campo a través a los representantes de toda Castilla la Vieja por los caminos embarrados de Peñafiel. El resto seguíamos sobreviviendo, deportivamente hablando, en la mediocridad de los equipos en muchedumbre. Incapaces de ponernos a la cabeza del pelotón que daba cuatro vueltas al campo de fútbol, gimiendo de frío y con las manos supurando sabañones, nos contentábamos con aplaudir a nuestros compañeros cuando regresaban con copas y medallas y con divisar a los lejos, sobre la televisión encendida en medio del distante escenario del salón de actos, como el Murcia empataba con el Español en casa. ”Peligro en La Condomina”, gritaba el locutor a la vez que el P. Prefecto observaba las filas de butacas para que los mayores no se mezclaran con los pequeños, por temor a oscuras perversiones. También para que todo el mundo asistiera en silencio. Sí, los partidos se percibían en un diminuto televisor y en sacrosanto silencio. Como si estuviéramos en la capilla, arrodillados ante el Santísimo.
Por alguna extraña circunstancia enterrada tiempo ha en la oscura memoria del pasado, alguien me inició en el tenis. Ni de lejos era tan popular como lo es ahora. De hecho, era muy elitista. Había una sola cancha, en el ala este del pabellón de los padres, cercana a la enfermería. Estaba en aquel rincón semiescondido, porque jugar allí era privilegio exclusivo de ellos. Con doce o trece años me encuentro jugando en la pista que, salvo por la red en estado regular, estaba bien acondicionada. Algunas veces jugaba con compañeros. Disponíamos de dos raquetas de madera, una de ellas con el marco bien roto. Así que al golpear la pelota, pese a nuestras leves fuerzas, el cordaje y todo el marco se inclinaban hacia atrás. Para aminorar las dificultades nos limitábamos a pelotear dentro de los cuadros del servicio. Cuando ocasionalmente jugaba con el P. Félix Rodríguez, prefecto de disciplina de mayores y buen aficionado, obviamente, siempre me tocaba la raqueta rota, con el agravante de jugar en toda la pista. Así pues, ante mi inutilidad para el regate en corto -aunque alguien tiene la amabilidad, muchos años después, de consolarme diciendo que tiraba bien los penaltis- comencé a presumir de jugador en un deporte de élite. De repente había pasado de correr en medio de la polvorienta algarada de un campo de gravilla a ser dueño de mi propio destino con el “drive”. De perseguir, sin mucho éxito, el balón de plástico en la era del pueblo, a discernir en que esquina ponía la pelotita amarilla con mi raqueta Wilson, destartalada, pero raqueta al fin y al cabo.
Desgraciadamente para mí, el tenis no estaba homologado en las prácticas atléticas para acabar el curso. Villar Palasí acababa de finiquitar la reválida de cuarto. Con un expediente rebosante de sobresalientes, salvo un notable en latín, no me quedaba otra cosa que hacer una voltereta, medianamente creíble, sobre el plinton para que el P. Pablo Sánchez-Fuentes tuviera a bien otorgarme su beneplácito con un suficiente. Ya me veía camino de Ávila y el limitado, pero atractivo, desencadenamiento, que según nuestros predecesores significaba la Residencia Santo Tomás. Pero a lo que se vió, mi cerviz era dura de plegar. Y aquel a quien conocíamos bajo el apodo de “Chopo”, por su adusta apariencia y estatura, en lugar de suspenderme en las matemáticas, donde leer para creer, pese a lo obtuso que era en la materia, había obtenido (¿milagro de la Providencia o gobierno del azar?) un milagroso sobresaliente, me trituró con un insuficiente en gimnasia. Mal esté decirlo, pero como era el primero de mi corta vida académica, el trauma infligido fue descomunal. Ya me veía yo todo el verano, usando las gavillas de centeno, obviamente en el pueblo no había instrumentos tan sofisticados de tortura, a modo del dichoso plinton para que en septiembre me permitieran acudir a la ciudad amurallada.
Me sonrió la fortuna. El P. Félix Salvador, mentor, vecino y paisano, que en gloria esté, al enterarse de tal desmesura y para mí, de tamaña injusticia, acudió presto a la salvación de mi vocación pre vocacional. Yo, acongojado, no dejaba de lloriquear mientras me daba ánimos –“seguro que es un error de transcripción”, me decía- a la sombra de los sauces del río, como en Babilonia. Él intuía de que de no ir a Ávila finalizaría de sopetón mi reducida andadura escolar. Yo convencido de que la sementera me atraparía en un abrir y cerrar de ojos. Tuvo la amabilidad de interceder por mí ante no sé qué autoridades, posiblemente ante el mismísimo “Chopo”. A los pocos días, una misiva -que guardo como oro en paño- del P. Felipe Pérez, mi tutor y profesor de física y química, anunciaba que todo el sobresalto era una sinrazón. Sin explicitarlo, venía a decir que la Religión, Latín, Lengua Española, Historia, Matemáticas, su Física y Química, Idioma, y hasta la mismísima Formación del Espíritu Nacional no tenían ni punto de comparación con doblar el pescuezo encima de un trapecio acolchado en su parte superior. Suficiente, pues.
Revolviendo libros de texto de la época y otros más recientes, aunque en similar desuso, me encuentro con la bienaventurada carta del P. Felipe, impecablemente tecleada a máquina, con su sello de Franco y todo. Insertada, supongo que a modo de señal, en las páginas de una Biblia, Hechos de los Apóstoles, capítulo catorce, versículos 1 al 14. Será una premonición del pasado, se trata del pasaje sobre el que versaba mi tesis neotestamentaria en Jerusalén. Inacabada, por siempre, como la voltereta en el plinton.
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